domingo, 28 de junio de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? CONCLUSIONES II



















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

No encuentro explicación para la absurda idolatría en que ha caído gran parte de la República Argentina rindiendo culto a los pobres diablos como Alem. (Miguel Juárez Celman)

Uno de los factores que ha llevado a interpretaciones desacertadas de la crisis del 90, es la creencia de que el gobierno de Juárez Celman fue, en lo social, político y económico, continuidad del de Roca, la cual es errónea; porque no bastan la procedencia de un mismo partido y tener en lo sustancial un común ideario para afirmar que fueron lo mismo.
El 12 de octubre de 1886, la meritocracia característica del roquismo cedió paso a la obsecuencia y el amiguismo distintivos de los juaristas. Si la presidencia de Roca fue proclive al equilibrio; la de Juárez Celman lo fue al desborde, y si el Zorro construyó su poder a partir de los gobernadores nucleados en la liga (en el armado de la cual desempeñó un rol clave su concuñado, dicho sea de paso), entre los que halló consenso y apoyo por su habilidad, su constancia y su prudencia; el Burrito Cordobés audazmente se empeñó en acapararlo todo para sí, menudeando las intervenciones a los gobiernos provinciales en los cuales quiso colocar adeptos suyos incondicionales y de paso, dejar claro cómo les iba a ir a quienes osaran ponerle la proa. Juárez Celman admiraba a Maquiavelo, siendo El príncipe una de sus lecturas predilectas, especialmente aquello de “debe lograr que los principados vecinos deseen hacerle bien y teman causarle daño”. Roca era laico y se mantenía en ese límite (es famosa su frase “en política, comer carne de cura resulta indigesto”); mientras que Juárez Celman era abierta, exaltada, ideológicamente anticlerical, lo cual le valió no pocos enemigos políticos.
La concentración del poder, ejercido discrecionalmente por el cordobés, el autoritarismo desembozado que evidenció, el nepotismo en que incurrió y el círculo de favoritos que lo rodeaba, fueron un guiso indigerible para la oposición, que a su vez; se manifestó ferozmente encarnizada contra el gobierno. El ambiente político no sólo estaba enrarecido, sino que su aire, de tan malsano; era directamente irrespirable. Y si el gobierno no se andaba con chiquitas en su tratamiento a la oposición; ésta no se quedaba atrás en virulencia.
Como para muestra basta un botón, veamos uno de cada saco: “En la actualidad argentina no existe otro partido que aquel al que pertenecen las mayorías parlamentarias y todos los gobiernos de la Nación y sus Estados”, decía con inaudita soberbia y  nulo tacto Juárez Celman en su Mensaje Presidencial al Congreso de 1889 (haciendo pública y explícita su íntima convicción de que no había más partido que el suyo e ignorando olímpicamente a la minoría, a la cual hasta le negaba entidad ¡nada menos que en un discurso oficial!). Y por su parte, la oposición, a través de Mitre, decía el 15 de junio de 1890 en La Nación: “Los caprichos de una voluntad veleidosa, las influencias personales y los intereses partidarios valen más que los intereses generales; el doctor Juárez no transige en nada de lo que puede perjudicar a sus amigos políticos, y las influencias valen más que los intereses del país”. Evidentemente, no había un manso pa’ acollarar un arisco.
Otro aspecto cuya consideración inexplicablemente suele soslayarse, es el repudio que a tout Buenos Aires le inspiraba Juárez Celman.
