domingo, 27 de enero de 2013

LOS HERMANOS QUE ERAN TÍO Y SOBRINO





















Escribe: Juan Carlos Serqueiros
 
El facineroso Rivera me ha vuelto a escribir. Creo que este pardejón está por volverse loco." (Carta de Juan Antonio Lavalleja a Juan Manuel de Rosas, del 25 de julio de 1839)
 
Soi impuesto de las medidas tomadas p.a aser venir a los indios a este punto con este ojeto fue Bernabelito y no dudo q.e el los aga venir prontam.te. (Carta de Fructuoso Rivera a Julián Espinosa, del 5 de abril de 1831)
 
Tengo la satisfacción de poner en conocimiento del Señor General que el resultado de la Comisión a que he sido destinado por el superior Gobierno ha sido el que los salvajes tuviesen 15 hombres muertos, 26 prisioneros y 57 personas, entre chinas y muchachos; han escapado 18 hombres, 8 muchachos de 6 a 7 años y 5 chinas. (Carta de Bernabé Rivera a Julián Laguna, del 24 de agosto de 1831)
 
El general José Fructuoso) Rivera y el coronel Bernabé (Juan Esteban) Rivera se llamaban mutuamente (no solamente en el trato familiar y cotidiano; sino también en la correspondencia privada que entre ellos se cursaban) hermano. Y como unidos por ese grado de parentesco los tenían todos quienes los conocían.
Pero ocurre que estos "hermanos" no eran tales en realidad, sino tío y sobrino.
La cuestión se originaba en uno de los tantos secretos familiares (que a veces terminaban siendo "secretos a voces"): pasó que una hermana de Fructuoso Rivera, mayor que éste, María Luisa (nacida el 25 de agosto de 1779), había concebido un hijo en 1795 fruto de sus relaciones con un tal Alejandro Duval. Para evitar el "escándalo" que presuponía por entonces el alumbrar un "hijo sin padre", es decir, sin casamiento debida y cristianamente bendecido por la sacrosanta iglesia; los padres de María Luisa: Pablo Perafán de la Ribera y Andrea Toscano, decidieron criar al recién nacido como si en lugar de su nieto fuera uno más de sus propios hijos, haciéndolo pasar como que había sido engendrado en una relación extra matrimonial de Pablo.
De resultas de ello, el tío, Fructuoso, que contaba por entonces 11 años de edad (había nacido en Durazno el 17 de octubre de 1784); y el sobrino, Bernabé -nombre este por el cual se lo llamaba familiarmente por haber sido bautizado un 11 de junio (de 1795) que en el santoral es día de san Bernabé  y que terminaría prevaleciendo por sobre el que fuera consignado en su fe de bautismo: Juan Esteban-, pasaron a ser "hermanos". Y en efecto, como tales se trataron siempre, ante propios y extraños.
Bernabé tenía prendas de carácter que a priori lo sindicaban como alguien en quien podían tenerse razonables y fundadas expectativas de que alcanzase un alto nivel de notabilidad en función de los servicios que supiera prestar a su patria. Veamos:
En 1811, contando 16 años de edad, fue a reunirse con Fructuoso, quien en febrero había adherido al Grito de Asencio con Viera y Benavides y quien como oficial de Artigas ya había protagonizado numerosos hechos que lo mostraban como merecedor del gran prestigio de que gozaba entre los paisanos que habitaban la campaña de la Banda Oriental. Bernabé se destacó como un oficial que era a la vez un consumado jinete, un profundo conocedor de la geografía en la que actuaba y alguien que detentaba un osado, temerario coraje; haciendo gala de su bravura y granjeándose así la consideración, el respeto y la simpatía de todos. Producida en 1816 la invasión luso-brasilera a la Banda Oriental, Bernabé cayó prisionero de los portugueses y fue recluído junto a otros jefes artiguistas como Andrés Guacurarí y Artigas, Juan Antonio Lavalleja, Fernando Otorgués, Leonardo Olivera y Manuel Artigas, en la lóbrega y tenebrosa prisión de Ilha das Cobras, frente a Río de Janeiro. Por entonces le escribía, el 5 de enero de 1820, a Fructuoso: 
Mi apreciable y distinguido hermano:
Recibí la de usted el 22 de diciembre, día en que recibimos otras de varios compañeros, en los momentos en que nos contábamos felices por haber tenido noticias y sobre todo de nuestro país que nos es lo más apreciado. Tuvimos la grande pérdida de la infantita de nuestro distinguido compañero don Juan Antonio Lavalleja, pérdida costosa para nosotros por ser la única distracción que teníamos en nuestras desgracias (Nota mía: Se refiere a la muerte de Rosaura, la hija mayor de Lavalleja y su esposa, Ana Monterroso). Dejo a usted de manifestar la bondad con que la naturaleza había distinguido esta apreciable niña, porque son imponderables los resultados de su muerte: lo ignoramos pues estaba muy sanita y mismo ese día le dio una enfermedad a las 11 y no llegó a la media tarde.
