sábado, 24 de febrero de 2024

ECOS






































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Hoy, vaya uno a saber por qué, me dio por recordar. Vivíamos en Rosario, en el barrio Nuestra Señora de la Guardia, en una casa situada en el pasaje Turín al 46 (más precisamente, en el número 4626, pero los rosarinos no decimos “al cuatro mil seiscientos”; decimos “al cuarenta y seis”), alquilada a través de la inmobiliaria González Theyler. Era de esas llamadas chorizo, con las habitaciones (dos: el dormitorio de mis viejos, y otro que ocupábamos mi hermana y yo), el comedor (que no se usaba como tal; sino que oficiaba de dormitorio de mi abuela paterna, que había venido de Guaminí y vivió siempre con nosotros desde poco después que se casaran mis padres), y la cocina (que además, era donde comíamos, nos reuníamos y discurría la mayor parte de la vida familiar), todo dando a una galería techada de zinc. En el patio había un limonero, un naranjo y un pomelo, del que mi papá nos había colgado una hamaca. Y allá al fondo, el horno de barro y ladrillo, el baño y el “lavadero” (pretencioso lavadero… que se circunscribía a la pileta de lavar la ropa).
Para los 25 de Mayo o 9 de Julio, solía caer mi abuelo materno, don Bartolo, que en su chatita Pontiac modelo 1929 se venía a Rosario desde su chacra ubicada entre Carcarañá y Cañada de Gómez, trayendo un lechón destinado, el pobre bicho, a ser facturado para la fecha patria.
Yo lo odiaba al viejo. Era cabrero, áspero, flaco como una alfajía, muy alto (más de 1,90 m), rubio casi albino, con ojos de un celeste desvaído, y malo como una yarará. Era un déspota, un tirano. Jamás lo vi enternecerse por nada y nunca lo oí reír. Había nacido en San Antonio de Areco y se llamaba Bartolomé por ese funesto personaje que fue Mitre (porque su padre, esto es, mi bisabuelo —a quien no llegué a conocer—, era un gaucho —probablemente matón de comité— ardorosamente mitrista). Había hecho sólo la primaria (y claro, ¿o qué otra educación podía tener alguien en las zonas rurales que no fuera la de la sacrosanta escuela pública de la ley 1420), pero se conocía al dedillo la "historia" argentina, es decir, ese relato fabulado ora por Mitre, ora por Vicente Fidel López, con ángeles celestes y demonios colorados. El muy bruto era fanáticamente antirrosista (ignorando él mismo por qué lo era, ya que no tenía la más pálida idea de cómo había sido el gobierno de Rosas porque nunca leyó más libros que el manual de la escuela), y a mi hermana y a mí nos llamaba “chinita” y "chinito", respectivamente, porque cuando hacíamos algo que a él no le gustaba (o sea, todo, fuera lo que fuese), el viejo decía que éramos, o una “china” —si la “culpable” era mi hermana— o un “chino” —si era yo— “mazorquera/o". En sus años mozos había sido arriero y todos los oficios del campo los ejercía a la perfección: arar, sembrar, cosechar, emparvar, plantar los postes y alambrar, reparar la bomba de agua, esquilar, juntar las vacas, carnear, en fin... todo. En uno de sus tantos viajes como tropero, la conoció en Casilda a mi abuela materna, doña Victoria, y después que se casaron, se fueron a vivir a una chacra que alquilaron y que estaba situada entre Carcarañá y Cañada de Gómez. O sea que el viejo era lo que llaman mediero: alquilaba un campo, lo laboraba de sol a sol e iban a medias con el dueño del mismo en el producido de la cosecha. Tuvieron nueve hijos, entre ellos, mi mamá.
