viernes, 26 de julio de 2013

HOMENAJE AL PADRE DEL PARQUE DE LOS PATRICIOS


Escribe: Juan Carlos Serqueiros


El gusto por los jardines de cualquier dimensión que sean es una de las más caracterizadas expresiones del grado de civilización alcanzado por una nación. (Carlos Thays)

Jules Charles Thays, arquitecto, urbanista, paisajista y naturalista, nació en París, Francia, el 20 de agosto de 1849.
En 1889 llegó a nuestro país contratado por el empresario Miguel Crisol para el diseño y realización del parque que llevaría su nombre (el hoy Parque Sarmiento) en la capital cordobesa. Ya nunca se iría de la Argentina, pues concluída la obra para la que había sido convocado; ganó por concurso el cargo de Director de Parques y Paseos de la Municipalidad de Buenos Aires.
A todo esto, en 1865 se había resuelto el traslado del Matadero del Sud, que estaba ubicado en la actual Plaza España; llevándoselo más al oeste. Entre 1866 y 1867 se habían construido ya los corrales para el ganado, en el sitio que a partir de allí se conocería como la Meseta de los Corrales; pero diversos motivos (litigios sobre los terrenos, la epidemia de fiebre amarilla y cuestiones presupuestarias) llevaron a que el traslado del matadero, con la pertinente habilitación para faenar vacas; se efectivizara recién el 12 de noviembre de 1872.



 
Durante las presidencias de Sarmiento, Avellaneda y Roca se le dio a la zona un fuerte impulso progresista. En ese orden de ideas, se dictó en 1896 una ordenanza que disponía la re ubicación del matadero, trasladándolo al barrio que habría de tomar precisamente ese nombre: Mataderos. En 1898 comenzó la construcción de los nuevos corrales, finalizada en 1901, y el sitio donde estaban los anteriores empezó a ser llamado popularmente los Corrales Viejos.

 
Pero la necesidad de aguardar la conclusión de las obras del ferrocarril destinado a transportar a los trabajadores y la carga de los establecimientos fabriles (curtiembres y frigoríficos) de la zona, demoró la mudanza hasta 1902.


Simultáneamente, el intendente Adolfo Bullrich ordenó a Thays (quien a esa altura ya había dejado de ser monsieur Jules Charles para convertirse en el más criollo don Carlos) la elaboración del proyecto para parquizar la zona a la que se "liberaba" del matadero. El filoso humor de la revista Caras y Caretas volcado en la tapa de su edición del 19 de enero de 1901, muestra a una dama en cuyo vestido se lee "MUNICIPALIDAD" (simbolizando a Bullrich) "pechando" al ministro de Hacienda de la Nación, quien exclama escandalizado: "¿Otra vez? ¡Esto no tiene nombre!"; a lo cual ella contesta: "Sí, señor: Adolfo Bullrich".


En marzo de 1902, Thays elevó a la consideración de las autoridades el plano de lo que llamó Parque al Sud, el cual puede observarse en esta imagen del Archivo General de la Nación:


De inmediato se inició la formación del paseo, el cual sería inaugurado el 11 de setiembre de 1902 (pese a que las obras no estaban finalizadas aún), con las presencias de su creador, de las autoridades municipales, de más de 4.500 alumnos de escuelas primarias y por  supuesto; de los vecinos del lugar que se congregaron poniendo un marco multitudinario al emotivo acto en el que un coro de 400 niños entonó el himno nacional. La ordenanza municipal de esa misma fecha (y aprobada al día siguiente, esto es, el 12), estableció para el paseo el nombre de Parque de los Patricios, en honor a ese regimiento tan cargado de glorias. 
El Parque es mucho más que un pulmón de la gran urbe. Con sus arboledas añosas donde anidan sueños, el aroma de sus flores en las que se liba el amor al barrio, el verdor de su césped tiñendo de magia la vista, sus cuidados senderos que invitan a pasear al pensamiento y la calmosa paz de sus bancos que nos cuentan mil y una historias; es una caricia a la psique, una bendición para los sentidos. El Parque de los Patricios es Buenos Aires.


