lunes, 27 de mayo de 2013

UNA MITAD DEL PAÍS CONTRA LA OTRA. TERCERA PARTE: LEY DE EDUCACIÓN COMÚN








































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Lástima que su inmenso talento lleve aparejada una vanidad sin límites, un candor de niño y unas tremendas pasiones. (Julio A. Roca en 1879, refiriéndose a Sarmiento)

Una de las oportunidades en que siendo presidente Julio A. Roca la opinión pública se fragmentó en dos porciones antagónicas (en este caso en particular, ello ocurrió durante su primera presidencia) fue durante el tratamiento de la Ley de Educación en 1884, cuando la discusión entre laicos y católicos acaparó la atención de todos.
Negar la importancia e influencia de Sarmiento en la educación sería algo más grave aún que una injusticia; sería un error histórico, con todo lo que de dañino y nocivo implica tergiversar el pasado. Lo cierto es que durante su presidencia a lo que se le imprimió un notorio impulso fue a la educación secundaria, ya que la primaria y universitaria estaban a cargo de las provincias y no de la nación. En el transcurso de la administración Sarmiento y con Nicolás Avellaneda como ministro de Instrucción Pública, se fundaron cinco colegios nacionales (en las ciudades de San Luis, Corrientes, Santiago del Estero, Rosario y Jujuy), dos escuelas normales (una en Tucumán y otra en Paraná) y se crearon bibliotecas populares. Por iniciativa de Sarmiento se fundaron, además; el Colegio Militar, la Escuela Naval, la Academia de Ciencias y el Observatorio Astronómico. En el ámbito universitario se creó en la Universidad de Córdoba la Facultad de Ciencias Exactas. Y en lo que se refiere a la instrucción primaria (la cual estaba, como consigné antes, bajo la jurisdicción de las provincias); desde el gobierno nacional de Sarmiento se subsidió la creación de escuelas en éstas, especialmente en La Rioja. Sarmiento es, en nuestro país (en parte por derecho propio y otro poco por exageración historiográfica), el ícono principal de la educación. Y eso... es innegable.
Pero es inexacto e injusto atribuirle merecimientos que no tuvo y que les corresponden a otros, como por ejemplo, esa creencia errónea y lamentablemente tan difundida de que a él se le debe la ley 1420 de educación (que fue sancionada durante la primera presidencia de Julio A. Roca). La realidad es que Sarmiento no sólo no tuvo nada que ver en el logro de la misma, sino que además; la obstaculizó con su conducta inapropiada e impolítica. Veamos, pues, cómo fueron las cosas:
La relación entre Sarmiento y Roca siempre había sido... tempestuosa, digamos. Es sabido que la buena convivencia entre dos ególatras no es ya difícil, sino lisa y llanamente imposible. "Viejo crápula y desagradecido", había llamado el segundo al primero en carta a Juárez Celman. Cuenta Gálvez que Sarmiento, designado ministro del Interior por el presidente Avellaneda, se presentó en la casa de Roca (que era por entonces ministro de Guerra) y le dijo a la esposa de éste que el general mandaba pedir su uniforme y su espada. La señora, sin sospechar nada raro, se los dio, y al llegar su marido le preguntó para qué quería el uniforme. Roca averiguó que había sido Sarmiento el autor del engaño, fue inmediatamente a la casa de éste a verlo para pedirle explicaciones, y se encontró en el patio al sanjuanino ¡vestido con su uniforme -que le quedaba ridículamente chico- y blandiendo su espada! Al preguntarle Roca el porqué de todo eso, Sarmiento, muy suelto de cuerpo, le respondió que tenía que "prepararse militarmente para reventar a ese hijo de puta de Tejedor". 
Siguiendo el inveterado sistema de gran parte de su vida: vivir a  expensas del Estado, Sarmiento (que ya cobraba un suculento sueldo de general de la nación y que durante la presidencia de Avellaneda llegó a percibir hasta cinco de ellos por otros tantos cargos: los de coronel, senador nacional, director del Arsenal de Zárate, Director General de Escuelas de Buenos Aires y presidente de la Comisión del Parque Tres de Febrero, totalizando ingresos por más de 1.500 pesos fuertes) le pidió de favor a Roca que lo nombrase Superintendente General de Escuelas (lo cual automáticamente lo convertía también en presidente del Consejo Nacional de Educación); y Roca, en un gesto de amabilidad política se lo concedió. Pero claro, el Zorro no calculó en ese momento que Sarmiento no era un político como él, sino un terrible polemista de enconos perdurables. Entonces, al designarse en la vicepresidencia del Consejo a Miguel Navarro Viola (a quien Sarmiento aborrecía desde tiempo atrás con sordo rencor) ardió Troya: a partir de ese momento, no sólo criticó desde el diario El Nacional todas las medidas del gobierno de Roca (del cual era funcionario), sino que además; entorpeció la sanción de la ley.
