miércoles, 28 de abril de 2021

bullrich, EL ODIO VOMITADO

 


























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Lo de la soreta bullrich no es en modo alguno un exabrupto pronunciado irresponsablemente en un rapto de ira ni una frase desafortunada vertida al calor de una discusión bajo el influjo de una emoción exacerbada y violenta, al contrario; es un detrito, un excremento vocal pensado(en mala hora) y vomitado adrede, consciente y reflexivamente, desde la más helada racionalidad y el más cultivado y cerval de los odios. Es, en fin, un manera cruel, cínica y brutalmente elocuente de evidenciar (una vez más, y van...) cómo entiende y siente el país.
Manera esa que, por otra parte, no es exclusiva de ella, sino que es característica común y notoria del grupejo ruin e infame nucleado so pretexto y bajo la pantalla de, una falsa expresión política o corriente de opinión, integrado por siniestros y abyectos personajes como el perduellis mugricio lacri, el guasón larrata, la bola de pus biblita descarrió, el monstruito laura alonso, el cipayo iglesias, la hormiguita ladrona ocaña y una desgraciadamente extensa lista de etcéteras que abarca desde nauseabundos cagatintas pseudo periodistas como el gordo falopero larata, in-morales solá, johnny "B"iale, cindy-entes tongobardi, nabonecio, cuernitos majul y demás bichos de similar laya; hasta jueces venales de la in-justicia argenta enquistados en comodoro pro.
Todos conformando una repulsiva y espantable banda, una asociación ilícita concebida y armada con el definido propósito de delinquir en beneficio de sus intereses personales y sectarios, de los intereses de potencias extranjeras y aún los de los más oscuros poderes foráneos a los cuales sirven.

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 24 de abril de 2021

LA INTELLIGENTZIA Y SUS ODIOS DEL AYER Y DEL HOY

 



Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Lo que me trajo a la memoria la gobernación de Aloé fue, paradojalmente, esta imagen que circuló los últimos días por las “redes sociales” y que muestra a un idiotita (encima, con el barbijo puesto sin cubrir la nariz) portando un cartel que reza "quiero estudiar para no ser como Kicillof":


A ese hombre, Carlos Vicente Aloé (n. Rosario, 1900 - m. Rojas, 1978), la intelligentzia argenta lo llamaba "caballo", "bruto", "burro", "ignorante" y lo zahería con mil epítetos más.
Fue el organizador de los Campeonatos Infantiles Evita, escribió varios libros, infinidad de artículos periodísticos, era propietario de una empresa editorial, poseía una nutrida biblioteca, detentaba una envidiable cultura y todavía hoy por hoy es reputado como uno de los mejores gobernadores que tuvo la provincia de Buenos Aires. Pero aún con todo eso... para la tilinguería vernácula era un "bruto".
Aloé adhería al revisionismo histórico, ergo, admiraba la figura histórica de Juan Manuel de Rosas, y fue el primero en disponer, en 1953, actos oficiales en conmemoración del combate de Vuelta de Obligado y en decretar feriado por fecha patria el 20 de Noviembre. Todo lo cual no le impedía comprender y valorar en toda su enorme dimensión, también la de Sarmiento, acerca del cual escribió: "Sarmiento -cuya acción se desarrolló en una época convulsionada, llena de pasiones violentas, donde precisamente el eje era él mismo- fue el más terrible, el más violento, el más terco y el más apasionado de los políticos de su tiempo. Pero también fue el más grande cerebro." (sic)
Fue Aloé quien mejor entendió el concepto y la mirada que respecto de la construcción, la narración y la divulgación del pasado de los argentinos tenía Perón, y por ende, el peronismo en tanto movimiento: sumar, siempre sumar; no contribuir jamás a perpetuar las divisiones y los odios pretéritos, y sobre todo; no propugnar la imposición de un relato histórico único erigido en "oficial", de manera de servirse de la historia para beneficiarse política y electoralmente en el presente. Porque en el panteón nacional hay cabida para todos los héroes de la argentinidad, TODOS.
Muy probablemente, los bisabuelos del pequeño guarango subnormal que por estos días portaba ese cartel denigrando a Kicillof, hayan formado parte de la intelligentzia estúpida, estulta y colonizada culturalmente, que irresponsablemente denostaba a Aloé en aquellos tiempos del primer peronismo. Eso casi seguro. Tan seguro como que sus abuelos hayan sido fervorosos partidarios de la fusiladora, y que el padre que en mala hora lo engendró y la madre que en peor hora todavía lo parió, tengan el cociente intelectual equivalente al de una ameba.
Persistir en el odio y en el desencuentro es la peor de las "escuelas".