A Carlos Thays también le debemos los argentinos, además del Parque de los Patricios y entre otras muchas obras: el Jardín Botánico, las Barrancas de Belgrano, el Paseo de Julio, el Paseo Colón, los parques Los Andes; Centenario; Avellaneda; Lezama; Colón; Chacabuco y Pereyra, y muchas, muchísimas plazas, todo ello en Buenos Aires. Y en el interior del país, el Boulevard Marítimo, en Mar del Plata; el Paseo General Urquiza, en Paraná; y los parques Crisol (actual Sarmiento), en Córdoba; del Centenario (actual 9 de Julio), en Tucumán; 20 de Febrero, en Salta y del Oeste (actual San Martín), en Mendoza.
En esta imagen lo vemos junto a su hija:


Y en esta otra, lo vemos junto a su esposa, en ocasión de asistir al Gran Premio Carlos Pellegrini de 1911:


Describir en detalle toda la inmensa obra de Thays sería materia no ya de un libro; sino de varios tomos. Fue además un destacadísimo botánico y un hombre comprometido con las iniciativas e inquietudes de los habitantes del país que lo había acogido, fueran estos de la condición social que fueren; ya que no limitó sus trabajos a los encargos del Estado y de las clases pudientes; sino que estuvo siempre pronto a satisfacer solidaria y desinteresadamente los pedidos que la gente de los distintos barrios le hacía. ¿Querían una plaza, o árboles, o quizá flores? Y allí estaba, sonriente, su afable y señera figura, invariablemente dispuesta a complacer el requerimiento. 
En 1901 José María Cao, de Caras y Caretas, homenajeaba a Thays en una de sus excelentes caricaturas al pie de la cual ponía estas rimas: "Las plantas más olorosas / los árboles más gallardos, / los jazmines y los nardos, / los claveles y las rosas / con su perfume más vivo / parecen estar diciendo: - Este señor que es-thays viendo / es vuestro padre adoptivo". 


Falleció a los 84 años el 31 de enero de 1934. Todo Buenos Aires lo lloró y sus exequias fueron imponentes. Miles de personas de todas las clases sociales conformaron el cortejo fúnebre que acompañó sus restos al cementerio de la Chacarita.
Con el respeto profundo y el recuerdo emocionado de las grandes admiraciones, vaya este mi humilde homenaje al amante eterno de la Naturaleza, al hombre que diseñó y plasmó la obra que da nombre al barrio que alberga al club de mis amores, el glorioso Huracán: Don Carlos Thays, el Jardinero de la República.

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 13 de julio de 2013

LAS BAJEZAS DE SUS ALTEZAS


Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Pero el mundo no perdona a los que no se ocultan tras la máscara de la duplicidad y se niegan a esconder los sentimientos de su corazón. Así que muchas personas se ven obligadas a ocultar sus sentimientos. Pero, pero... la verdad, ¿dónde está el crimen? (Luisa de Bélgica, 1923)

La princesa Luisa María Amelia de Sajonia-Coburgo-Gotha no era feliz. 
Hija del rey de Bélgica, Leopoldo II, y de la esposa de éste, la archiduquesa María Enriqueta de Austria; había nacido en Bruselas el 18 de febrero de 1858. Tuvo una infancia desdichada, signada por el desamor de sus padres hacia ella.
Se hace difícil hallar una virtud (suponiendo que la haya tenido) en alguien de tan execrable memoria como Leopoldo, que fue tirano, codicioso, avaro, esclavista y genocida. Bajo su reinado, perpetró a través de sus esbirros en su dominio del Congo asesinatos en masa en los que murieron cientos de miles de personas, y de las depredaciones que allí causó con sus explotaciones de marfil y caucho provenía la fortuna que lo convertió en el monarca más rico de Europa.


