martes, 28 de julio de 2015

DOÑA CLARA, PUTA EN LONDRES, DAMA EN BUENOS AIRES
























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Una pegadiza canción española de los años setenta decía: "Es una dama, dama / de alta cuna, de baja cama, / esposa de su señor, / amante de un vividor". Por cierto, no estaba inspirada en el caso de la dama sobre la que trataremos aquí, ya que ésta, si bien era sin duda alguna "de alta cama" (según las muchas mentas acerca de las excelsas aptitudes amatorias que se le atribuían); en modo alguno era "de alta cuna", sino más bien todo lo contrario.
"Doña Clara, la inglesa" había gozado de gran notoriedad en la Buenos Aires de sus tiempos. Pero su historia, que arranca en el siglo XVIII y se extiende hasta mediados del XIX, si bien siempre fue muy conocida y difundida en forma oral; no se había narrado con puntillosidad biográfica. El mérito de hacerlo le corresponde a Juan María Méndez Avellaneda, que en su libro Las convictas de la Lady Shore, editado en 1989, publicó el resultado emergente de su prolija y minuciosa investigación.
Mary Clarke había nacido en Londres circa 1778. En 1796 fue sentenciada por la justicia inglesa a cumplir siete años de prisión en ultramar (cabe aclarar que "en ultramar" significaba en la práctica la deportación a Australia; porque el otro destino posible hubiesen sido las colonias inglesas de América del Norte, pero éstas ya se habían independizado veinte años antes). Consecuentemente, fue embarcada junto a otras sesenta y cinco convictas (condenadas cincuenta y cinco de ellas -incluida Mary Clarke- a siete años, una a catorce y diez a prisión perpetua); y dos convictos, el 7 de junio de 1797 en la fragata Lady Shore, que partió desde el puerto de Falmouth con destino a Botany Bay en Australia.



La investigación de Méndez Avellaneda comprendió los archivos del Public Record Office, en cuyo registro están consignados los nombres y apellidos de las convictas, en qué tribunal se sustanció cada juicio, la fecha de cada sentencia y la pena impuesta a cada una de ellas; pero no se extendió al examen de los archivos de los tribunales ingleses, lo cual nos podría haber suministrado el dato de cuál fue el delito que se le imputó a Mary Clarke. De todas maneras, con cierto grado de certeza puede inferirse, en función de la pena a la que se la condenó, que este fue el de robo, del cual con harta frecuencia se acusaba a las putas (el ejercicio de la prostitución no constituía delito en Inglaterra) de modo de endilgarles alguno, imponerles una severa pena y engrosar así el contingente de infelices con que se poblaban forzadamente las colonias.
El 1 de agosto de 1797, cuando la fragata se hallaba por entonces a unas 250 millas náuticas del Janeiro, parte de su tripulación se amotinó, matando al capitán y a su segundo y abandonando en alta mar al resto de la oficialidad. Luego de estos sucesos, la Lady Shore puso proa a Montevideo, en cuyo puerto entró el 27 de agosto bajo bandera francesa (es menester aclarar aquí que los amotinados eran franceses, enganchados por la fuerza y obligados a servir en el bando inglés). Las autoridades españolas de Montevideo confiscaron la nave y abrieron un expediente a fin de investigar lo ocurrido. Los hombres fueron encarcelados en la prisión de la Ciudadela mientras se sustanciaba el proceso, y las mujeres alojadas en casas de distintas familias montevideanas.
Requerida que fue, Mary Clarke declaró que era inglesa, "casada con el señor Conrad Lochar, a quien había conocido a bordo de la Lady Shore". Interrogado "el señor Conrad Lochar", dijo (en alemán) que era natural de Zurich, Confederación Suiza, que había sido oficial del ejército francés, que los ingleses lo hicieron prisionero y después lo obligaron a engancharse en el regimiento de la Nueva Gales del Sud y lo embarcaron en la fragata Lady Shore con destino a las colonias inglesas de Australia, y que estaba casado "condicionalmente" con la inglesa "María Clara, que ha venido en la misma fragata y se encuentra en la ciudad". Evidentemente, en esa Babel en la que nadie se entendía (había entre los amotinados un tal Martínez, natural de Puerto Rico, quien se prestó a hacer de intérprete y traductor) el funcionario español que asentó la declaración de Conrad Lochar (o Lochard), "españolizó de prepo" el nombre y apellido de ésta, mudándolo del original Mary Clarke a María Clara. Conrad Lochar, a su vez, había sido protagonista principalísimo del motín, tanto así, que fue él uno de los sindicados de haber matado a cuchilladas al capitán de la Lady Shore. Y por supuesto, como seguramente usted, estimado lector, ya habrá deducido, la anotación de su estado civil de "casado condicionalmente", era un eufemismo para significar una unión de hecho con Mary Clarke en la fragata, a la espera, quizá, de que en tiempos posteriores se regularizara la situación cuando tuvieran un cura a mano. Sería liberado en 1799, y cuando la justicia declaró a la Lady Shore "buena presa" y en función de ello la Real Hacienda procedió a dar a cada uno su "astillita", a Lochar le correspondió una parte. Nada más se sabría de él; se lo engulló la noche de los tiempos.