-Juan Carlos Serqueiros-

miércoles, 21 de abril de 2021

BONAVENA-KARADAGIÁN, LA PELEA QUE NO FUE

 























Escribe: Juan Carlos Serqueiros 

... Trato de hacer todo lo que siento. Por eso grabé un disco, no tengo nada de voz, pero me gusta cantar. Por eso voy a correr el Gran Premio si se hace: porque hago lo que siento. (Oscar Natalio “Ringo” Bonavena)

Me pasé 249 días mirando los 15 agujeros del techo de mi celda. (Martín Karadagián)

A Martín Karadagián (n. Buenos Aires, 30.04.1922) y Oscar Natalio Bonavena (n. Buenos Aires, 25.09.1942) los vinculaba, desde los 60, una relación de amistad: ambos eran hinchas de Huracán, iban al mismo balneario de Olivos: El Ancla, y compartían, además; la pasión por un auto en especial: el Torino. Incluso, Martín —que era muy buen cocinero— preparaba ricos platos para doña Dominga, la mamá de Ringo, y supo ser asiduo concurrente a las famosas ravioladas de ésta los domingos en su casa de Parque de los Patricios.
Ambos de humilde origen social, tipos de barrio, nacidos en San Telmo el uno (Martín) y en Boedo el otro (Ringo), se habían hecho a sí mismos a fuerza de inteligencia, audacia, astucia, yeca, manejo consumado del histrionismo y sobre todo; a partir de la innata capacidad que poseían y que parecía inagotable a la hora de revelarse como verdaderos maestros del show business.






Pero el año 1970 no había sido precisamente favorable para ninguno de los dos.
Ringo había perdido frente a Muhammad Ali aquella legendaria, mítica, pelea en el Madison Square Garden de Nueva York, lid en la cual pese a los prodigios de guapeza que hizo y al coraje que evidenció; no pudo lograr una victoria que mucho anhelaba y por la que tanto había hecho.



Y Martín, por su parte, se había comido una larga reja: el 30 de noviembre de 1970 lo habían metido preso en la seccional primera de Olivos a raíz de una denuncia y posterior juicio que por amenazas, lesiones y extorsión, entabló en su contra un tal León Platis, a quien el Titán le había comprado un edificio en construcción de 14 pisos, con la intención de fundar un hogar de ancianos en homenaje a su madre. Finalmente, tras una apelación, fue condenado a dos años de prisión en suspenso, y liberado el 5 de agosto de 1971, tras 249 días de detención. Como consecuencia de todo aquello, ninguno de los canales de televisión quería saber nada con incluir en su programación a Titanes en el ring.


Así estaban las cosas, cuando en octubre de 1971, Karadagián volvió a encontrarse con su amigo Bonavena (quien acababa de derrotar en el Luna Park, el 2 de ese mes, al norteamericano Alvin Blue Lewis por descalificación de éste en el séptimo round) en la boite (del francés boîte: cajita) Afrika, un boliche bailable que ambos frecuentaban y que estaba situado a la entrada del hotel Alvear.


El Gran Martín quiso convencer a Ringo de realizar, en el Luna Park, una pelea entre ambos, pues estimaba que aparte del beneficio económico que iba a redituarles; el suceso sería tal, que todos los canales televisivos se disputarían cuál de ellos iba a quedarse con la emisión de Titanes en el ring. Y Ringo, a su vez, le propuso al Titán formar un binomio para participar, a fines de ese año, en el Turismo Carretera, en la Vuelta de la Montaña, corriendo con un Torino preparado por Oreste Berta.
Finalmente, la cosa quedó reducida a una charla entre amigos, porque ni corrieron la Vuelta de la Montaña (que ganó Luis Rubén Di Palma pilotando, precisamente, un Torino) ni se realizó la pelea.
De todos modos, Titanes en el ring volvió a la televisión y fue un éxito mayúsculo.



