lunes, 27 de mayo de 2013

UNA MITAD DEL PAÍS CONTRA LA OTRA. TERCERA PARTE: LEY DE EDUCACIÓN COMÚN








































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Lástima que su inmenso talento lleve aparejada una vanidad sin límites, un candor de niño y unas tremendas pasiones. (Julio A. Roca en 1879, refiriéndose a Sarmiento)

Una de las oportunidades en que siendo presidente Julio A. Roca la opinión pública se fragmentó en dos porciones antagónicas (en este caso en particular, ello ocurrió durante su primera presidencia) fue durante el tratamiento de la Ley de Educación en 1884, cuando la discusión entre laicos y católicos acaparó la atención de todos.
Negar la importancia e influencia de Sarmiento en la educación sería algo más grave aún que una injusticia; sería un error histórico, con todo lo que de dañino y nocivo implica tergiversar el pasado. Lo cierto es que durante su presidencia a lo que se le imprimió un notorio impulso fue a la educación secundaria, ya que la primaria y universitaria estaban a cargo de las provincias y no de la nación. En el transcurso de la administración Sarmiento y con Nicolás Avellaneda como ministro de Instrucción Pública, se fundaron cinco colegios nacionales (en las ciudades de San Luis, Corrientes, Santiago del Estero, Rosario y Jujuy), dos escuelas normales (una en Tucumán y otra en Paraná) y se crearon bibliotecas populares. Por iniciativa de Sarmiento se fundaron, además; el Colegio Militar, la Escuela Naval, la Academia de Ciencias y el Observatorio Astronómico. En el ámbito universitario se creó en la Universidad de Córdoba la Facultad de Ciencias Exactas. Y en lo que se refiere a la instrucción primaria (la cual estaba, como consigné antes, bajo la jurisdicción de las provincias); desde el gobierno nacional de Sarmiento se subsidió la creación de escuelas en éstas, especialmente en La Rioja. Sarmiento es, en nuestro país (en parte por derecho propio y otro poco por exageración historiográfica), el ícono principal de la educación. Y eso... es innegable.
Pero es inexacto e injusto atribuirle merecimientos que no tuvo y que les corresponden a otros, como por ejemplo, esa creencia errónea y lamentablemente tan difundida de que a él se le debe la ley 1420 de educación (que fue sancionada durante la primera presidencia de Julio A. Roca). La realidad es que Sarmiento no sólo no tuvo nada que ver en el logro de la misma, sino que además; la obstaculizó con su conducta inapropiada e impolítica. Veamos, pues, cómo fueron las cosas:
La relación entre Sarmiento y Roca siempre había sido... tempestuosa, digamos. Es sabido que la buena convivencia entre dos ególatras no es ya difícil, sino lisa y llanamente imposible. "Viejo crápula y desagradecido", había llamado el segundo al primero en carta a Juárez Celman. Cuenta Gálvez que Sarmiento, designado ministro del Interior por el presidente Avellaneda, se presentó en la casa de Roca (que era por entonces ministro de Guerra) y le dijo a la esposa de éste que el general mandaba pedir su uniforme y su espada. La señora, sin sospechar nada raro, se los dio, y al llegar su marido le preguntó para qué quería el uniforme. Roca averiguó que había sido Sarmiento el autor del engaño, fue inmediatamente a la casa de éste a verlo para pedirle explicaciones, y se encontró en el patio al sanjuanino ¡vestido con su uniforme -que le quedaba ridículamente chico- y blandiendo su espada! Al preguntarle Roca el porqué de todo eso, Sarmiento, muy suelto de cuerpo, le respondió que tenía que "prepararse militarmente para reventar a ese hijo de puta de Tejedor". 
Siguiendo el inveterado sistema de gran parte de su vida: vivir a  expensas del Estado, Sarmiento (que ya cobraba un suculento sueldo de general de la nación y que durante la presidencia de Avellaneda llegó a percibir hasta cinco de ellos por otros tantos cargos: los de coronel, senador nacional, director del Arsenal de Zárate, Director General de Escuelas de Buenos Aires y presidente de la Comisión del Parque Tres de Febrero, totalizando ingresos por más de 1.500 pesos fuertes) le pidió de favor a Roca que lo nombrase Superintendente General de Escuelas (lo cual automáticamente lo convertía también en presidente del Consejo Nacional de Educación); y Roca, en un gesto de amabilidad política se lo concedió. Pero claro, el Zorro no calculó en ese momento que Sarmiento no era un político como él, sino un terrible polemista de enconos perdurables. Entonces, al designarse en la vicepresidencia del Consejo a Miguel Navarro Viola (a quien Sarmiento aborrecía desde tiempo atrás con sordo rencor) ardió Troya: a partir de ese momento, no sólo criticó desde el diario El Nacional todas las medidas del gobierno de Roca (del cual era funcionario), sino que además; entorpeció la sanción de la ley.