El apodo de “burrito cordobés” era peyorativo y tenía resabios de viejos rencores porteños, inquinas esas que Roca tuvo el buen criterio de no exacerbar, ni siquiera durante la guerra civil iniciada por Tejedor ni tampoco después de ella; pero que su concuñado, en su torpe soberbia, hizo renacer y aún acrecer. Además, las autoridades municipales de Buenos Aires eran designadas por el gobierno nacional, lo cual hería el localismo porteño que lo consideraba una humillación. Si a eso le sumamos la concesión de las obras de salubridad a la Buenos Aires Supply and Drainage Co., una firma inglesa subsidiaria de la Baring Brothers que impuso tarifas abusivas, y la candidatura de otro cordobés: Ramón J. Cárcano, prohijada desde el oficialismo para suceder a Juárez Celman al término de su mandato, la cual para los porteños resultó intolerable; no resulta difícil darnos cuenta de que la malquerencia de Buenos Aires hacia el presidente fue un factor cuya consideración no puede desdeñarse a la hora de meternos en los entresijos de la crisis del 90. Y no debemos perder de vista que la revolución del Parque fue un hecho exclusivamente porteño.
Esto no debe llevarnos a considerar a Juárez Celman como un campeón del federalismo ni mucho menos, como caprichosamente han interpretado algunos. Si bien tenía (al igual que Roca) sus ribetes de federal; no vaciló en avasallar las autonomías provinciales siempre que lo creyó conveniente para sus intereses político-partidarios.
Se ha creído ver en el proyecto de amnistía impulsado por Juárez Celman, presentado al legislativo por el ministro del Interior, Eduardo Wilde y que el Congreso sancionó como ley N° 2310 el 1 de setiembre de 1888, una prueba del federalismo presidencial. La ley benefició a Ricardo López Jordán, es cierto; pero no es menos cierto que la iniciativa obedecía al ideario liberal del gobierno y no perseguía el propósito expreso de indultar al viejo caudillo y menos aún el de reivindicarlo. Es más; su asesinato, acaecido poco después, el 22 de junio de 1889, sólo mereció del vespertino Sud-América, diario juarista por excelencia y en los hechos, su órgano oficial, unas escuetas líneas en el obituario, dando cuenta de “la muerte del último caudillo provincial”, encima; publicadas tres días después del hecho. Y en el recinto de la cámara de diputados, el presidente de la misma y espadachín del juarismo, Lucio V. Mansilla, fundamentaba la intervención a Tucumán que había dispuesto el ejecutivo, con estas palabras: “No es sino una especie de espantapájaros aquello que se llama autonomía de las provincias... la Nación es lo primero, las provincias, los Estados como se dice, no son sino poquísima cosa". Más claro, imposible.
Párrafo aparte para el asunto de las emisiones clandestinas que le achacan todos los historiadores al gobierno de Juárez Celman y que inclusive muchos consideran nada menos que como el detonante de la revolución del Parque.
Lo que sucedió fue que en el primer trimestre de 1890 hubo por parte de los ahorristas un masivo retiro de depósitos a raíz de lo cual el Banco Nacional y el de la Provincia de Buenos Aires sufrieron corridas, lo que motivó que ambas instituciones solicitaran por nota al gobierno la urgente remisión de billetes para afrontar la situación; éste autorizó a la Oficina Inspectora y así se entregaron a los dos bancos exactamente 15.600.000 pesos (6.200.000 al Nacional y 9.400.000 al Provincia), que después el Congreso aprobó por ley N° 2700 votada a fines de junio en diputados y principios de julio en senadores. Pero enterado de la cuestión, un hábil político opositor como Aristóbulo del Valle, a la sazón senador por Buenos Aires, no iba a dejar pasar la oportunidad de caerle con todo al gobierno denunciando a gran estrépito (primero en reuniones partidarias, de modo de que corriera la bola e instalar el tema en el imaginarlo colectivo como una certeza, y después, formalmente en el senado y con amplia difusión en la prensa) lo que tildó de emisiones clandestinas, cuando en realidad se trataba de una desprolijidad gubernamental (una más de las tantas del juarismo) originada en lo apremiante de las circunstancias; porque ni el más ingenuo de los ingenuos podía creer seriamente que Juárez Celman pretendía mantener el tema en secreto, cuando del mismo imprescindiblemente debía participar un sinnúmero de funcionarios y empleados. Y de ningún modo el asunto fue el detonante de la revolución; en realidad, la conspiración contra el gobierno se inició en setiembre de 1889 por un sector del ejército compuesto por oficiales mitristas, pero entró en un impasse porque dado el cariz militar que presentaba, Leandro Alem se negó a sumarse a ella.
