sábado, 14 de diciembre de 2013

LOS ESPADACHINES DE LA ELOCUENCIA





















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Como Ovidio puedo decir sin ninguna emulación al verlo pasear al señor diputado por el hermoso camino de la elocuencia: ya mis sienes comienzan a cubrirse con el color de las plumas del cisne y la alba vejez tiñe mis cabellos. (Lucio Vicente López, ministro del Interior, al diputado Osvaldo Magnasco, Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados del Congreso de la Nación, 14 de julio de 1893)


Para 1893 el gobierno del presidente Luis Sáenz Peña tenía serios problemas. Decididamente, algo en él no andaba.
El fermento revolucionario radical no había cesado -por lo contrario- con el fracaso de la revolución proyectada para el 3 de abril del año anterior (ver en este ENLACE mi artículo Yrigoyen contra Irigoyen). El país entero era un polvorín y Luis Sáenz Peña quería renunciar. Pero los autores del acuerdo entre cívicos y autonomistas (Pellegrini, Roca y Mitre) pensaban que no era el caso. Reunidos los tres con el presidente, el primero de ellos le sugirió llamar a Aristóbulo del Valle a formar un gabinete que sacara al gobierno adelante, consejo este que fue admitido por Luis Sáenz Peña. Era un modo (erróneo como quedaría a poco demostrado; porque equivalía a juntar el aceite con el agua) de conciliar el criterio esencialmente conservador del presidente, nada proclive a las mudanzas y sacudones, con la demanda popular de elecciones libres que expresaba el radicalismo. Previsiblemente, la cosa no podía funcionar y en efecto, no funcionó. Veamos:
Del Valle instaló a su amigo Lucio Vicente López (hijo de Vicente Fidel López y nieto de Vicente López y Planes, autor de nuestro himno nacional) en el ministerio del Interior, y se puso él mismo en el ministerio de Guerra. Proyectaba así hacer una revolución... pero sin revolución (por eso se la llamó la revolución desde arriba, o sea, desde el poder mismo). Pensaba que volteando los gobiernos provinciales que eran el origen y sostén de autonomistas y cívicos, es decir, roquistas-pellegrinistas y mitristas, y llamando a elecciones limpias; la agitación política se calmaría, el gobierno saldría adelante, el respeto a la constitución y las formas se guardaría, los radicales abandonarían la vía revolucionaria y todo el mundo contento...
Se tenía fe y confiaba en sus extraordinarias oratoria y elocuencia (que eran sin duda magistrales) para persuadir a quienes en el congreso se mostraran reacios. Por supuesto, no creía posible convencer a Roca y los gobernadores afectos a éste, pero pensaba que desarmando a las provincias, las situaciones -como se las llamaba- cederían a los movimientos populares, y al Zorro, privado así de apoyo; no le quedaría más remedio que resignarse.
Por eso, a instancias suyas, el ejecutivo nacional en acuerdo de ministros elaboró un decreto que disponía el desarme de los cuerpos militares de la provincia de Buenos Aires (obviamente, con el indisimulable propósito de dejar inerme al gobernador Julio Costa frente a la revolución radical que sin dudas estallaría).
El asunto empezó para el gobierno nacional bajo los mejores auspicios: al revés de lo que se presumía, el congreso aprobó el decreto el 10 de julio, tanto en diputados como en senadores. Y cuatro días más tarde el ministro del interior Lucio Vicente López, interpelado por el diputado roquista Osvaldo Magnasco (y presten atención a éste, ya verán por qué), concluyó abrazándose, luego de intercambiarse floridas frases, con el legislador de la oposición ante la cerrada ovación del público que asistía al debate. El 23 de julio hubo elecciones en Buenos Aires para senador nacional, y garantizada la limpieza de las mismas por el gobierno, que no permitió el fraude ni la violencia; triunfó Leandro Alem (que el 16 había criticado injusta y acerbamente a Del Valle, dicho sea de paso) contra el candidato del mitrismo por amplio margen. Diríase que estábamos en el país de las maravillas y el hasta allí denostado gobierno nacional pasó de objeto predilecto para el escarnio y la diatriba, a ser vivado por multitudinarias manifestaciones populares.