En 1798 el virrey Olaguer Feliú ordenó el traslado a Buenos Aires de las mujeres que habían llegado a Montevideo en la fragata, las cuales fueron recluidas inicialmente en la Residencia, en Luján. Por corto tiempo, pues pronto fueron distribuidas entre las casas de las familias que se mostraron dispuestas a albergarlas y "encaminarlas". La mayoría de ellas se dedicaría a la prostitución, pero la bella Mary Clarke, ahora María Clara, que como veremos a continuación tenía la cabeza para algo más que para lucir bucles; no. O por lo menos, no como streetwalkerTrabó amistad con el irlandés Michael O'Gorman, protomédico de Buenos Aires, que atendía profesionalmente a las reclusas, y en mayo de 1799 según consta en los registros de la Residencia lujanera, se la liberó para que pudiera ir a la casa de don Santiago Illescas. 
Hay un enorme agujero negro en la información acerca de su vida en el lapso comprendido entre 1799 y 1807, año este en el que aparece como María Clara Janzon ("castellanización" parida con fórceps de Johnson), casada con un tal Rosendo del Campo, español asturiano, de 47 años de edad, de oficio maestro zapatero el hombre, que tuvo a bien morirse, legando a su esposa sus bienes consistentes en "cuatro esclavos y una tienda de zapatería". ¿Cuándo conoció y cuándo se casó con el asturiano nuestra doña Clara, la inglesa? No se sabe, pero debe de haber sido por 1800; porque en febrero de ese año Rosendo del Campo y María Clara fueron asentados como testigos del casamiento celebrado entre un irlandés y una inglesa, que habían sido ambos "pasajeros" de la Lady Shore (el uno como enganchado y la otra como convicta). Sea como haya sido, lo seguro es que el bueno de don Rosendo disfrutó convenientemente hasta su fallecimiento de la maestría en las artes de alcoba de la inglesita.


En abril de 1808, sintiéndose enferma en riesgo de muerte, convocó a un escribano para que redactara su testamento y en él dijo llamarse María Clara Johnson, ser natural de Londres, hija legítima de Thomas y Ana Johnson, y designaba albaceas a sus amigos el doctor Miguel O'Gorman y al presbítero Mariano Somellera. ¿Por qué de repente "se acordó" del Johnson, apellido paterno según ella? ¿Dónde quedó el Clarke? Posiblemente jamás lleguemos a saber cómo se llamaba realmente nuestra doña Clara, la inglesa; porque en 1811, en una demanda que le entabló el capiscol de la catedral por haberle vendido un esclavo sin advertirle que era ladrón (causa esta en la que fue condenada a resarcirlo), firmó como Mary Clark Johnson, y en 1819, en otro testamento -el segundo- dirá llamarse Mary Clark (sin la "e" final), pero para agregar aún más confusión; esto fue dos meses después de haber declarado en una querella penal, que se llamaba María Clara Taylor. Y posteriormente diría ser María Clara Johnson Taylor. Los hermanos John y William Parish Robertson escribieron que sus nombres y apellido eran Mary Ann Clarke, y en efecto como Mary Clarke figura en el registro de las convictas embarcadas en la Lady Shore. Me hallo inclinado a creer que debió de ser Clarke por ser ese el apellido de su madre, y que Ann era su segundo nombre, por ser también el de ésta, e infiero que no debió de ser "hija legítima", sino natural, de su padre Thomas Johnson, quien no debe haberla reconocido.
Luego de la muerte del marido asturiano y una vez recuperada de una enfermedad que creyó le causaría la muerte, doña Clara, la inglesa alquiló a doña Juana Francisca del Pietro y Pulido una propiedad ubicada en la calle del Santo Cristo (la actual 25 de Mayo), entre las calles de la Piedad (la actual Bartolomé Mitre) y de la Merced (después Cangallo y actualmente Teniente General Juan Domingo Perón), en la acera correspondiente a los números impares, con puerta de acceso en el 59, y cuyos fondos daban salida al Paseo de la Alameda (la actual avenida Alem); para dedicarlo al hospedaje. Sería conocido el establecimiento como la fonda de Doña Clara, la inglesa. El hotel le significó a ésta el éxito económico en serio.
