viernes, 30 de septiembre de 2016

BERNARDO DE IRIGOYEN, EL HOMBRE DE ESTADO. PRIMERA PARTE: LA ENVIDIA Y EL ODIO DE LOS MISERABLES







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

En veinte años de vida profesional activa, defendiendo pleitos en que se interponían intereses valiosos y a veces pasiones políticas, no he recibido ni he dirigido una palabra injuriosa, no he tenido incidente alguno estrepitoso, ni me he empeñado jamás con juez ni  funcionario alguno en favor de las causas que he defendido. (Bernardo de Irigoyen)

En sitial destacadísimo entre los más preclaros e insignes estadistas que ha dado nuestro país, está, sin dudas ni quizás, el ilustre Bernardo de Irigoyen, exitoso empresario rural, eximio jurista, finísimo diplomático y geopolítico de extraordinarias sagacidad y firmeza puestas al servicio de los supremos intereses de la nación, celoso y eficaz guardián de los límites de nuestra República y defensor inclaudicable de nuestra soberanía.

En el seno  de una encumbrada familia de vasca prosapia, del matrimonio integrado por Fermín Francisco Irigoyen Calderón y María Loreto Bustamante de la Colina nació en Buenos Aires el 18 de diciembre de 1822, Bernardo Fermín Matías José María de los Dolores Irigoyen Bustamante.
Estaría llamado a altos destinos como uno de los más prominentes hombres civiles que hayamos tenido por estas tierras: oficial de la Legación Argentina en Chile designado por Rosas, vocal del Consejo de Estado de Urquiza y comisionado por éste ante los gobiernos provinciales, legislador provincial, procurador del Tesoro en la presidencia de Sarmiento, diputado nacional, ministro de Hacienda, de Relaciones Exteriores y del Interior del presidente Avellaneda, ministro de Relaciones Exteriores y del Interior del presidente Roca, candidato él mismo a presidente de la República en tres oportunidades: 1880, 1886 y 1892, senador nacional y gobernador de la provincia de Buenos Aires.
El 8 de febrero de 1843, Manuelita Rosas dio una fiesta en el caserón situado en la esquina de las calles Moreno y Bolívar, donde vivía junto a su padre.



Entre los invitados se contaba Bernardo de Irigoyen, promisorio joven de 20 años y exponente de la mejor sociedad porteña, quien le llevó un obsequio consistente en un álbum de tapas forradas en terciopelo rojo punzó con un Cupido exquisitamente bordado en oro y plata, en cuyo interior se incluían un poema de su propia autoría y la partitura de la música que le había compuesto Juan Pedro Esnaola, titulado Canción Federal: El rebelde a la marcha gloriosa / Del gran Rosas se quiere oponer, / Y en el Monte, San Cala y Mendoza, / El gran Rosas lo vuelve a vencer. / Allí encuentra el malvado su tumba, / El valiente argentino su gloria, / Y en los ecos del mundo retumba: / ¡Unitarios mancharon la historia!


