sábado, 9 de marzo de 2013

NUNCA HE SIDO AMIGO DE ESE TIPO





















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

La Argentina se parece a un importante dominio británico. (Guillermo Leguizamón)

No sé si después de esto podremos seguir diciendo "Al gran pueblo argentino, ¡salud!". (Lisandro de la Torre)


En el recinto de sesiones del senado de la Nación, lo que se dio en llamar el debate de las carnes había empezado mal. Y seguiría —y terminaría— peor aún.
La cosa venía como resultante del convenio entre nuestro país e Inglaterra, enmarcado en lo que se conoce como Pacto Roca-Runciman, suscripto en Londres el 1 de Mayo de 1933 por Julio A. Roca (h), vicepresidente del gobierno encabezado por Agustín P. Justo; y Walter Runciman, presidente del British Board of Trade.
Las condiciones de dicho acuerdo eran en extremo deprimentes para nuestro país. En apretada síntesis, en los hechos significaba que Inglaterra "nos hacía el favor" de seguir comprándonos carne enfriada en lugar de hacerlo en países del Commonwealth como Australia o Canadá; pero a condición de que el precio fuera menor al que podía obtener en otros mercados (que ni remotamente podían compararse con el nuestro en calidad), fijar unilateralmente la cuota, y administrarla y asignarla a su antojo, que la carne fuera faenada y procesada en frigoríficos ingleses y transportada a Europa en barcos ingleses asegurados en compañías inglesas, que no se permitiera la instalación de frigoríficos de capitales argentinos, que se mantuviera la no imposición de aranceles a la importación de carbón inglés, que no se rebajaran las tarifas de los ferrocarriles y tranvías ingleses y que se entregaran a empresas de capitales ingleses los colectivos argentinos.
Tan contentos quedaron los británicos, que después del convenio, nombraron caballero del reino... ¡al catamarqueño Guillermo Leguizamón!, abogado de los ferrocarriles ingleses e integrante de la comitiva argentina, quien obtuvo así el dudoso (para un argentino) privilegio de poder antedatar un sir a sus nombre y apellido. Ignoro si después de eso, Leguizamón habrá exigido que en adelante lo llamaran sir William, o si condescendió paternalmente en un: "Puede decirme dotor don Guillermo nomás, m'hijo". En fin...

  
Tan lesivo para los intereses nacionales fue considerado el Pacto Roca-Runciman, que el 28 de julio había renunciado el ministro de Hacienda Alberto Hueyo, disconforme y en absoluto desacuerdo con las concesiones que se les hacían a los ingleses en materia cambiaria y arancelaria. El presidente Agustín P. Justo lo reemplazó el 24 de agosto por Federico Pinedo, quien actuaría en tándem con otro recién designado ministro (éste en la cartera de Agricultura y en sustitución de Antonio de Tomaso): Luis Duhau (quien, dicho sea de paso, venía de presidir la Sociedad Rural y de integrar la comitiva enviada a Londres como gestora del Pacto Roca-Runciman).
Los nombramientos de Pinedo y Duhau eran indicadores y representativos per se de una suerte de re afirmación del rumbo que le imprimía Justo a su gobierno surgido del fraude electoral que dio el triunfo —en comicios amañados— a la Concordancia (alianza entre conservadores y radicales alvearistas), y signado por una marcada anglofilia que se traducía en la subordinación política y económica del país a Inglaterra, y el alineamiento a ultranza con ésta.
¿Por qué ocurría esto? ¿Acaso porque eran viles traidores a la patria Justo, Roca, Pinedo, Duhau y demás, empeñados en privilegiar intereses foráneos por sobre los de la nación? No; lo que pasaba era que ellos confundían el interés común, es decir, el de la nación toda; con el de la clase social a la que pertenecían. Aterrados ante la perspectiva de que Inglaterra dejase de adquirir nuestras carnes, no se les ocurrió más arbitrio que ir a implorar al imperio británico que nos impusiese las condiciones que se le antojaran, aún las más vergonzantes, con tal de que siguiese comprando la carne de las vacas argentinas que "producían" los grandes ganaderos latifundistas nucleados en la Sociedad Rural. Obraban —así lo creían— por patriotismo, ufanos de ello y convencidos de que de ese modo "salvaban al país". Lo que en realidad salvaban —y de paso, acrecentaban—, eran sus propias fortunas.