El suyo es de esos casos en los que al narrar la historia, uno procura encontrar en el personaje algo bueno para destacar, de manera de contraponerlo a sus muchas falencias y no tener que presentarlo como una escoria; pero es tarea imposible, un trabajo de Hércules. El despreciable Leopoldo II está situado sin duda muy alto en la escala de los grandes hijos de puta de la historia universal. Fue, además de un sujeto deleznable; un mal rey, un pésimo marido para su esposa y un peor padre de familia.
Para desgracia de Luisa, por el lado de su madre las cosas no iban mucho mejor. María Enriqueta era una mujer fría que imponía a sus hijos una férrea disciplina apelando a los peores métodos; su relación con Leopoldo era más que distante, inexistente; una en la cual el amor era el gran ausente y limitada sólo a la obligación del débito conyugal de modo de "darle" a Leopoldo el hijo varón que tanto anhelaba (Luisa tenía dos hermanas: Estefanía y Clementina -a las que su padre despreciaba al igual que a ella, que era la primogénita-, y un hermano, obviamente también llamado Leopoldo, que era a quien se dirigían exclusivamente las simpatías del rey; pero en 1869 el joven se cayó en un estanque, contrajo pulmonía y murió; de manera que el monarca -y también su esposa, a la que éste le reprochaba ser incapaz de concebir otro varón- volcaban toda su frustración en las niñas). Un diario publicó que "Leopoldo tenía una piedra en lugar de corazón" y otro fue aún más allá: "El corazón de Leopoldo es de oro: más duro que una piedra".
Al cumplir Luisa 14 años, su padre comenzó a ocuparse del "grave asunto de estado" de con quién la casaría. Había dos pretendientes: el príncipe de Prusia, que fue descartado por razones de "equilibrio político" (Francia podía tomarlo como una provocación o malquerencia de Bélgica); y un primo de Leopoldo, el parisino Felipe de Sajonia-Coburgo-Kohary, de la rama húngara de la familia, que en un principio también fue rechazado pues Leopoldo sospechaba que más que en su hija, estaba interesado en la fortuna que suponía heredaría ésta cuando él muriese (lo cual en efecto, era así tal cual; pese a ser inmensamente rico también). Felipe reiteró sus aspiraciones y al fin, Leopoldo terminó por consentir. La ceremonia de casamiento entre Luisa, que era una adolescente de 17 años; y Felipe, que ya cargaba 31, se celebró en Bruselas el 14 de febrero de 1875. El matrimonio resultó en desastre.

La noche de bodas fue para Luisa una tragedia que la marcó para siempre. Espantada, huyó de la cámara y el lecho nupciales y aterrada, buscó refugio en los invernaderos del palacio real de Laeken. Pasó que ni su madre y mucho menos sus institutrices le habían informado absolutamente nada acerca del sexo, y su flamante esposo, en lugar de atinar a manejar adecuadamente la situación, con ternura y caballerosidad; no tuvo mejor ocurrencia que hacerle ingerir alcohol para "desinhibirla" e intentar "motivarla" forzándola a contemplar las imágenes de su colección privada de pornografía. Llevada Luisa a presencia de su madre, María Enriqueta, ésta apeló a sus métodos de siempre: a los gritos, le "explicó" en qué consistían los deberes maritales de una esposa en la cama, y no se le ocurrió otra manera que "graficarle" la situación con un "ejemplo" propio: abundar en detalles de cuánto a ella misma también le asqueaba tener que soportar el sexo con Leopoldo. Imaginemos el efecto de todo eso en la psique de una adolescente, adolescente esta que después, aseguraría que su madre y su esposo eran amantes. Y me pregunto: ¿Por qué no creerle?
Entre su madre que la "obligaba" y su esposo que la "instruía" con su arsenal de material erótico, Luisa aprendió las artes amatorias. Y cómo de bien las aprendió...
Trasladada a la deslumbrante corte vienesa del emperador Francisco José I, se transformó en una mujer mundana. Joven, bella, perteneciente a la realeza y despertada en ella una voracidad sexual que parecía no hallar satisfacción nunca; sus amantes fueron incontables, digamos que no dejó títere con cabeza. Incluso se comentó que ni siquiera se salvaron de sus acosos el prometido (y luego esposo) de su hermana Estefanía, el príncipe de Austria Rodolfo de Habsburgo, hijo del emperador Francisco José y compañero de francachelas de Felipe; ni el propio hermano de éste, Fernando; ni el hermano del emperador, Luis-Víctor. Sin embargo, el tiempo demostraría que -por lo menos en el caso de estos dos últimos- los chismes no eran más que eso, y que Luisa los había rechazado a ambos. Y mientras, dilapidaba el dinero a manos llenas.
El estilo disipado y rumboso que había impreso a su vida más temprano que tarde llamó la atención de la prensa austríaca, que comenzó a criticarla asiduamente por los escándalos que protagonizaba. Y también su conducta preocupó a su madre, que le escribía largas y frecuentes cartas instándola a la moderación; cartas estas que desde luego, Luisa se las pasó por el... cutis. Convengamos en que la reina se acordó muy tarde de "preocuparse" por su hija. Y en realidad, más que por "su hija"; lo que en verdad afligía a la hipócrita María Enriqueta era la mala reputación de su hija en tanto ésta rozara a la familia real belga. Pero claro, en su estrechez de miras (y de sentimientos), esa infeliz y estúpida mujer no percibía que lo que afectaba a la familia real no era sólo la promiscuidad de Luisa; sino también la de su yerno, huésped permanente de cuanto prostíbulo hubiera por ahí; las muchas y costosas amantes que tenía su esposo el rey Leopoldo, y  sobre todo; el régimen esclavista que este último había implantado en el Congo y el genocidio que allí se perpetraba.
Por su parte, al indigno Felipe no le preocupaba mayormente que su esposa anduviera saltando de cama en cama y tuviera cuantos hombres se le antojasen; en tanto lo dejara a él disfrutar de las putas a las que era tan afecto, y con tal que de vez en cuando, en las raras y escasas oportunidades en que ambos coincidían en el lecho conyugal, Luisa le demostrase cuántas acrobacias había aprendido a partir de las "lecciones" que él mismo le había impartido a través de su colección de pornografía.
Tuvieron dos hijos, un varón, nacido en 1878 al cual en homenaje a esa joyita de abuelo materno llamaron Leopoldo; y una niña, Dorotea, nacida en 1881.