No obstante, cada tanto aquel showman sin dudas genial que fue Karadagián, salía a reflotar la cuestión en entrevistas periodísticas y reiteraba su “desafío”. Por su parte, Bonavena, de buen grado y de onda, también se prendía en las ocurrencias y chicanas de su amigo: en el verano de 1972, en Mar del Plata, se hizo fotografiar pisando unos muñecos inflables que representaban al Titán y a La Momia, manifestando que así los iba “a tumbar y a pisar a los dos juntos en el ring del Luna” (ver la imagen que oficia de portada de este artículo).
Y ya en 1973, todavía Martín, en el programa televisivo El pueblo quiere saber, que conducían Pinky y Raúl Urtizberea, “retaba” a pelear a Ringo, lo llamaba “Natalia o Natalio, no sé”, y aseguraba que éste le “tenía miedo” y se le “escapaba por la escalerita de Afrika”.


Vaya mi recuerdo emocionado para esos dos ídolos populares de cuyas ocurrencias y destrezas supe disfrutar en mi niñez y mi adolescencia.

-Juan Carlos Serqueiros-
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REFERENCIAS

Archivo DiFilm. Martín Karadagián desafía a Cassius Clay, 1970. https://www.youtube.com/watch?v=q0e4j2LaRPI.
Revista Primera Plana, Año VII, edición n° 310, 03.12.1968.
Revista Extra, Año 4, edición n° 38, setiembre de 1968.
Rival, Juan Claudio. ¿Mereció una celda? La vida de Karadagian, Editorial Revancha, Buenos Aires, 1971.
Roncoli, Daniel. El Gran Martín. Vida y obra de Karadagian y sus titanes. Editorial Planeta, Buenos Aires, 2012.
Stadium Luna Park Centro Documentación Histórico. Sección 40 - Luna Park Temporada 1971.
YouTube. El pueblo quiere saber (programa de T.V. conducido por Pinky y Raúl Urtizberea, 1973), https://www.youtube.com/watch?v=lGL9-XRf9yk

viernes, 16 de abril de 2021

LA GUERRA CIVIL DE 1880




















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

¿Cuál será el desenlace de este drama? Creo firmemente que la guerra. ¡Caiga la responsabilidad y la condenación de la historia sobre quienes la tengan! (Julio A. Roca en carta del 28 de abril de 1880 a Dardo Rocha)


La sucesión presidencial de 1880 estuvo signada por una de las tantas guerras civiles en las que nos hemos trabado los argentinos en nuestra corta historia de dos siglos. El domingo 11 de abril, en las elecciones primarias presidenciales, había triunfado en todas las provincias, excepto Buenos Aires y Corrientes, la candidatura del general Julio A. Roca con 155 electores, por sobre la del doctor Carlos Tejedor -a la sazón, gobernador de Buenos Aires- con 71. 
Pero ocurrió que Buenos Aires y Corrientes, aliadas política, militar y económicamente, no reconocieron el veredicto de los comicios y se alzaron en armas contra el gobierno nacional.


Entonces, el presidente Nicolás Avellaneda, ante el hecho de haberse producido, el 1 de junio, el casus belli que marcó el inicio de la lucha interna (durante un desembarco de armas importadas por el gobierno de Buenos Aires, las tropas provinciales se enfrentaron con las nacionales que buscaban impedirlo), a instancias de su ministro de Guerra, Carlos Pellegrini; ordenó concentrar las tropas nacionales en la Chacarita de los Colegiales (hoy barrio de Chacarita), excepto las de Entre Ríos, que debían acantonarse en el límite de esta provincia con la de Corrientes, con miras a combatir a las fuerzas de esta última. 