Seguramente, lejos estuvo Irigoyen de imaginar que aquellos versos juveniles de exaltado rosismo, habrían de convertirse, transcurrido el tiempo, en una cruz que debió cargar durante todo lo que le quedase de vida.
Ese mismo año, concluyó sus estudios de derecho, y al siguiente, Rosas, a través de su ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Arana, lo designó oficial de la legación argentina en Santiago de Chile, la cual estaría a cargo de Baldomero García, a la sazón, nombrado ministro plenipotenciario. El joven Irigoyen pidió ser dispensado de tal puesto, alegando que le quedaba todavía por cumplimentar el resto del período de práctica forense en la Academia de Jurisprudencia (el cual ya había iniciado y más aún; se desempeñaba como prosecretario de dicha institución) que se exigía como requisito obligatorio para poder ejercer la abogacía; pero Arana denegó tal petición, y así, el 1 de diciembre debió partir hacia Chile.
La misión García-Irigoyen perseguía los objetivos de reclamar por la ocupación indebida del estrecho de Magallanes (el asentamiento de un fuerte en el sitio donde Pedro Sarmiento de Gamboa había fundado en 1584 la ciudad Rey Don Felipe), y por la actitud permisiva, complaciente y aún alentadora de las autoridades chilenas hacia los emigrados argentinos (Sarmiento, Alberdi, Gutiérrez, etc.) que atacaban al gobierno de la Confederación en la prensa trasandina (subvencionada oficialmente, dicho sea de paso), lo cual era manifiestamente violatorio de las normas que enmarcaban el derecho de asilo.
Rosas, ni bien se anotició de la ocupación chilena, encargó a Pedro de Angelis y Dalmacio Vélez Sarsfield el estudio del problema del estrecho, y también informó a la legislatura de Buenos Aires acerca de la acción de los emigrados: “La conducta de los salvajes enemigos de la Confederación refugiados en aquel Estado, es contraria a las reglas internacionales del asilo. El Gobierno se complace en anunciaros que ya se ha entablado una correspondencia entre el Gobierno de Chile y el Ministro argentino sobre los objetos importantes de la misión”.
García e Irigoyen llegaron a Chile en abril de 1845, y su misión duró exactamente un año.
La misma no tuvo incidencia en la cuestión del estrecho -como por supuesto, ya había previsto Rosas (que no olvidaba que había sido el gobierno trasandino el que había armado al Chacho Peñaloza y a Martín Yanzón para que invadieran San Juan y La Rioja, y que sólo esperaba desembarazarse del conflicto con Inglaterra y Francia, para inmediatamente abocarse a cobrárselas a los chilenos y ponerlos en caja de una vez por todas)-, porque García era miedoso e insistía constantemente ante Rosas para que se lo relevara del puesto; pero sí alcanzó un notable éxito en lo atinente a la prensa chilena, la cual modificó su actitud. Y hasta Sarmiento tuvo que darse por vencido e irse (a expensas del estado chileno, desde luego; porque su amigo, mentor, protector y valedor, el ministro Manuel Montt, lo mandó Europa, África y Estados Unidos).
¿Habrán apelado García e Irigoyen a esos fondos de reptiles que solía emplear el Restaurador para captar plumas y voluntades? De la contabilidad puntillosa y severísima de la administración rosista, no surge tal cosa; pero…
La actuación de Irigoyen en Chile fue impecable, no sólo en lo atinente a su misión específica, sino además; hasta sirviendo a muchísimos emigrados argentinos en todo cuanto estuviera a su alcance.
