viernes, 16 de mayo de 2014

YA SE FUE, YA SE FUE / EL BURRITO CORDOBÉS. TERCERA PARTE (FINAL)





















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí. (Julio A. Roca, discurso de transmisión de la presidencia de la Nación a Miguel Juárez Celman, 12 de octubre de 1886)

Para 1886, la creación y consolidación del Estado nacional se habían llevado a cabo sobre la base del crédito proveniente del exterior, con el cual se financiaron tanto las obras de infraestructura y comunicaciones, como la burocracia administrativa, redundando en una crecida deuda externa que pendía sobre la nación como la consabida espada de Damocles; en un marcado déficit fiscal y en una balanza comercial que arrojaba un saldo negativo de 30 millones oro. En esas condiciones el país se hallaba, pues, en virtual estado de quiebra financiera. Y sin embargo, el crecimiento económico parecía no tener fin.
Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para su manejo y paulatina corrección. Pero Juárez Celman no era Roca.
Cuando el 12 de octubre de 1886 este último traspasó los atributos del poder a su concuñado, el peso estaba con respecto al oro en una relación de 110 centavos papel por 1 peso oro, es decir, prácticamente a la par. Tres meses después, se devaluaba hasta llegar a 144. Era un síntoma, al cual no se le prestó mayor atención.
En Europa la economía estaba en expansión y los activos financieros excedentes se volcaron a la Argentina. Había tal liberalidad para otorgar créditos por parte de los bancos, que la cultura de la especulación reemplazó a la del trabajo y el país se transformó en una timba. Todo el mundo jugaba a la Bolsa y compraba y vendía tierras. Todo el mundo se hacía construir residencias a cual más fastuosa. Todo el mundo ostentaba carruajes que envidiarían un lord inglés, un conde francés o un barón prusiano. ¡Rich as an argentine! ¡Riche comme un argentin! ¡Reich wie ein argentinischer! Todo el mundo se vestía con ropas cortadas por los más afamados sastres y las más cotizadas modistas, confeccionadas con los mejores casimires ingleses y las más finas sedas italianas. Aunque claro, todo el mundo... menos la masa esforzada del trabajo en las ciudades y los campos, criolla y gringa, con salarios misérrimos y condenada a malvivir hacinada en conventillos, que no olía a cologne inglesa o parfum francés, sino a sudor rancio de jornadas extenuantes y miedo al hambre que estaba siempre al acecho, siempre ahí.
La meritocracia característica del roquismo cedió paso a la obsecuencia y al amiguismo distintivos de los juaristas. La concentración del poder y el manejo discrecional del mismo por parte del presidente y su círculo de favoritos, las fortunas fáciles, la molicie y la ostentación, habían hecho mella en el alma argentina. La ciudadanía y los principales referentes de las distintas corrientes de opinión habían perdido el interés por la política. La abulia, la desgana y la desazón se generalizaron. Por esa época, Joaquín Castellanos escribía estos versos:

Ciudad de Mayo, que en un tiempo has sido, / La joya de la América latina, / Pueblo de Juan Chassaing y Adolfo Alsina, / No, tú no eres el que viendo estoy! / Tu brío se apagó; tus ciudadanos / Tienen menos valor que tus mujeres, / Y una turba ruin de mercaderes / Depositaria de tu suerte es hoy!

Tremenda viñeta ácida, desgarradora, del escritor y político salteño. Pero real, muy real. Espantosamente real. Con una porción de dirigentes irresponsables y envilecidos, y un pueblo claudicante en sus valores, la problemática del país, que era propia de su adolescencia; volvíase un drama existencial. El proverbial coraje argentino se replegaba ("tu brío se apagó; tus ciudadanos tienen menos valor que tus mujeres") ante la presencia decadente de los politicastros mercachifles ("una turba ruin de mercaderes") que lo manejaban a su antojo ("depositaria de tu suerte es hoy"), guiados sólo por su voluntad. Que encima, era impostada; porque lo suyo no era voluntad sino simple capricho de un badulaque sensible al halago y la adulación de un séquito que alimentaba su infatuado ego.
La imprudencia y el descontrol en todo lo atinente a obras públicas y la enajenación insensata de ferrocarriles y empresas estatales en aras de un dogmatismo excesivo hasta el absurdo, trajeron aparejada una inevitable secuela de corrupción; y la coima y el peculado tornáronse las reglas corrientes. La ley de bancos garantidos, sin los resguardos imprescindibles para que el destino de los fondos fuera la producción y no la especulación; sólo sirvió para triplicar el circulante de una moneda cada vez más depreciada. 