En 1881 Manuel D. Pizarro, ministro de Instrucción Pública del presidente Roca, había elaborado el proyecto de Ley de Educación General de la República que establecía la instrucción primaria gratuita y obligatoria (y que mantenía la enseñanza del catecismo en las escuelas), el cual tendría media sanción legislativa, ya que fue aprobado en la Cámara de Senadores. Paralelamente a ello, Pizarro convocó para el 10 de abril de 1882 a todas las personalidades destacadas de la enseñanza, a un Congreso Pedagógico a realizarse en Buenos Aires, .
Pero pasó que Roca (por motivos totalmente ajenos a dicha cuestión) pidió la renuncia de su ministro Pizarro por indisciplina partidaria, y lo reemplazó por Eduardo Wilde, quien designó presidente del Congreso Pedagógico reunido a instancias de su antecesor, a Onésimo Leguizamón, con instrucciones precisas de, ni entrar en consideraciones ni alentar ni permitir debates acerca de la cuestión laicismo vs. catolicismo, ya que el propósito de Roca era sacar la ley a como diese lugar, aún con prescindencia de ese aspecto en particular (debe tenerse en cuenta que si bien tanto el presidente como su ministro eran partidarios del laicismo, resignaban toda influencia oficial en favor del mismo, con tal de llevar adelante el proyecto al cual reputaban como de máxima importancia). Y por otra parte, en el gabinete convivían católicos acendrados, como Bernardo de Irigoyen; con descreídos y ateos como Wilde, por ejemplo. No obstante la "recomendación" presidencial y ministerial; en el seno del Congreso Pedagógico ingresó una propuesta impulsada por la masonería para eliminar el catecismo en horas de clase. El Gran Maestre de la masonería era por entonces Sarmiento (al parecer, ya olvidado de que poco antes de ser presidente de la Nación había abjurado de la misma); quien no asistía a las reuniones "de puro asco" (según sus propias palabras) porque no quería saber nada de encontrarse con Navarro Viola (al cual llamó "ignorante, intrigante y de mal carácter"), cuya opinión era expresada a través de Leandro Alem (a la sazón, Vice Gran Maestre de los masones).
Los católicos (entre otros, Goyena, Sastre, Estrada y el propio Navarro Viola) argumentaron que en función de la disposición gubernamental, ese punto no debía ni podía tratarse; pero sometido el asunto a votación, perdieron la misma, debido a lo cual se retiraron del cónclave en manifiesta y ruidosa disconformidad. "¡Nos retiramos!", dijeron Navarro Viola y Estrada. "¡Váyanse!, fue la respuesta de Alem.
A todo esto, y coincidentemente con los hechos hasta aquí citados, se iba a tratar en la cámara de diputados el proyecto de ley que había sido aprobado en la de senadores (que recordemos, era el de Pizarro, aquel que mantenía la enseñanza del catecismo). Onésimo Leguizamón (es decir, el gobierno; porque había sido nombrado por Wilde), quien además de presidir el Congreso Pedagógico era diputado por Entre Ríos (y cuya figura histórica está esperando aún que se le adjudique por fin el reconocimiento al que es más que justo acreedor) encontró lo que creía una solución (aprobada por Roca a través de Wilde) para zanjar las diferencias: se permitiría impartir la enseñanza religiosa "a los niños de su respectiva comunión", estando la misma a cargo de "los ministros autorizados de los diferentes cultos", sin obligatoriedad de asistencia y fuera del horario de clases. La enmienda se aprobó en Diputados por mayoría el 14 de julio de 1883, y consecuentemente el proyecto volvió al Senado, el cual el 28 de agosto rechazó la modificación, insistiendo en  su voto original.
Dado que el Congreso Nacional había entrado en receso, la polémica hasta entonces circunscripta a los diarios (El Nacional, dirigido por Sarmiento, por el lado de los laicos; y La Unión, por los católicos, en el cual escribían Estrada y Goyena principalmente) ganó la calle y el asunto se debatía airadamente. El tono de la prensa se exacerbó, las discusiones en todos los ámbitos se caldearon y por doquier menudeaban las diatribas, las descalificaciones y los insultos que se cruzaban unos con otros.
Y se impone aquí una aclaración: no existía entre los laicos ni entre los católicos una confrontación de ideología política; porque todos ellos eran (o al menos, decían serlo; aunque bastaba con rascar un poco la superficie para comprobar que no era tan así) liberales.