En abril de 1846, Rosas le indicó que pasara a Mendoza con el archivo de la legación, y esperara allí al nuevo ministro que había designado en sustitución del quejoso y timorato García: Miguel Otero, ex gobernador de Salta [“… un señor Otero de Salta, que está nombrado enviado extraordinario a Chile, i a quien Rosas ímprobo en nota oficial usar de la ‘i’ latina en los casos que su gobierno usaba de la ‘y’ griega ¡ordenándole abstenerse en adelante de incurrir en desliz tan imperdonable!” (sic), escribía en 1850 Sarmiento en Recuerdos de provincia]. Pero Otero no viajó, e Irigoyen debió permanecer en Mendoza hasta fines de 1850.
En esos años, además de fundar, por disposición de Rosas, el periódico La Ilustración Argentina para contrarrestar la prédica y los ataques que venían desde Chile; neutralizó la intención brasilera de azuzar el encono trasandino hacia nuestro país, y como representante del jefe de la Confederación Argentina, gravitó decisivamente en la política cuyana, siendo respetado y estimado por todos, rosistas y antirrosistas, a punto tal, que estos últimos hasta manifestaron -con nada menos que Tomás Godoy Cruz a la cabeza- su complacencia para con él, proponiéndolo para gobernador.
El 12 de octubre de 1850, contrajo matrimonio con una dama de la sociedad mendocina: Carmen Olascoaga Giadas, tras lo cual, a fines de ese año, regresó a Buenos Aires para desempeñarse en el ministerio de Relaciones Exteriores, el cual seguía a cargo de Arana. En enero de 1851, Rosas lo recibió en audiencia para que le transmitiese todo lo actuado en Santiago y en Cuyo y para tratar con él de la cuestión con Chile.
Se dijo que Rosas, inducido por personas de su gobierno y cercanas a él, estaba muy disgustado por la participación de Irigoyen en la política sanjuanina, y que debido a ello, había ordenado que éste volviera a Buenos Aires.
No hubo nada de eso ni fueron así las cosas. El Restaurador jamás permitió que alguien, sea quien fuese, influyera en sus decisiones. El regreso a Buenos Aires había sido solicitado por el propio Irigoyen -cuya madre había fallecido durante su larga ausencia, dicho sea de paso-, quien además; en sus apuntes consignó inequívocamente que Rosas -“siendo esa la primera vez que conversé con él”, escribió- lo había recibido “con atención y urbanidad”, y narró también los temas sobre los cuales trataron e incluso contó cómo se sorprendió ante la vastedad de conocimientos que evidenciaba don Juan Manuel tanto en lo relativo al asunto del estrecho, como en lo que respecta a la calibración exacta y sagaz de las figuras políticas de Chile, Bolivia y Perú.
Por otra parte, inmediatamente se encargaron a Irigoyen cuestiones muy importantes, como la recopilación de los antecedentes y documentos que respaldaban nuestros derechos sobre el estrecho de Magallanes, las relaciones con la Santa Sede en lo referente al nombramiento de vicarios capitulares y obispos, y el reclamo de la legación de los Estados Unidos por los perjuicios ocasionados a ciudadanos norteamericanos durante la guerra de la Independencia y las luchas civiles.
Así, ¿es pertinente inferir seriamente que Rosas encomendara semejantes asuntos de estado a alguien con cuyo desempeño previo estuviera disconforme? Por favor…
Por ese tiempo, se despertaron en Irigoyen inquietudes de historiador, y escribió y publicó sucesivamente sus Recuerdos del General San Martín y Recuerdos de Don Bernardo de Monteagudo.