Hermano, nosotros estamos lo mismo; somos los únicos que nos contamos un tanto felices en cuanto al tratamiento, pero los demás compañeros no podrán decir esto mismo, principalmente, Andresito y Torgués (Nota mía: Andrés Guacurarí y Artigas, y Fernando Otorgués) y otros que están pereciendo por el mal trato. Don Manuel Artigas está incomunicado desde que lo trajeron a esta Corte, el patriota Haedo (Nota mía: Manuel Martínez de) está medio loco y creo lo perderemos si tarda su prisión algún tiempo más; él agradece sus finos recuerdos. Él es el que nos hace soportables los trabajos con su constancia y patriotismo que es lo que reina entre nosotros.
Expresiones a todos los compañeros (...).
Y usted reciba el corazón de su hermano que besa sus manos. (sic) 
A principios de 1820, Bernabé Rivera fue liberado por los portugueses y se encaminó a reunirse con Fructuoso, quien se había unido a los invasores luso-brasileros. Al servicio de Lecor y los imperiales seguirán ambos hasta que, a poco de producida la gesta de Los Treinta y tres Orientales, se reincorporó Fructuoso (al cual Lecor había convertido en general -brigadeiro do Imperio- y hasta le había hecho otorgar por Pedro I en 1825 un título nobiliario: barón de Tacuarembó) a los patriotas. Y detrás de él, también se pasaría Bernabé. 
Pero la buena letra de don Frutos duraría lo que la visión de una estrella fugaz, y para peor; Bernabé lo seguiría en sus malos pasos. Llevaría todo un libro detallar las felonías cometidas por aquel entonces por los "hermanos" Rivera; baste con decir que mientras Fructuoso saqueaba la caja del ejército para dilapidar el dinero en su incurable vicio de la timba y jugaba a dos puntas con los brasileros; Bernabé instigaba la deserción en las filas patriotas.
Instaurada luego de concluída la guerra con el Brasil la República Oriental del Uruguay y promulgada su constitución, Fructuoso Rivera fue "electo" presidente de la misma en 1830. El estulto pardejón, que no tenía aptitudes ni vocación para la presidencia y que si por algo la quería era para poder disponer libremente en provecho propio de los fondos del estado, vagar, jugar y holgazanear, delegó la administración del gobierno en el grupo llamado los cinco del barón y se fue, en compañía de su "hermano" Bernabelito, a perpetrar el espantoso etnocidio conocido como masacre de Salsipuedes (ver en este ENLACE mi artículo al respecto).
Por esa época ya nada quedaba en Bernabé Rivera de aquel promisorio oficial de Artigas que sufría su prisión en Ilha das Cobras y se desconsolaba con la muerte de la hijita de Lavalleja y las penurias de sus compañeros. Habíase casado con una brasilera, Manuela Belmonte, y convertídose en un sanguinario chacal. El 24 de octubre de 1831, en uno de los paréntesis puestos a su obsesiva compulsión a matar charrúas, fue comisionado por el presidente, o sea, su "hermano" Fructuoso, para fundar un pueblo en la zona de Tacuarembó, esto es, en el centro del país, lo cual verificó el 21 de enero de 1832, adjudicándose los primeros solares recién seis días después, el 27 de ese mes. A la población se le asignó "casualmente" el nombre de Villa de San Fructuoso, en obvia referencia al pardejón; pero disimulada bajo la excusa de que la fecha de la fundación efectiva había sido el 21 de enero (que en el santoral es día de san Fructuoso), en el que Bernabé Rivera eligió el sitio en el que habría de erigirse el poblado. El coronel Ramón de Cazeres (que fue el primero en asentarse en el lugar y que años después sería designado juez de paz en el mismo) en su Memoria Póstuma, narra cómo el pardejón le había encargado primero a él la tarea de elegir el lugar en el que se fundaría la proyectada población, y que él había determinado lo fuese en el Arroyo de la Tranquera; pero que llegado tiempo después Bernabé Rivera, éste se empeñó en que  lo fuera en el Rincón de Tía Ana, con lo cual el estado uruguayo tuvo que obligarse a indemnizar a quien detentaba la propiedad del terreno escogido para la colonia. Al respecto -y con un más que evidente resentimiento por lo que pasó-, un dolido Ramón de Cazeres consignaba: 