Una vez nacidos y criados los hijos, la relación entre Luisa y Felipe se volvió más distante aún y limitada sólo a estrictas cuestiones de protocolo. Era una "situación de equilibrio": él seguía frecuentando prostíbulos y acrecentando su colección de pornografía, y ella divirtiéndose con amantes ocasionales. En el verano de 1889, la princesa se enredó con el edecán de su esposo, Nicolás Döry de Jobbahaza; con el cual anduvo en amoríos hasta 1891.
En 1895 la vida de la infeliz Luisa, que se desenvolvía rumbosa, parasitaria y sólo "matizada" aquí y allá con sexo extramarital, tendría un vuelco: por primera vez y con 37 años, se enamoraría de un joven croata teniente de hulanos que tenía diez menos que ella: el conde Geza Mattachich-Keglevich.


Si la relación se hubiese mantenido en un plano de discreción, aún cuando trascendiera al público, nada hubiese pasado; porque al fin de cuentas al "bueno" de Felipe no le preocupaban mayormente los cuernos que le metía su esposa, y además, él también se los ponía a ella; así que le alcanzaba con mantener la ficción del matrimonio y aguardar a que a Leopoldo y Dorotea les llegase la hora de heredar a su riquísimo abuelito Leopoldo II y vivir todos juntos bajo la apariencia de una familia feliz por siempre jamás.
Pero sorpresivamente para todos, Luisa no estaba dispuesta a guardar las apariencias; había encontrado por fin el amor y no pensaba renunciar al hombre que lo despertó en ella. En 1897 abandonó a su marido y llevándose consigo a su hija Dorotea, se dirigió a Bélgica a pedirle a su padre, Leopoldo, su real permiso para divorciarse y su ayuda para conseguir la anulación de su matrimonio; a lo cual, desde luego, el "buen padre" se negó de plano.
Todo estuvo en su contra. Su esposo, Felipe (que sabía, por haber estado allí, lo que en verdad había ocurrido cuando lo del suicidio de Rodolfo, el hijo del emperador, a quien no le convenía que aquel escándalo siguiese dando pábulo a las habladurías);  su cuñado, Fernando; y el hermano imperial, Luis-Víctor, despechados y resentidos por su rechazo, convencieron a Francisco José de que había que "poner en caja" a Luisa. Asimismo, su propio padre dijo que no quería saber más nada con ella, y llegó a prohibirle a su esposa, la infeliz María Enriqueta, todo contacto con su hija. Para completar su desdicha, su hijo Leopoldo (con el que jamás había tenido buena relación), que ya tenía 19 años y estaba convertido en un réplica fiel de su padre en cuanto a vicios, molicie, malas costumbres y apego al dinero; la culpó de que a raíz del "escándalo" peligrarían su posición en la realeza y tal vez, la fortuna que esperaba heredar. Leopoldo nunca más quiso ver a Luisa, y siendo tan degenerado como su padre Felipe, moriría a los 38 años en un lupanar de resultas del ácido que una prostituta le arrojó a la cara.
Luisa se dirigió a Niza, donde se reunió con Mattachich. Una artimaña urdida entre el kaiser Guillermo II; el miserable Felipe y el prometido de su hija, el duque Ernst Gunther Schleswig-Holstein posibilitó que con engaños, Dorotea fuese separada de su lado. El emperador Francisco José presionó a Felipe para que defendiera su honor (si es que semejante cornudo tenía algo a lo cual llamar así) retando a duelo a Mattachich. El lance se verificó poco después, en febrero de 1898. Felipe tiró dos veces, a matar, errando los disparos; y Mattachich, caballerescamente, a su turno en las dos oportunidades tiró al aire. La cosa prosiguió a espada y el conde, empeñado en no matar a su rival, se limitó a herirlo levemente en una mano, de modo que los padrinos parasen el duelo. No le habrán alcanzado los días de vida que le quedaban para arrepentirse de no haber acabado con el despreciable Felipe; porque el cerco que éste tendió alrededor de Luisa y Mattachich se estrechaba cada vez más.
La confluencia de poder, intereses y prejuicios en contra de los amantes llevó a que la primera, luego de rechazar la posibilidad de volver con su esposo, fuese declarada loca y recluída en una "institución mental"; y que al conde le fraguaran una causa en la que se le atribuía haber falsificado la firma de la princesa Estefanía, hermana de Luisa, por lo cual fue condenado en un juicio inicuo a 6 años de prisión en la fortaleza de Moellersdorf.
La princesa fue encerrada en un manicomio de Purkersdorf, pero como la gente manifestaba simpatía por ella e inquietud por la situación en que estaba; al tiempo la trasladaron a Lindenhof.

