miércoles, 17 de febrero de 2016

LA CASA EN QUE MURIÓ EL PRESIDENTE ROQUE SÁENZ PEÑA







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

La casa de la fotografía, conocida como Palacio González, ubicada en el barrio de Palermo, en el n° 3240 de la avenida Santa Fe entre calles Coronel Díaz y Anasagasti, con salida por calle Güemes y que daba el frente a la Cervecería Palermo, de Ernesto Tornquist (donde está actualmente el Alto Palermo Shopping), había pertenecido al suegro de Sáenz Peña; Lucas González, y durante la estadía de éste en Europa, fue sede de la legación italiana en nuestro país:


Luego de la muerte de Lucas González y tras el juicio sucesorio -que fue muy complicado y en el cual Roque se negó a intervenir, no permitiendo asimismo que lo hicieran sus socios en el estudio jurídico-, había quedado de propiedad de la esposa de Sáenz Peña, doña Rosa González.
De soltero, Roque vivió en la casa de su padre; don Luis Sáenz Peña, la cual quedaba en la calle Moreno entre Defensa y Bolívar. Después de casarse y ya de regreso de sus misiones diplomáticas, alquiló una casa sobre la avenida Alvear, en la cual vivía con su esposa e hija, alternando su residencia en ella, con largas temporadas en su campo de Entre Ríos, donde habitaba en una bastante precaria, y sus continuos viajes por cuestiones de relaciones exteriores del país. 
Ya electo presidente, le escribió desde Europa a su amigo - ministro de Figueroa Alcorta y futuro ministro suyo-, Ezequiel Ramos Mejía, para que encarase los trabajos de reforma en la Casa Rosada pues quería vivir allí. María Sáenz Quesada en su excelente y muy documentado libro Roque Sáenz Peña: el presidente que forjó la democracia moderna, reproduce la carta de Roque a Ezequiel en la cual le recomendaba "no gastar mucho", pues él se arreglaba con "un comedor diario, dos dormitorios y dos baños... sencillos y con buen gusto, excepto el comedor oficial, que debe tener cierta suntuosidad para estar a la altura de gran salón", le decía (no por afán de ostentar lujo, sino por las obligaciones protocolares, a las cuales concedía mucha importancia), y en la misma carta le informaba que los muebles y la vajilla los pondría él mismo. 
Al momento de llegar Sáenz Peña de vuelta al país, en agosto de 1910, fue a vivir a una casa situada en Santa Fe 3176 (entre Coronel Díaz y Billinghurst, a una cuadra de la de la foto que oficia de portada de este artículo); pero habitualmente se refería a ella como la "casa de Billinghurst", por estar ubicada casi en la intersección con dicha calle. Y así también la mencionaba el jefe de policía, general Dellepiane, quien le propuso a Sáenz Peña dotarla de seguridad con custodia: un piquete de bomberos y policías, en previsión de un atentado anarquista o una revolución radical. Roque se negó terminantemente a ello, diciendo que no quería ninguna custodia, que prefería la muerte al deshonor de evidenciar miedo, y le dijo a Dellepiane que en todo caso, lo que podía hacer, si quería, era alquilar, por seguridad, una propiedad anexa (lo cual me sugiere que posiblemente, esa casa de Santa Fe 3176 fuera también alquilada; no propiedad de Sáenz Peña, habría que verificarlo).


Al asumir la presidencia el 12 de octubre de 1910, Sáenz Peña salió desde esa casa para dirigirse a la Rosada y el Congreso, y ese día no se quedó a pernoctar en la de gobierno porque aún los trabajos encargados a Ramos Mexía no estaban concluidos, y en razón de ello, esa noche después de los actos de asunción, volvió a la casa de Santa Fe (o "de Billinghurst"). Pocos días después, se mudó a la Rosada, donde vivió hasta mediados de 1911. En esta imagen, podemos ver a la señora Rosa González de Sáenz Peña en el jardín de invierno de la casa de gobierno:

 