A todo esto, Roca había dispuesto que el gobierno se situara por encima de la cuestión, permaneciendo absolutamente prescindente en ella. Era público y notorio que en sus ideas era laico, pero no estaba dispuesto a involucrarse en un asunto que olfateaba tenía poquísimas chances de llevarse adelante; porque era altamente improbable que al reiniciarse las sesiones en el Congreso, en la cámara de diputados se lograsen las dos terceras partes de los votos, que era el requisito constitucional imprescindible para contraponer a la insistencia del Senado en el proyecto tal cual había sido presentado y aprobado. Además, nada fundamental para él se jugaba; lo que quería era la ley de educación y ésta habría de salir sí o sí, ante eso ¿qué le importaba lo de laicos o católicos? Nada dijo en un sentido ni en otro, a los diputados que se acercaron a pedirle opinión, limitándose a contestarles que votasen según lo creyesen conveniente. Y a los que fueron a rogarle que se pronunciara, aunque más no fuere con alguna de sus medias palabras, en apoyo a los laicos; les dijo que "comer carne de cura, a menudo resulta indigesto".
Y así habrían quedado las cosas: la ley aprobada y la enseñanza del catecismo sin variaciones; de no haber acontecido una circunstancia inesperada: pasó que los católicos, que en esos momentos tenían todas las de ganar, se fueron de mambo.
A quien era vicario de Córdoba, un tal monseñor Jerónimo Emiliano Clara, ensoberbecido por lo que creía un triunfo asegurado, no se le ocurrió mejor idea que emitir el 25 de abril de 1884 una inoportuna pastoral en la cual instaba a los padres a no permitir la concurrencia de sus hijos a la escuela normal porque en ella "daban clases maestras protestantes". Roca, con calma y prudencia, sometió el tema a consulta con el procurador general de la Nación, quien dictaminó que se amonestara severamente al vicario y se le previniese en el sentido de que en adelante no debía inmiscuirse en asuntos ajenos a su competencia eclesiástica. El vicario,  necio y torpe (que paradojalmente, era quien había casado a Roca con su esposa, Clara Funes), lejos de comprender que lo último que deseaba el presidente era confrontar; redobló la apuesta apoyado por cuatro catedráticos de derecho, y declaró "nulas las resoluciones del gobierno contra el magisterio de la Iglesia". Y eso, el Zorro no iba a tolerarlo. Vaya y pase mantenerse neutral en el conflicto laicos-católicos aún a despecho de sus propias convicciones, vaya y pase en aras de la ansiada tranquilidad política apercibir con una simple amonestación el desplante absurdo de un vicario sin ningún sentido de la oportunidad; pero soportar la abierta desobediencia de una sotana, sea la de un vicario o la del mismísimo papa, no importaba, a la autoridad de su gobierno; no, de ninguna manera. Invocando el derecho emergente del patronato eclesiástico, ordenó la inmediata remoción de los profesores por considerarlos incursos en la violación del mismo y sanseacabó.
El 22 de junio el proyecto volvió a tratarse en Diputados, donde los partidarios del laicismo lograron ya no sólo los dos tercios necesarios; sino una virtual unanimidad para insistir en la modificación que había sido rechazada por el Senado. Este último ya no podría conseguir a su vez los votos requeridos para mantener su negativa, y en consecuencia el 8 de julio de 1884 quedó definitivamente aprobada la ley N° 1420 que establecía la enseñanza primaria gratuita y obligatoria, estipulándose que los credos religiosos podrían en adelante impartirse fuera de las horas de clase y no por maestros, sino por sacerdotes de los distintos cultos.
Paradojalmente, la irreductible obcecación de un cura había hecho realizable lo que a priori aparecía como imposible.
Aunque en obsequio a la verdad histórica, hay que decir también que el justo medio estuvo (como a menudo suele ocurrirnos a los argentinos) ausente en esa oportunidad, porque si bien era cierto que había que sacudirse de encima el pesado yugo de la iglesia en aspectos como el casamiento o la educación; no era menos cierto que con el correr de los años se caería en excesos, lo cual llevaría al mismo Roca, ya en su segunda presidencia, a propugnar modificaciones al sistema educativo a través de la gestión de su ministro Osvaldo Magnasco. Pero esa... es otra historia.
En cuanto a Sarmiento, pese a las trastadas y a la feroz oposición que le había hecho; Roca lo nombraría el 18 de enero de 1884 comisionado ante el gobierno de Chile para tratar, en el marco de una convención hispanoamericana, la traducción al español de obras literarias de interés mundial, asignándole para ello ¡2.500 pesos oro!
Sarmiento, a quien todo le resultaba poco tratándose de él mismo, aceptó y embolsó el dinero; pero extendió sus pretensiones al extremo de mandarle un mensaje al Zorro por medio de la misma persona que le llevó el ofrecimiento presidencial: "Dígale a Roca que también quiero que me ascienda a teniente general".
En fin... siempre habrá gente insaciable.