 

Asimismo, causó gran revuelo en toda Europa la injusticia manifiesta que se había cometido con Mattachich. En el Reichsrath, el 17 de abril de 1902 el diputado socialista Daszynski pronunció un célebre discurso en el cual probó acabadamente que los cargos incoados en su contra habían sido burdamente amañados y reclamó su excarcelación. Por su parte, un primo del conde, tenor de ópera, Koloman Mattachich; dirigió una carta al ministro de Guerra pidiendo que se lo pusiera en libertad; lo cual efectivamente ocurrió.
Ni bien fue indultado y liberado en 1902, Mattachich no tuvo otro objetivo en su vida que emprender la tarea de rescatar a Luisa. En 1904, publicó un libro titulado Loca por razón de Estado. La princesa Luisa de Bélgica. Memorias inéditas del conde Mattachich.


A partir del libro (que tuvo gran suceso y que ese mismo año sería prologado y traducido al castellano por la célebre escritora española Carmen de Burgos, Colombine; y al francés por Charles Raymond) y de las investigaciones de un periodista galo (que se empeñó en mantenerse en el anonimato y pidió expresa reserva de su identidad) publicadas en el diario Le Journal de París; la opinión mundial volcó masivamente su simpatía hacia la princesa a la que debido a los enjuagues políticos y conveniencias de una realeza degenerada, un marido ruin, un padre déspota y una madre estúpida y descariñada mantenían presa. El 31 de agosto de 1904, por fin Mattachich pudo coronar con éxito la fuga de Luisa.

 
Con la ayuda de amigos de confianza que estaban al tanto de los preparativos para la huída y alistaron un carruaje, ella y el conde llegaron a una pequeña estación ferroviaria en la cual pudieron abordar el tren a Berlín y después, dirigirse desde allí a Francia en el Expreso de Oriente. Se radicaron en París y la princesa conseguiría, por fin, el divorcio en 1906 tras la sentencia en tal sentido del tribunal de Gotha. Por su parte, el papado se negó a la anulación de su matrimonio con Felipe de Sajonia-Coburgo-Kohary.
La novelesca fuga de Luisa concitó la atención de la prensa en todo el mundo y la de nuestro país no fue la excepción: Caras y Caretas en su edición N° 314 de octubre de 1904, publicó una extensa nota ilustrada acerca de la cuestión.
A continuación, pueden ver fotografías de 1906, en París, de la princesa Luisa y del conde Mattachich:


 
La pareja había logrado reunirse, pero sus dificultades económicas nunca pudieron resolverse. En 1909 el rey Leopoldo falleció, sin dejar herencia alguna no ya sólo a Luisa (había declarado antes "mi hija ha muerto para mí"); sino tampoco a sus hermanas Estefanía y Clementina. Y para aumentar las desgracias, durante la Primera Guerra Mundial, Mattachich fue apresado en julio de 1916 por los alemanes debido a su nacionalidad croata por la cual le imputaron simpatías por la Entente y lo recluyeron cerca de Budapest. Llegó a tal punto la pobreza de Luisa, que producida la revolución de 1919 en Hungría, su domicilio fue allanado y el funcionario comunista consignó en su informe: "Aquí vive la hija de un rey, pero ella es más pobre de lo que soy yo mismo".
Después, la princesa y el conde se fueron a vivir a París, donde Luisa empezó a escribir sus memorias.