Caído el rosismo en Caseros, Urquiza, el 28 de febrero de 1852, en previsión de que las desconfianzas y recelos de los gobernadores de las distintas provincias desbordaran en un período de anarquía que retardase la organización constitucional, lo designó comisionado suyo ante ellos, con plenos y amplios poderes.
Con una extraordinaria combinación de diligencia, tino, sutileza, sentido común, habilidad, prudencia, claridad y firmeza, Irigoyen obtuvo un éxito resonante en su misión, que le valió el caluroso encomio de Urquiza: “Debo contraerme a manifestar a V. mi reconocimiento por los servicios que ha prestado en la misión importante y delicada que confié a su honradez y patriotismo”.
Así, el Acuerdo de San Nicolás celebrado el 31 de mayo de 1852, se debió en gran parte a la inteligente y eficaz gestión de Irigoyen en el interior del país.
Regresado a Buenos Aires, fue designado vocal del Consejo de Estado que asesoría a Urquiza, erigido éste en Director Provisorio de la Confederación Argentina. Tuvo Irigoyen en dicho Consejo una destacadísima participación, pero luego no aceptó ser diputado al Congreso Constituyente ni por Buenos Aires ni por Mendoza, y asimismo rechazó el cargo de Secretario del Congreso que le ofreció personalmente Urquiza, pues deseaba dedicarse al ejercicio privado de la abogacía, para lo cual necesariamente debía concluir el período de práctica en la Academia de Jurisprudencia, que había iniciado diez años antes y no había podido terminar en razón de ser requerido para desempeñar las misiones oficiales precedentemente citadas. Pero ocurrió entonces la primera manifestación de la envidia y el odio de los miserables contra Irigoyen.
El 11 de setiembre de 1852 había estallado la revolución que marcó el inicio de la larga y desgraciada secesión de Buenos Aires del resto de la Confederación. En ella, habían andado juntos -cuándo no- porteños y correntinos, y coincidido los más exaltados unitarios -devenidos en “liberales”- (Valentín Alsina, Bartolomé Mitre y Carlos Tejedor, entre ellos), con notorios ex rosistas como Lorenzo Torres, Angel Pacheco y Pastor Obligado, por ejemplo y entre otros.Estos últimos encontraron allí el Jordán que los purificaría de su pasado rosismo, del cual, obviamente, tuvieron que hacer público repudio para acomodarse del lado donde calienta el sol (Lorenzo Torres hasta se estrechó con Valentín Alsina en el “abrazo del Coliseo”).
Pero Irigoyen no cayó en esas miserias humanas, y se negó a abjurar de su adhesión al Restaurador, por lo cual la Academia de Jurisprudencia le denegó la reinscripción en el período de práctica, pretendiendo, hipócritamente, ocultar la bajeza y la ruindad de su abominable proceder bajo el “argumento” de que tal decisión emanaba de no cumplir Irigoyen con lo prescripto en un artículo que disponía la obligatoriedad de tener dos años de residencia en Buenos Aires. Por supuesto, aplicar esa exigencia a alguien nacido allí, que allí había cursado y completado sus estudios de derecho, y que se había visto obligado a ausentarse por cumplir funciones oficiales para las cuales había sido designado por el propio gobierno, era una flagrante y  deleznable injusticia. Irigoyen respondió sólo con un elocuente silencio que evidenciaba su desprecio hacia los que incurrían en aquella iniquidad.
Al no poder ejercer la abogacía, formó, con su amigo Edward Lum, un acaudalado comerciante inglés, una sociedad dedicada a los negocios del campo y a la adquisición de tierras y desarrollo de establecimientos rurales.
Después, ya en 1857, concluyó el período de práctica (como si lo necesitase, más allá de esa reglamentación absurda) que antes algunos miserables le habían impedido finalizar, pudo dedicarse a la abogacía. Su afamado bufete profesional contó entre sus clientes a las empresas más poderosas del comercio nacional e internacional. Entre los cuantiosos ingresos que le procuraban, por una parte, los negocios del campo, y por otra, su estudio de abogado, Irigoyen redondeó una considerable fortuna.