Y sí, don Bartolo era, sin más vueltas y me quedo corto, un viejo hijo de puta, desalmado y helado, incapaz de un sentimiento o una "blandura". Mirá, para que te des una idea de los puntos que calzaba, el día que nació mi mamá, el viejo fue al pueblo en sulky a buscar a la partera, y cuando llegó de vuelta a la chacra, al caballo, seguramente por el esfuerzo desmedido y la sudada, le dio un pasmo y murió. Después del parto, cuando el viejo supo que había nacido nena, dijo: "la puta que lo parió vida perra: pa' que nazca una chancleta hube de perder un caballo". Y una vez, mató una yegua de una trompada en la cabeza del pobre animal, so pretexto de que era “mañera y no obedecía”. Un bárbaro en toda la línea. Y de temer, realmente, porque era capaz de las peores abyecciones.
Se levantaba a las 4:30 hs. de la mañana. Hiciera calor, frío, lloviera, granizara o helara; el muy maldito se levantaba a esa hora porque era una bestia de trabajo que no tuvo un solo día de descanso en toda su larga vida (tan de mierda como él mismo). Desayunaba embuchándose dos o tres tazas (en verdad, jarros enlozados) de café con leche, con jamón, panceta, huevos fritos, salame, queso, pan, manteca y dulce de zapallo. Y a las 5, entreabría la puerta del dormitorio de mis padres y le decía a mi mamá, con voz que él creía bajita pero que se escuchaba a una cuadra: "—Levantate m'hija, y tomemos unos mates. No te me demorés, que no quiero que se me haga tarde; tengo que dir pa' la quinta" (la quinta era efectivamente eso: una quinta de un par de hectáreas que quedaba a unas cuadras de nuestra casa, para el lado del Tiro Suizo, donde mi mamá compraba las verduras para toda la semana, porque éramos pobres y allí costaban menos de la mitad que en la verdulería del barrio). Y seguía el viejo con su exasperante cantinela: “—¡No hagás ruidaje m'hija!, que se van a despertar ese muchacho (ese muchacho era mi papá) y la chinita y el chinito (que como consigné antes, éramos mi hermana y yo). —Dejalos que duerman un rato más, porque no son criollos como nosotros; ellos son puebleros" (en la escala con que él mensuraba los valores, la virtud era exclusiva de la gente de campo; mientras que los citadinos estábamos irremisiblemente sumidos en la molicie y éramos portadores de todos los vicios). "No hagás ruidaje", le decía a mi mamá... ¡cuando el que entraba al dormitorio —y encima, sin golpear— “hablaba” a los gritos y despertaba no sólo a los de la casa sino a toda la cuadra; era él!
No tomaba vino, porque decía que eso era “cosa ‘e gauchos vagos, flojos y borrachos”, y el único “gusto” que se daba era el de, una vez terminada la cosecha y vendido el trigo o el maíz, empinarse una copita (siempre una y sólo una) de caña en el boliche del pueblo y jugarse un truco con los parroquianos (que nunca supe si de verdad lo apreciaban o era que le tenían miedo, pero me inclino a inferir lo segundo).
Nunca lo vi ataviado de otro modo que no fuese con bombacha negra (o, a lo sumo, “bataraza”, es decir, pied de poule), camisa blanca (siempre de una blancura inmaculada —quizá para disimular la oscuridad de su alma— y cuidadosamente planchada, porque era pulquérrimo en el vestir), pañuelo negro al cuello, corralera, y si hacía mucho frío; un poncho. Sombrero, negro también, de ala ancha. Calzaba invariablemente alpargatas. Sostenía entre los labios su sempiterno Fontanares sin filtro, y llevaba, colgando del cinto, el infaltable rebenque. ¿Para qué carajo quería rebenque el viejo tirano, si estaba en la ciudad y no tenía su caballo? Lo entendí mucho después: era el símbolo fálico de su autoridad, una suerte de "guarda conmigo, eh, mirá que de mínima, te cago a rebencazos". Un machirulo de aquellos, bah, para quien sus seis hijas mujeres eran sirvientas a las mandaba hacer cualquier tarea campera, por pesada que fuere; mientras que a sus tres hijos varones también los hacía atender por ellas.