Por agosto de ese año y cuando su salud declinó, se mudó a la quinta "Villa Elvira", en Martínez, que le había sido ofrecida gentilmente por doña María Unzué, viuda de Angel Torcuato de Alvear, donde alternó su residencia con períodos en la quinta "Las Gaviotas" de San Isidro, en su propia estancia en Brandsen, y algún día que otro en la casa que había sido de su suegro y que ahora era de su esposa: la de Santa Fe 3240. Dicho sea de paso, allí vivía con su familia, Josefina González de Sorondo, hermana melliza de Rosa González, quien seguía siendo su propietaria, pero que la había prestado a su hermana, no obstante lo cual; todo un ala de la residencia seguía estando disponible para que se alojaran en ella Sáenz Peña y familia en sus cada vez más raros viajes a la capital desde Martínez, San Isidro o Brandsen.
En enero de 1914, los médicos habían autorizado para Roque un "paseo por Palermo" (allí se organizó lo de que a partir de abril "cuando mejorara", el presidente residiría en la casa de Santa Fe 3240). En febrero, Sáenz Peña (que seguía de licencia, encontrándose el vice, Victorino de la Plaza, a cargo de la presidencia) proclamó que se sentía "mucho mejor" (lo cual no era cierto) y que esperaba reasumir "el 10 de abril", por lo cual renovaba el pedido de licencia al Congreso hasta esa fecha. Eso originó un áspero debate, el cual ganó (con desempate del presidente provisional del Senado, Benito Villanueva), y el pedido fue concedido. 
El 18 de febrero (Sáenz Peña vivía por entonces en la quinta "Las Gaviotas", de San Isidro), su hija Rosita ("la Nena", como la llamaba Roque) le escribió al doctor Luis Güemes alarmada por la desmejora que experimentaba la salud de su padre. En abril se resolvió la mudanza a la casa de Santa Fe 3240, pero sólo de Rosa; mientras que el presidente seguía en San Isidro. Recién en julio se trasladó Roque definitivamente a la mansión de Santa Fe 3240. El 9 de ese mes, invitó a quienes habían sido sus ministros a un brindis con champagne en esa casa, con motivo de la fecha patria, y en esa ocasión les dijo: "en un mes estaremos de vuelta en la Rosada". 
No pudo ser: en la noche del 8 de agosto le dio un ACV, de resultas del cual falleció en la madrugada del 9. Su esposa, Rosa González, conservó toda su vida el cigarro que Roque estaba fumando al momento de sufrir el ataque cerebrovascular. 
Todo el país lloró la muerte de aquel ilustre y extraordinario presidente.

-Juan Carlos Serqueiros-

PRIMERA GUERRA MUNDIAL. LA TREGUA DE NAVIDAD (1914)




















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Un espectáculo asombroso, un episodio humano en mitad de las atrocidades. Por eso es quizá la mejor historia de Navidad de los tiempos modernos. (Arthur Conan Doyle)

El 28 de julio de 1914, el imperio austrohúngaro declaró la guerra a Serbia como consecuencia del atentado de Sarajevo en el que fueron asesinados el archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa Sofía, comenzando así la Gran Guerra (que después de 1945, fue clasificada en la historia como Primera Guerra Mundial y que en su tiempo fuera llamada en nuestro país -y en toda América- Guerra Europea).