Paralelamente, dispuso también el traslado de la sede del poder ejecutivo (en la práctica, sólo el gabinete de ministros menos el de Guerra, porque él despachaba y pernoctaba en la Chacarita junto a Pellegrini; y su vicepresidente, Mariano Acosta -identificado con los rebeldes- eligió quedarse en Buenos Aires) al pueblo de Belgrano (por entonces cabecera del partido del mismo nombre, y hoy barrio porteño), a ese efecto declarado capital provisoria de la Nación (en un decreto cojitranco de legitimidad, dicho sea de paso; por más que no estuvieran las cosas en junio de 1880 como para ser excesivamente puntilloso en la observancia de las prescripciones constitucionales). 
Asimismo, se fueron a Belgrano los senadores y diputados de la Nación (sólo parte de estos últimos; porque el resto prefirió quedarse en Buenos Aires, suscitándose así la coexistencia de dos cámaras “funcionando” a la vez, lo que ocasionó no pocas dificultades y conflictos). También quedó en Buenos Aires la Corte Suprema, con el cometido público de procurar el avenimiento y la paz (y el más o menos secreto de pescar en río revuelto, convirtiendo en candidato de transacción a alguno de sus miembros, como por ejemplo, Gorostiaga).
Tejedor, por su parte, movilizó las milicias de Buenos Aires, y ante lo que reputó como “ausencia de las autoridades nacionales”, ocupó la Casa Rosada, el Correo y la Aduana para “custodiarlos”, según declaró, “olvidando” que la “ausencia” del gobierno nacional la había forzado él mismo con su rebelión, lo cual lo colocaba como gobernador en una posición tanto o más dudosa en cuanto a la legalidad de las vías procedimentales que adoptaba, que la del presidente de la República.
Avellaneda y Tejedor, principistas y hombres de leyes el uno y el otro, se afanaban buscando vericuetos  y resquicios por los cuales introducir a como diese lugar, aún con fórceps y aventando escrúpulos de conciencias remordidas al saberse ambos flojitos de papeles, algún recurso abogadil de consumado avechucho que les permitiese sortear los frenos de la constitución; pero disimulando la violación de hecho que de ella hacían. Tarea, por cierto, más ímproba todavía que los trabajos de Hércules.
En aprontes y partidas estaban, sin atacarse abiertamente uno y otro bando, hasta que el 13 de junio los colegios electorales reunidos en todas y cada una de las capitales de las catorce provincias, proclamaron para presidente y vice la fórmula Julio A. Roca-Francisco Madero. 
Los electores de Buenos Aires (que habían votado por Carlos Tejedor-Saturnino Laspiur), ni bien cerrado el acto, se dirigieron a la casa del primero a reiterarle verbalmente la adhesión que habían evidenciado al elegirlo unánimemente; y éste, que era el arquetipo del centralismo a ultranza y que con el mismo tacto de un elefante en un bazar ya había ofendido antes al gobierno nacional llamándolo “huésped de Buenos Aires”; les agradeció con frases de soberbia inaudita, del más crudo localismo y del más expresivo e insultante de los desprecios hacia el interior del país: “La provincia más poderosa me ha acordado sus votos por vuestro órgano. Otros podrán abrumarnos por el número; yo no cambio sus votos por los míos”.
Tales palabras eran de hecho un escupitajo al rostro del gobierno nacional y una clarinada de guerra a la que Avellaneda, inteligentemente, respondió cuatro días más tarde con un ardid de leguleyo: como constitucionalmente no podía intervenir la provincia de Buenos Aires al impedírselo la circunstancia que apunté antes de no tener quorum suficiente en la cámara de diputados para hacerla votar (a la intervención, quiero decir) por el Congreso; apeló a designar al coronel José María Bustillo “comisionado nacional encargado de la administración de la campaña de la provincia de Buenos Aires”, es decir, a todos los efectos, un interventor; pero con otro título.
Era la guerra abierta, que comenzó ese mismo día 17, con un choque en el paraje de Olivera, cerca de Luján, prosiguió con las acciones de Barracas al Sud -actual Avellaneda- por el control del puente Pueyrredón -llamado de Barracas en los partes- (20 de junio), y culminó con combates prácticamente simultáneos en todo el frente: Puente Alsina, los Corrales, la Convalecencia -la actual plaza España, en Barracas- y mercado Constitución -la actual plaza Constitución, en el barrio del mismo nombre- (21 de junio), tras lo cual se convino una tregua hasta el 24, iniciándose el 25 las tratativas de paz entre los contendientes: Bartolomé Mitre, que el 22 había sido designado por Tejedor jefe de la Defensa, por Buenos Aires; y el presidente Avellaneda (a través de sus ministros, por entender que pactar el primer magistrado de la República con un jefe rebelde, implicaba mengua del decoro de su investidura) por la Nación, negociaciones esas que desembocaron en la renuncia de Tejedor el día 30; la asunción como gobernador del vice, José María Moreno (sobrino del secretario de la Junta de Mayo y amigo íntimo de Avellaneda); el desarme del ejército provincial y el acatamiento de la provincia a las autoridades de la Nación. Todo eso significaba, pues, la victoria de ésta y la capitulación (la generosidad de Avellaneda lo movió a no llamarla como lo que en realidad era: una rendición) de Buenos Aires.