-Juan Carlos Serqueiros-

domingo, 19 de mayo de 2013

UNA MITAD DEL PAÍS CONTRA LA OTRA. SEGUNDA PARTE: 50 A 48


Escribe: Juan Carlos Serqueiros
 
"Los jacobinos de sotana pretenden gobernar a los pueblos con el hisopo y la hoguera en plena luz del siglo XIX. ¡Bárbaros!" (Julio A. Roca, carta a Enrique Moreno de junio de 1884)

"Le hablo a esta sociedad realmente adormecida; que no parece vinculada al pensamiento del mundo por el telégrafo, el diario, la revista y el libro." (Carlos Olivera, discurso en el Congreso de la Nación, 20 de agosto de 1902)

"Si hay algo que debe escapar a la consideración de una asamblea política, es lo que se refiere a la legitimidad y al fundamento de las creencias de sus miembros." (Ernesto Padilla, discurso en el Congreso de la Nación, 23 de agosto de 1902)

"¡Usted lo ha mamado!" (Julio A. Roca a Ernesto Padilla, 23 de agosto de 1902)
 
Una de las tres veces en las que siendo presidente de la Nación Julio A. Roca la opinión de la ciudadanía argentina se dividió en dos porciones que sustentaban criterios diametralmente opuestos, fue en 1902, en oportunidad de tratarse en el Congreso el proyecto de ley de divorcio que en 1901 había presentado el legislador Carlos Olivera.
Éste había accedido a una banca de diputado nacional por la provincia de Buenos Aires, emergente de la lista presentada por el partido del gobierno en las elecciones legislativas del 11 de marzo de 1900, en las cuales el oficialismo había resultado triunfador por amplio margen derrotando a los "cívicos radicales" nucleados en la Unión Cívica Radical; y a los "cívicos nacionales", o sea, el mitrismo, bastante raleado y trabajosamente rejuntado en la Unión Cívica Nacional (o "unión cívica nació-mal" como jocosa e irónicamente se le decía por esa época al partido de los mitristas).
A Carlos Olivera (n. 1858)  lo precedían las mentas que sobre él corrían acerca de sus condiciones de brillante intelectual. Como periodista, se había formado y fogueado al lado de Láinez y de Sarmiento en El Diario, del primero; y en El Nacional, dirigido por el segundo. Políglota, había traducido a Poe del inglés para el diario La Nación; y fue en nuestro país uno de los precursores del género policial, con relatos como "Fantasmas" y "El hombre de la levita gris". Publicó dos libros: En la brecha, que fue editado en Buenos Aires en 1880 y en París en 1886; y La cuestión del divorcio, publicado en Buenos Aires en 1900. 
En lo político, Olivera formaba en el PAN roquista, pero ya antes había estado entre los intelectuales del círculo aúlico del burrito cordobés Juárez Celman; y muy especialmente cerca de los adherentes (y de hecho, él era uno de ellos, y de los más entusiastas) a la candidatura presidencial del mono Ramón José Cárcano. Tan de hecho era carcanista Olivera, que no sólo se contó entre los organizadores y concurrentes al banquete del 20 de agosto de 1889 en el que se proclamó a aquél; sino que también fue designado por el propio Cárcano como director del diario La Argentina, creado precisamente para apoyar por medio de la prensa su postulación a la jefatura del Estado.
Y a propósito de Cárcano, en algún momento deberé escribir algo acerca de esa figura histórica que los argentinos hemos soslayado, y que en 1926 fue nada menos que hombre de consulta de un joven e inquieto oficial llamado Juan Domingo Perón, quien lo consideraba un consumado estadista. Y en 1946, Cárcano fue uno de los primeros políticos en adherir a la postulación de Perón, todo tal cual el mismísimo Perón le contó a Enrique Pavón Pereyra, y tal como éste consignara en su célebre Conversaciones con Juan Domingo Perón (libro que dicho sea así como al pasar, muchos de los que se auto definen como peronistas pero evidencian un peronismo más que dudoso, harían muy bien en leer; por ahí, quién te dice, aprenden algo). Y se me ocurre que ya va siendo hora de que nos despojemos de esas malditas manías que tenemos de preconceptuar en función de los rótulos y de generalizar; porque son ambas muy malas costumbres y especialmente nocivas a la hora de tratar sobre nuestra historia. Digo, qué sé yo...
Bueno, disculpas por la digresión, pero me pareció importante mencionar todo eso; ya vuelvo a Olivera, no se impacienten. Era éste ardorosamente liberal, positivista, descreído, anticlerical y masón, esto último a punto tal, que fue la masonería la impulsora principal de su candidatura a diputado.