Fue el fin de la "paz armada", una paz artificiosa parida con fórceps en base a estratégicas alianzas para constituir dos bloques de naciones más o menos equilibrados entre sí; mientras por su parte, cada una de ellas se preparaba aceleradamente para el conflicto bélico que se reputaba como inevitable. Se trató de una lucha entre imperialismos por la expansión territorial, el predominio en el desarrollo industrial y en el comercio mundial, y por el control de las materias primas en Asia y África. 
Austria-Hungría y Serbia, aliada a Rusia, se disputaban la primacía en los Balcanes. Alemania e Inglaterra se hallaban embarcadas en una carrera armamentística a gran escala. Y las enemigas históricas, Alemania y Francia, reeditaban antiguos odios, atizados nuevamente por el deseo de la segunda de ir por el desquite de la humillante derrota que había sufrido en la guerra franco-prusiana, a raíz de la cual había perdido en 1871 Alsacia y Lorena, y por el empeño que ponía la primera en germanizar esas regiones borrando en ellas todo vestigio de cultura gala. Y a esa lucha, entrarían los países extra-europeos que emergían como nuevas potencias industriales: Estados Unidos y Japón. Los nacionalismos se exacerbaron hasta un punto en el que habían dejado de ser puro y noble sentimiento patriótico y loable y legítima defensa de intereses nacionales; para degenerar en una franca xenofobia que era permanentemente alentada y fogoneada desde los gobiernos y los medios de prensa de los distintos países, exaltando hasta el paroxismo las virtudes de sus pueblos; al tiempo que negaban la existencia de cualquier valor en los demás.
En ese contexto signado principalmente por el fracaso de la política y la diplomacia, y el desencuentro y el odio, la especie humana tuvo un rapto -lamentablemente fugaz y efímero- de consciencia: lo que conocemos como Tregua de Navidad de 1914, cuando en el frente de guerra oficiales y soldados alemanes e ingleses establecieron de hecho, en la tarde del 24 de diciembre, un cese del fuego, y al día siguiente -Navidad- salieron de sus trincheras (que estaban separadas entre sí por menos de medio centenar de metros), se abrazaron, confraternizaron, intercambiaron cigarrillos, bebidas, chocolates, objetos personales y recuerdos familiares, se retrataron juntos, enterraron sus muertos, celebraron misas comunitarias y hasta jugaron partidos de fútbol. La Tregua de Navidad de 1914 es sin dudas ni quizás uno de los sucesos más fehaciente y abundantemente documentados de la historia universal: hay cartas de soldados y oficiales a sus familiares, fotografías y crónicas periodísticas narrándolo, testimoniándolo y hasta ilustrándolo con lujo de detalles.









Y sin embargo, transcurrido ya más de un siglo del acontecimiento y con tanta evidencia histórica disponible; la mayoría de la gente sigue prefiriendo creer en la versión edulcorada.
Según la cual todo se limitó a un hecho aislado y circunscripto a un puñado de soldados y oficiales alemanes e ingleses que lo protagonizaron en un punto específico del vasto escenario de la guerra: Ypres, en Bélgica; hecho ese al cual los gobiernos de los países beligerantes y los altos mandos de sus ejércitos pusieron rápido término, censurando a los medios de prensa, quemando la correspondencia, castigando a las tropas y rotándolas permanentemente a fin de que no se repitiera bla bla bla... 
La cosa no fue así, o por lo menos; no fue ni sólo ni tan así. La verdad histórica que surge de la evidencia documental y testimonial, es muy otra.
La Tregua de Navidad fue un suceso emanado de la voluntad pacifista de los combatientes manifestada sin distinción de bandos, y que no estuvo acotado a un punto; sino que se produjo simultáneamente a lo largo de toda la línea de trincheras del frente. Tampoco hubo uniformidad ni en los gobiernos ni en los altos mandos de los ejércitos de los tres países en cuanto a los criterios y procederes que adoptaron con respecto al acontecimiento producido. Así por ejemplo, la requisa y la quema de correspondencia y fotografías, la censura a la prensa y la imposición de castigos y fusilamientos a las tropas; fue la práctica corriente en el ejército francés (y de hecho, aún en la actualidad, en Francia todos los archivos -incluso los alemanes- relativos al suceso, están bajo su guarda y su control, y si bien se permite a los historiadores acceder a ellos bajo ciertas condiciones; no sólo no se publicita su existencia, sino que además; se evita cualquier referencia o alusión a los mismos). Los ingleses, por su parte, fueron menos rigurosos en el control y destrucción de las cartas, y no hubo censura a la prensa; sino que se dejó librada la cuestión a la responsabilidad de la misma. Todo lo cual, de paso; viene a explicar por qué se conservan muchas más cartas y fotografías procedentes de soldados y oficiales ingleses (y en menor medida, alemanes), que de franceses, y por qué no apareció la noticia en los periódicos galos.
Y es menester decirlo: quizá porque a quienes historiaron ese terrible azote de cuatro años que fue la Primera Guerra Mundial, un hecho breve como la Tregua de Navidad les pareció menor y merecedor sólo de la sucinta crónica del suceso, o por los motivos que hayan sido; lo real y concreto es que, paradojalmente, el arte lo reflejó más y mejor que la historiografía.
En materia de literatura, me parece sencillamente imperdible el relato "Tregua de Navidad", inserto en el libro Cuentos Completos, de Robert Graves (Titivillus 23.07.2015, edición digital en formato ePub, págs. 411 a 428). Si alguien desea leerlo y no lo tiene; puede pedírmelo por eMail y con todo gusto se lo enviaré.