No es exacto lo que sostiene José María Rosa -y otros historiadores (la mayoría) también- en lo referente a que la suerte de las armas haya quedado indecisa y no hubiera un triunfador claro en aquel conflicto, porque más allá de los rimbombantes partes de los jefes militares de las fuerzas porteñas que abundaban en menciones exaltando el arrojo y el valor de las tropas provinciales (que en efecto, los habían manifestado con creces); lo real y concreto era que Buenos Aires quedó sitiada por el ejército nacional (en el cual, dicho sea de paso, los prodigios de heroísmo no habían sido menores que los evidenciados en las filas de su oponente). Asimismo, estimo como aventuradas y aún temerarias las inferencias de Rosa en el sentido de que Buenos Aires tenía superioridad militar y podía ganar la guerra de proponérselo, que Roca no se atrevería a hacer una "confederación de trece ranchos como Urquiza en 1853 ante la imposibilidad de entrar en Buenos Aires" y que Tejedor y Mitre habían capitulado porque no les gustaba “esa guerra de rifleros y gauchos contra tropas de línea” y temieron que “la milicia armada, una vez victoriosa, escapase a su control”. Creo posible que ese extraordinario historiador y gran maestro que fue don Pepe Rosa, se haya dejado llevar en esta cuestión por un excesivo localismo porteño y por la simpatía que como historiador popular debe de haberle despertado la adhesión indudablemente masiva que había tenido la rebelión en Buenos Aires, porque lo cierto es que la superioridad militar que le adjudica a ésta; en realidad no era tal: si excelentes y valerosos coroneles tenía Buenos Aires; no los tenía en menor grado la Nación (Levalle, Racedo, Bosch, Olascoaga y Campos, por ejemplo y entre otros muchos), que además; hasta se había dado el lujo de poner a un civil (Pellegrini) en el ministerio del ramo, e inclusive, de que el mejor -y por lejos- de los generales que tenía (Roca), no interviniese en la guerra. Y si bien es cierto que en el ejército provincial había muchos gauchos; no lo es menos que el nacional estaba asimismo integrado en buena proporción no sólo por gauchos (“mis chinos” como los llamaba el Zorro), sino también -como por otra parte, lo reconoce (quizá inadvertidamente) el propio Rosa- por “indios prisioneros de la conquista del desierto” (sic). Y si en efecto, como consigna Rosa, estaba claro que la escuadra de la nación no era precisamente un ejemplo de eficacia y que “todos se burlaban de sus artilleros que le erraban a una ciudad” (sic), no puede dejar de reconocerse que la nación podía usarla, si no para bombardear Buenos Aires; sí para bloquear el puerto y terminar rindiendo a la ciudad por la quiebra del comercio, la escasez, la miseria y hasta el hambre; pues cercada por agua y por tierra ¿cómo iban a entrar la carne y demás alimentos, y las mercancías de consumo familiar? Y no hay que olvidar que el matadero del Sud estaba ocupado por el ejército nacional a partir de la batalla de los Corrales, con lo cual ¿cómo iban a faenarse las reses? Resulta más que ilustrativa la caricatura de La Cotorra en su edición del 6 de junio, en la cual se representa a Roca y Tejedor trabados en duelo criollo, mientras Hermes, el dios del comercio en la mitología griega (el Mercurio de los romanos), les implora por la paz:


En cuanto a lo de que Roca no iba a resignarse a tolerar una eventual secesión de Buenos Aires y gobernar sobre los “trece ranchos”, es cierto; pero también lo es que las cosas habían cambiado no poco en el país con respecto a la etapa del caudillismo. No podía considerarse “bárbaros” a los militares y políticos de las provincias, quienes se habían formado en los claustros de los colegios de Monserrat y Concepción del Uruguay y en las universidades de Córdoba y de la propia Buenos Aires, cuando no en el exterior, ni tampoco a los militares y políticos porteños que estaban de parte de la nación; por más que Tejedor vociferara en sus discursos o publicara en los diarios encendidas frases llamando a la civilización de Buenos Aires a resistir la barbarie provinciana, con las que demagógicamente halagaba a las masas populares porteñas para exacerbar su localismo. 
A menos que en serio se creyese que Avellaneda, Roca, Pellegrini, Viso, Juárez Celman, Pacheco, Romero, Iriondo, Plaza, Levalle, Donovan, Racedo, Bosch (quien, por ejemplo, logró disolver la legislatura de Buenos Aires sin disparar un solo tiro ni derramar una gota de sangre), etc., fuesen “bárbaros”, lo cual era un completo delirio, como bien lo sabían en sus fueros íntimos aún los más exaltados centralistas. 
Por otra parte, Roca debió pagar un precio altísimo para recibirse de la presidencia de la República en Buenos Aires: acceder a que Avellaneda ejecutase su propósito de erigirla en capital federal, resignando él su idea de establecerla en Rosario.
No, Tejedor y Mitre eran oligarcas, cierto, qué duda cabe; pero no se rindió (y luego renunció a su cargo) el primero, ni “entregó a los suyos” el segundo porque “no les gustaba” esa guerra con masiva adhesión popular y tufillo plebeyo como entiende Rosa; sino que todo el drama se originó en que ese verdadero “Catón infecundo, majestuoso, pobre de inteligencia, espíritu mediocre, fatuo y orgulloso” (como certeramente lo había apodado y definido Roca) que era Tejedor, en su infinita soberbia había calibrado mal a Avellaneda. 
Como todo aquel que clasifica a las personas guiándose por las exterioridades, creyó que la exigua talla y el físico enfermizo y esmirriado (Tejedor era alto, y pagado de sí mismo, y tendía siempre a despreciar a los petisos y a tenerlos en menos, por eso no pudo resistirse a mencionar a Roca como “chico de estatura pero gigante en ambición”, como si en política la ambición fuera un pecado inconfesable y como si no la tuviera él mismo; además de no saberla servir, encima) de Avellaneda, sumados a su espíritu inclinado al diálogo y a la moderación y la repulsión hacia la violencia que lo caracterizaban, implicaran necesariamente debilidad de carácter; entonces supuso que bastaba con una demostración del poderío de Buenos Aires para doblegarlo y aún quebrar la escasa voluntad que erróneamente le atribuía. Y se equivocó de medio a medio: aún en sus vacilaciones y dispuesto siempre a renunciar; Avellaneda le demostró que se puede tener firmeza de convicciones sin caer en la prepotencia, que la generosidad no significa debilidad y que siempre la inteligencia termina por primar frente a la fuerza. En cuanto a Mitre, algo más astuto que el bruto y fanfarrón Tejedor; entendió que 1880 no era 1852 y que no era el caso de provocar otra secesión de Buenos Aires, la cual sería resistida aún por los más crudos de entre los porteñistas. 
Por eso, el siempre irreverente periódico dominical El Mosquito publicaba, el 4 de julio, una caricatura muy sagaz y expresiva, en la cual aparece, entre Mitre y Moreno, Tejedor de rodillas frente a Avellaneda, con este epígrafe por demás elocuente: “Una lección dura: El Dr. Tejedor ha querido evitar que haya más derrame de sangre argentina. Ha llegado para Dr. Nicolás el momento de probar que si es pequeño de estatura puede ser grande de patriotismo dejando de lado rencores y venganzas”:


El 20 de setiembre el Congreso sancionó la ley que declaraba capital federal a Buenos Aires, y el 9 de octubre aprobó el resultado emergente de la reunión de los colegios electorales que habían consagrado a Roca presidente de la República. Consecuentemente, tres días más tarde, el Zorro asumía, en Buenos Aires, la primera magistratura de la Nación.
La guerra civil desatada por el empecinamiento, la soberbia y la imbecilidad de Tejedor, costó la movilización de 90.000 hombres entre ambos ejércitos, un número de muertos que nunca pudo establecerse con exactitud, pero que con certeza superó los 3.000, y 110 millones de pesos gastados sólo por Buenos Aires (y que por supuesto, pasaron a engrosar la deuda nacional). Ah, y ya nunca sería Rosario capital de la República.
En 1994, ciento catorce años después de todo aquello, a instancias de un patéticamente ridículo y mamarrachesco politicastro con veleidades de tiranuelo, ignorante, venal y corrupto -encima, del interior del país (Anillaco, La Rioja), como para aumentar la vergüenza por la iniquidad-, se agravaba aquel tremendo error de 1880, declarándose a Buenos Aires “ciudad autónoma” y convirtiéndose al país de macrocefálico en bimacrocefálico.
Un período de nada menos que siete décadas, desde 1810 hasta 1880, nos insumió a los argentinos poder al fin arribar a la creación de un Estado nacional normado por una constitución, simbolizado en una bandera y una canción patria, regido por un gobierno central que detenta el monopolio de la fuerza y ejerce su poder sobre todo el territorio de un país cuya soberanía esté formalmente aceptada por los demás estados del mundo.
Y a ciento cuarenta y un años de aquello, aún continuamos empeñados en el difícil y a menudo doloroso proceso de consolidación de una nacionalidad identificada por una cultura propia y distintiva, en la pertenencia a la cual se reconozcan todos los habitantes de un país, país este cuya soberanía sea no ya sólo formalmente aceptada; sino también real y efectivamente respetada por los demás pueblos de la tierra.
¿Lograremos los argentinos llegar a ese estadio? No desmayemos en el esfuerzo, porque después de todo, como escribió aquel poeta argentino que nunca obtuvo el Nobel: “Siempre el coraje es mejor, / la esperanza nunca es vana”.
Amén.

-Juan Carlos Serqueiros-
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REFERENCIAS DOCUMENTALES Y BIBLIOGRÁFICAS

Archivo General de la Nación, Sección Roca.
Caldas Villar, Jorge, Nueva Historia Argentina, t 3, Editorial Juan Carlos Granda, Buenos Aires, 1968.
D’Amico, Carlos, Siete años en el gobierno de la provincia de Buenos Aires, Imprenta de Jacobo Peuser, Buenos Aires, 1895, digitalizado por la Universidad de Michigan, EE.UU.
Diario La Nación, Buenos Aires, varias ediciones de 1880.
Diario La Prensa, Buenos Aires, varias ediciones de 1880.
Diario La Tribuna, Buenos Aires, varias ediciones de 1880.
Fantuzzi, Marcelo J., Fuerzas militares en la guerra civil de 1880, Sitio web Legión Italiana-Voluntarios de la Boca, Buenos Aires, 2010
Galíndez, Bartolomé, Historia política argentina. La revolución del 80, Imprenta y Casa Editora Coni, Buenos Aires, 1945.
Luna, Félix, Soy Roca, Sudamericana, Buenos Aires, 2012.
Rosa, José María, Historia Argentina, t. 8, Editorial Oriente S. A., Buenos Aires, 1974.
Sábato, Hilda, Buenos Aires en armas. La revolución de 1880, Siglo Veintiuno Editores Argentina S. A., Buenos Aires, 2008.
Semanario El Mosquito, Buenos Aires, varias ediciones de los meses de abril, mayo, junio y julio de 1880.
Semanario La Cotorra, Buenos Aires, varias ediciones de los meses de abril, mayo, junio y julio de 1880.