Marché pues á buscar un lugar en q.e situar al Pueblo de Taquarembó... Yo había elegido la fundacion del Pueblo, sobre el Arroyo de la Tranquera, en terrenos de los Salvañac. Di parte al Gob.no y marché a Paysandú a ponerme de acuerdo con las autoridades del Departam.to en conformidad de mis instrucciones... Quando llegué a Taquarembó ya venia en marcha el finado D.n Bernabé Rivera (Nota mía: lo de "finado" es porque cuando de Cazeres escribió su Memoria; ya Bernabé Rivera había muerto mucho antes, precisamente ese mismo año de 1832) con el Esq.on n.o 1.o de Linea, y algunas familias p.a fundar el nuevo pueblo... Llegó el Coron.l Rivera con amplias facultades; el Rubio Marquez le hizo concebir q.e el Rincon de Tia Ana, era propiedad publica, y q.e el Estado no tenia necesidad de hacer el sacrificio de imdemnizar a los Salvañac yo les dije que estaban equivocados, q.e aquel rincon era propiedad del Mor. Dutra (Nota mía: Claudio José Dutra), á quien tubo despues que imdemnizar el estado; Estoy seguro q.e si me hubiese empeñado se habria fundado el Pueblo donde yo queria... (sic)  
Aquella Villa de San Fructuoso, es la actual ciudad de Tacuarembó. Como vemos, ese arrogante y obcecado Bernabé Rivera llegado con el ejército de línea y amplias facultades para fundar un pueblo en 1832, distaba mucho de aquel Bernabelito que tantas expectativas había generado. Se le había despertado la ambición de poder. ¿Quién mejor que yo mismo para suceder a mi hermano? Al fin de cuentas, ¿no me aclaman mis paisanos?; esos que me alientan con un estentóreo ¡Bernabé, Bernabé!, debe de haber pensado, con el papel de civilizador metido en la piel. Un "civilizador" que no veía otro arbitrio que exterminar una etnia a la que reputaba como "raza indomable que infecta los desiertos",  con la cual había que concluir aprovechando sin titubear "la primera ocasión de neutralizar completamente el resto de aquellos obstinados infieles", según lo expresan sus propias palabras escritas en carta datada en Tacuarembó el 3 de febrero de 1832 a Santiago Vázquez, ministro de Guerra de su "hermano" Fructuoso.
Más le hubiese valido a aquel infeliz haber quedado en Tacuarembó. Su obsesión por matar a los charrúas que quedaban y especialmente al cacique Polidoro, representó su final, llegado en la forma de una muerte horrible a manos de aquellos mismos a quienes con tanta saña acosó y asesinó.
El 20 de junio de 1832, Bernabé Rivera y la tropa que lo acompañaba (unos 30 hombres), divisaron en la barra de Yacaré-Cururú a los charrúas que aún quedaban, y creyendo entonces que entre ellos se hallaba el cacique Polidoro, los acometieron con el objeto de matar a los hombres y capturar a las familias de éstos.
En realidad, sólo quedaban, después de las masacres de Salsipuedes y de  la Estancia del viejo Bonifacio (así llamada por ser de propiedad de Bonifacio Penda), 34 de ellos, de los cuales solamente 16 estaban entre aquellos con los cuales dio Bernabé Rivera esa mañana del 20 de junio; ya que el resto se hallaba cazando desde hacía dos días.
Al verse atacados, los charrúas huyeron; entonces Bernabé y los suyos, suponiéndolos una fácil presa, empezaron a perseguirlos. La tradición oral dice que Bernabé arengaba a sus soldados gritando: "¡Vamos, muchachos, que a esos perros ya los tenemos!".
A eso de una legua y media o dos, los charrúas se dieron cuenta de que la tropa de Bernabé se había dispersado en la carrera y que los caballos que montaban estaban ya muy cansados, y súbitamente volvieron sus caras y presentaron batalla. Su astucia y el factor sorpresa dieron a los indios un fácil triunfo: 12 muertos sea a lanzazos o a bolazos. Según los partes riveristas, los 12 muertos eran: 9 soldados (cuyos nombres no constan) y 3 oficiales: el coronel Bernabé Rivera; el mayor o teniente coronel (algunos documentos lo mencionan como mayor, otros como teniente coronel y otros simplemente como "comandante" pero sin especificar el grado) Pedro Bazán; y el teniente o alférez (los documentos lo consignan ya sea con uno u otro grado) Roque Viera, tuvieron las tropas de línea; y el mismo Bernabé fue aprisionado luego de que rodara su caballo.
Seguidamente, y tras algunas deliberaciones; los indios lo ejecutaron. Manuel, hermano del general Juan Antonio Lavalleja, en su Memoria, narra así las circunstancias de la muerte de Bernabé Rivera: 