Eso tan elusivo que llamamos verdad histórica, es que las elecciones de diputados nacionales realizadas el 2 de febrero de 1890, sorprendentemente (“sorprendentemente” para la oposición, quiero decir) las ganó el juarismo en buena ley y sin fraude; lo cual viene a dar por tierra con el mito de la “popular Unión Cívica” enfrentada a la “oligarquía juarista”.
Lo cierto es que si el oficialismo no era lo que diríamos popular; tampoco lo era la oposición, y que bastaron unos cuantos indicadores de mejoría en lo económico (una baja en el premio del oro, un mensaje tranquilizador y optimista del ministro de Hacienda, Pacheco, un aumento de salarios y la perspectiva de una excelente cosecha de cereales) para que el pueblo, puesto a elegir entre los “malos” del gobierno y los “buenos” de la oposición; se decidiese por los primeros. No por nada diría Perón, décadas más tarde, que “la víscera que más nos duele a los argentinos es el bolsillo”.
La circunstancia de que el juarismo ganara las elecciones y un recrudecimiento de la crisis económica, produjeron el resurgimiento de la conspiración contra el gobierno a partir del mitin del Frontón el 13 de abril de 1890. A la logia militar se sumaron: Leandro Alem (ahora sí), Aristóbulo del Valle, Mariano Demaría, Juan José Romero, Manuel Ocampo, Hipólito Yrigoyen, Lucio V. López, Miguel Goyena y José M. Cantilo; los generales Manuel J. Campos y Domingo Viejobueno (que adhería a la conjura pero no participaba de las reuniones, al igual que su hermano Joaquín), los coroneles Julio Figueroa y Martín Irigoyen, y el comandante Joaquín Montaña. Los revolucionarios (no todos, porque Del Valle era –y no andaba desencaminado- escéptico en lo que respecta a la efectividad real de la “acción popular”) creían contar con el apoyo de la ciudadanía convertida en legión (dijo Alem). Y así se produjo el 26 de julio de 1890 la revolución del Parque, la cual fue rápidamente vencida por el gobierno.
El fracaso revolucionario estaba cantado. A los militares que participaron de la revuelta; los cívicos de Mitre (pero no éste, quien ascendido a teniente general a propuesta de Juárez Celman votada afirmativamente en el Senado, se fue  a Europa en viaje de turismo, no sin antes visitar al presidente para agradecerle la distinción; visita esa que fue retribuida por el presidente con una velada de gala en la Opera en honor a don Bartolo); los ultra católicos de José Manuel Estrada, Emilio Lamarca, Miguel Navarro Viola, Manuel Gorostiaga, Pedro Goyena y demás; los autonomistas disconformes por distintas causas con el gobierno como por ejemplo y entre otros, José María Rosa y Juan José Romero; los hombres vinculados al ámbito bursátil como Carlos Zuberbühler y Carlos Videla; y los estancieros con una creciente y criolla desconfianza hacia los usureros internacionales y sus personeros locales, no los unía el amor; sino el espanto, y nada tenían en común a no ser el repudio al que reputaban como “enemigo”: Juárez Celman. La revolución que las distintas corrientes historiográficas nos vienen presentando como “nacional y popular”, no fue en absoluto ni lo uno ni lo otro. Ya hemos visto que no fue nacional, sino circunscripta a Buenos Aires, y en cuanto a popular, lo consignó inequívocamente Carlos D’Amico en su Buenos Aires, sus hombres, su política: “El pueblo no concurrió a la revolución, sea por indiferencia, sea por temor, sea por desconfianza. Nosotros creemos que no concurrió porque se le dio al movimiento un marcado carácter mitrista”.
La crisis económica, como vimos en capítulos anteriores, no sólo no se resolvió con el reemplazo de Juárez Celman por Pellegrini; sino que incluso se agravó. Acertadamente, Roque Sáenz Peña (que había sido el último canciller de Juárez Celman) le escribía el 10 de noviembre de 1890 a Belisario Montero: “¿La revolución ha salvado al país? Eso lo dirá el porvenir; yo creo que no”.

