Contratado por la Compañía por el término de un año como dibujante técnico, el tipito había llegado al pueblo sobre fines del gélido julio de 1974 iniciado infaustamente con la muerte de Perón.
En derredor de la fábrica que alzaba al cielo el falo prepotente de su chimenea, las casas: las de estilo inglés construidas en simultáneo con el complejo industrial en las últimas décadas del siglo XIX, destinadas a viviendas para el gerente, el contador, el médico, los ingenieros y técnicos (al tipito le asignaron una), y distribuidas en un espacio de quince por quince cuadras a lo sumo; las de los empleados y obreros de la poderosa Compañía. El ejido urbano se completaba con la Municipalidad, el Banco Nación, ENTel, la comisaría, el correo, el Registro Civil, el hospital, tres escuelas primarias, dos secundarias, una plaza con juegos infantiles y calesita, y una biblioteca pública; amén de las edificaciones que con el correr del tiempo se habían ido construyendo para comercios, servicios y esparcimiento, acotadas a una tienda y mercería, una pilchería, una YPF, dos bares al copeo, tres panaderías, cinco o seis almacenes, un par de carnicerías, un taller mecánico, un cine, una librería, un consultorio de medicina general, un estudio de abogado, una farmacia, una escribanía, un consultorio odontológico, una veterinaria y el único “local nocturno de diversión”: Acuario, un antro simpático y acogedor en el cual se podía beber, comerse un sánguche, escuchar música y bailar. Y ¡eso es to-to-todo, amigos! (Porky dixit).
El tipito se adaptó rápido a la apacible vida pueblerina que discurría entre el trabajo de 9 a 18 hs. y los vínculos sociales previsibles: lunes de póker nocturno con el juez de paz, el jefe de Correos, el comisario y el médico de la Compañía; y viernes culturales de asado y guitarreada en el Club Social —donde también, dicho sea de paso, almorzaba y cenaba a diario—. Habían trascurrido ya siete meses desde su llegada (aún le quedaban cinco de contrato), y corría un febrero de calor agobiante.
Cierta noche, tomando una copa de vino en Acuario, reparó en una morocha de cuerpo exuberante que bailaba sola en medio de una ronda de chicas y muchachos que festejaban su danza batiendo palmas. Al terminar la canción, ella se acercó a la barra; él se presentó y le invitó un trago. —Me gusta el vino —repuso ella, aceptando el convite. Fue así como conoció a Adela. Desde entonces, se habían encontrado casi todos los días en la casa que él habitaba. Esencialmente, ella era un fuego fatuo que se encendía per se, sin vergüenzas ni tabúes. Multiorgásmica, se entregaba sin reserva alguna, para luego pasar naturalmente de la pasión desenfrenada a la dulzura acariciante de la camaradería y la complicidad inter genera.
Ahora, después de una maratón erótica, habían dado buena cuenta de una mayonesa de ave y estaban en el dormitorio, desnudos, con el aire acondicionado a full, bebiendo torrontés helado y escuchando “Modart en la noche” en la radio Noblex 7 Mares de él. Sonaban los Pink Floyd con su palazo a la avaricia: “Money”, cuando de pronto el tipito, apoyada su cabeza en las enormes tetas de Adela, dijo: —Esta casa, para ser perfecta, necesitaría una piscina. Es una pena que no la tenga. —Podríamos ir a la laguna. Si te animás, claro; porque dicen que el que se baña allí no se va nunca del pueblo —contestó ella con cierto retintín irónico. Riendo, él se puso un short y una remera, y sacó del placar un par de toallones. —Dale. Vamos. Nos damos un chapuzón y después te dejo en tu casa. —Sí. Llevemos la botella de vino, que todavía está por la mitad. Ah, y apagá el aire acondicionado —dijo Adela mientras guardaba en su cartera el corpiño y la bombacha, se ponía el liviano vestido directamente sobre la piel y se aprontaba a salir. —No, ¿para qué? Mejor lo dejo prendido hasta que vuelva y me acueste a dormir. Total, la electricidad la garpa la Compañía, o mejor dicho; no la garpa nadie. Si hasta la usina es de ellos.
Afuera, el calor y la humedad eran insoportables. Una vez en el garaje, subieron al viejo Fiat 1100 modelo 1959 de él, y por la calle de atrás se dirigieron a la laguna. Tuvieron suerte: no había nadie. Se desnudaron y metieron en el agua. Bebieron el vino que quedaba en la botella y empezaron a acariciarse y besarse. Ella frotaba su sexo velludo contra la pija ya erecta de él, que le pellizcaba suavemente los pezones endurecidos y se disponía a tomarla por detrás. —Cogeme por el orto mientras me pajeo el clítoris. Sí, así… fuerte… ¡llename el culo de leche! —pidió Adela con voz enronquecida de deseo. Cuando hubieron acabado, jugaron un rato más en el agua, luego salieron, se secaron el uno al otro, ella se embutió el vestido, él se calzó el short y subieron al coche. Llegados a su casa, ella lo besó brevemente y bajó, no sin antes decirle: —Te bañaste en la laguna; no te vas a ir nunca del pueblo.
Riendo de la ocurrencia, él enfiló el auto hacia la suya. Metió el Millecento en el garaje, se dirigió al baño, se cepilló los dientes, y bajo la ducha se lavó prolijamente la cabeza, el cuerpo y los genitales (en especial, la pija, dada la incursión anal efectuada un rato antes). Fue al dormitorio y se tendió en la cama con una placentera sensación de bienestar. De pronto, recordó las palabras de Adela y quiso descartarlas con una sonrisa burlona que permaneció en su rostro justo en el instante de entregarse al sueño.
El tipito no sabía cuán equivocado estaba.
-Juan Carlos Serqueiros-