Tan en serio, que en 1819, sintiéndose "gravemente enferma en cama" por el "disgusto y mala sangre" que le ocasionó una causa criminal incoada en su contra por una denuncia hecha por un coronel polaco que antes había sido oficial de Napoleón en el ejército francés, el barón Antonio de Bellina Skupieski; doña Clara reformuló su voluntad testamentaria afirmando esta vez llamarse María Clark, ser inglesa, sin hacer constar su estado civil, y allí decía que dejaba sus bienes muebles a "Tomas Telia marinero y actualmente comisionado en la marina de Buenos Aires", y terminaba legando a dos parientas suyas que vivían en Inglaterra, en activos extranjeros, nada menos que 4.231 libras, 18 chelines y 2 peniques que tenía depositados en Londres colocados al 3% anual de interés en la forma de bonos "Anualidades de la Banca Consolidada".
Todo esto es muy sugerente y altamente ilustrativo. Veamos: Cuatro mil y pico de libras eran una fortuna considerable, sobre todo, en el Buenos Aires de esa época. Pero ¿podría doña Clara haberla amasado con una fonda que había establecido a partir de la modesta herencia dejada por un zapatero? Difícil... Su hotel, si bien representaba un pingüe negocio, no podía de ninguna manera haberle erogado semejante beneficio; tiene que haber tenido la inglesa alguna o algunas otras actividades paralelas que le significaran ingresos adicionales. ¿Y cuáles serían esas otras actividades?
Por lo pronto, una era el proxenetismo. La denuncia que le hizo el polaco mencionado más arriba es elocuente: la acusaba de ser alcahueta, esto es, de hacer que su mujer (la del polaco digo; una bella aragonesa que según parece no era precisamente lo que llamaríamos un modelo de fidelidad conyugal, ya que se le atribuía haber sido amante del mismísimo Napoleón) tuviera tratos con "otros hombres".


La cosa está bastante clara (clara de verdad, como el agua clara; no como doña Clara, que en cuestiones como esta, de "clara" tenía poco o nada): la inglesa suministraba mujeres a encumbrados personajes, tanto de la sociedad local, como extranjeros.



A su vez, doña Clara, quizá buscando palenque a'nde ir a rascarse, acusó al polaco de hablantín contra el gobierno, declarando que en su fonda, a la cual éste iba a comer, había "vertido expresiones contrarias a la actual administración". Y firmaba su deposición como "María Clara Taylor".
El Taylor -o "Talor", "Telia", "Tela" o "Telar", tal como lo escribían los funcionarios de turno según les sonara- que se había agregado por ese tiempo de 1819, provenía del apellido de quien era su nuevo marido; el que había reemplazado en su ya muy traqueteado lecho a aquel fallecido zapatero asturiano que la dejara como su heredera: Thomas Taylor, un norteamericano que era oriundo de Delaware, donde había nacido en 1779, que en épocas del virrey Sobremonte había sido procesado por imputársele contrabando y que habiéndose radicado definitivamente en Buenos Aires, adherido a la Revolución de Mayo, llegaría a sargento mayor de la marina.
Y precisamente el contrabando debió de ser otra de las actividades a que se dedicaba doña Clara para redondear su fortuna. En la propiedad en la que funcionaba su hotel, ubicada en el corazón mismo del puerto de Buenos Aires, estaban situadas también las oficinas de la British Commercial Rooms (Sala Comercial Británica), entidad esta que nucleaba a los influyentes y poderosos comerciantes ingleses, lo cual, de paso, además de sub-alquilar a terceros lo que ella misma arrendaba; le posibilitaba participar en sus lucrativos negocios, seguramente no a la par de ellos pero sí ligando algún oportuno datito que la condujese a hacerse con una buena diferencia.
Al fin de cuentas, la tilinguería local estaba invariablemente ávida de "cosas de Europa", como por ejemplo, misia Mariquita Sánchez de Thompson; que cuando se produjeron las invasiones inglesas estaba chocha porque los piratas británicos habían traído algo "tan imprescindible" como "jabones de olor" con los cuales lavar y perfumar sus delicadas y aristocráticas partes pudendas. En fin...
De ese modo, doña Clara cerraba el círculo y la juntaba con palaDebe de haber sido una mujer muy astuta para los negocios y dotada de una dosis nada común de inteligencia, por lo menos, la necesaria para, partiendo de una situación adversa hasta el paroxismo; poder sobrevivir, reinventarse y hasta alcanzar notoriedad y fortuna en una tierra extraña a su propia patria.