Continuará

miércoles, 10 de junio de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? CONCLUSIONES I























Escribe: Juan Carlos Serqueiros


En esta obra de errores, todos y cada uno de nosotros hemos sido colaboradores, todos hemos ayudado al error del señor presidente de la República. (Lucio V. Mansilla, 6 de agosto de 1890)


Para 1886, las creación y consolidación del Estado nacional se habían llevado a cabo sobre la base del crédito proveniente del exterior, con el cual se financiaron tanto las obras de infraestructura, transporte, comunicaciones y el mejoramiento de los campos para el desarrollo de la actividad agropecuaria, como la burocracia administrativa; todo redundando en una crecida deuda externa que pendía sobre la nación como la consabida espada de Damocles, en un marcado déficit fiscal y en una balanza comercial que arrojaba un saldo negativo de 30 millones oro. En esas condiciones el país se hallaba, pues, en virtual estado de quiebra financiera, pero sin embargo; el crecimiento económico parecía no tener fin.
Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para el manejo de la coyuntura y su paulatina corrección. Pero Juárez Celman no era Roca. Este último, al traspasar la presidencia a su concuñado, le dijo en su discurso: “Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí”, y era exacto, exactísimo. Ese día, 12 de octubre de 1886, el peso estaba con respecto al oro en una relación de 110 centavos papel por 1 peso oro, es decir, prácticamente a la par. Tres meses después, se devaluaba hasta llegar a 144. Era un síntoma, al cual no se le prestó atención. Y era asimismo acertadísima la frase del diario La Prensa en su edición del 26 de octubre de ese mismo año: “Lo solo malo y oscuro que existe en la República es el estado financiero”.
¿Tuvo la crisis del 90 sus causales en los desaciertos y corruptelas del gobierno de Juárez Celman? La creencia que ha primado y está actualmente instalada en el imaginario colectivo, es que en efecto, así fue. Sin embargo, la recurrencia periódica en la caída, debería indicarnos que esa conclusión es probablemente errónea, con seguridad simplista y que algo estamos obviando considerar en la cuestión, porque si no; tendríamos que convenir en que los argentinos somos masoquistas empeñados en infligirnos daño y complacernos en ello. Y no somos tal cosa, ¿no? Bah, creo (espero) que no.
La crisis se agravó con la combinación de factores externos e internos, y de estos últimos no todos eran achacables (algunos -o muchos, si se quiere- sí; pero otros no) a la administración juarista, por pésima que ésta haya sido (que lo fue, sin dudas). Veamos.
En Gran Bretaña la economía estaba en depresión y los activos financieros excedentes se volcaron mayoritariamente a nuestro país. Pero llegó un momento en que, debido a una brusca caída en las reservas del Banco de Inglaterra, los prestamistas no sólo exigieron la remesa en tiempo y forma de los intereses, sino que además; se produjo un proceso acelerado de retiro de capitales de la Argentina. Entonces ya no se pudieron pagar deudas contrayendo más deudas y en consecuencia, se debería negociar con los acreedores las esperas imprescindibles hasta que la balanza de pagos se equilibrara cuando los recursos por exportaciones permitieran hacer frente tanto a las obligaciones emergentes de los empréstitos, como a las importaciones; o bien reducir drásticamente estas últimas, de modo que todos los ingresos o la mayor parte de ellos pudieran afectarse a abonar los compromisos externos; o ambas cosas a la vez. 
Esa era una de las opciones posibles. Y la otra (alternativa sola y única) era repudiar la deuda y que se aguantaran los gringos hasta que pudiéramos pagar.