Bernabé iba tocando la retaguardia de los indios, pero era él solo y tenía su tropa dispersa. Tales circunstancias volvieron cara los indios y empezaron a lancear a sus enemigos sin la menor resistencia;  en ese estado de desorden rodó el caballo de Bernabé, dejándolo a él prisionero; hasta entonces habían muerto quince hombres de los suyos y no murieron todos porque los indios no dieron un paso más delante de donde rodó Bernabé y se contentaron con él. Allí entraron a hacerle cargos de los asesinatos hechos á sus familias y compañeros; el teniente Javier, indio misionero y ladino, era de opinión que no se matara a Bernabé, que conservándolo vivo ellos rescatarían sus familias prisioneras, los otros indios incluso las chinas pedían su muerte y aquel les ofrecía cuanto ellos pudieran apetecer; les ofrecía que les haría entregar las mujeres e hijos; a esta oferta le preguntaron que quien entregaba las familias que él y su hermano habían muerto en Salsipuedes; Bernabé no tuvo que responder y entonces un indio llamado Joaquín lo pasó de una lanzada y a su ejemplo siguieron los demás; en fin murió, le cortaron la nariz y le sacaron las venas del brazo derecho para envolverlas en el palo de la lanza del primero que lo hirió, Lo arrastraron a una distancia donde había un pozo con agua, allí le metieron la cabeza dejándole el cuerpo fuera. Así concluyó Bernabé; lo sé por los mismos indios ejecutores, de quienes me he informado muy detenidamente, de los indios más capaces de explicarse que había entre ellos; diez meses estuve con ellos en el año treinta y tres y siempre era la conversación dominante del modo que mataron a Bernabé. (sic) 
En cuanto a su "hermano" Fructuoso, al conocer la muerte de Bernabé, le escribía al general Julián Laguna en carta del 28 de junio de 1832: 
(...) Amigo, q.e golpe ha resibido mi corazón, y q.e perdida acaba de hacer la Patria. El Pobre Bernabé después de haber concluido y asegurado todo aquello del Uruguay y en los momentos q.e iva a regresar a Tacuarembó, tuvo noticias del paradero del pequeño resto de charruas. Salio á buscarlos con una partida de 30 hombres, y los hallo en el mismo n.o. Los persiguió tenazm.te despues de haberles tomado las familias, y conciguió alcansarlos pero ya con muy pocos de su partida, y con los caballos muy pesados. Los indios se vieron acosados, y vieron q.e los q.e los perseguían eran muy pocos y en caballos cansados, y se resolvieron á pelear con resolucion. Perdimos dos ofic.s y nueve hombres, y perdimos amigo mío, seguram.te á Bernabe que tubo la desgracia de rodar, y quedar en poder de los barbaros.
¡Paciencia! Yo quedo algo enfermo, y deceo que llegue V. aquí cuanto antes por q.e lo necesito mucho.
Su afmo. am.o y ser.or q.s.m.b. 
También le escribía a su gran amigo Julián Espinosa el 16 de julio:
Julian amigo (…) Nada puedo escrevirte sobre el destino q.e. le estaba preparado a mi desgraciado ermano ya no eciste Julian graua (Nota mía: debe de haber querido escribir “gradúa”) tu cual podra ser el tamaño de mi dolor aviend.lo perdido en la flor de sus días, yo no se si podre verte a ti, sin llorar tal es la inprecion q.e me causan los objetos q.e veo y q.e conocia q.e eran de su aprecio, no puedo ser en esto mas largo no me ables tu mas de ello por q.e. me aras llorar como a sucedido con tus cartas q.e. has escrito a mi Bernardina (…) (sic) 
Su último acto como presidente fue exigir que se le entregasen 50.000 pesos fuertes en pago de sus "patrióticos servicios prestados".
Requerido para formar un triunvirato junto a Venancio Flores y Juan Antonio Lavalleja, Rivera partió desde su exilio en Brasil, con rumbo a Montevideo. No alcanzaría a llegar; enfermo de tisis, falleció en el Rancho de Bartolo Silva, situado sobre el Arroyo de los Conventos próximo a la Villa de Melo, el 13 de enero de 1854 a las seis y diez de la mañana.
No es cierta la especie que han difundido algunos historiadores en el sentido de que su "cadáver hediondo" fuera "echado en un barril de aguardiente para ser llevado hasta Montevideo". El coronel Brígido Silveira, ante la carencia en Melo de los medios necesarios para hacer embalsamar el cadáver; dispuso "hacer un cajón de madera y otro de zinc para colocar dentro el cuerpo desnudo empapado en alcohol".
El 14 de enero de 1854 partió desde Melo el cortejo fúnebre, llegando a Montevideo el 19 de ese mes. El 20 se lo sepultó en la nave lateral izquierda de la iglesia de la Matriz (la catedral), junto a los restos del general Juan Antonio Lavalleja, que había fallecido poco tiempo antes que Rivera, el 22 de octubre de 1853.
Ironías (o quizá fueran mensajes) del destino: aquellos dos compadres, Lavalleja y Rivera, que en vida habían sido ora entrañables amigos, ora enconados enemigos; se reunían en la muerte.
Juan Carlos Serqueiros