En las primeras horas del sábado 29 de julio estallaron revoluciones radicales en San Luis (gobernada por Jacinto Videla, cabeza de la alianza puntana entre autonomistas y mitristas) y Santa Fe (gobernada por el autonomista Juan Manuel Cafferata); y una revuelta mitrista y otra radical -si bien simultáneas; separadas e independientes entre sí-  en Buenos Aires (gobernada, como cité antes, por Julio Costa, del modernismo de Roque Sáenz Peña). La de San Luis triunfó y derrocó a Videla -que antes de ser depuesto consiguió requerir al gobierno nacional la intervención a la provincia- erigiéndose una junta revolucionaria que proclamó gobernador a Teófilo Saa. La de Santa Fe se impondría dos días después del estallido (Cafferata también alcanzó a pedir la intervención), luego de una enconada lucha en Rosario que arrojó un trágico saldo de 108 muertos, tras lo cual una junta revolucionaria designó gobernador a Mariano Candioti. Aristóbulo del Valle, en nombre del ejecutivo nacional, reconocería (¡y cómo no habría de hacerlo!, si al fin y al cabo, eran hechura -si bien más o menos indirecta- suya) ambos gobiernos revolucionarios. 
Ante esos acontecimientos, en la tarde del domingo 30 sesionó la cámara de diputados del congreso nacional. Osvaldo Magnasco llevó la voz cantante y solicitó la presencia del ministro del interior, López, para que informara sobre la situación, y éste concurrió al recinto. Su exposición fue breve: se limitó a decir que tanto Videla como Cafferata habían pedido la intervención, que Julio Costa no, y que el ejecutivo había elevado para su tratamiento en senadores un proyecto de intervención a las tres provincias. Tras esto, se levantó de su asiento y se fue. ¿Barruntaría López algo raro? Apenas dieciséis días antes se había abrazado con Magnasco; pero ahora se mostraba parco y aún distante. Lo que ocurría era que el ministro del Interior no compartía el criterio de su amigo y colega Del Valle (que era quien lo había llevado al gabinete, como consigné más arriba) de fomentar y apañar revoluciones; pero no quería que ese desacuerdo suyo se trasluciera (que no se trasluciera... raro en alguien que se llamaba precisamente Lucio, es decir, luminoso; pero a la vez, explicable: la revolución desde arriba tenía una grave fisura en su línea de flotación). Ni bien se retiró López; Magnasco mocionó en el sentido de la intervención a San Luis y Santa Fe, pero no para reconocer a los gobiernos revolucionarios sino para restablecer a Videla en la primera y sostener a Cafferata (que aún no había caído) en la segunda, moción esta que muy bien fundamentada con frases de corte exquisito por el autor de la misma (que era un eximio orador, por otra parte), fue votada y aprobada.
Era todo lo contrario a lo que quería Del Valle, quien desde la casa de gobierno seguía atentamente lo que pasaba en diputados. Inmediatamente de conocer el resultado de la votación, dispuso pedir al senado el tratamiento urgente del proyecto de intervención a las tres provincias que había enviado, y el cuerpo se reunió esa misma noche. Una numerosa barra asistió al debate y al recinto concurrió todo el gabinete. La noche del 30 de julio de 1893 marcó uno de los grandes momentos en la vida de ese ilustre tribuno que fue el doctor Aristóbulo del Valle: con soberbia elocuencia y argumentación impecable dignas de Cicerón, demostró la necesidad insoslayable de las intervenciones que pedía y propugnaba, y demolió las objeciones de sus adversarios políticos:

¿Hay motivos para la revolución? Eso no se pregunta cuando los hechos hablan con elocuencia... Buenos Aires está gobernada en condiciones irregulares, es una situación enferma... ¿Qué frutos se habrían recogido de los esfuerzos del pueblo, del gobierno, de los sacrificios consumados y de los que en este momento se hacen, si limitáramos nuestra acción a restablecer o mantener la autoridad del gobierno de la provincia de Buenos Aires derrocado o amenazado? El poder ejecutivo de la República iría a arrancarle a su gobierno hasta el último fusil que tuviera en sus manos dejándolo inerme ante las fuerzas revolucionarias... Diez o doce años gobernada por el mismo partido... eso basta para explicar la descomposición política de la provincia de Santa Fe... ¡Hay más que un derecho político; hay un derecho civil lastimado! He aceptado con los señores ministros un puesto de lucha en una situación azarosa y difícil para la República, porque he creído que enceguecidos marchamos a un abismo. Porque la crisis del presidente habría sido la crisis del vicepresidente, y sobre estas crisis sucesivas no habría sino sangre, fuego, humo y ruinas.

La retórica de Del Valle logró lo que parecía a priori un imposible. Sus palabras calaron tan hondo, que seis de los senadores autonomistas modificaron el criterio -opuesto, claro- que originalmente sustentaban y terminaron por votar favorablemente el proyecto que resultó aprobado en la madrugada del lunes 31 por nueve contra ocho. Pero restaba aún que lo tratasen en diputados, y allí... estaba Magnasco.
Si la oratoria de Del Valle era magistral; la de Magnasco no era menos brillante: sus frases, siempre rotundas y acompañadas de estudiados y escogidos efectos teatrales y de un nutrido bagaje gestual, resonaban en quienes le oían como latigazos sentenciosos.
El martes 1 de agosto la cámara de diputados abordó la cuestión, también con la presencia de Del Valle y el resto del gabinete. Magnasco acertó con el lenguaje justo para utilizar con esos legisladores que distaban muy poco de asumirse a sí mismos como réprobos:

Ya sé que los señores ministros traen en sus labios la palabra que halaga el sentimiento de las muchedumbres, ya sé que vienen con el programa pomposo de la regeneración política que en su lenguaje no significa reforma racional y paulatina sino expulsión en masa y derrocamiento a sangre y fuego, ya sé que vienen cobijados con el lábaro siempre simpático de la regeneración. Me llevan todas las ventajas... ellos son los nuevos Cristos de la redención argentina y yo la cabeza de turco de todos los odios, todos los rencores y todas las iras... Me sería tan fácil hacerme popular y simpático si tuviera ¡caramba! el coraje y la fuerza de quebrantar mis convicciones y torcer lo que tengo aquí dentro: el coraje y la fuerza.

Lapidario. Eran las palabras apropiadas para esas personas y esas circunstancias, el contraste entre una postura quizá cínica pero realista y una más grata al corazón, sin duda más ética pero tal vez romántica. Y es sabido: política electoral y romanticismo se excluyen mutuamente. Sometido el asunto a votación, el proyecto fue rechazado por 39 a 22. Fue el principio del fin de la revolución desde arriba.
No obstante la derrota, Del Valle tendría revancha; porque a todo esto, una crecida multitud se había congregado en la plaza de Mayo y lo acompañó en el corto trayecto hasta la casa de gobierno (recordemos que era 1893 y que el congreso no estaba donde está hoy sino que se situaba en la esquina de las calles Balcarce y de la Victoria -la actual Hipólito Yrigoyen-, con entrada por Balcarce 139). Llegado a la Rosada, salió a un balcón y dijo:

Si el congreso nacional ha resuelto que no haya intervenciones, ¡no ha podido ni podrá resolver que no haya libertades! La resolución del congreso se cumplirá, pero el poder ejecutivo tiene también facultades constitucionales y ha de usar de ellas para arrancar hasta el último fusil que quede en las manos de los gobiernos que quieran oprimir a los pueblos.

Fue ovacionado hasta el delirio. A los pocos días, el 12 de agosto, renunció al ministerio junto con el resto del gabinete. Tres años después, murió.
Lucio Vicente López fue designado por el presidente Luis Sáenz Peña interventor de la provincia de Buenos Aires. Moriría el 29 de diciembre de 1894 de resultas de un balazo en el abdomen  que recibió en un duelo con el coronel Carlos Sarmiento. 
Osvaldo Magnasco sería nombrado en 1898 ministro de Justicia e Instrucción Pública por el presidente Julio A. Roca. Desde ese cargo propugnó un proyecto de reforma de la enseñanza secundaria que sería rechazado (eso será materia de un próximo artículo mío). En una acción miserable, el diario de Mitre, La Nación, lo hizo objeto de un ataque feroz y despiadado, no sólo pidiendo su renuncia sino además ofendiendo su honor y llegando incluso a la aberración de instigar manifestaciones públicas en su contra. Magnasco, que no era de los que se arrean con el poncho, se burló de Mitre llamándolo "Divus Bartolus", y Roca (que había hecho una alianza con el mitrismo) le pidió la renuncia en junio de 1901. Retirado de la política, se dedicó a la docencia universitaria. Murió en Temperley, provincia de Buenos Aires, el 4 de mayo de 1920.
En fin, otros hombres y otros tiempos; tiempos en los que el arte de la elocuencia era la moneda corriente y la facundia el denominador común. 

-Juan Carlos Serqueiros-