Algunos han afirmado que presentó su proyecto de ley de divorcio ni bien accedió a la Cámara en 1900, y que urgió con insistencia su tratamiento, reiterando el mismo en 1901. Eso es erróneo y no coincide con lo que está asentado en el Catálogo de expedientes legislativos del Archivo Histórico por la Subdirección de Archivo Parlamentario de la Cámara de Diputados, donde inequívocamente figura ingresado en 1901 el expediente 00006-D-1901 que consta de 20 folios, titulado Proyecto de Ley de Divorcio, autoría de Carlos Olivera y como comisión asesora, la de Legislación General. ¿Por qué, entonces, incurren en un "error" de detalle en algo que en definitiva no reviste mayor importancia (porque al fin de cuentas, si lo presentó en 1900 o en 1901, y si hubo de insistir o no; pareciera, a priori, carecer de relevancia)? ¡Ah!, no..., es que el "error" no es tan inocente ni la cuestión tan intrascendente. Con la ficción de un Olivera "rebelde" a los supuestos obstáculos que le habría opuesto el mandamás político (v. gr.: Roca), los simpatizantes de ciertas corrientes de pensamiento, esos que se han erigido en dueños de un progresismo que estiman les corresponde en propiedad exclusiva, logran "resolver la contradicción" que en sus mentes calenturientas les plantea la militancia de alguien a quien admiran y a quien ven como el summum del progreso (Olivera); junto a alguien a quien denostan y a quien ven solamente como a un réprobo (Roca). "Quieren el picho pero no las pulgas" (Indio Solari dixit). Pobres..., creen haber inventado la pólvora y se sienten muy ufanos con esas manipulaciones de que hacen objeto a la historia a fin de hacerla servir a sus propósitos. Mal que les pese, y para espanto de esa gente que busca barrer debajo de la alfombra aquello que reputa como basura; lo real y concreto es que Olivera era roquista, y para colmo, encima ("¡horror!", exclamarán), con antecedentes juaristas
El proyecto obtendría despacho en comisión el 2 de julio del año siguiente, pasando al recinto para su tratamiento, el cual comenzó en agosto.
Se barruntaba que se transformaría en ley, pues era notorio que existía en el seno del Congreso un amplio consenso para la aprobación del mismo. Habían sido públicas las opiniones en favor de la iniciativa por parte de la flor y nata del parlamentarismo vernáculo, y sin que influyeran en ello distinciones e intereses partidarios; porque los había de todos los colores políticos. Se manifestaron en favor, por ejemplo y entre otros: Nicasio Oroño, de antigua cercanía al mitrismo (ver en este ENLACE mi artículo al respecto); Belisario Roldán, también mitrista; Gregorio de Laferrere, autonomista independiente; Francisco Barroetaveña, radical bernardista; etc. Y hasta el mismísimo Carlos Pellegrini (que tiempo después cambiaría de opinión) había adelantado que cuando el proyecto llegase al Senado, votaría por la afirmativa.
Por otra parte, se oponían al proyecto la iglesia católica (desde luego); el diario La Nación (¡cuándo no!); las damas de la high society porteña (y las de los estratos más altos de las pacatas sociedades provincianas); y no pocos diputados de lo más variopinto en cuanto a pertenencia partidaria como por ejemplo: Damián Torino, Benjamín Victorica, Manuel J. Campos, Marco Avellaneda, Alberto Capdevila, etc.
Entretanto, el presidente Roca no exteriorizaba su parecer al respecto. Se lo sabía divorcista; pero fiel a su estilo, evitaba cuidadosamente expresar públicamente su adhesión o rechazo al proyecto (que al fin de cuentas, había sido presentado por uno de los suyos y que era alentado por muchos de sus partidarios; aunque también debe decirse que otros muchos que eran adherentes a su política, se contaban entre quienes se oponían al mismo); y se esperaba alguna de esas famosas medias palabras a las que tan afecto se mostró siempre el Zorro, y que bajo el disfraz de la ambigüedad, encerraban siempre una tajante definición; ora destinada a todo el mundo; ora circunscripta al círculo de la política.
Y la media palabra presidencial, al fin llegó..., no verbalizada; sino en la forma de un hecho que no le pasó desapercibido a nadie: Ni bien iniciado el 6 de agosto el tratamiento en el recinto, el diputado por Entre Ríos Pedro Coronado, propuso postergar para mejor oportunidad ("hasta que esa oportunidad se presente", dijo) un debate que según su criterio, resultaría inconducente ("una situación que a nada conduce", fueron las palabras que pronunció). Cuando saltó a cruzarlo Mariano de Vedia (que era como la voz de Roca en la Cámara de Diputados) habilitando la discusión, les quedó clara a todos la línea que bajaba el presidente: auspiciaba el tratamiento del asunto y propiciaba la aprobación del proyecto -porque Coronado (y los demás también) sabía que Roca sabía que los pro estaban en ese momento en posición de ventaja con respecto a los anti-; y al mismo tiempo, dejaba sentada su prescindencia en relación al debate. No estaba dispuesto a jugarse entero; si los divorcistas ganaban la votación (como todo lo hacía presagiar), mejor para ellos (y para él, que estaba a favor, obviamente); pero si la perdían, él aparecía como no teniendo nada que ver en la cuestión. El corto plazo demostraría lo atinado ("atinado" en cuanto a lo que era conveniente para la tranquilidad de su gobierno, quiero decir; no "atinado" en el sentido de emitir por mi parte juicio de valor sobre algo que ni comparto ni rechazo) de tan prudente actitud.
Una semana más tarde, el 13 de agosto, comenzó el debate. El espectáculo estuvo para alquilar balcones, tanto en el Congreso, como en la calle; porque las manifestaciones multitudinarias a favor y en contra se sucedieron.
En obsequio a la brevedad, no voy a abrumarles con detalles acerca de los discursos. Me limitaré a señalar entre los más relevantes, a los del diputado Francisco Borroetaveña, por la afirmativa; y del diputado monseñor Gregorio Ignacio Romero, por la negativa:




Y los que concitaron toda la expectativa, toda la atención, los que se constituyeron en el eje del debate, que fueron dos: el del autor del proyecto, diputado Carlos Olivera, por supuesto, a favor; y el del diputado por Tucumán Ernesto Padilla, en contra.
Ah, y una extraña paradoja, que inexplicablemente les ha pasado inadvertida (por lo menos, hasta donde alcanzan mis conocimientos) a quienes se ocuparon de historiar estos sucesos: el 20 de agosto de 1889, Olivera pronunciaba un encendido discurso en adhesión a la candidatura de Cárcano, incubada desde la voluntad del por entonces presidente Juárez Celman; y ese mismo día, Barroetaveña publicaba en el diario La Nación un artículo que lo haría famoso y al cual había titulado "¡Tu quoque, juventud! ¡En tropel al éxito!", en sentido totalmente opositor a Juárez Celman y a todo lo que él representaba. Trece años más tarde, las vueltas de la política reunían en defensa de un mismo proyecto legislativo, a quienes habían sustentado antaño posturas absolutamente antagónicas. Jugarretas del destino, que les dicen...
El discurso de Olivera apoyando su propio proyecto fue una pieza brillante de la oratoria, la declamación y la elocuencia. Con frases perfectamente cortadas y finísima retórica de lujo, se floreó exhibiendo una riqueza tal de conocimientos, que parecía abrevada en la fuente misma de la sabiduría; y un bagaje argumentativo que se mostraba como inagotable. Peroró con afectada erudición acerca del analfabetismo que le atribuía a Cristo, del oscurantismo eclesiástico, del poderío vaticano que pretendía perpetuar su tiranía retrógrada en nuestras tierras, de la tenebrosa Inquisición, del dios progreso; y hasta citó en su auxilio a Ibsen y su psicología del matrimonio. Fue largamente aplaudido y felicitado, pero a pesar de ello; no logró sumar una sola adhesión a las que de antemano tenía.
En cambio, el del bisoño diputado Padilla, su correligionario político y a la vez su oponente en esa emergencia, careció de efectismos e ironías, no apeló a las citas clásicas y eludió referirse a cualquier consideración de tipo religiosa; prefirió centrarse en lo objetivo y habló largamente de tradición, carácter nacional, patria y de cuidar la familia; palabras todas que invariablemente usan quienes desean sumar; que era precisamente lo que necesitaba Padilla en ese momento: captar voluntades.
Quienes estaban indecisos y fluctuaban entre las dos posturas, puestos a elegir entre escuchar horas y más horas a un Olivera que los abrumaba con consideraciones de orden filosófico y metafísico y que enamorado de su propio discurso como Narciso de su hermosura reflejada en el espejo de agua; u oir las frases rotundas, llanas, simples de Padilla; prefirieron lo segundo; lo cual se reflejó en sus gestos de asentimiento y en la cerrada ovación que coronó la exposición del tucumano.
Y llegó otra media palabra de Roca; otra vez, no verbalizada pero harto demostrativa: esa misma tardecita del 23 de agosto, al regresar Padilla desde el Congreso,  se encontró en su casa con un mensajero que portaba una esquela del presidente (comprovinciano suyo), invitándolo a reunirse con él en su despacho para expresarle sus felicitaciones y beneplácito. El Zorro lo recibió con un estentóreo "¡Usted lo ha mamado!", referido a la percepción evidenciada por Padilla, que había acertado a interpretar eficazmente lo que las circunstancias demandaban. 
El 4 de setiembre se votó el proyecto. Ganó la negativa por 50 a 48. Por dos votos de diferencia, la iniciativa había sido desechada.