domingo, 4 de abril de 2021

DEMASIADOS COCINEROS







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Debo confesar que el gusto por la comida es una de mis principales características, y la descripción de los platos preparados por el cocinero de Nero Wolfe me ha procurado un gran placer y el deseo de probar sus sugerencias. Quizá por eso, me gustó especialmente "Demasiados cocineros". (Agatha Christie)

Demasiados cocineros (Too Many Cooks, en el original en inglés), escrita y editada en 1938, es una novela policial de Rex Stout (n. 01.12.1879 - m. 27.10.1975, EE.UU.) protagonizada por el personaje por él creado: Nero Wolfe
Éste es un detective de origen montenegrino radicado en Nueva York, que además de ser un genio; es un consumado gourmet, reputado como uno de los más exigentes del mundo. Vive en una sólida y espaciosa casa de piedra rojiza situada en la calle 35 Oeste, cerca del Hudson, en compañía de sus fieles empleados: su ayudante, Archie Goodwin; su cocinero, el chef alemán Fritz Brenner y su jardinero Theodore Hortsmann, y cultiva orquídeas en el invernadero de su terraza. Increíblemente gordo, antipático, excéntrico, lector empedernido y erudito, misógino, cuasi misántropo (tiene solamente un amigo, al cual ve en las contadas oportunidades en que acude a comer al restaurante que éste posee, el Rusterman), incansable bebedor de cerveza y consumidor sólo de los deliciosos platos que para él cocina su chef; no sale jamás de su casa ni modifica sus inflexibles reglas, y se vale para sus investigaciones de su asistente, que es como sus ojos, brazos y piernas.


En esta novela, Nero Wolfe se resigna a hacer una excepción en uno de sus normas más férreas: ¡accede a salir de viaje! Lo hace para dirigirse en tren al Kanawha Spa, un exclusivo hotel en un no menos exclusivo balneario de West Virginia, en el cual se realizará un encuentro de los más afamados chefs de todo el globo: Les Quinze Maîtres, al cual ha sido especialmente invitado para pronunciar un discurso referido a los aportes de la cocina americana a la cultura gastronómica mundial.
Sin embargo, el genial gordinflón no tuerce sus normas inquebrantables movido por el honor que le han dispensado; sino que va en busca de algo para él mucho más importante: en su juventud, actuando como agente al servicio de Austria en una misión en España, comió, en una humilde posada de Figueras, salchichas elaboradas por el hijo de la posadera, Jerome Berin, que le parecieron un manjar digno de los dioses. En esa oportunidad, Wolfe le pidió la receta a aquella buena señora, pero ésta le dijo que sólo su hijo la conocía, y posteriormente, la guerra le impidió regresar a España. Por eso, muchos años después de todo aquello; va ahora, en procura de esa receta (que dicho sea de paso, se ha convertido en uno de los platos más apetecidos por los gourmets: la saucisse minuit); pues el hijo de aquella posadera es hoy por hoy nada menos que uno de Les Quinze Maîtres y un ineludible referente de la haute cuisine.
Ya en el Kanawha Spa, se produce el asesinato de uno de los chefs, un sujeto con mucho (o todo) de deleznable y que era odiado por los demás, de modo que cualquiera de los otros bien podría haber sido quien le mató. Le tocará a Wolfe -mediante una investigación en la cual incluso aborda un aspecto, el racial- en la que rayan a gran altura su extraordinaria percepción y su aguda inteligencia, descubrir al homicida, lo cual, de paso; lo llevará también a obtener la receta de saucisse minuit que tanto ansía, y que no había logrado poseer antes a través de prodigar halagos y ni siquiera ofreciendo dinero.


Lamentablemente, no hay nuevas ediciones de la obra de Rex Stout, por eso, quien desee regalarse el placer de leer esta novela, deberá buscarla en las librerías de viejo o bajar el libro (si es que está en la web, lo cual ignoro) en archivo electrónico mediante algún enlace de esos tan poco seguros.
Hasta la próxima y que disfruten de su lectura. Por mi parte, precisamente lo estuve haciendo en los momentos previos a estos en los que escribo esta recomendación que me permito efectuar abusando de vuestras gentileza y paciencia.
La novela vale la pena, se los aseguro.

-Juan Carlos Serqueiros-