En fin… podría escribir varios tomos sobre las miserias y atrocidades de aquel personaje al que odié intensa y obstinadamente durante mi niñez, mi adolescencia y mi juventud.
Pero un buen día, súbitamente, adquirí consciencia y dejé de odiarlo. Y es que aconteció en mi vida algo (un hecho cuyos pormenores y circunstancias prefiero callar) que me condujo a darme cuenta —¡con horror, espanto, vergüenza… y al fin, claridad!— que después de todo; había en mí mismo mucho de aquel viejo hijo de puta. Y entonces ya no pude odiarlo. Ojo al piojo: tampoco es que se me dio por quererlo, eh, en absoluto; fue simplemente que tras el entendimiento, reemplacé odio por conmiseración. Sólo eso.
Me había liberado de la carga insoportable del odio, pero en cambio; comencé a experimentar la culpa de reconocerme en él, de verme reflejado en su espejo. El recuerdo de aquel terrible viejo mal parido pasó a ser para mí como el retrato de Dorian Gray. Muchos años anduve con ese entripado que me atormentaba.
Hasta que una noche en que me hallaba escribiendo un artículo sobre aquel aberrante suceso histórico llamado Masacre de Napalpí, le dije a Gabriela, mi esposa: “—¿Sabés qué? De los documentos surge inequívocamente que aquella infamia no la perpetraron solamente el gobernador Centeno y sus esbirros, sino que también participó el pueblo (o al menos, parte de él) del Chaco. Nos demostramos incapaces siquiera de imponerles a esos inmigrantes, masa famélica y esforzada que vino huyendo de las guerras y hambrunas, el respeto a nuestra propia constitución. Y hasta les toleramos que se negaran a que sus hijos compartieran con los niños indios la educación que se impartía en la escuela pública… ¡que encima, era costeada por el Estado de nuestra propia nación! Siento la misma indignación que me provocaba escucharlo al viejo don Bartolo denigrando a sus peones llamándolos 'gauchos vagos', 'negros de mierda' y otras lindezas por el estilo. Y la misma que siento cuando pienso en que la mayoría votó en 2015 al psicópata perduellis Macri y en 2023 al psicótico incestuoso con delirio mesiánico Milei”.
Gabriela me respondió: “—Uno se explica muchas cosas conociendo la historia, sobre todo; cuando uno madura y hace revisionismo. La psicología es revisionismo individual, porque de todo lo vivido vienen los defectos y las virtudes que supimos repetir, elaborar o conseguir. Algunas personas repiten ciegas, y otras, gracias a actos, destellos o trabajo de consciencia, cambian y mejoran sus destinos, sus vidas y las de sus hijos. No todo el mundo se aviene a tomar consciencia de que mucho de lo que nos quejamos de nuestros viejos tiene un origen, y que a su vez; eso tiene ramificaciones o consecuencias en nosotros. Una madre fría, por ejemplo, no necesariamente deja frialdad; puede dejar también avidez o extrema dependencia. Algunos calcan, otros reaccionan por la contraria, otros... Lo que hacemos con la herencia sin elaborar, son nudos. Y sin darnos cuenta, repetimos lo que queríamos evitar. Tal como le pasó al país. Casi totalmente inconsciente de lo que Macri y Milei son capaces de hacer. Nadie los votó tomando en cuenta que el síntoma es el retorno de lo reprimido. Pero lo es. Volvimos a donde quisimos dejar de volver. Así pasa con nuestras vidas”.
Touché. Claro, conciso, duro y directo al corazón. Me quedé horas reflexionando sobre esas palabras que me dijo. Fue entonces que al fin comprendí. Comprendí a mi abuelo (a quien ya había dejado de odiar hacía tiempo), a mi pueblo y… a mí mismo. Y pude sacarme de encima la culpa. Y te aseguro que eso… no es poco.

-Juan Carlos Serqueiros-

Imagen: Toshihiko Okuya, “About My Grandfather (Acerca de mi abuelo)”.