No pararon allí las exigencias inglesas: trascartón, vendría la forzada y artificiosa creación por parte de Pinedo y Prebisch, del Banco Central, a inspiración (léase imposición) inglesa de sir Otto Niemeyer, con preponderancia inglesa en la composición de su directorio, y que regularía, a satisfacción inglesa, la moneda y el crédito argentinos.
La voz opositora a toda esta enajenación de lo argentino y a la abdicación de la defensa de los intereses nacionales que más resonaba en el Congreso, era, sin dudas ni quizás, la del senador por la provincia de Santa Fe, Lisandro de la Torre. En ese contexto fue que se produjo el denominado debate de las carnes. El cielo argentino, enlutado por nubarrones de mal agüero, hacía presagiar la tormenta que se cernía, implacable y funesta sobre el amado suelo.
El 1 de setiembre de 1934, a solicitud de Lisandro de la Torre, el Senado designó una comisión investigadora para determinar si en efecto, tal como lo había denunciado el senador por Santa Fe, existían por parte de los frigoríficos ingleses preferencias en favor de ciertos ganaderos vinculados al gobierno, como así también los márgenes de ganancia que obtenían.
Un poco por la biografía escrita y publicada por Raúl Larra: Lisandro de la Torre, el solitario de Pinas, y otro poco por esa manía que solemos tener los argentinos de generalizar peligrosamente en la búsqueda afanosa de nuestra tan ansiada y aún no conseguida síntesis histórica, se ha ido instalando en el imaginario colectivo la idea de que De la Torre fue un acendrado nacionalista que guiado por un supuesto anti imperialismo suyo, combatió por todos los medios a su alcance la "servidumbre odiosa en que nos tenían los ingleses" bla bla bla. Macanas. La verdad histórica (por lo menos, la mía, tan relativa como cualquier otra) es que el doctor De la Torre, si bien es cierto que lo hizo con patriotismo; actuó en esa coyuntura impelido por distintas motivaciones éticas, ideológicas y partidarias. Veamos, si no.
El caudal electoral del partido Demócrata Progresista estaba constituido principalmente por los pequeños y medianos productores agropecuarios entre los cuales encontraba predicamento, para quienes el statu quo emergente del Pacto Roca-Runciman no sólo no representaba beneficio alguno, sino que además; significaba un notorio perjuicio. Fueron precisamente ellos quienes elevaron la queja a De la Torre, quien la planteó en el Senado: "Han llegado a mí informes sobre preferencias a personajes vinculados a la política oficial", dijo, tal como consta en el Diario de Sesiones. Por otra parte, esas componendas repugnaban al sentido de la honestidad pública que sustentaba De la Torre en tanto sincero liberal, y de su ética en lo privado, jamás desmentida ni puesta en tela de juicio. Máxime, si quienes entraban en ellas eran los mismos que le habían infligido, en elecciones fraudulentas encima, una derrota electoral difícil de digerir. Lisandro de la Torre era todo él pura pasión y fuego. Extraordinariamente dotado en lo intelectual, era, sin embargo; capaz de enceguecerse cuando esa pasión y ese fuego nublaban sus entendederas y se imponían a su raciocinio. Era ardorosamente liberal, principista, y por ello rechazó lo que expresaban Julio y Rodolfo Irazusta, sinceros amigos y admiradores suyos (quienes además, colaboraron activamente en la investigación y aportaron a la misma datos emanados del frigorífico Gualeguaychú, de capitales nacionales) en su libro La Argentina y el imperialismo británico, publicado en 1934 y llamado a tener gran suceso. Eligió ser impermeable a la percepción del imperialismo, y con la misma rigidez con que manejaba su partido, se centró tenazmente en el ataque al gobierno de Justo, focalizándolo en sus ministros Pinedo y Duhau.
El celo evidenciado por De la Torre y los contadores designados en la investigación, más la colaboración valiosa y eficaz de los sindicatos de la carne y los estibadores, y de los hermanos Irazusta, llevaron a que la tarea estuviera concluida para junio de 1935. Las pruebas obtenidas de que los frigoríficos extranjeros habían manejado a voluntad la cuota abonando precios según quién fuera el ganadero al cual le compraban, evadido impuestos y sacado márgenes de ganancia exorbitantes, eran incontrastables.
De la Torre, firmante del despacho en minoría al no querer suscribir el que habían producido en mayoría los otros dos integrantes de la Comisión Investigadora, senadores Carlos Serrey y Laureano Landaburu; concentró su artillería en Duhau y Pinedo. Fue el desencadenante de la tragedia.
Con magistral elocuencia, iba acorralando a sus adversarios, ridiculizándolos, poniendo en evidencia sus torpezas y miserias, y demoliendo los argumentos que éstos esgrimían en su defensa. Llegado su turno de hablar al ministro de Agricultura, Duhau lo hizo apelando a la cita de cifras y más cifras, con un estilo insoportablemente tedioso y aburrido. No obstante, De la Torre lo escuchaba atentamente, presto a saltar ante cualquier inexactitud, y al querer intervenir éste para discutirle un dato; desde la presidencia del Senado se le advirtió que Duhau había aclarado que no permitiría interrupciones; a la par que el otro ministro, Pinedo, le gritaba: "¡Que aprenda a oír!", y otro senador golpeaba su pupitre para acallar su voz. De la Torre adoptó entonces una actitud socarrona e histriónica: aparentó desentenderse del debate, sumergiéndose, durante las diez sesiones que duró la soporífera intervención de Duhau, en la lectura de la por entonces recientemente publicada novela El Kahal, de Hugo Wast (pseudónimo literario de Gustavo Martínez Zuviría, con quien De la Torre mantenía una antigua amistad). Entiendo menester consignar también, que él y Pinedo ya habían protagonizado antes un encontronazo serio, producto del cual había entre ellos especial inquina: en oportunidad de debatirse en el Senado la ley de bancos, Pinedo había llamado gaucho malo a de la Torre, y éste lo había destrozado, respondiéndole, en una pieza de la más brillante oratoria, con una dialéctica en la que abundaba el uso de la ironía como un finísimo y letal estilete.
El 20 de julio, De la Torre tomó otra vez la palabra para replicar la exposición de Duhau, y el 23 —presidía la sesión el senador por Santiago del Estero, Carlos Bruchman, del partido Radical Unificado (alguien, creo que Ferns, escribió que "parecería que el destino del apellido Whitelocke fuese presidir los desastres británicos en el Río de la Plata"; por mi parte, creo que el destino del radicalismo es presidir los desastres argentinos)—, se produjo el desenlace fatal. Así quedó asentado en el Diario de Sesiones del Senado:

Señor ministro de Agricultura (Duhau, golpeando la mesa): ¡No permito eso, señor Presidente!
Señor Presidente (Bruchman): Ruego al señor senador que guarde estilo en sus expresiones.
Doctor de la Torre: Y a lo que no es cierto, ¿cómo se lo llama?
Señor Presidente (Bruchman): Se lo llama inexacto
Señor ministro de Hacienda (Pinedo): Se lo llama de la Torre. (Aplausos en las galerías)
Doctor de la Torre: ¡El ministro de Hacienda dice eso porque es tan insolente como cobarde! (Suena la campana de orden)
(A continuación el senador De la Torre y el señor ministro de Hacienda pronuncian palabras que no se pueden reproducir).
(Nota mía: "palabras que no se pueden reproducir" es una perífrasis para no tener que poner derechamente que se insultaron. Sobre los epítetos que se intercambiaron De la Torre y Pinedo hubo distintas versiones, pero todas coincidentes en que directa o indirectamente se usó el término "cornudo" (algunos sostendrían después que De la Torre no dijo "cornudo"; sino "cotudo", por el bocio que afectaba a Pinedo; pero no parece muy probable tal cosa. Lo concreto es que Pinedo aludió, dado lo avanzado de la edad -66 años- y la soltería de De la Torre, a una presunta impotencia sexual suya ("viejo impotente", le habría dicho); y éste le respondió con algo así como "pregúntele a su mujer, cornudo, cobarde", y trascartón, lo retó a duelo).