 

A mediados de 1889, cortado el flujo de capitales desde Inglaterra, la burbuja estalló: el oro subió, primero a 153, y después de alzas sucesivas, osciló entre 220 y 240 hasta fines de ese año. El incremento del costo de vida provocó huelgas y descontento, y las empresas debieron aumentar los salarios nominales. La oposición política pareció resurgir: después de un meeting realizado el 1 de setiembre, Leandro Alem, Bernardo de Irigoyen, Aristóbulo del Valle, Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López, Benjamín Gorostiaga, Pedro Goyena y otros, constituyeron la Unión Cívica, con la intención de presentarse a las próximas elecciones de diputados nacionales a realizarse el 2 de febrero de 1890.
Sorprendentemente (sorprendentemente para la oposición, quiero decir), ganó el oficialismo, en buena ley y sin fraude; porque la Unión Cívica, falta de adherentes, se vio obligada a la abstención. ¿Cómo fue posible que ello ocurriera? Séame permitido parafrasear al general Juan Domingo Perón, y comprobarán cuán sencilla es la respuesta: "La víscera que más nos duele a los argentinos es el bolsillo". Exactísimo.
El juarismo creía haber controlado la situación económica; pero era sólo una fantasía. En marzo, el oro alcanzó los 260; y en julio, los 310. La cosa no daba para más; el país era un polvorín y empezaron las conspiraciones para derrocar al gobierno. Inútil fue que en mayo, al inaugurar el período de sesiones del Congreso, el presidente Juárez Celman expresara su beneplácito por el nacimiento de la Unión Cívica, proclamara con bombos y platillos que se proponía impulsar una ley que otorgara representación a las minorías y anunciara el saldo favorable de la balanza comercial. Era tarde ya, muy tarde para todo.
Julio A. Roca, en un implícito reconocimiento de su "culpa" al haber impuesto a su concuñado; ideó, con fría precisión de consumado ajedrecista, el jaque mate al Burrito Cordobés. Es que entendía que si suya había sido la responsabilidad de llevarlo a la presidencia; suya debía ser también la de arrojarlo de ella. Pero debía hacerlo de modo de impedir, paralelamente, el encumbramiento de Alem, al cual tenía por un extremista. La operación (y nunca mejor aplicado el término) se desarrollaría tal cual la había planeado.
El 26 de julio ocurrió el suceso que pasaría a la historia como Revolución del 90 o Revolución del Parque, que fue rápidamente sofocada y vencida por las fuerzas legalistas. Pero pocos días después, el 6 de agosto, se produjo la renuncia de Juárez Celman. No debe verse en aquel hecho el factor determinante de su caída; porque su suerte ya estaba echada desde el momento en que el Zorro acordó con Pellegrini; sólo que el Burrito Cordobés y su corte de adulones no lo percibieron.
Juárez Celman abandonó para siempre la política (o ésta lo abandonó a él; como usted lo prefiera, estimado lector) y se recluyó en su estancia La Elisa, rumiando su amargo despecho y un sordo rencor irreductible hacia Roca, a quien reputaba como culpable de su descenso, el cual era incapaz de explicarse a sí mismo. Murió a los 64 años, el 14 de abril de 1909. 
En la dimensión a la que fuere que se haya dirigido al partir para siempre de esta vida, lo habrán estado esperando los manes de sus coetáneos para recibirlo al ritmo del pan francés con un: ¡Ya se fue, ya se fue / el burrito cordobés! 

Fin

-Juan Carlos Serqueiros-

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