 
Olivera quiso buscar culpas en una súbita aparición de gripe, la cual les habría impedido concurrir a la Cámara a varios diputados que cayeron en cama y que según él, hubiesen votado por la afirmativa. Por mi parte, me inclino a suponer que de no haber existido esa última media palabra presidencial, quizá muchos de los que no fueron a votar por "estar en cama"; no se habrían "enfermado" tan inoportunamente.
Al año siguiente, Olivera volvería a presentar su proyecto, que no corrió mejor suerte. Y es que nunca segundas partes fueron buenas; la oportunidad dorada, ya había pasado.
Aquel 4 de setiembre de 1902, Ernesto Padilla y otros 49 diputados atrasaron el tren de la historia más de medio siglo; pero ello les fue posible porque el maquinista que conducía la locomotora, falló. Y ese, era Olivera. No es que ganó Padilla; sino que perdió Olivera. Y Roca siempre, siempre, jugó a ganador.
Habría que esperar 52 años, hasta 1954, en que Perón sancionaría la ley N° 14.394 que en su artículo 31 autorizaba el divorcio por primera vez en nuestro país (y que la estulticia del gorilismo de derecha y de izquierda, ridículamente atribuye al "enfrentamiento de Perón con la iglesia"). Ley esta que después sería derogada por el golpe militar de 1955, y entonces hubo que volver a armarse de paciencia hasta la promulgación,  en 1987, de la ley N° 23.515 que rige en la actualidad.