 
Para 1923 ella las tenía concluídas y estaban próximas a publicarse; cuando el conde, con su salud ya muy deteriorada, enfermó gravemente y falleció. A la muerte de Mattachich la reina de Bélgica, Isabel de Baviera, mujer que era muy solidaria y que tenía ideas liberales y avanzadas, donó a Luisa una casa en Wiesbaden, a orillas del Rin; donde la princesa acabaría sus días apenas seis meses después, el 1 de marzo de 1924, recién cumplidos sus 66 años. No llegó a ver la primera edición de sus memorias, las que fueron publicadas luego de su muerte. 


No es la de Luisa de Bélgica la historia de una heroína ni la de una estadista; pero es la de una mujer que condenada ya desde su niñez al desamor y desde su adolescencia a ser infeliz por un padre deleznable y una madre estúpida en pro de conveniencias dinásticas y políticas; supo sacrificarlo todo por el amor que anidó en su alma y que pese a las vicisitudes que debió pasar, le dió los únicos momentos dichosos que tuvo.
Y fue el suyo un amor que no pudieron vencer ni el dinero, ni la moralina hipócrita ni los complots siniestros de un esposo indigno y una familia despreciable. Y después de todo, como bien escribió y cantó el Indio Solari: "La buena felicidad dicen que no se nota".
Ojalá esta narración haya sido de vuestros agrado e interés. ¡Hasta pronto!

-Juan Carlos Serqueiros-

lunes, 1 de julio de 2013

COCINA ARGENTINA: REVUELTO GRAMAJO... ÑAM ÑAM



Escribe: Juan Carlos Serqueiros


El coronel Artemio Gramajo -(n) Loreto, Santiago del Estero, 1838; (m) Buenos Aires, 11.01.1914- anduvo entreverado en muchas acciones bélicas; pero la celebridad que su apellido adquirió no se debe a las aptitudes que haya podido tener para el arte de la guerra; sino a las que supo evidenciar para uno tan distinto como el... culinario.
El hombre era de buen comer, digamos. Caras y Caretas en su edición del 19 de octubre de 1901 nos lo pintaba como pueden observar en la caricatura de abajo, la cual venía acompañada del siguiente texto: "Es Gramajo de Roca el ayudante / y además un glotón de mucho aguante; / vale decir que nuestro presentado / ayuda al presidente... y al mercado".