El 2 de agosto de 1870, el presidente Domingo F. Sarmiento lo designó Procurador del Tesoro Nacional. ¿Pero cómo, Sarmiento nombrando en semejante cargo a su antiguo adversario en tiempos de Rosas?
Ocurría que desde la firma del Tratado de Reconocimiento, Paz y Amistad entre España y la Confederación Argentina suscripto el 9 de Julio de 1859 entre el ministro español Saturnino Calderón Collantes y el ministro plenipotenciario argentino Juan B. Alberdi, y la reanudación de las relaciones diplomáticas entre ambos países en 1864, venían sucediéndose los reclamos al gobierno argentino por parte de hijos de españoles, alegando éstos perjuicios y exacciones supuestamente sufridos por sus padres durante la Guerra de la Independencia y las luchas civiles. Entonces, Sarmiento llamó a Irigoyen, quien estaba reputado como el mejor jurista a la hora de defender los intereses nacionales.

José María Rosa afirma que fue Adolfo Alsina quien indicó a Sarmiento que encargara del asunto a Irigoyen. Es posible que así haya sido (Alsina, gran conocedor de los hombres, fue quien había logrado sacar a Irigoyen de su ostracismo político voluntario para llevarlo al Partido Autonomista); pero lo que consta es que Sarmiento, en acuerdo de ministros, dijo: “A tamañas pretensiones les opondré tamaño jurista”, y años después, el 14 de julio de 1877, siendo senador, se refirió a aquella cuestión pronunciando en el recinto de sesiones estas palabras: “Siguiendo su curso el asunto, cayó en manos del Fiscal del Tesoro, el Dr. D. Bernardo de Irigoyen. El Gobierno llamó un abogado tan competente como ese, para ponerlo de Fiscal del Tesoro, a fin de guardarse contra estos ataques que recibía diariamente de los intereses particulares, empeñados en hacer servir el tratado de España para explotarlo y sacar cantidades de dinero que no se debían pagar. Era preciso que hombres de ese peso, estuviesen allí para informar y rechazar los defectos, las deficiencias y la falta de derecho de las partes”.
No pararía allí el Loco (que no era hombre de rencores y que, extrañamente en él, nunca había agredido desaforadamente a Irigoyen en la prensa, como solía hacer con todo el mundo), porque también lo designó vicepresidente de su chiche más preciado: la Exposición Nacional en Córdoba. Y ya veremos más adelante, estimado lector, cómo no habrían de ser esas las últimas veces en que coincidirían en la política los otrora encarnizados adversarios Irigoyen y Sarmiento.
En 1872, Irigoyen fue elegido senador provincial y convencional constituyente, y al año siguiente, diputado nacional.
En 1874, Adolfo Alsina y Nicolás Avellaneda decidieron fusionar sus respectivos partidos, el Autonomista y el Nacional, para formar entrambos el PAN (Partido Autonomista Nacional), cuya fórmula presidencial Nicolás Avellaneda-Mariano Acosta resultaría triunfadora en los comicios del 12 de abril, obteniendo 146 electores; frente a la postulada por el Partido Nacionalista, Bartolomé Mitre-Juan Torrent, que logró 79. El 6 de Agosto, el Congreso realizó el escrutinio definitivo y proclamó presidente electo a Avellaneda, quien a poco dejó trascender que pensaba ofrecer la cartera de Relaciones Exteriores a Bernardo de Irigoyen, lo cual efectivamente hizo.
¡Inaudito, nada menos que el hijo del “mártir de Metán” ofreciendo la cancillería al “albacea de Cuitiño”!
Lo de llamar peyorativamente a Irigoyen “albacea de Cuitiño” provenía de una noticia publicada en La Gaceta Mercantil en su edición del 3 de julio de 1850, en la cual se consignaba que el coronel Ciriaco Cuitiño, gravemente enfermo y creyéndose en trance de muerte, había designado albaceas a Fortunato Benavente en Buenos Aires y a Bernardo de Irigoyen en Mendoza (tal como hemos visto, Irigoyen se encontraba por entonces en esa ciudad).
El odio y la envidia de los más enconados antirrosistas cayó como un anatema sobre Irigoyen, en la forma de una atroz campaña de prensa en su contra, iniciada por el diario La Tribuna, que desde el 21 de agosto y en menos de treinta días, publicó ¡trece artículos! denostando a Irigoyen y cuestionando al presidente electo por su intención de ofrecerle el cargo (decisión esa que, dicho sea de paso, éste mantuvo contra viento y marea, y sin arredrarse por los inicuos ataques).