En 1881 Manuel D. Pizarro, ministro de Instrucción Pública del presidente Roca, había elaborado el proyecto de Ley de Educación General de la República que establecía la instrucción primaria gratuita y obligatoria (y que mantenía la enseñanza del catecismo en las escuelas), el cual tendría media sanción legislativa, ya que fue aprobado en la Cámara de Senadores. Paralelamente a ello, Pizarro convocó para el 10 de abril de 1882 a todas las personalidades destacadas de la enseñanza, a un Congreso Pedagógico a realizarse en Buenos Aires, .
Pero pasó que Roca (por motivos totalmente ajenos a dicha cuestión) pidió la renuncia de su ministro Pizarro por indisciplina partidaria, y lo reemplazó por Eduardo Wilde, quien designó presidente del Congreso Pedagógico reunido a instancias de su antecesor, a Onésimo Leguizamón, con instrucciones precisas de, ni entrar en consideraciones ni alentar ni permitir debates acerca de la cuestión laicismo vs. catolicismo, ya que el propósito de Roca era sacar la ley a como diese lugar, aún con prescindencia de ese aspecto en particular (debe tenerse en cuenta que si bien tanto el presidente como su ministro eran partidarios del laicismo, resignaban toda influencia oficial en favor del mismo, con tal de llevar adelante el proyecto al cual reputaban como de máxima importancia). Y por otra parte, en el gabinete convivían católicos acendrados, como Bernardo de Irigoyen; con descreídos y ateos como Wilde, por ejemplo. No obstante la "recomendación" presidencial y ministerial; en el seno del Congreso Pedagógico ingresó una propuesta impulsada por la masonería para eliminar el catecismo en horas de clase. El Gran Maestre de la masonería era por entonces Sarmiento (al parecer, ya olvidado de que poco antes de ser presidente de la Nación había abjurado de la misma); quien no asistía a las reuniones "de puro asco" (según sus propias palabras) porque no quería saber nada de encontrarse con Navarro Viola (al cual llamó "ignorante, intrigante y de mal carácter"), cuya opinión era expresada a través de Leandro Alem (a la sazón, Vice Gran Maestre de los masones).
Los católicos (entre otros, Goyena, Sastre, Estrada y el propio Navarro Viola) argumentaron que en función de la disposición gubernamental, ese punto no debía ni podía tratarse; pero sometido el asunto a votación, perdieron la misma, debido a lo cual se retiraron del cónclave en manifiesta y ruidosa disconformidad. "¡Nos retiramos!", dijeron Navarro Viola y Estrada. "¡Váyanse!, fue la respuesta de Alem.
A todo esto, y coincidentemente con los hechos hasta aquí citados, se iba a tratar en la cámara de diputados el proyecto de ley que había sido aprobado en la de senadores (que recordemos, era el de Pizarro, aquel que mantenía la enseñanza del catecismo). Onésimo Leguizamón (es decir, el gobierno; porque había sido nombrado por Wilde), quien además de presidir el Congreso Pedagógico era diputado por Entre Ríos (y cuya figura histórica está esperando aún que se le adjudique por fin el reconocimiento al que es más que justo acreedor) encontró lo que creía una solución (aprobada por Roca a través de Wilde) para zanjar las diferencias: se permitiría impartir la enseñanza religiosa "a los niños de su respectiva comunión", estando la misma a cargo de "los ministros autorizados de los diferentes cultos", sin obligatoriedad de asistencia y fuera del horario de clases. La enmienda se aprobó en Diputados por mayoría el 14 de julio de 1883, y consecuentemente el proyecto volvió al Senado, el cual el 28 de agosto rechazó la modificación, insistiendo en  su voto original.
Dado que el Congreso Nacional había entrado en receso, la polémica hasta entonces circunscripta a los diarios (El Nacional, dirigido por Sarmiento, por el lado de los laicos; y La Unión, por los católicos, en el cual escribían Estrada y Goyena principalmente) ganó la calle y el asunto se debatía airadamente. El tono de la prensa se exacerbó, las discusiones en todos los ámbitos se caldearon y por doquier menudeaban las diatribas, las descalificaciones y los insultos que se cruzaban unos con otros.
Y se impone aquí una aclaración: no existía entre los laicos ni entre los católicos una confrontación de ideología política; porque todos ellos eran (o al menos, decían serlo; aunque bastaba con rascar un poco la superficie para comprobar que no era tan así) liberales.