Y por lo visto, sabía cuándo, dónde y con quiénes asesorarse en asuntos de dinero; porque si no, ¿cómo explicar que tuviera sus libras inglesas en Londres "depositadas al 3% de interés en bonos Anualidades de la Banca Consolidada"? Se lo tiene que haber indicado alguien, necesariamente. Y su albacea, designado en el testamento que doña Clara hizo confeccionar en 1819, era el comerciante inglés Jorge Federico Dickson, quien años después sería nombrado por Juan Manuel de Rosas cónsul general de la Confederación Argentina en Londres y que "algo" de cuestiones financieras sabría, ¿no? Digo... sin dudas, doña Clara algo más aparte del pelo tenía en la cabeza, me parece...
No obstante ser evidentemente una mujer práctica, con sentido común y -sin quizá que valga- dura; su corazón era capaz de jugarse al amor: en su matrimonio con Taylor debe desecharse cualquier inferencia de que haya sido por conveniencia, y si la unión marital representó una ventaja en lo material para alguno de los cónyuges, ésta fue a favor del esposo; ya que doña Clara le prestó al norteamericano considerables cantidades de dinero que éste -que no era para nada ducho en los negocios- perdió. John y William Parish Robertson consignan derechamente en su libro Cartas de Sudamérica, que "el señor comodoro Taylor se casó con el dinero de la señora Clarke". Es una afirmación temeraria y muy probablemente inexacta e injusta, pero que en todo caso demuestra que si alguno de los dos se casó con el otro por interés; no fue doña Clara quien lo hizo.
El año de 1822 no fue fácil para ella. Por abril, la dueña de la propiedad donde estaba su fonda, es decir, la ya mencionada doña Juana Francisca del Pietro y Pulido, se decidió a ponerla a la venta en lugar de seguir alquilándola. En agosto fue adquirida en la suma de 13.000 pesos por un médico, el doctor Sánchez de Molina. La inglesa, por su parte, resolvió cerrar el hotel. ¿Por qué no compró doña Clara la propiedad? Si hubiese querido continuar en actividad allí, fácilmente hubiera podido hacerlo, ya que disponía con creces del monto en el cual se vendió. No era su deseo, seguramente, por sentirse cansada. Su patrimonio -que había sufrido una merma considerable, producto de los malos negocios de Taylor- seguía siendo de todos modos cuantioso. Previsora, por esa época transfirió los activos extranjeros que tenía depositados en Londres al 3% anual de interés, a la London Royal Insurance Company, en lo que hoy en día llamaríamos una especie de "seguro de retiro" que le reportaría una renta vitalicia de 200 libras anuales que percibiría puntualmente hasta su fallecimiento.
En octubre murió su esposo, Tomás Taylor, que fue sepultado el 15 en la iglesia de la Merced.
Ese mismo mes, doña Clara se fue a vivir a la casa de los Saavedra, donde estuvo hasta 1824, en que volvió a alquilar en el número 47 de la hoy calle 25 de Mayo (que era, como consigné en la primera parte, la calle del Santo Cristo y que por entonces, comenzaba a llamarse 25 de Mayo y así figuraba en el Plano Topográfico de 1822 trazado por Felipe Bertrés, que sería aprobado en 1823), en la que permanecería hasta 1929, año en el que se trasladaría a la casa que había hecho edificar cerca del Retiro, en el 175 de la misma calle 25 de Mayo.
Nuevamente, doña Clara había decidido, en aquel 1822, una metamorfosis de sí misma. Tenía por entonces 44 años y detentaba una posición económica consolidada.
A sus esposos parece haberles sido fiel, lo que quizá a alguno pueda tal vez sonarles extraño en función de sus antecedentes, de ciertas gentes con las que se relacionaba y de la zona y el entorno en que desarrollaba sus actividades.
No tuvo hijos, ni en sus matrimonios ni fuera de ellos. ¿No habrá querido tenerlos o no habrá podido? Posiblemente haya sido lo segundo, porque a falta de hijos propios; había adoptado allá por 1811, recién casada con su segundo esposo, una niña: Francisca Clara, que llevaría desde entonces el apellido Taylor. Francisca había nacido fruto de las relaciones entre un inglés afincado en Buenos Aires y una de las convictas llegadas al Río de la Plata en la Lady Shore, apellidada Gregg. El padre se había marchado y la madre continuaba ejerciendo la prostitución, ante lo cual doña Clara (que siempre fue muy solidaria y generosa, dicho sea de paso) se hizo cargo de la niña cuando ésta contaba sólo 3 años.