Y entonces tuvo Irigoyen un gesto enaltecedor de esos que sólo surgen de las más grandes y nobles almas: en su aguda percepción de sagaz político a quien nada se le escapaba, sabía que Alsina, resuelto a influir de manera decisiva en la formación del gobierno, andaba chivo con Avellaneda porque éste, si bien le había reservado al primero un puesto en el gabinete; era muy celoso de sus deberes y prerrogativas, y consideraba un demérito para su investidura presidencial consentir en que otro -por más que ese otro fuera su aliado Alsina- le indicara a quiénes debía nombrar ministros, amenazando tornarse ese enojoso asunto en una verdadera crisis para un gobierno que ni siquiera había empezado. Con finísimo tacto y sutil diplomacia, Irigoyen, que era amigo de ambos, los reunió en su casa de la calle Florida N° 351, y al agradecer a Avellaneda su ofrecimiento para trascartón declinarlo amablemente, movió al presidente electo a pedirle a Alsina “sugerencias” -dice José María Rosa- para el gabinete. Don Adolfo, político habilísimo y ducho en esas lides, la cazó al vuelo: propuso a Félix Frías (quien estaba al frente de la legación argentina en Chile) para la cartera de Relaciones Exteriores y “aceptó” para sí el ministerio de Guerra -desde el cual pensaba manejar la política en el interior del país (de la de Buenos Aires ya era la figura principalísima) con vistas a su propia candidatura para cuando concluyera el período de Avellaneda-, zanjándose de esa manera el entuerto.
El presidente -que seguía siendo electo, porque aún no había asumido-, profundamente agradecido y reconocido, le ofreció entonces la legación en Brasil a Irigoyen, pero éste, muy dolido y afectado por los ataques de La Tribuna, rehusó también ese cargo y emprendió, a principios de octubre, un largo viaje por las provincias del litoral, para lamer en soledad sus heridas.
Retornó a Buenos Aires al iniciar el Congreso el período de sesiones de 1875 (recordemos que era diputado nacional), y fue electo por unanimidad presidente de la cámara.
Para mediados de 1875, se cernían sobre la República Argentina cinco frentes de tormenta: las tensas situaciones con Chile, Brasil, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Así las cosas, era más que probable; seguro, que se concretase a cortísimo plazo una formidable coalición contra nuestro país. 
El presidente Avellaneda se puso serio: tras los desaguisados que habían cometido y los dislates en que habían incurrido Rufino de Elizalde, Carlos Tejedor y Dardo Rocha (entre otros), no podía seguirse con el buen doctor Pedro Antonio Pardo, médico muy meritorio y afamado, pero que poco entendía de asuntos geopolíticos, y que de todos modos; no veía la hora de reintegrarse a su tranquilo decanato en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (porque Félix Frías, convenido, como vimos, entre Avellaneda y Alsina para esa cartera, estaba a cargo de la legación en Chile, y al regresar, manifestó su voluntad de renunciar al ministerio y consagrarse a la lucha cívica por los derechos territoriales argentinos en el conflicto con los chilenos); urgía poner a Irigoyen al frente de la cancillería (quien sin nombramiento oficial, ya lo estaba de hecho desde su regreso a Buenos Aires).
Pero si bien Alsina -caído, como vimos, su candidato Félix Frías por propia voluntad de éste- estaba ahora conforme con lo de llevar a Irigoyen al ministerio; subsistía el problema de la oposición en la prensa. 
Enterado de la cuestión Héctor Varela (que había sido uno de los fundadores de La Tribuna y que estaba residiendo en Turín), se comidió -tal vez por mediación de Avellaneda o quizá motu proprio- a hacer imprimir un folleto, al cual tituló Los hombres de Rosas y D. Bernardo Irigoyen, en el que hacía una encendida defensa de éste.En el opúsculo, resaltaba la calidad moral de Irigoyen (“no está manchado”, afirmaba textualmente), encomiaba sus aptitudes y sus méritos (“se destacó sobre la generalidad en la noche sombría de los dolores argentinos”), y advertía que con la persecución y la difamación de que se lo hacía objeto, no se estaba dañando sólo a la persona (“a tal o cual individualidad”), sino también a los intereses del país (“al pueblo entero de Buenos Aires”, ponía Varela, unitario al fin). Y concluía con un rotundo: “Rechazo franca y abiertamente las opiniones que hoy sostiene un diario que yo fundé, en el cual he trabajado tantos años y (en el) que hoy lamento ver enarbolar una bandera que está en oposición a lo que yo sostuve”. Más clarito… échele agua.
Eso decidía el asunto: si los mismísimos hijos de Marco Avellaneda, Valentín Alsina y Florencio Varela (nada menos que la flor y nata del unitarismo), entendían menester poner al “mazorquero”, al “cómplice de la tiranía”, a manejar las relaciones exteriores del país, ¿quién iba a oponerse y esgrimiendo cuáles argumentos? El periódico El Mosquito, en su edición del 1 de agosto de 1875, lo ilustró con una caricatura en la cual aparecía vestido de arlequín y en actitud de desesperación, Mariano Varela (director del diario La Tribuna), mientras Avellaneda entregaba los atributos de la cancillería a Irigoyen, quien aparecía diciendo: “Aunque mi traje esté cortado a la antigua, tendrá siempre más mérito que un traje de paño inglés cortado en lo de Murrieta”. El significado surge clarísimo: lo de Rosas y su época (el traje de Irigoyen “cortado a la antigua”), era más meritorio que lo que vino después de Caseros, con la saga de deudas contraídas con los ingleses (durante la presidencia de Sarmiento, Mariano Varela había gestionado un empréstito con la banca londinense Murrieta & Co. -“traje inglés cortado en Murrieta”-, en condiciones más que deprimentes para nuestro país).


