domingo, 16 de noviembre de 2014

ÁNGELA DE OLIVEIRA CÉZAR DIANA DE COSTA: EL NOBEL QUE NO FUE








































Escribe: Juan Carlos Serqueiros


Y tenga fe que de Ud. se ha de decir en el futuro: "hizo la estatua del Cristo de los Andes", como dijo Jesús a uno de sus discípulos que le preguntó si Salomón se salvaría: “hizo el templo del Señor". (Julio A. Roca en carta a Ángela de Oliveira Cézar Diana de Costa, 1904) 


La eventualidad de una guerra con Chile se diluyó en 1902 con la celebración de los llamados Pactos de Mayo. La cuestión suscitada en torno a los mismos significó por entonces (y representa aún) un clivaje en nuestra historiografía. 
No diré que el mismo sea tan notable como las disociaciones más profundas, por ejemplo, las habidas entre directoriales y artiguistas, y entre unitarios y federales, no; pero sí creo que es nítidamente perceptible una disyunción al momento de analizar y evaluar ya sea de manera positiva o negativa, las figuras históricas de la época, y también al de situarse los historiadores en alguna de las corrientes interpretativas de nuestro pasado.
A fines de la década de 1890 se creía que la guerra sobrevendría indefectiblemente, a punto tal se creía, que Pellegrini renunció a sus aspiraciones presidenciales en favor de las de Roca. Fue el suyo un gesto de realismo político: había consenso generalizado acerca de que el genio de estadista del Zorro y su innegable habilidad en lo militar conducirían al país a una paz honorable o, si a pesar de sus esfuerzos el conflicto bélico se desataba de todos modos; al triunfo de nuestras armas. "Buscaré por todos los medios una solución conciliadora, pero si no es dado una paz honrosa; sabré afrontar la situación cualquiera que fuese", declaró éste en 1901. El quiebre de la sociedad política Roca-Pellegrini a partir de la situación creada en torno al proyecto de unificación de la deuda externa (click en este ENLACE para acceder a mi artículo relativo al asunto) llevó a que el acercamiento entre el primero y Mitre se estrechara, y a que el presidente (quien por diciembre de 1901 se aprestaba ya ostensiblemente para la guerra: había firmado el decreto movilizando las reservas y en el Congreso se trataba y aprobaba la ley de servicio militar obligatorio) hiciera una nueva tentativa en pro de la paz, designando ministro en Chile a José Antonio el petiso Terry. No era ese un hecho de menor cuantía, sino todo un símbolo en sí mismo: el nombrado sustentaba la tesis de que si la Argentina accedía a darle a Chile la certeza de que no intervendría en sus cuestiones con Perú y Bolivia; el país trasandino se comprometería a su vez a detener la carrera armamentista y a someter a arbitraje todo litigio limítrofe surgido o por surgir.
En la opinión pública, y de suyo, en la clase política toda, las opiniones estuvieron divididas y el debate fue intenso y apasionado. Por un lado, los "belicistas" más notorios: Roque Sáenz Peña, Indalecio Gómez y Estanislao Zeballos entre ellos, con el diario La Prensa; y por el otro, los conspicuos "pacifistas": Bartolomé y Emilio Mitre, Norberto Quirno Costa (quien era, a la sazón, vicepresidente de la República) y Luis María Drago entre ellos, con el diario La Nación, llevaban públicamente la voz cantante de una y otra postura. En julio de 1902, el Congreso finalmente aprobó los Pactos de Mayo que se constituyeron en el primer tratado de limitación de armamentos de la historia universal. Nada menos.
¿Fueron beneficiosos para nuestro país o por lo contrario; tendríamos que reputarlos como inicuos? Por mi parte, debo confesar que tengo al respecto sensaciones encontradas y que mi corazón me impulsa en un sentido y mi cerebro me indica el opuesto, así es que dada mi índole, me inclino a seguir al primero: mis simpatías están, pues, con los belicistas opositores a los pactos. No obstante ello, en obsequio a la verdad histórica y a la estricta observancia de la honestidad intelectual a la que me atengo, debo admitir un hecho incontrastable: el tiempo se encargó de evidenciar que la razón estuvo de parte de los pacifistas, porque la paz que no lograron mantener los europeos al rechazar Francia y Alemania en 1898 la iniciativa de limitación de armamentos y arbitraje obligatorio emanada de Nicolás II, zar de Rusia, y continuar en la carrera armamentista que desembocaría en la Primera Guerra Mundial; sí pudo en cambio hacerse realidad efectiva en Iberoamérica cuando Argentina y Chile a través de sus presidentes Roca y Riesco y sus ministros Terry y Vergara Donoso atinaron, en 1902, a desactivar la posibilidad de un conflicto armado. 
Aunque también hay que decir que aquella paz que por entonces se calificó de "permanente" no fue tal, sino que duró ochenta años, hasta que los chilenos volvieron a las andadas en 1982 en injustificable, oprobiosa y repudiable alianza con Inglaterra; lo cual viene a significar que quienes bregaron por los Pactos de Mayo estuvieron acertados, sí, pero en aquel momento (que en definitiva y a los efectos de lo que estamos tratando, es lo que importa, desde luego; y sin perjuicio de ello, lo que apunto sirve al menos para que a usted, estimado lector, no le extrañen mi malquerencia y desafecto hacia un vecino que nos debe hasta su independencia e invariablemente se ha mostrado desagradecido, hostil y traicionero). 
Bien, dicho esto, retomo la ilación: en 1900, el obispo de San Juan de Cuyo, fray Marcolino del Carmelo Benavente, había expresado su intención de materializar la exhortación que el papa León XIII había expresado en una encíclica, mandando erigir una colosal estatua de Cristo Redentor la cual habría de emplazarse en "uno de los picos cercanos a Puente del Inca", en la cordillera de los Andes. Se juntaron los fondos por suscripción pública y se adjudicó la obra al artista Mateo Alonso, quien la hizo fundir en bronce. Alta de 7 metros, estaba terminada en febrero de 1903 y se la exhibía en el colegio dominico Lacordaire, de Buenos Aires. Y fue a partir de entonces que entró a tallar Ángela de Oliveira Cézar Diana.
Tanto ella como su marido, Pascual Costa, mantenían una añeja amistad con el presidente Roca, relación esta íntima a punto tal que eran, ambos, los confidentes y celestinos del affaire amoroso entre éste y Guillermina, hermana de Ángela y esposa de Eduardo Wilde (click en este ENLACE para acceder a mi artículo al respecto). Ángela había concebido la idea de que el Cristo Redentor se colocara en la "cumbre de los Andes" como monumento erigido a la paz entre Argentina y Chile y se la transmitió a Roca, quien la aceptó y apoyó; a fray Marcolino Benavente, quien prestó asimismo su conformidad; y a los integrantes de la delegación chilena que por entonces (Semana de Mayo de 1903) había llegado a Buenos Aires, los cuales también se mostraron complacidos y entusiasmados con la iniciativa. 
De ahí en más, la actividad de Ángela para llevarla adelante fue febril: consiguió, a través de suscripciones públicas, el dinero necesario para el traslado de la estatua (desmontada y en piezas) en tren hasta Las Cuevas y desde allí a lomo de mula hasta el punto en que sería rearmada y ubicada sobre un pedestal de granito de 6 metros de altura. Hubo de vencer mil escollos, entre los cuales estaban los que le ponía el propio José Antonio Terry, quien buscaba arrebatarle el protagonismo principal que había adquirido. Hubieron desde el principio desinteligencias entre ambos y el ministro hizo todo lo que pudo para eclipsar a Ángela; si bien es justo consignar también que ésta no colaboraba mucho para minimizarlas; así fue que se desató entre ellos una verdadera lucha de egos. Por ejemplo, a la buena señora se le ocurrió que debía colocarse en la base de la estatua una placa alegórica, la cual mandó a hacer con el escultor Mateo Alonso, quien la fundió en los talleres del Arsenal de Guerra. La misma representa un libro abierto en cuyas páginas se abrazan dos mujeres vestidas al uso antiguo grecorromano, y al pie una inscripción en latín, extraída de la Biblia: "Ipse est enim pax nostra qui facit utraque unum":