Y precisamente a nombre de Francisca había puesto su nueva casa de la calle 25 de Mayo 175 y en su testamento redactado en 1819 estipulaba un legado para ella. En 1836, Francisca Taylor (apodada, desde luego, Panchita) se casó con un oficial oriental de apellido Soriano. Panchita -motu proprio o instigada por su marido, no se sabe- creyó ver en peligro la herencia que estimaba le tocaría a la muerte de su madre adoptiva, y acusó al presbítero José Antonio Picazarri de influir sobre la voluntad de ésta para que al fallecer le dejara sus bienes. Esta actitud de su hija adoptiva causó gran pesar a doña Clara, que estaba por ese tiempo muy enferma y se agravó. Ya restablecida su salud, en 1839 hizo confeccionar otro testamento en el cual disponía anular la escritura a nombre de Panchita, a la que "he criado desde su más tierna edad como si yo fuese su verdadera madre", para que la casa volviera a su patrimonio y a su muerte fuera vendida. Asimismo, designaba como albacea al presbítero Picazarri. Panchita quedó así desheredada, sin el pan y sin la torta.
El 9 de noviembre de 1832, recibió la visita de su paisano, el ilustre naturalista Charles Darwin, quien fue a verla en compañía del capitán Robert FitzRoy. La imagen que de doña Clara compuso Darwin en su Diario, no es para nada favorable: "Embarcada por un crimen atroz convivía a bordo con el capitán. Poco antes de llegar a la latitud de Buenos Aires, conspiró con otras mujeres convictas para asesinar a todos a bordo, salvo unos pocos marineros. Mató al capitán con sus propias manos y con la ayuda de algunos marineros condujo el barco a Buenos Aires. Aquí se casó con una persona de gran fortuna a quien heredó. Tan extraordinaria fue su labor como enfermera de nuestros soldados, después de nuestra desastrosa tentativa para ocupar esta ciudad, que todo el mundo parece haber olvidado sus fechorías. Hoy es una mujer vieja y decrépita, con un rostro masculino y evidentemente todavía con una disposición feroz. Son sus expresiones más comunes: 'Yo los colgaría a todos juntos, señor', 'Lo mataría, señor'. Para ofensas más pequeñas: 'Le cortaría los dedos'. Tiene esta digna anciana todo el tipo de hacer estas cosas, más que de amenazar" (sic). Darwin era sin dudas muy docto. Tanto, como para escribir su extraordinario El origen de las especies; pero colijo que también era un petulante incapaz de calibrar adecuadamente a las personas y de comprender sus índoles. Reputar como "criminal atroz" a alguien que a lo sumo pudo haber cometido el delito de robo menor es, cuanto menos, excesivo. Lo de hacerse eco del rumor acerca de que doña Clara había sido la protagonista principal del motín de la Lady Shore y la asesina de su capitán, constituye lisa y llanamente un delirio, además de configurar un absoluto desinterés por las cuestiones sociales en su propio país.¿Puede alguien que se haya detenido a meditar siquiera unos minutos acerca de ello, creer que una mujer condenada y deportada fuera capaz de matar "con sus propias manos" a todo un capitán de la marina británica? Por favor... Ni se preocupó por averiguar datos certeros sobre la persona que iba a visitar y dio por bueno y veraz el chisme que le habrán contado respecto a que doña Clara "se casó con una persona de gran fortuna a quien heredó", cosa que como vimos, no era ni remotamente cierta; a menos que Darwin considerara que un zapatero era alguien "de gran fortuna". Y mejor ni hablemos de "con la ayuda de algunos marineros condujo el barco a Buenos Aires". Pero por lo menos, le concedió a doña Clara el mérito de haber atendido a sus compatriotas heridos durante esas inicuas invasiones que él mismo califica de "desastrosa tentativa". Convengamos, además; en que Darwin tenía menos calle que Venecia y menos noche que verano antártico, y mejor ni hablemos de su caballerosidad, porque referirse de ese modo a una dama...En fin...
A partir de su decisión en 1822 de cesar en sus actividades, tanto en las comerciales como en las otras, las non sanctas, el acendrado catolicismo que siempre, desde su arribo forzoso a Buenos Aires, evidenció, se había exacerbado en su religiosidad. Y había empezado también a cultivar otras amistades y a frecuentar otros círculos sociales que no eran precisamente los de la zona del puerto. Acostumbraba festejar su onomástico cada 12 de agosto, día de Santa Clara, haciendo celebrar en el salón de su casa bailes que reunían a lo más selecto de la sociedad porteña. La frecuentaban, por ejemplo y entre otros, el presbítero José Antonio Picazarri y el caracterizado comerciante Jorge Federico Dickson, a quienes mencioné precedentemente, el músico Juan Pedro Esnaola, que en 1860 reversionaría nuestro Himno Nacional, doña María Josefa Ezcurra y hasta la mismísima Manuelita Rosas. Su nombre aparecía con frecuencia, invariablemente acompañado de elogiosos comentarios, en el semanario The British Packet and Argentine News.