En plástica, la que más impactó en mis sentidos, es la ilustración del artista ruso de vanguardia Fyodor Pavlov, extraordinariamente bella y de gran simbolismo, con el cielo límpido y las estrellas, entre las que se destaca la de Belén, brillando, el botiquín sanitario y los paquetes que intercambian el alemán y el inglés que están representados en medio de la blanca nieve que contrasta con la oscura trinchera:


El cine nos regaló la extraordinaria película Joyeux Nöel (Francia, 2005), guionada y dirigida por Christian Carion (que los argentinos vimos bajo el título Noche de paz). Este film -en mi concepto, una de las joyas de la cinematografía- presupuso para la elaboración del guión una exhaustiva y meritoria labor de buceo en los documentos y una esforzada, paciente y trabajosa recopilación de testimonios por parte de Carion. Y debo decir que harto frecuentemente ocurre que las más concienzudas y fructíferas investigaciones las llevan a cabo personas que no se dedican profesionalmente a la historia; incluso fue tal el grado de detalle con que realizó Carion la suya, que hasta exhumó el recuerdo del suceso -lamentable, deplorable y tristísimo- de un gatito que iba y venía entre las trincheras y que los franceses capturaron y mataron por... ¡espía! (juzgue por usted mismo, querido lector, hasta dónde pueden llegar la supina estupidez y la demencial brutalidad de algunos exponentes de la especie homo sapiens), y que después hubo de modificar forzosamente en el rodaje de la película, pues los actores se negaron terminantemente a representar tal escena:


Y la música y la lírica no se quedaron atrás, conmoviendo nuestros sentidos con las sublimes melodía y poesía de Pipes of Peace (Gaitas de paz), una hermosísima canción surgida en 1983 del genio de Paul McCartney:


pensando bien la cosa (Borges dixit), los iberoamericanos haríamos bien en tener siempre presente algo cuya relevancia olvidamos invariablemente cada vez que miramos al extranjero como modelo a seguir y ansiamos vernos reflejados en su espejo: en 1902, Argentina y Chile a través de sus presidentes Julio A. Roca y Germán Riesco, con la celebración de los Pactos de Mayo, desactivaron una guerra que a priori aparecía como inevitable, logrando de ese modo lo que no pudieron conseguir los países europeos en 1898 cuando la Alemania imperial de Guillermo II y la Francia republicana de Félix Faure, rechazaron la propuesta de limitación de armamentos y sometimiento obligatorio a arbitraje para la solución de conflictos elaborada por la Rusia zarista de Nicolás II, prefiriendo los europeos así, en cambio; continuar transitando el camino que los conduciría acelerada e indefectiblemente a la Primera Guerra Mundial.



Digamos que a todo esto, la humanidad (lo lamento, pero no tengo más remedio que generalizar) prefiere seguir haciendo como que no ve reiterarse una y otra vez el flagelo de la guerra. ¿Es razonable albergar esperanzas fundadas de que algún día haya paz en el planeta? Eso será materia de análisis y opinión de psicólogos, antropólogos y sociólogos; por mi parte, debo decir que soy francamente pesimista. 
¿Y cómo no habría de serlo, si en cinco milenios de la historia (pongamos, porque es ocioso ir todavía más atrás, incluso hasta cazadores-recolectores vs. agricultores y aún hasta masacres entre grupos de cazadores-recolectores; para ver pintada la misma escena), la constante es... la guerra?

-Juan Carlos Serqueiros-