Ángela le había pedido al artista que los rostros de las mujeres de la placa se hicieran, uno, figurando el de la primera dama chilena, es decir, la esposa del presidente Germán Riesco; y el otro... el de ella misma. En cuanto se enteró, Terry armó un escándalo de proporciones y se opuso terminantemente a la colocación de la placa, algunos dijeron que debido a los celos de su mujer, Leonor Quirno Costa y otros afirmaron que fue porque ello originó un entredicho diplomático con los chilenos, a quienes no les había caído bien la cosa. Ángela, exasperada, le escribió a Roca pidiéndole que se interesara personalmente en el asunto y le ordenara a Terry sobre la placa, y lógicamente, el Zorro no podía (ni era su estilo, por otra parte) aparecer avasallando a un ministro por algo nimio; así que tuvo que hacer malabares para tranquilizar a Ángela y a la par, evitar que Terry renunciara, provocando una crisis de gabinete.
Al respecto, es muy ilustrativa la correspondencia entre el presidente y su amiga, la cual obra en el Archivo Roca y se transcribe en el libro de Carmen Peers Costa de Perkins (nieta de Ángela) El joven siglo. Cartas de Roca y Wilde, cuya lectura recomiendo.
Es llamativo que Terry armara una cuestión de estado por algo tan trivial y no haya percibido que lo de Ángela en la placa no obedecía a un mero afán de figurar. Nuestro país no tenía primera dama cuyo rostro pudiera aparecer en ella, porque el presidente era viudo. Y desde luego, dado lo clandestino de la relación de Roca con Guillermina, tampoco podía ser el de ésta; de modo que Ángela optó por lo que hubiera hecho cualquier otra mujer en su caso y en aquellas circunstancias: la solución romántica de pedirle al artista que figurase en el bronce el rostro de ella misma, sintiendo en su corazón que así representaba al de su propia hermana. Todo hombre medianamente vivido se hubiera dado cuenta de eso, pero el acartonado Terry no; porque era muy docto en cuestiones financieras, pero tenía menos calle que Venecia.
El 13 de marzo de 1904 se inauguró el Cristo Redentor emplazado en el Paso de Uspallata, sobre una pequeña meseta de la Cumbre del Bermejo, a 3.854 msnm. Terry, para perjudicar a Ángela, había dispuesto que se excluyera a las damas de la ceremonia de descubrir la estatua. 
No logró su cometido, porque ella escribió y editó con gran suceso su libro El Cristo de los Andes, fundó la Sociedad Sudamericana de Paz Universal y obtuvo abundantes reconocimientos en todo el mundo, entre ellos el del zar de Rusia, Nicolás II; el de la reina Guillermina de Holanda, el del papa Pío X y el del filántropo Andrew Carnegie (quien además pidió y consiguió en 1913 que se instalara una réplica del Cristo Redentor de los Andes en el Palacio de la Paz de La Haya).


Candidata al Nobel en 1904 y 1911, con manifiesta injusticia no le fue conferido dicho premio a pesar de sus largos e innegables merecimientos. En la dimensión en que se encuentre, Ángela se consolará seguramente al comprobar que después de todo, no valía la pena amargarse por no haber logrado una distinción que sí le fuera otorgada a sujetos de la calaña de Kissinger y Obama.
Amén.

-Juan Carlos Serqueiros-