Al igual que en aquella vieja propaganda de cigarrillos de la marquilla Virginia Slims, orientados al segmento femenino, doña Clara podría decir con cierta satisfacción: "Has recorrido un largo camino, muchacha". 
En 1842 dictó su último testamento, en el cual designaba albaceas a doña María Josefa Ezcurra y al cura de la catedral, y disponía la distribución de sus bienes entre todas las parroquias, además de un legado para un sobrino suyo.
Después de una prolongada enfermedad, doña Clara falleció el 29 de julio de 1844. Sus restos fueron inhumados en el cementerio de la Recoleta. Asistió al sepelio toda Buenos Aires.
El rigor histórico me inhibe para dedicarle ditirambos a la hora de hacer su semblanza, doña Clara, la inglesa, porque al fin de cuentas; usted no fue precisamente una heroína que lo dio todo por la patria ni mucho menos. Pero el incorregible bohemio que hay en mí, sabe que entre las putas hubo, hay y habrá grandes damas; y ese sí tiene licencia para, en la dimensión en que usted se encuentre, brindar y desearle buena cama y buena vida. Después de todo, como canta Litto Nebbia: "Sólo se trata de vivir". ¡Salud, doña Clara!

-Juan Carlos Serqueiros-

jueves, 9 de julio de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? CONCLUSIONES III



















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Ciudad de Mayo, que en un tiempo has sido, / la joya de la América latina, / pueblo de Juan Chassaing y Adolfo Alsina, / no, tú no eres el que viendo estoy! / Tu brío se apagó; tus ciudadanos / tienen menos valor que tus mujeres, / y una turba ruin de mercaderes / depositaria de tu suerte es hoy! (Joaquín Castellanos, El borracho)

La opinión corriente sobre aquel período, que como si se tratara de una certeza absoluta se instaló en el imaginario argentino (muy lejana de la visión que por entonces tuvo la mayoría de sus contemporáneos, dicho sea de paso; y de ahí la incomprensión acerca del mismo que aún hoy evidenciamos, la cual se pone de manifiesto en forma de recurrencia periódica en la caída), tiene destacada en primerísimo plano a la corrupción, atribuida en general a Juárez Celman y sus funcionarios. Es esa una imagen distorsionada, sesgada y parcial, porque si bien fue una etapa signada por tal flagelo; es erróneo (además de injusto) focalizar la cuestión sólo en el juarismo, toda vez que también la oposición tenía lo suyo. El nepotismo, el peculado y el cohecho se habían tornado las prácticas habituales, sí; pero los beneficiarios de tales ilícitos no eran solamente el presidente y su círculo, sino la élite dirigente en su conjunto, sin distinción de partidos (PAN y Unión Cívica), poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) ni ámbitos de actividad (política, ejército, prensa, banca, bursátil, comercio, industria y agro) y con muy escasas, puntuales y honrosísimas excepciones.
La causa de que en la actualidad se repute de corruptos por excelencia a los juaristas y se ignoren (o disimulen y oculten adrede) los extravíos de sus opositores, es que los primeros se expresaban con cinismo; mientras que los segundos rendían culto a la hipocresía negando su propio envilecimiento (“profetas de la moralcracia”, los llamaban con cáustica mordacidad desde el gobierno) y vituperando al oficialismo en la prensa (la cual era mayoritariamente adversa a Juárez Celman, hay que tenerlo en cuenta: de los diez o quince periódicos que circulaban en Buenos Aires, sólo dos, tres a lo sumo, le eran favorables). Toda la élite estaba miserablemente prostituida; sólo que en algunos la carencia de escrúpulos se hacía más patente y desembozada que en otros. Veamos si no: en la sesión del 5 de julio de 1889, el presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, el juarista Lucio V. Mansilla, decía muy suelto de cuerpo en el recinto: “No hay en esta Cámara un solo hombre que no tenga algún negocio. Porque si algún diputado tuviera que vivir con los 700 pesos por mes que se nos paga, se moriría de hambre... Es que todos los días la ciencia y el arte inventan algo que nos hace entender que es necesario tener dinero para vivir agradablemente, que al fin y al cabo es lo que todos perseguimos”. A confesión de partes…   
El cometido del historiador no es juzgar a los protagonistas del pasado; sino entender lo sucedido y narrarlo. La del 90 no fue una crisis “de progreso” como sostenía el oficialismo, ni “de corrupción” como afirmaban los opositores (atribuyéndola exclusivamente al juarismo y exculpándose ellos mismos, desde luego), ni se debió (solamente) a “factores externos” como han interpretado algunos historiadores, ni tampoco se produjo como consecuencia del endeudamiento irresponsable, los errores técnicos, el favoritismo, el tráfico de influencias, el despilfarro y el unicato del gobierno de Juárez Celman. Todas esas cuestiones sin duda contribuyeron (y no poco) a magnificarla y agravarla, tal como hemos visto anteriormente; pero la misma, que se manifestó primero en lo financiero y luego en lo económico, para trasladarse después a lo político y terminar eclosionando en lo institucional, tuvo su génesis en una enfermedad del alma argentina. Y no lo enuncio como concepto abstracto, sino que lo expreso como metáfora descriptiva de la realidad que por entonces se vivía.
