miércoles, 4 de junio de 2014

ECCE HOMO. SEGUNDA PARTE





















Escribe: Juan Carlos Serqueiros
 
Alem no puede ser presidente de la República; porque es capaz de hacerse una revolución a sí mismo. (Miguel Cané)
 
Pellegrini es una fuerza loca y explosiva que se manifiesta por espasmos sin tener en cuenta nada, ni aún los intereses y conveniencias de su ambición. (Julio A. Roca)
 
Para 1890 Alem llevaba ya diez años alejado de los primeros planos de la política. Lo había "rescatado" la juventud que se oponía al gobierno de Juárez Celman, en especial, Francisco Barroetaveña, Lisandro de la Torre y Joaquín Castellanos; quienes veían en él un apóstol que acometería la misión de regenerar a un orden sistémico al que consideraban corrupto y oprobioso.
 
Había cambiado no poco. Su legendario coraje, probado en mil entreveros, se había vuelto inútil temeridad; su oratoria seguía siendo fogosa, inflamada, pero revestida ahora de giros místicos; una larguísima barba encanecida le confería cierto aire de profeta; el rostro pálido y demacrado le hacía aparentar más edad de la que tenía; y vestido siempre de negro, paseaba su enjuto físico minado -se decía- por una enfermedad incurable, perdiendo sus noches en los bodegones y peringundines de los arrabales de Buenos Aires, entre los vahos del alcohol con el que buscaba mitigar la desazón que se le había ganado en el alma (Leandro bebe, sería la infidencia de su sobrino Hipólito Yrigoyen). Cerrando su bufete, terminó por recalar en el estudio jurídico de su íntimo amigo, Aristóbulo del Valle.  En el desorden que era su vida, la política, una vez retomada; se constituyó en su única razón existencial. Vamos a asistir al quinquenio que representó la cima de su popularidad... y la sima de su depresión.
El 12 de marzo de 1891 Alem fue electo senador por Buenos Aires, y producida en abril la división de la Unión Cívica entre radicales (alemistas) y nacionales (mitristas); emprendió, en agosto, una gira por el interior del país en apoyo a la fórmula integrada por Bernardo de Irigoyen y Juan Garro, con gran suceso y despertando multitudinarias adhesiones. Había llegado al cenit de su carrera. De allí en más, principiaría su declinación. Acusado de conspiración contra el gobierno, el 3 de abril del año siguiente fue apresado junto a todos los máximos dirigentes radicales y confinado en un buque de guerra (ver en este ENLACE mi artículo Yrigoyen contra Irigoyen). Desde entonces, Alem lanzó a su partido al albur de la revolución armada, sin modificar ese criterio ni siquiera cuando Aristóbulo del Valle fue llamado por el presidente Luis Sáenz Peña a formar gabinete (ver en este ENLACE mi artículo Los espadachines de la elocuencia); llegando incluso a negarle el apoyo y concurso que aquél le había solicitado y a criticar públicamente con dureza a su amigo más leal y consecuente. Fue su decisión de intentar llegar al gobierno por la vía revolucionaria sin calibrar adecuadamente tiempo, circunstancias y oportunidad; un grave, funesto error de conducción política, el cual desde luego; no disminuye la trascendental relevancia de su figura histórica como el gran tribuno y federalista que sin dudas fue.
 

Pellegrini, por su parte, había llegado a la presidencia en 1890 de resultas de la caída de Juárez Celman, en medio de una generalizada aceptación. Estaba en la cúspide y se proponía mantenerse en ella.
 
Valiente y enérgico, incluso hasta lo implacable, solía tener reacciones desmedidas, pero sin embargo; su índole afable y su sinceridad llevaban a que pudiera tener adversarios en lugar de  enemigos. Era un político nato, pero a diferencia de Alem; tenía una vida más allá de la política. "Porteño en los gustos y europeo en las preocupaciones, nacionalista de intransigencia indígena", lo definió magistralmente Estanislao Zeballos.
Y es que en efecto, Pellegrini era, además de un estadista de miras elevadas; un entusiasta sportman y clubman, un periodista concienzudo, un viajero infatigable, un apasionado amateur de las artes y un inclaudicable impulsor y defensor de la industria.
Aclamado cuando subió a la primera magistratura de la Nación, y rechiflado cuando descendió de ella, no trepidó en salir de la Casa Rosada para dirigirse a su casa, a pie y sin escolta, resuelto a enfrentar, con la sola "arma" de su bastón, a la multitud que lo abucheaba. Con un bagaje importante de virtudes y otro no menos pesado de defectos, muchas veces coherente y otras tantas contradictorio; acertó a continuar gravitando decisivamente en la política nacional hasta su muerte en 1906.
 


Y si son muy argentinos el romanticismo incurable, el escaso amor al orden, la bravura ingénita, la rebeldía indómita y la innata tendencia al exceso de Alem; también lo son el coraje atrevido, el refinamiento exquisito, el culto a la amistad, la reacción temperamental y la muñeca hábil de Pellegrini.
En la tercera y última parte de este artículo, asistiremos al clímax del conflicto que se desató entre estos dos hombres extraordinarios y al desenlace del mismo.

Continuará