jueves, 9 de julio de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? CONCLUSIONES III



















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Ciudad de Mayo, que en un tiempo has sido, / la joya de la América latina, / pueblo de Juan Chassaing y Adolfo Alsina, / no, tú no eres el que viendo estoy! / Tu brío se apagó; tus ciudadanos / tienen menos valor que tus mujeres, / y una turba ruin de mercaderes / depositaria de tu suerte es hoy! (Joaquín Castellanos, El borracho)

La opinión corriente sobre aquel período, que como si se tratara de una certeza absoluta se instaló en el imaginario argentino (muy lejana de la visión que por entonces tuvo la mayoría de sus contemporáneos, dicho sea de paso; y de ahí la incomprensión acerca del mismo que aún hoy evidenciamos, la cual se pone de manifiesto en forma de recurrencia periódica en la caída), tiene destacada en primerísimo plano a la corrupción, atribuida en general a Juárez Celman y sus funcionarios. Es esa una imagen distorsionada, sesgada y parcial, porque si bien fue una etapa signada por tal flagelo; es erróneo (además de injusto) focalizar la cuestión sólo en el juarismo, toda vez que también la oposición tenía lo suyo. El nepotismo, el peculado y el cohecho se habían tornado las prácticas habituales, sí; pero los beneficiarios de tales ilícitos no eran solamente el presidente y su círculo, sino la élite dirigente en su conjunto, sin distinción de partidos (PAN y Unión Cívica), poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) ni ámbitos de actividad (política, ejército, prensa, banca, bursátil, comercio, industria y agro) y con muy escasas, puntuales y honrosísimas excepciones.
La causa de que en la actualidad se repute de corruptos por excelencia a los juaristas y se ignoren (o disimulen y oculten adrede) los extravíos de sus opositores, es que los primeros se expresaban con cinismo; mientras que los segundos rendían culto a la hipocresía negando su propio envilecimiento (“profetas de la moralcracia”, los llamaban con cáustica mordacidad desde el gobierno) y vituperando al oficialismo en la prensa (la cual era mayoritariamente adversa a Juárez Celman, hay que tenerlo en cuenta: de los diez o quince periódicos que circulaban en Buenos Aires, sólo dos, tres a lo sumo, le eran favorables). Toda la élite estaba miserablemente prostituida; sólo que en algunos la carencia de escrúpulos se hacía más patente y desembozada que en otros. Veamos si no: en la sesión del 5 de julio de 1889, el presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, el juarista Lucio V. Mansilla, decía muy suelto de cuerpo en el recinto: “No hay en esta Cámara un solo hombre que no tenga algún negocio. Porque si algún diputado tuviera que vivir con los 700 pesos por mes que se nos paga, se moriría de hambre... Es que todos los días la ciencia y el arte inventan algo que nos hace entender que es necesario tener dinero para vivir agradablemente, que al fin y al cabo es lo que todos perseguimos”. A confesión de partes…   
El cometido del historiador no es juzgar a los protagonistas del pasado; sino entender lo sucedido y narrarlo. La del 90 no fue una crisis “de progreso” como sostenía el oficialismo, ni “de corrupción” como afirmaban los opositores (atribuyéndola exclusivamente al juarismo y exculpándose ellos mismos, desde luego), ni se debió (solamente) a “factores externos” como han interpretado algunos historiadores, ni tampoco se produjo como consecuencia del endeudamiento irresponsable, los errores técnicos, el favoritismo, el tráfico de influencias, el despilfarro y el unicato del gobierno de Juárez Celman. Todas esas cuestiones sin duda contribuyeron (y no poco) a magnificarla y agravarla, tal como hemos visto anteriormente; pero la misma, que se manifestó primero en lo financiero y luego en lo económico, para trasladarse después a lo político y terminar eclosionando en lo institucional, tuvo su génesis en una enfermedad del alma argentina. Y no lo enuncio como concepto abstracto, sino que lo expreso como metáfora descriptiva de la realidad que por entonces se vivía.