(Continuará esta serie UNA MITAD DEL PAÍS CONTRA LA OTRA)
 

viernes, 17 de mayo de 2013

UNA MITAD DEL PAÍS CONTRA LA OTRA. PRIMERA PARTE: INTRODUCCIÓN







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Mi nombre político ha de tener de zorro y de león. (Julio A. Roca)

¡Yo he de ser presidente y no ha de arder la República! (Julio A. Roca)

Sellaremos con sangre y fundaremos con el sable esta nacionalidad argentina. (Julio A. Roca)

La enunciación partidaria del roquismo, esto es, la sigla PAN (Partido Autonomista Nacional), se había conformado originalmente por medio del sencillo trámite de combinar una entelequia como lo era ese entramado artificioso y ligado con engrudo, alfileres, clips y banditas elásticas (suponiendo que estos dos últimos adminículos existieran por esa época, lo cual ignoro si es así o no) llamado Partido Nacional (Sarmiento y su "hechura sucesoria", es decir, Avellaneda); con la expresión más cruda -y nunca mejor aplicado el término, ya que sus integrantes y exponentes eran exactamente eso: los crudos; así llamados porque "no habían sido cocidos en la olla de Urquiza" (remember "Juvenilia", de Miguel Cané)- del porteñismo a ultranza, con el aporte adicional de figuras procedentes del viejo tronco del rosismo y algún sustento popular en los elementos del lumpenaje excluído como factor político, expulsado a los arrabales de Buenos Aires y usado como carne de comicio: el Partido Autonomista, de Adolfo Alsina.
La mano ducha y experta en componendas y camándulas de don Adolfo había llevado a sentar en el sillón de la presidencia de la Nación, primero a Sarmiento y después a Avellaneda; y se aprestaba a hacer otro presidente más, sólo que esta vez, sería él mismo; y para ello había urdido eso de Partido Autonomista Nacional, para enfrentar al que era reputado como "enemigo común": el mitrismo. Pero ocurrió que Alsina, repentinamente... se murió, y entonces, quien capitalizaría todo eso a su favor, sería Julio A. Roca.
En sustancia, el PAN fue la alianza entre la aristocracia porteña y las provincianas, impuesta en todo el país por el ejército de línea, al influjo poderoso del zorro Roca, que exhibía una brillante carrera militar y era un político tan hábil y astuto como Alsina; pero infinitamente más perspicaz e inteligente que éste.
En sus manos, el PAN se convirtió en una formidable, eficacísima y aceitada máquina electoralista que lo llevaría a ser la figura rectora de la política nacional durante 25 años, y a la presidencia de la Nación no ya en una; sino en dos oportunidades (1880-1886 y 1898-1904).
Si bien no fue popular (lo cual le estaba vedado por su pecado original: esa índole irremisiblemente aristocrática), el PAN, con Roca, superó el estadio de la mera formulación programática para adquirir ribetes de movimiento. Y eso fue lo que le trajo aparejada su característica más distintiva: la heterogeneidad.
No es que careciera de "contenido ideológico"; a eso lo tenía (o por lo menos, sus referentes principales creían -cosa que en muchos casos no era así ni siquiera remotamente- tenerlo): el positivismo spenceriano; pero en él convivían (con armonía más declamada que ejercida) el liberalismo y el conservadurismo, en aras de una deidad común: el tan cacareado progreso.
Eso explica las contradicciones y prescindencias (siempre aparentes y jamás reales) del roquismo. El zorro era un político nato y nunca fue hombre de privilegiar lo dogmático por sobre lo conveniente ("conveniente" según su criterio e intereses, desde luego).
A lo largo de sus dos períodos presidenciales, hubo tres oportunidades en las cuales la acción de gobierno de Roca, sea por sí mismo o (más frecuentemente esto último) por interpósitas personas (a las que mandaba al frente de modo de no aparecer él como propugnador), hubo de provocar que la opinión publica se dividiese en dos porciones más o menos equivalentes en cuanto al número: quienes estaban a favor, por un lado; y los que se oponían, por el otro, a determinadas iniciativas presidenciales.
Y es eso lo que me propongo abordar en los siguientes artículos, los cuales espero resulten de vuestros agrado e interés. Amén.

(Continuará)

miércoles, 8 de mayo de 2013

EPITAFIO DE LORD BYRON SOBRE LA TUMBA DE SU PERRO BOATSWAIN








































"Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad, y que tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos. Este elogio sería insignificante sobre cenizas humanas"
 
(Lord Byron, epitafio sobre la tumba de su perro Boatswain)