El convencimiento de que el progreso se reducía a la prosperidad económica, la riqueza como valor supremo, el darwinismo social, las fortunas fáciles, el agio, la molicie y la ostentación torpe y desembozada habían hecho mella en el alma de la nación argentina aquejándola gravemente. La ciudadanía y los principales referentes de las distintas corrientes de opinión habían perdido el interés por la política (quiero decir la de verdad, la que persigue el bien común; no la politiquería electoralista, bastardeada y entendida como medio de consecución de prebendas y beneficios personales y/o sectoriales, que a esa sí se dedicaban con enjundia digna de mejor causa) y campeaba la más absoluta indiferencia por la res publica. La abulia, la desgana y la desazón se generalizaron. Había tal liberalidad (en realidad, corrupción) para otorgar créditos por parte de los bancos, que la cultura de la especulación reemplazó a la del trabajo y el país se transformó en una timba. Todo el mundo jugaba en la Bolsa. Todo el mundo compraba y vendía tierras y especulaba con cédulas hipotecarias. Todo el mundo mejoraba sus campos con plata de los bancos. Todo el mundo contraía deudas que no pensaba ni remotamente cancelar. Todo el mundo se hacía construir residencias a cual más fastuosa. Todo el mundo se vestía con ropas cortadas por los más afamados sastres y las más cotizadas modistas, confeccionadas con los mejores casimires ingleses y las más finas sedas italianas. Todo el mundo ostentaba carruajes que envidiarían un lord inglés, un conde francés o un barón prusiano. ¡Rich as an argentine! ¡Riche comme un argentin! ¡Reich wie ein argentinischer! Y no debe pensarse que el mal se había cebado sólo en la clase alta; porque también la clase media y los pobres jugaban en la Bolsa, las apuestas en el turf y en las canchas de pelota vasca alcanzaban cifras siderales, y el 2 de febrero de 1890, día de elecciones, los trenes que iban a la costa viajaban atestados de pasajeros.
Tres libros notables describen aquel proceso de descomposición sociopolítica: La gran aldea (Costumbres bonaerenses), de Lucio V. López, publicado en folletín en el diario Sud-América en 1882 y editado en 1884; Sin rumbo (Estudio), de Eugenio Cambaceres, editado en 1885; y La Bolsa (Estudio social), de Julián Martel (pseudónimo literario de José María Miró), escrito en 1890, publicado en folletín en el diario La Nación en 1891 y editado ese mismo año.
La gran aldea es una mirada nostálgica sobre una Buenos Aires que antes supo ser criolla, sencilla, austera, heroica y moral; a la vez que un irónico y burlón repudio a su mutación post federalización en urbe europea, cosmopolita, mercantilista, frívola y ostentosa, en aras de un progreso puramente material. Sin rumbo es la insatisfacción perenne de quien repudia al campo, al cual asocia con la barbarie; pero que también rechaza la civilización que le propone una Buenos Aires a la que percibe degradada por la inmigración, sumiéndose más y más en el tedio, la abulia y el sinsentido de una vida que le pesa y no desea. La Bolsa es un anatema implacable descargado sobre el arribismo y la especulación bursátil que crecían en desmedro de los valores ético-morales individuales y de los colectivos sobre los cuales se fundó la nacionalidad. Esos tres libros patentizan la visión de sus autores sobre aquella Argentina finisecular a la cual percibieron como una distopía que repugnó a sus espíritus nobles e inquietos. Cambaceres, desengañado y descreído, abandonó la política y se fue a pasear su desencanto por París, donde falleció de tuberculosis a los 45 años. También tísico y con apenas 29 años murió el romántico, soñador y bohemio Martel (n. 02.07.1862 – m. 09.12.1896). De los tres, el único que luchó efectivamente, en los hechos y a brazo partido contra la corrupción y la impunidad, fue López (que de juarista enragé, pasó después a ser opositor a Juárez Celman y fue hombre del Parque), fallecido de resultas de un duelo absurdo (originado precisamente en una de las denuncias por corrupción que había hecho) cuando sólo contaba 46 años. 