A todo esto, Roca había dispuesto que el gobierno se situara por encima de la cuestión, permaneciendo absolutamente prescindente en ella. Era público y notorio que en sus ideas era laico, pero no estaba dispuesto a involucrarse en un asunto que olfateaba tenía poquísimas chances de llevarse adelante; porque era altamente improbable que al reiniciarse las sesiones en el Congreso, en la cámara de diputados se lograsen las dos terceras partes de los votos, que era el requisito constitucional imprescindible para contraponer a la insistencia del Senado en el proyecto tal cual había sido presentado y aprobado. Además, nada fundamental para él se jugaba; lo que quería era la ley de educación y ésta habría de salir sí o sí, ante eso ¿qué le importaba lo de laicos o católicos? Nada dijo en un sentido ni en otro, a los diputados que se acercaron a pedirle opinión, limitándose a contestarles que votasen según lo creyesen conveniente. Y a los que fueron a rogarle que se pronunciara, aunque más no fuere con alguna de sus medias palabras, en apoyo a los laicos; les dijo que "comer carne de cura, a menudo resulta indigesto".
Y así habrían quedado las cosas: la ley aprobada y la enseñanza del catecismo sin variaciones; de no haber acontecido una circunstancia inesperada: pasó que los católicos, que en esos momentos tenían todas las de ganar, se fueron de mambo.
A quien era vicario de Córdoba, un tal monseñor Jerónimo Emiliano Clara, ensoberbecido por lo que creía un triunfo asegurado, no se le ocurrió mejor idea que emitir el 25 de abril de 1884 una inoportuna pastoral en la cual instaba a los padres a no permitir la concurrencia de sus hijos a la escuela normal porque en ella "daban clases maestras protestantes". Roca, con calma y prudencia, sometió el tema a consulta con el procurador general de la Nación, quien dictaminó que se amonestara severamente al vicario y se le previniese en el sentido de que en adelante no debía inmiscuirse en asuntos ajenos a su competencia eclesiástica. El vicario,  necio y torpe (que paradojalmente, era quien había casado a Roca con su esposa, Clara Funes), lejos de comprender que lo último que deseaba el presidente era confrontar; redobló la apuesta apoyado por cuatro catedráticos de derecho, y declaró "nulas las resoluciones del gobierno contra el magisterio de la Iglesia". Y eso, el Zorro no iba a tolerarlo. Vaya y pase mantenerse neutral en el conflicto laicos-católicos aún a despecho de sus propias convicciones, vaya y pase en aras de la ansiada tranquilidad política apercibir con una simple amonestación el desplante absurdo de un vicario sin ningún sentido de la oportunidad; pero soportar la abierta desobediencia de una sotana, sea la de un vicario o la del mismísimo papa, no importaba, a la autoridad de su gobierno; no, de ninguna manera. Invocando el derecho emergente del patronato eclesiástico, ordenó la inmediata remoción de los profesores por considerarlos incursos en la violación del mismo y sanseacabó.
El 22 de junio el proyecto volvió a tratarse en Diputados, donde los partidarios del laicismo lograron ya no sólo los dos tercios necesarios; sino una virtual unanimidad para insistir en la modificación que había sido rechazada por el Senado. Este último ya no podría conseguir a su vez los votos requeridos para mantener su negativa, y en consecuencia el 8 de julio de 1884 quedó definitivamente aprobada la ley N° 1420 que establecía la enseñanza primaria gratuita y obligatoria, estipulándose que los credos religiosos podrían en adelante impartirse fuera de las horas de clase y no por maestros, sino por sacerdotes de los distintos cultos.
Paradojalmente, la irreductible obcecación de un cura había hecho realizable lo que a priori aparecía como imposible.
Aunque en obsequio a la verdad histórica, hay que decir también que el justo medio estuvo (como a menudo suele ocurrirnos a los argentinos) ausente en esa oportunidad, porque si bien era cierto que había que sacudirse de encima el pesado yugo de la iglesia en aspectos como el casamiento o la educación; no era menos cierto que con el correr de los años se caería en excesos, lo cual llevaría al mismo Roca, ya en su segunda presidencia, a propugnar modificaciones al sistema educativo a través de la gestión de su ministro Osvaldo Magnasco. Pero esa... es otra historia.
En cuanto a Sarmiento, pese a las trastadas y a la feroz oposición que le había hecho; Roca lo nombraría el 18 de enero de 1884 comisionado ante el gobierno de Chile para tratar, en el marco de una convención hispanoamericana, la traducción al español de obras literarias de interés mundial, asignándole para ello ¡2.500 pesos oro!
Sarmiento, a quien todo le resultaba poco tratándose de él mismo, aceptó y embolsó el dinero; pero extendió sus pretensiones al extremo de mandarle un mensaje al Zorro por medio de la misma persona que le llevó el ofrecimiento presidencial: "Dígale a Roca que también quiero que me ascienda a teniente general".
En fin... siempre habrá gente insaciable.

-Juan Carlos Serqueiros-