Señor Presidente (Bruchman): Si me permite el señor senador, la Presidencia va a...
(Hablan simultáneamente varios senadores)
Señor ministro de Hacienda (Pinedo): ¡Pido la palabra para poner al embustero en su lugar!
Señor Presidente (Bruchman): Adelante, señor ministro.
(Nota mía: a esta altura, creo que a nadie se le escapará que Bruchman era evidentemente tendencioso y que no estuvo ni remotamente a la altura que las circunstancias demandaban).

Señor ministro de Hacienda (Pinedo): Si la dignidad y la honra de una persona estuvieran expuestas a desaparecer y a ser lastimadas por lo que digan irresponsables, podría ser que mi honra estuviera al alcance del señor senador.
Doctor De la Torre: ¡Ya he dicho que es tan insolente como cobarde!
Señor ministro de Hacienda (Pinedo): ¡Insolencia y cobardía me atribuye! El senador por Santa Fe es capaz, señor presidente, de retarme a duelo porque sabe que por mis convicciones, yo no me bato.
Doctor de la Torre (de pie y acercándose a la mesa de interpelaciones): ¡Y usted es capaz de no batirse por cobardía!
(El doctor De la Torre se cae y se escuchan disparos de revólver).
(Nota mía: "De la Torre se cae y se escuchan disparos de revólver" es un breve circunloquio para evitar consignar lo que pasó en realidad: De la Torre no se cayó al suelo por las suyas; sino que al acercarse éste a Pinedo, lo empujó Duhau; quien a su vez, trastabilló en los escalones y cayó, fracturándose una o más costillas. A todo esto, Enzo Bordabehere, senador electo por Santa Fe y dilecto amigo, discípulo y correligionario político de De la Torre, se levantó de su asiento y fue a ayudar a éste a incorporarse. En esos momentos, un matón al servicio de Duhau, Ramón Valdez Cora, extrajo un revólver y le disparó dos tiros por la espalda a Bordabehere y un tercero en el pecho, al volverse éste a consecuencia de los impactos. Un cuarto y un quinto disparos de Valdez Cora, erraron a Bordabehere y dieron en una mano del propio Duhau y en el senador Rafael Mancini, herido levemente. Bordabehere fue inmediatamente trasladado al hospital Ramos Mejía, pero falleció apenas llegado al mismo. Valdez Cora aprovechó la confusión para huir mientras atendían a Bordabehere, y se refugió en la sala de los taquígrafos, donde fue aprehendido por el senador Alfredo Palacios, quien lo entregó a la policía).


Al día siguiente, miércoles 24, Duhau y Pinedo desafiaron a duelo a De la Torre, quien rechazó batirse con el primero, al cual le negó la condición de caballero, esencial para tal lance; y aceptó el reto del segundo, designando padrinos suyos en la emergencia, a Lucio López y Jorge Robirosa. Pinedo, por su parte, nombró padrinos a Robustiano Patrón Costas y Manuel Fresco. Se convino en que el duelo sería a pistola, se realizaría a las 8 de la mañana siguiente en el Colegio Militar y el director sería el general Adolfo Arana. Y efectivamente, a la hora señalada de ese 25 de julio de 1935, luego de oír las tres palmadas que dio Arana, los duelistas, separados unos 20 o más metros entre sí (según se aprecia en la fotografía publicada por Caras y Caretas en su edición Nº 1922 del 3 de agosto de 1935) dispararon sus pistolas. Se dijo  que De la Torre tiró al aire (y era verdad, la imagen precitada lo certifica), en inequívoca muestra de desprecio hacia su contrincante, como si deplorara matarlo por considerar que el otro no valía la pena (todo eso ya es subjetivo e interpretativo de quienes lo dijeron), y que Pinedo, en cambio; apuntó a la cabeza de De la Torre (y en efecto, en la foto pareciera ser así) pero erró el tiro. De todos modos, y aún cuando los duelistas hubiesen querido matarse el uno al otro; se infiere como altamente probable que los padrinos de ambos hayan estado contestes en atenuar las condiciones del duelo, alargando la distancia entre los contendientes e instruyendo al armero (que fue un tal Domingo Schettini) para que preparara las pistolas de modo que los tiros no dieran en el blanco y que en caso de hacerlo, no fueran necesariamente mortales. En abono de esa creencia, se citó un comentario que se le atribuyó a de la Torre dirigido a unos amigos suyos mucho tiempo más tarde: "Jamás tiré con una pistola de tan pésima calidad como esa". Esto último me parece escasamente cierto, porque si de la Torre tenía decidido tirar al aire ¿para qué, entonces, iba a quejarse mucho después de la mala calidad del arma que usó en la ocasión? En fin, como canta Larralde: "Que uno a veces dice cosas / de a dieces como de a cientos / y ande quiere fantasiar / le va poniendo el acento".
Al término del lance, ambos rehusaron reconciliarse: Pinedo, con una seca negativa; y De la Torre, con un rotundo, expresivo y lapidario ninguneo: "¿Reconciliarme? ¿Cómo podría? Si nunca he sido amigo de ese tipo".
Duhau, que venía acumulando una cuantiosa fortuna, acrecentada seguramente en "algo" con los sobreprecios que le pagaban los ingleses en agradecimiento por su "amabilidad ministerial", erigió, al 1600 de la coqueta avenida Alvear, la mansión donde hoy por hoy funciona el hotel Park Palacio Duhau de la cadena internacional Hyatt.