La obra escrita por un irlandés, Edmund Burke: Reflections on the Revolution in France, impidió que Inglaterra sucumbiera a la tentación de echar abajo su sistema sociopolítico y reemplazarlo por uno similar al implantado por la Revolución Francesa. El libro de Burke, profusamente difundido, salvó a los ingleses; pero por estas tierras, los argentinos no hemos tenido la misma suerte con los de los tres autores citados, al punto que ni siquiera forman parte de los textos prescriptos en los contenidos curriculares para la enseñanza secundaria. No sea cosa que caigamos en el peligro de que los adolescentes y jóvenes los lean, y se les dé por reflexionar sobre aquella terrible crisis que provocó quiebras, ruinas, suicidios, desocupación, miseria y hambre…
La revolución del Parque no sólo no resolvió los problemas financieros y económicos, sino que además los agravó. Nadie del juarismo ni de sus opositores fue juzgado y condenado por corrupción. Lejos de ello, todos los involucrados: políticos, jueces, militares, hacendados, comerciantes e industriales, mantuvieron no sólo incólumes sino aún acrecentados, el prestigio social del que gozaban y sus fortunas. Los bancos oficiales, es decir el Nacional y el Provincia de Buenos Aires, tuvieron que suspender sus operaciones en abril de 1891; el primero no pudo reabrirse y fue liquidado en 1893, y el segundo consiguió mantenerse merced a las moratorias que sucesivamente se le otorgaron hasta 1906. Sólo una ínfima proporción de los deudores de ambas instituciones canceló los créditos que había tomado; el resto hizo la gran “paga Dios”. La nación absorbió las deudas externas contraídas por las provincias. ¿Quiere saber, estimado lector, quién pagó los platos rotos de la gira? Pues Juan Pueblo, ¿quién más creía usted? El mismo que, revelando una extraordinaria capacidad para la resiliencia, logró que el país recuperara a fuerza de trabajo y austeridad, lo que había dilapidado al lanzarse por la pendiente del facilismo y el derroche.
Caído Juárez Celman, nuestro sucintamente biografiado Wenceslao Pachecho se hundió en el ostracismo político, del cual sólo salió en dos oportunidades: el 6 de marzo de 1891 para asistir a una junta de notables convocada por Pellegrini ante el agravamiento de la crisis, y después fue convencional por la provincia que lo vio nacer, Mendoza, en la Nacional Constituyente que produjo la reforma de 1898. Murió en Buenos Aires al año siguiente.
En 1892 Ramón J. Cárcano le escribía desde Europa a Juárez Celman estas acertadísimas palabras: “Todavía no hemos conquistado nuestra independencia económica y a este respecto estamos a merced de la voluntad y la opinión de los mercados europeos”. Como puede apreciarse, Cárcano tenía perfectamente claro que el único medio de sortear la crisis en lo financiero, era el desendeudamiento. Ahí es donde deben buscarse las razones por las cuales Pellegrini (partidario de preservar a ultranza la buena relación con los acreedores extranjeros; política esa a la que se ceñiría poco después en su gobierno) procuró por todos los medios (y lo consiguió) matar la candidatura presidencial del cordobés, que era el juarista más resistido y odiado por Buenos Aires y al que la prensa porteña, desenfrenada, llamaba despectivamente “mono” e incluso lo representaba caricaturizado como tal. Varias décadas más tarde, Cárcano (que era extremadamente joven al momento de su candidatura: tenía sólo 28 años) fue amigo, uno de los maestros en política y hombre de consulta permanente de Perón, a cuya postulación presidencial adhirió sin reservas. A la pregunta de Enrique Pavón Pereyra respecto de Cárcano, Perón respondió: “Era cofrade mío desde 1926, en que lo consulté por vez primera. Como contemporáneo de Joaquín V. González, don Ramón, que era el prototipo nato del hombre de Estado, vino a traerme su adhesión entusiasta y su experimentado consejo. No en balde había vivido sus primeros ochenta años" (palabras estas últimas alusivas a las memorias de Cárcano, editadas en 1943 precisamente bajo el título Mis primeros ochenta años). Frustrada que fue en 1890 su candidatura presidencial, el reloj de la historia argentina atrasó 57 años, hasta que el 9 de Julio de 1947 en Tucumán, bajo el gobierno del presidente Juan Domingo Perón, inspirado en aquel viejo consejero suyo que había muerto apenas un año antes, se declaró la Independencia Económica de la República Argentina “de los poderes capitalistas foráneos que han ejercido su tutela, control y dominio, bajo las formas hegemónicas económicas condenables y de los que en el país pudieran estar a ellos vinculados”.
Persuadido como estoy que de nada sirven los "que hubiera pasado si…", invariablemente he desdeñado las ucronías; pero no puedo evitar que acuda a mi memoria aquella frase de Joseph de Maistre: “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”.

-Juan Carlos Serqueiros-