lunes, 13 de marzo de 2023

BUENOS AIRES LLUEVE



































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Buenos Aires llueve. Desde el bar miro a través de la vidriera a la gente que ha redoblado esa, su urgencia habitualmente sin porqué, corriendo ahora sí con una razón: el chubasco y buscando dónde guarecerse.
Desde la mesa de al lado me llega, insoportable y chillona, la voz de pito de un coso que le avisa a su mujer que “Llego en maso una horita, Gorda. Pedí unas empanadas y acostá a los chicos, que tenemos que hablar de buenas noticias: me dijo el jefe que el ascenso es para mí y que voy a ser el nuevo jefe de ventas. Sí… lo garqué al pelotudo ese de Aguirre… Sí… Sí… No… qué Costamagna… no existe ese, es un pancho, ya estaba borrado desde el vamos… Bueno, después te cuento, que me estoy quedando sin batería… Dale, Gorda, nos vemos en un ratito. Beso”. En la de enfrente, un ñato cara de nada y colorado como chorizo ídem, corre el pocillo del café que se le heló en la espera, y le ladra por el celular a su novia, pareja o lo que fuere (que por los gritos del colorado, se deben haber enterado hasta en Tombuctú de que se llama Luciana): “¡Me dejaste de garpe! ¿En qué carajo andás, Luciana? ¿Me viste cara de gil o qué? ¿Eh? ¿Qué decís? ¿Cómo que ‘pará la moto’? No paro nada, me escuchás… ¡Una mierda paro! Oíme bien esto, Luciana… ¿Estás ahí? ¡Lucianaaa!”. Y después, como para sí mismo: “Cortó la hija de puta…”. Trascartón, levanta la vista y me mira, como esperando mi comprensión. O mi solidaridad.
Gambeteando como el Hueso Houseman, esquivo hábil y cuidadosamente su mirada, para no contaminarme, y pienso que si la tal Luciana le estuviera metiendo los cuernos a ese energúmeno colorado-cara-de-nada; entonces habría que felicitarla, porque ¿a quién se le ocurre ponerse a gritar como un desaforado que la mina lo plantó y que (probablemente, ojalá) lo guampea? Y pienso también en el coso ese al que ascendieron, pero sobre todo; en su jefe que, calculo, debe ser un terrible idiota marca ACME, porque al fin de cuentas; qué otra cosa puede ser un fulano que asciende a nada menos que jefe de ventas a un tipejo con tal voz de pito que parece una trola histérica. Por favor…
Miro la hora: ya pasa de las 20. Todavía no escampó. Si deja de llover, voy a patear Lavalle hasta El Palacio de la Papa Frita para embuchar unos escalopes de esos que hacen ahí y que me deliran. O tal vez me zambulla en la prisa inútil de un tacho y me corra hasta Pompeya a morfar unas empanadas y escuchar unos tangos en el Bar El Chino. O de última, quizá recale mi osamenta en algún local de Las Cañitas, a ver qué aventura depara esta noche de jueves. Total… 
Decididamente, no tengo ganas de meterme en la confortable suite de hotel cinco estrellas que aloja al ejecutivo importante que soy.
Sigue lloviendo. El boludo recién ascendido de la voz de pito se fue. Y también el colorado estentóreo y cornudo. Su mesa la ocupa ahora una morocha, largamente cincuentona, que me mira y me mira, apreciativa, invitadora, sugerente y, prometedora. La miro a mi vez y reparo en sus pilchas —ostentosamente caras, sin duda—, en la belleza de su rostro fino y aristocrático, y en que carga unas exuberantes tetas que se dejan adivinar bajo el profundo escote (¡ay! ese Edipo mío me va a terminar matando uno de estos días). “Y si agarro viaje con su convite a garchar…”, esbozo una intención, para seguidamente descartarla al toque. Una rota y un descosido no constituyen precisamente lo que diríamos un buen combo. 
Llamo al mozo, le pido otro ristretto y otro Bacardi dorado —ya voy por la tercera vuelta, mientras reitero que no quiero hielo (hay que ser ordinario como inodoro 'e porlan para ponerle hielo al fiel y viejo ron puro), y rezongo una puteada contra la absurda prohibición esa de fumar en “lugares cerrados”. “Tenés que cortarla con el escabio y el faso”, me reprochan mis eternas promesas incumplidas a pura mentira. 
Afuera, la ciudad sigue llorando su cargante letanía en copiosas lágrimas de plata que son como una mélange de río, puerto, obelisco, semáforo, asfalto, bandoneón y rock.
Buenos Aires llueve. Y llueve mi soledad (no soledad en tanto carencia de compañía; sino soledad en serio, de verdad, absoluta, inmaterial; soledad del alma, bah). 
Buenos Aires llueve. Y llueve mi tristeza (congénita). Verne escribió que los italianos nacen músicos así como nacen ingenieros los yanquis y metafísicos los alemanes. Se le olvidó agregar que los argentinos nacemos tristes.
Llamo al mozo, pago, me levanto sin volverme para mirar a la cincuentona de las enormes tetas, lo cual me pone tan orgulloso de mí mismo, como un yonqui que lleva una semana sin drogarse y salgo resuelta, osada y valientemente al aguacero.  
Buenos Aires llueve... sobre mi puta anhedonia.

-Juan Carlos Serqueiros-

Imagen: Mario Eduardo Aguilera Merlo, “Buenos Aires llueve”, óleo sobre tabla, contemporáneo.