El 2 de agosto de 1875 firmó, pues, el presidente Avellaneda el decreto designando ministro a Bernardo de Irigoyen. De hecho, la noticia, halagüeña para los intereses argentinos; no cayó nada bien ni en la cancillería chilena ni en el imperio brasilero. El Mosquito, en su edición del 8 de agosto, lo ilustraba de este modo:


El emperador Pedro II, calzando botas de potro, montando a Mitre (representado como un macaco, en alusión obvia a su sumisión a los designios brasileros), y llevando unas boleadoras (que son los presidentes del Paraguay, Juan Bautista Gill; de Chile, Federico Errázuriz; y del Uruguay, Pedro Varela) con las que procura cazar un ñandú (Avellaneda) que lo para en seco con un más que expresivo: ¿Adónde va que lo maten compadre, vea que no es para todos la bota de potro!”. Arriba, Pedro II como macaco, queriendo apoderarse de la naranja (el Paraguay), y Gill diciéndole que para ello tendrá que romper la “botijuela” (que es la triple alianza). Y la burla al diario La Tribuna, representado en el arlequín Mariano Varela (“ministro de empréstitos provechosos”), y apareciendo detrás suyo Héctor Varela, en actitud severa y correctiva, y Bernardo de Irigoyen, sonriendo socarronamente.
Y una semana más tarde, El Mosquito nos presentaba al presidente Avellaneda, al ministro de Guerra Alsina y al ministro de Relaciones Exteriores Irigoyen, clavando nuestra bandera en la Patagonia, sin hacer caso de la “ravieta” (sic) del chileno Manuel Bilbao:


Se barruntaba que algo en esa Argentina post Caseros y Pavón estaba cambiando, merced a una evidente recuperación del espíritu nacional. No interesaba mayormente si al frente del país estaban la imponente estatura del Tigre Rosas o la esmirriada figura del Chingolo Avellaneda; sino que lo importante residía en la conciencia plena de argentinidad y en la firme resolución de defender a ultranza el interés nacional frente a las apetencias extranjeras.
En la próxima entrega de este artículo asistiremos, estimado lector, a los prodigios que en materia de diplomacia y geopolítica, realizó Bernardo de Irigoyen en favor de nuestra patria.

Continuará
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REFERENCIAS DOCUMENTALES Y BIBLIOGRÁFICAS

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         Secretaría de Rosas.
         Archivo Urquiza.
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Biblioteca Nacional de la República Argentina, diario La Gaceta Mercantil, recopilación y resumen de Antonio Zinny t. III, Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, Buenos Aires, 1912.
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