El convencimiento de que el progreso se reducía a la prosperidad económica, la riqueza como valor supremo, el darwinismo social, las fortunas fáciles, el agio, la molicie y la ostentación torpe y desembozada habían hecho mella en el alma de la nación argentina aquejándola gravemente. La ciudadanía y los principales referentes de las distintas corrientes de opinión habían perdido el interés por la política (quiero decir la de verdad, la que persigue el bien común; no la politiquería electoralista, bastardeada y entendida como medio de consecución de prebendas y beneficios personales y/o sectoriales, que a esa sí se dedicaban con enjundia digna de mejor causa) y campeaba la más absoluta indiferencia por la res publica. La abulia, la desgana y la desazón se generalizaron. Había tal liberalidad (en realidad, corrupción) para otorgar créditos por parte de los bancos, que la cultura de la especulación reemplazó a la del trabajo y el país se transformó en una timba. Todo el mundo jugaba en la Bolsa. Todo el mundo compraba y vendía tierras y especulaba con cédulas hipotecarias. Todo el mundo mejoraba sus campos con plata de los bancos. Todo el mundo contraía deudas que no pensaba ni remotamente cancelar. Todo el mundo se hacía construir residencias a cual más fastuosa. Todo el mundo se vestía con ropas cortadas por los más afamados sastres y las más cotizadas modistas, confeccionadas con los mejores casimires ingleses y las más finas sedas italianas. Todo el mundo ostentaba carruajes que envidiarían un lord inglés, un conde francés o un barón prusiano. ¡Rich as an argentine! ¡Riche comme un argentin! ¡Reich wie ein argentinischer! Y no debe pensarse que el mal se había cebado sólo en la clase alta; porque también la clase media y los pobres jugaban en la Bolsa, las apuestas en el turf y en las canchas de pelota vasca alcanzaban cifras siderales, y el 2 de febrero de 1890, día de elecciones, los trenes que iban a la costa viajaban atestados de pasajeros.
Tres libros notables describen aquel proceso de descomposición sociopolítica: La gran aldea (Costumbres bonaerenses), de Lucio V. López, publicado en folletín en el diario Sud-América en 1882 y editado en 1884; Sin rumbo (Estudio), de Eugenio Cambaceres, editado en 1885; y La Bolsa (Estudio social), de Julián Martel (pseudónimo literario de José María Miró), escrito en 1890, publicado en folletín en el diario La Nación en 1891 y editado ese mismo año.
La gran aldea es una mirada nostálgica sobre una Buenos Aires que antes supo ser criolla, sencilla, austera, heroica y moral; a la vez que un irónico y burlón repudio a su mutación post federalización en urbe europea, cosmopolita, mercantilista, frívola y ostentosa, en aras de un progreso puramente material. Sin rumbo es la insatisfacción perenne de quien repudia al campo, al cual asocia con la barbarie; pero que también rechaza la civilización que le propone una Buenos Aires a la que percibe degradada por la inmigración, sumiéndose más y más en el tedio, la abulia y el sinsentido de una vida que le pesa y no desea. La Bolsa es un anatema implacable descargado sobre el arribismo y la especulación bursátil que crecían en desmedro de los valores ético-morales individuales y de los colectivos sobre los cuales se fundó la nacionalidad. Esos tres libros patentizan la visión de sus autores sobre aquella Argentina finisecular a la cual percibieron como una distopía que repugnó a sus espíritus nobles e inquietos. Cambaceres, desengañado y descreído, abandonó la política y se fue a pasear su desencanto por París, donde falleció de tuberculosis a los 45 años. También tísico y con apenas 29 años murió el romántico, soñador y bohemio Martel (n. 02.07.1862 – m. 09.12.1896). De los tres, el único que luchó efectivamente, en los hechos y a brazo partido contra la corrupción y la impunidad, fue López (que de juarista enragé, pasó después a ser opositor a Juárez Celman y fue hombre del Parque), fallecido de resultas de un duelo absurdo (originado precisamente en una de las denuncias por corrupción que había hecho) cuando sólo contaba 46 años. 