En cuanto a Pinedo, tendríamos los argentinos que soportar dos rentrées suyas al frente del ministerio de Hacienda: en 1940, bajo la presidencia de Roberto M. Ortiz y en 1962, bajo la de José María Guido.
En 1998, Roberto Azaretto le dedicó abundantes ditirambos en su libro biográfico Federico Pinedo, político y economista, que fuera prologado por Domingo Cavallo (¿mencionábamos antes lo de presidir desastres? Bueno, ése es otro nefasto personaje con amplia experiencia en el ramo). 


Lisandro de la Torre se suicidó en Buenos Aires el 5 de enero de 1939 disparándose un tiro en el corazón, en el modesto departamento de dos ambientes que alquilaba en el segundo piso de la calle Esmeralda nº 22. Estaba quebrado, abrumado por las deudas que una persistente sequía de cinco años, las pestes que diezmaron su ganado y un socio estafador habían arrojado sobre su campo de Pinas en forma de lluvia... de calamidades.
El mayordomo de su estancia le ofreció sus ahorros para ayudarlo en su economía, los hermanos Irazusta quisieron hacer una vaquita rosista para juntar plata destinada a él, y hasta un comunista, el dirigente sindical José Peter, del gremio de la carne, le propuso que su sindicato adquiriera el campo de Pinas para dejarlo en propiedad de don Lisandro, como lo llamaba con unción y respeto.
Dejó una carta mecanografiada en su vieja máquina de escribir, dirigida a sus amigos, en la que les pedía hicieran cremar su cadáver; y agregaba: "Si Vds. no lo desaprueban desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la nada, confundiéndose con todo lo que muere en el Universo. Me autoriza a darles este encargo el afecto invariable que nos ha unido. Adiós".

-Juan Carlos Serqueiros-

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Y DOCUMENTALES

Diario Crítica, edición del 05.01.1939.
Diario La Razón, edición del 05.01.1939.
Diario El Orden, edición del 06.01.1939.
Halperín Donghi, Tulio. La república imposible (1930-1945). Ariel, Buenos Aires, 2004.
Honorable Senado de la Nación Argentina. Diario de Sesiones, 1935.
Irazusta, Rodolfo e Irazusta, Julio. La Argentina y el imperialismo británico. Los eslabones de una cadena. 1806-1833. Ediciones Argentinas Cóndor, Buenos Aires, 1934.
Larra, Raúl. Lisandro de la Torre, el solitario de Pinas. Hyspamérica. Buenos Aires, 1988.
Revista Caras y Caretas, edición n° 1922, 03.08.1935.
Rosa, José María. Historia Argentina, t. 12. Editorial Oriente S. A., Buenos Aires, 1979.