Tal es el título de este librejo parido en algún mal día de un peor mes de un pésimo año de la década de los sesenta por Beatriz Guido.
Curiosamente —o no tanto, según se mire—, este engendro literario se convirtió, para vastos segmentos de las clases medias argentinas, en un ícono parangonable a otro pesado e indigerible mamotreto de similar laya: Amalia, de José Mármol, en tanto ambos bodrios fueron escritos para denostar a los dos "tiranos de nuestra historia": el primero y el segundo (el cipayaje considera tiranos a Rosas y a Perón, pero reputa como democráticos a Mitre, Aramburu y Videla; en fin...).
Este soporífero panfleto que su autora, con empeño digno de mejor causa insistió en denominar pomposamente novela, presuntamente se inscribe en la corriente llamada realista (por mi parte, debo confesar que por más enjundia que puse en buscarle el realismo, no se lo pude encontrar).
La trama gira en torno a una familia de la oligarquía porteña: los Pradere, cuyos integrantes dividen su tiempo entre la mansión en que residen, situada en la calle Schiaffino (¡qué paquetería!), su estancia "Bagatelle" (pavada de nombrecito le fue a poner la Guido), los salones del Jockey Club de Buenos Aires, y las playas del Uruguay, desarrollándose la acción en los días previos a aquel 15 de abril de 1953 en que las "hordas peronistas", también llamadas "aluvión zoológico" (Sanmartino dixit), incendiaron el Jockey Club.
Los Pradere son: don Alejandro, un riquísimo terrateniente con algunas poquitas (30.000 nada más) hectáreas de los mejores campos, quien en un alarde de fetichismo —un psicólogo a la derecha, por favor— se enamora de... ta tan ta tan... ¡una escultura! (la marmórea Diana, de Falguière, que Monsegur había adquirido en 1891 en París para regalársela a Aristóbulo del Valle, y que después Pellegrini, en 1897, adquirió a la viuda de éste para exhibirla en el Jockey Club); su esposa, doña Sofía, que, pobrecita, tuvo mala suerte: le tocó un marido cornudo, y entonces esta buena señora no se coge hasta los sapos simplemente porque no sabe distinguir el macho de la hembra; y los dos hijos de ambos: José Luis, un badulaque bueno para nada a quien cuando anda medio depre, el papito le regala una cupé Mercedes Benz, tanto como pa' que se le cure el esplín, e Inesita, quien de puro aburrida nomás que está la pobre, garcha hasta con los maniquíes de las vidrieras.
A todo ese guisote mal cocido, la Guido lo condimenta con otros personajes tales como Antola, la fiel sirvienta de los Pradere, con quien también don Alejandro tuvo sus entreveros eróticos, dicho sea de paso (porque como todo el mundo sabe, cogerse a la "doméstica" es algo que está tácitamente entendido en toda familia de nuestras clases acomodadas, ¿no?).
Y hay otro ñato, también furioso antiperonista, obviamente: el "izquierdista" Pablo Alcobendas, a quien la delirante imaginación de la autora atribuye ser sobrino del anarquista Di Giovanni, y que es un personaje a través del cual ella intenta representar algo así como la "reserva moral" del pueblo argentino en medio de la corrupción, el parasitismo crónico y la decadencia de la oligarquía vernácula. Como buen zurdo, Alcobendas se espanta ante la sola mención del apellido Pradere, lo cual no le impide culearse a Inesita (o mejor dicho, ella se lo culea a él, bah, tanto como para demostrar —por si algún poco avisado todavía no se dio cuenta— que entre los gorilas de derecha e izquierda, las diferencias están muy lejos de ser insalvables).
Los Pradere andan muy enojados con Perón y su régimen (?), porque al "segundo tirano" se le ocurrió darles derechos laborales a los sirvientes —también... imagínese, es 17 de Octubre, San Perón, y la familia no tiene quién le cocine y le sirva la comida, pobres, y para colmo de la desgracia; se van a tener que conformar con medialunas de ayer, suministradas por la elegantísima confitería París (en su desvarío que no reconoce límites, la autora las llama croissants y cree que la oligarquía vernácula desayuna todas las mañanas con medialunas de la París, che, recién sacaditas del horno)— y sobre todo; porque pende sobre ellos, como la consabida espada de Damocles, la amenaza de expropiación de su adorada "Bagatelle".
El gran Arturo Jauretche situó a la Guido como "marginal a la literatura" y la definió certera y magistralmente como "una escritora de medio pelo para lectores de medio pelo" (sic); además de señalar con perspicacia que El incendio y las vísperas es un libro que "no pudo suscitar ningún interés, sino todo lo contrario, en la clase alta a la que se pretende cortejar ignorando las pautas de la misma y la falsedad injuriosa de las que le atribuye la autora" (sic), y que su lectura "requiere un público en que se dé en las mismas medidas que en su libro, la ignorancia y la petulancia intelectual, la falsedad en la posición y el aplomo para actuar del que la ignora, y que participe de una visión del país completamente sofisticada a través de una lente de convenciones deformantes y tenidas por ciertas" (sic).
Dicho en criollo, El incendio y las vísperas vendría a ser más o menos como la pedorrísima revista yanqui en su versión en español Selecciones del Reader's Digest, vio, esa que ciertos segmentos de nuestras clases medias, en su arribismo estulto y guarango, consumen como sucedáneo de la cultura. Se necesitaría tener la portentosa imaginación de Verne o de Bradbury para figurarse a un aristócrata de verdad o a un auténtico trabajador, leyendo con interés el libro de la Guido y sintiéndose representado en él.
En fin, ya cumplí con mi deber de advertirle con qué clase de literatura se va a encontrar; ahora, si usted no tiene nada mejor que hacer y quiere reírse de los dislates en que incurre la autora, entonces léalo, pero después, cuando no pueda refrenar el vómito; no venga a culparme, eh.
Por mi parte, encontré, para el ejemplar que avergüenza a mi biblioteca, un fin más que útil: me viene de perillas para imitar a Pepe Carvalho usándolo para prender el fuego.
-Juan Carlos Serqueiros-