La obra escrita por un irlandés, Edmund Burke: Reflections on the Revolution in France, impidió que Inglaterra sucumbiera a la tentación de echar abajo su sistema sociopolítico y reemplazarlo por uno similar al implantado por la Revolución Francesa. El libro de Burke, profusamente difundido, salvó a los ingleses; pero por estas tierras, los argentinos no hemos tenido la misma suerte con los de los tres autores citados, al punto que ni siquiera forman parte de los textos prescriptos en los contenidos curriculares para la enseñanza secundaria. No sea cosa que caigamos en el peligro de que los adolescentes y jóvenes los lean, y se les dé por reflexionar sobre aquella terrible crisis que provocó quiebras, ruinas, suicidios, desocupación, miseria y hambre…
La revolución del Parque no sólo no resolvió los problemas financieros y económicos, sino que además los agravó. Nadie del juarismo ni de sus opositores fue juzgado y condenado por corrupción. Lejos de ello, todos los involucrados: políticos, jueces, militares, hacendados, comerciantes e industriales, mantuvieron no sólo incólumes sino aún acrecentados, el prestigio social del que gozaban y sus fortunas. Los bancos oficiales, es decir el Nacional y el Provincia de Buenos Aires, tuvieron que suspender sus operaciones en abril de 1891; el primero no pudo reabrirse y fue liquidado en 1893, y el segundo consiguió mantenerse merced a las moratorias que sucesivamente se le otorgaron hasta 1906. Sólo una ínfima proporción de los deudores de ambas instituciones canceló los créditos que había tomado; el resto hizo la gran “paga Dios”. La nación absorbió las deudas externas contraídas por las provincias. ¿Quiere saber, estimado lector, quién pagó los platos rotos de la gira? Pues Juan Pueblo, ¿quién más creía usted? El mismo que, revelando una extraordinaria capacidad para la resiliencia, logró que el país recuperara a fuerza de trabajo y austeridad, lo que había dilapidado al lanzarse por la pendiente del facilismo y el derroche.
Caído Juárez Celman, nuestro sucintamente biografiado Wenceslao Pachecho se hundió en el ostracismo político, del cual sólo salió en dos oportunidades: el 6 de marzo de 1891 para asistir a una junta de notables convocada por Pellegrini ante el agravamiento de la crisis, y después fue convencional por la provincia que lo vio nacer, Mendoza, en la Nacional Constituyente que produjo la reforma de 1898. Murió en Buenos Aires al año siguiente.
En 1892 Ramón J. Cárcano le escribía desde Europa a Juárez Celman estas acertadísimas palabras: “Todavía no hemos conquistado nuestra independencia económica y a este respecto estamos a merced de la voluntad y la opinión de los mercados europeos”. Como puede apreciarse, Cárcano tenía perfectamente claro que el único medio de sortear la crisis en lo financiero, era el desendeudamiento. Ahí es donde deben buscarse las razones por las cuales Pellegrini (partidario de preservar a ultranza la buena relación con los acreedores extranjeros; política esa a la que se ceñiría poco después en su gobierno) procuró por todos los medios (y lo consiguió) matar la candidatura presidencial del cordobés, que era el juarista más resistido y odiado por Buenos Aires y al que la prensa porteña, desenfrenada, llamaba despectivamente “mono” e incluso lo representaba caricaturizado como tal. Varias décadas más tarde, Cárcano (que era extremadamente joven al momento de su candidatura: tenía sólo 28 años) fue amigo, uno de los maestros en política y hombre de consulta permanente de Perón, a cuya postulación presidencial adhirió sin reservas. A la pregunta de Enrique Pavón Pereyra respecto de Cárcano, Perón respondió: “Era cofrade mío desde 1926, en que lo consulté por vez primera. Como contemporáneo de Joaquín V. González, don Ramón, que era el prototipo nato del hombre de Estado, vino a traerme su adhesión entusiasta y su experimentado consejo. No en balde había vivido sus primeros ochenta años" (palabras estas últimas alusivas a las memorias de Cárcano, editadas en 1943 precisamente bajo el título Mis primeros ochenta años). Frustrada que fue en 1890 su candidatura presidencial, el reloj de la historia argentina atrasó 57 años, hasta que el 9 de Julio de 1947 en Tucumán, bajo el gobierno del presidente Juan Domingo Perón, inspirado en aquel viejo consejero suyo que había muerto apenas un año antes, se declaró la Independencia Económica de la República Argentina “de los poderes capitalistas foráneos que han ejercido su tutela, control y dominio, bajo las formas hegemónicas económicas condenables y de los que en el país pudieran estar a ellos vinculados”.
Persuadido como estoy que de nada sirven los "que hubiera pasado si…", invariablemente he desdeñado las ucronías; pero no puedo evitar que acuda a mi memoria aquella frase de Joseph de Maistre: “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”.

-Juan Carlos Serqueiros-