Y era, en efecto, el edecán del general Julio A. Roca y muy ligado a él a partir de una añeja camaradería militar. La índole seria, adusta, reconcentrada, fría y calculadora del Zorro; y el carácter abierto, amable, expansivo, locuaz y festivo del santiagueño se complementaron a la perfección, y así, se entabló entre esos dos hombres una leal y consecuente amistad que habría de prolongarse hasta la muerte de ambos en 1914.
La presencia de Roca presuponía también la de Gramajo, situado siempre en un discreto segundo plano que no intentó ultrapasar jamás. Y si alguna vez (cosa harto improbable) el tucumano hizo a alguien objeto de alguna confidencia, de seguro el destinatario de ésta fue el santiagueño (que también sabía callar cuando era preciso hacerlo).´
Gramajo falleció unos meses antes que Roca, y éste, en su sepelio dijo: "¿Quién no conocía en la República al coronel Gramajo como el prototipo de la lealtad y la consecuencia a la amistad y al honor militar? Amó la vida y la supo llevar dignamente, sin temer nunca a la muerte, que más de una vez vió muy de cerca. Su bondad de corazón, ecuanimidad y supremo don de gentes; sólo eran comparables con su amor a la patria y su bravura de soldado. Decir 'viene Gramajo' era anunciar la llegada del buen humor, la alegría, la discreción y la más fina amabilidad".
Algunos afirman que improvisó lo que después se convertiría en el archifamoso revuelto Gramajo, durante la "Campaña al Desierto"; otros sostienen que era su desayuno habitual; están los que aseguran que fue en la cocina de la Casa de Gobierno; y los hay también quienes están dispuestos a jurar que lo ordenaba como tentempié durante interminables partidas de naipes o billar en el Club del Progreso. Y estuvo a punto de provocar otra guerra civil la cuestión de si originalmente llevaba o no cebolla. Por supuesto, no llevaba cebolla, ¿a quién se le ocurre ponerle cebolla a un revuelto Gramajo? A nadie... aunque en todos los restaurantes tengas que hacer, al pedirlo; la aclaración de que no le agreguen cebolla. 
Sea como haya sido, no importa demasiado, la verdad... Lo que interesa en definitiva es en qué circunstancias puede ser el revuelto Gramajo una alternativa salvadora, con qué maridarlo apropiadamente (lo cual como sabrás, es muy importante), y fundamentalmente; cómo prepararlo. La posta, te cuento, la tiene papá, o sea, yo. Pero como soy nada egoísta; la voy a compartir con vos.
Supongamos que vivís solo y te caen al derpa tres amigotes a jugar un truquito o a ver el partido del Globo o de los Pumas; ¿qué vas a hacer? Porque obviamente, para un asado comme il faut, con chorizos, morcillas, chinchulines, mollejas y demás etcéteras imprescindibles, no da, por la escasa cantidad de comensales. Y además, no vas a ir a verlo a esa hora al encargado para reservar el asador (que seguro ya lo tiene asignado algún otro, como inapelablemente lo disponen las leyes de ese reverendo hijo de puta de Murphy). O que sos mujer y llegan de improviso tres congéneres a departir con vos acerca de temas que a ustedes las féminas, nunca les faltan.Y seas hombre o mujer, no vas a andar pidiendo que te manden pizzas o empanadas; porque eso es cosa de inútiles y vos sos un/una winner que sabe salir del paso y no se anda atosigando ante un súbito arribo de los chochamus o las chicas. O supongamos que conformás, con tu pareja y dos pibes, la clásica familia tipo. O que son vos y tu pareja. O simplemente, estás solo/a y te querés agasajar un cacho, porque... qué tanto joder, uno lo merece, che. Ahí es donde entra a tallar el revuelto Gramajo, que es para una persona y hasta un máximo de cuatro.
¿Que con qué lo acompañás? Y... con vino, ¿con qué va a ser? Es una fritanga, así que va con su correspondiente tinto... que tiene que ser de buen cuerpo, obvio, de modo de prevalecer en boca por sobre el gusto del revuelto.
¿Cómo lo preparaba o hacía preparar Gramajo, preguntás? No importa lo que hacía Gramajo, que ya se murió; vos lo hacés así: Cortás las papas en juliana fina y las dejás en remojo media hora. Ese tiempo lo ocupás en trocear en tiritas las lonchas de jamón crudo (a los que te digan que va con cocido no les des bola; los mirás y no les respondés, porque sólo merecen el elocuente silencio del desprecio) y los morrones, picar perejil, batir (no mucho) los huevos (van dos por cada comensal) y poner al fuego la freidora con aceite (que tiene que estar muy caliente), en la que vas a meter, una vez que las hayas extraído y secado, las papas paille que habías dejado en remojo. Una vez que se doraron las papas (que tienen que salirte así, doradas y a la vez masticables; no quemadas y duras como una piedra), las reservás y ponés en una sartén un poco de manteca y a medida que se derrite, le agregás un cachito de crema de leche, o mejor aún, si tenés, de queso para untar, ese tipo casancrem, y vas rehogando en esa mezcla las tiritas de jamón y de morrones, y adicionás arvejas (no en demasía, no pierdas de vista que es un revuelto Gramajo; no un colchón de arvejas). Cuando notes que el jamón torna a cambiar ligeramente de color, agregás las papas paille que habías reservado, mezclás todo y le echás al menjunje una pizquita de pimentón y otra de ají molido. Y se viene el momento cumbre y de máxima responsabilidad: el de añadir los huevos ligeramente batidos, operación esta que es de alta ingeniería y que requiere de tu grado más alto de concentración, porque los huevos tienen que servirte para que todo ligue; pero sin quedar recocidos y dispersos en forma de pelotitas, ¿se entendió, no? Y ya está, salpimentás a gusto y piaccere, espolvoreás el perejil distribuyéndolo por encima de toda la menesunda... ¡y a servir y cosechar los aplausos!
No, dejá, no es necesario que me agradezcas; ya te dije que no soy egoísta. Chau y que lo disfrutes. Bon appétit.

-Juan Carlos Serqueiros-