Y esto último era, precisamente, lo que se disponía a hacer el gobierno de Juárez Celman, porque hablando en plata, no otra cosa significaban las palabras de Pacheco a fines de 1889: "El gobierno tiene en Europa los recursos que aseguran el servicio (de la deuda) hasta enero de 1891", aludiendo a los 50 millones oro que estimaba disponibles en Londres producto del arrendamiento de las obras sanitarias. En buen romance, era decirle a la Baring Brothers más o menos esto: “Estimados socios (porque a fuerza de repetirlo, se había llegado a creer que los capitalistas y los argentinos éramos de verdad socios), mucho lamentamos que no hayan podido llenar en Londres la suscripción de los bonos, pero es vuestro problema; si somos socios en las utilidades, también debemos serlo en los quebrantos”. Por supuesto, esa intención no era proclamada abiertamente a voz en cuello, pero ni los opositores al juarismo ni -muchísimo menos- los ingleses, eran lo bastante zonzos como para no darse cuenta de que estaba ahí, como un cuchillo oculto bajo el poncho de la economía seria, moralizadora y conciliadora con los acreedores externos de Francisco Uriburu que vistió por un momento Juárez Celman en procura de disimularla. Y más aún, llegó a hacerse desembozado ese propósito cuando Pacheco (esta vez como presidente del Banco Nacional y ya renunciado Uriburu) se encargó de comunicarle oficialmente a la Baring Brothers que el gobierno no estaría en condiciones de pagar los dividendos trimestrales de los bonos nacionales. Estaba así clarísimo hasta para el menos avisado, que el primer mandatario de la Nación ya se había pronunciado por una de las dos opciones: la moratoria unilateral. Pero ocurrió que eso que proyectaba el gobierno (y que reitero, a nadie escapaba), resultaba inaceptable para la oposición.
Por eso (entre otros factores) cayó Juárez Celman, pues como hemos visto, luego de renunciar el burrito cordobés; Pellegrini y López eligieron de entre las dos opciones, la mencionada en primer término: negociar con los acreedores tomando deuda nueva para pagar deuda vieja y paralelamente, restringir al máximo las importaciones sustituyendo con producción local todas las que se pudieran (la crisis del 90 significó, paradojalmente, un impulso a la industria nacional).
El "ostracismo histórico" que de hecho se ha decretado para Juárez Celman (pues sólo se lo menciona para defenestrarlo y hacerlo aparecer como culpable principalísimo y hasta único de la crisis), ha llegado al extremo de atribuir esa intención de repudiar la deuda a su carácter veleidoso, ninguneando (cuando no directamente velando) el factor que lo decidió a inclinarse por la opción de la moratoria: de las negociaciones con los banqueros ingleses, surgía que éstos accederían a una operación de consolidación de la deuda argentina, a cambio de que el gobierno se abstuviera de contratar nuevos empréstitos por el lapso de diez años, renunciase a emitir moneda y adoptase un riguroso programa de reducción del gasto público; todo lo cual obviamente el presidente no podía aceptar (y tampoco ningún otro gobierno), pues eso lo convertiría en inerme político, huérfano de todo apoyo y sin sustento alguno, ya que la política es el arte de lo posible, sí, pero de lo posible en esos momentos y esas circunstancias. El tiempo se encargaría de demostrar que la opción correcta era la moratoria, porque fue eso en esencia el Arreglo Romero, celebrado con los acreedores en Londres el 3 de julio de 1893 durante la presidencia de Luis Sáenz Peña.
Pero no todos se comieron la galletita de que el cambio de hombres en el gobierno combinado con la adopción de la estrategia de negociar con los acreedores accediendo a lo que se les ocurriera imponernos, solucionaría la crisis luego de la revolución del Parque; porque hubo voces sensatas que no fueron escuchadas, como por ejemplo, la de Manuel Demetrio Pizarro, senador por Santa Fe, quien en la sesión del 30 de julio de 1890, dijo en el Senado de la Nación: “Yo vengo, derrotada la revolución, a pedir como medio de pacificación del país, no leyes de estado de sitio, sino la renuncia en masa de los miembros del poder ejecutivo: presidente, vice, ministros y presidente mismo del senado”. ¿Y quién era el "vice"? No otro que el que asumió la presidencia: Pellegrini. ¿Y quién era el “presidente mismo del senado”? Pues nada menos que Roca, el zorro. A Pizarro no pudieron engatusarlo; pero nadie prestó atención a sus atinadas palabras. Era esa Argentina del 90 un país que marchaba a paso acelerado hacia el precipicio.
Vayamos ahora a las conclusiones acerca del manejo de la economía y las finanzas por parte del gobierno de Juárez Celman en sus aspectos técnicos. ¿Fue tan malo como se cree? Rotundamente sí. Y es más; fue peor aún que malo.
La imprudencia y el descontrol en todo lo atinente a obras públicas y la enajenación insensata de ferrocarriles y empresas estatales en aras de un dogmatismo excesivo hasta el absurdo, trajeron aparejada una inevitable secuela de corrupción, y la coima y el peculado (no limitados solamente al juarismo, como veremos después) tornáronse las reglas corrientes. La ley de bancos garantidos, iniciativa de Pacheco que tenía el propósito de remediar la iliquidez monetaria en las provincias, sin los resguardos imprescindibles para que el destino de los fondos fuera la producción y no la especulación; sólo sirvió para aumentar el circulante de una moneda cada vez más depreciada. Es que ese modelo (copiado a los norteamericanos) era posible en países con tradición de inversión interna, como Estados Unidos; mientras que aplicado en el nuestro, condujo al irresponsable endeudamiento con el extranjero de todas las provincias (con la sola excepción de Jujuy). También la obcecación del gobierno de Juárez Celman en atribuir los problemas financieros a lo que llamaba una “crisis de progreso” (?) y las culpas de la trepada del oro a la especulación y el agio (todo fogoneado por la oposición, sostenía), sin tomar consciencia de los errores que cometía, influyó y no poco en la crisis; porque en efecto, había especulación y agio, pero también había un orden (o desorden, mejor dicho) que lo propiciaba y toleraba: el suyo. Asimismo, fue deplorable la gestión del ministro Rufino Varela, reemplazante de Pacheco, que creyó que bastaba con movilizar los depósitos (eufemismo usado para no decir derechamente poner a la venta todo el que había en las reservas del Banco Nacional), para que el oro bajase (contrariando la opinión adversa a tal medida del propio directorio del banco); sin percatarse ese “gran economista” que el mercado del oro no se circunscribía a Buenos Aires, sino que era internacional, con lo cual los corredores extranjeros, obedeciendo a sus mandantes, lo compraron masivamente, esfumándose así los últimos 50 millones oro que quedaban.

Intentó tapar el sol con el dedo, prohibiendo su transacción en la Bolsa: resultó peor el remedio que la enfermedad. Y para terminar la función, el manco Varela no tuvo mejor idea que erigirse en déspota, al menos, en su cartera. Decía el diario La Prensa en su edición del 18 de julio de 1890: “El Sr. Varela, por simple decreto administrativo, con calidad de dar cargo al Congreso (cosa que nunca hizo), derogó la disposición de la ley de Bancos Garantidos que exigía que el oro estuviera depositado en el Banco Nacional por lo menos dos años contados a partir del 1 de enero de 1888, y se autorizó a sí mismo a disponer de ese oro. Sentado en su poltrona ministerial recibía todas las tardes la lista de todos los que le pedían comprar el oro del Gobierno y señalaba con un lápiz los pedidos que debían ser inmediatamente satisfechos por el Banco Nacional. El ministro se convertía así en un banquero y manejaba el tesoro como un autócrata”.
Y desde luego, no se privó de otorgarse créditos en oro a sí mismo y a familiares suyos, además.
Sin dudas, el gobierno de Juárez Celman en lo técnico económico no dejó desaguisado por cometer y en lo administrativo se pasó por el… fundillo, digamos, la consideración debida a los otros poderes, irrespetándolos e incurriendo en cuanta… irregularidad, llamémosla (siendo buenos), se le antojó.
En las próximas entregas, estimado lector, arribaremos a las conclusiones en lo que respecta a lo político y moral y cómo incidieron esos factores en la crisis del 90.

Continuará