jueves, 24 de enero de 2013

ADIÓS, MUÑECA

























Escribe: Juan Carlos Serqueiros
 
Incluso en Central Avenue, que no es la calle más discreta del mundo en materia de vestimenta, pasaba tan inadvertido como una tarántula en un trozo de bizcocho. (Raymond Chandler, "Adiós, muñeca")
 
Resulta difícil, o imposible (y tarea ingrata, si las hay), establecer cuál de las novelas de Raymond Chandler de la serie Marlowe es la mejor, la más lograda; pero no es menos cierto que Adiós, muñeca (Farewell, my lovely, en el original inglés) es uno de los puntos más altos de la saga.
Al salir de la cárcel, Moose Malloy, un hombre de talla gigantesca estrafalariamente vestido, emprende la búsqueda de su antiguo amor que tuvo antes de ser él un presidiario: Velma Valento, una figura de cabaret; y no tiene mejor idea que comenzar sus indagaciones en un local para negros: el bar de Florian. El dueño del local intenta echar a Malloy del mismo, y entonces éste lo mata, y Marlowe se ve involucrado por la policía en la investigación del hecho.
Paralelamente a ello, por encargo de un gigoló, el detective comienza a trabajar en otro caso, que en principio parece no estar relacionado con el de Malloy y su Velma; pero que el devenir de los sucesos va a dejar en evidencia que sí está  concatenado. Marlowe se envuelve así en una compleja, intrincada, siniestra trama que lo conduce a una lucha desigual contra los poderes corruptos que predominan en su ciudad: Los Angeles.
Un thriller extraordinario de Chandler; con un Marlowe más irónico que nunca, al que su incorruptible honestidad llevará a afrontar mil peligros hasta descubrir la verdad y poder retornar a su modesta oficina en espera del próximo caso que el azar le depare, y a sus sesudas partidas de ajedrez en "compañía" de sus cigarrillos, su whisky y esa fiel dama que no se despega de su lado: la soledad.
Adiós, muñeca fue llevada al cine en una recordada película estrenada en 1975, con Robert Mitchum (en mi humilde opinión, el actor que mejor acertó a representar al detective creado por Chandler; superando incluso al mismísimo Humprey Bogart) en el rol protagónico de Philip Marlowe; y Charlotte Rampling encarnando a Velma Valento.
Ambos, libro y película; para disfrutarlos en serio, intensa y largamente.

sábado, 12 de enero de 2013

LA ROSA DE PARACELSO















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

La rosa de Paracelso es uno de los más sublimes cuentos de Jorge Luis Borges. Veamos:

LA ROSA DE PARACELSO
Jorge Luis Borges

De Quincey: Writings, XIII, 345

En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano. Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló.
-Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente -dijo no sin cierta pompa-, No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
-Mi nombre es lo de menos -replicó el otro-. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
-Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo,
-El oro no me importa -respondió el otro-. Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
-El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:
-Pero, ¿hay una meta?
Paracelso se rió.
-Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que "hay" un Camino,
Hubo un silencio, y dijo el otro:
-Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino,
-¿Cuándo? -dijo con inquietud Paracelso.
-Ahora mismo -dijo con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
El muchacho elevó en el aire la rosa.
-Es fama -dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
-Eres muy crédulo -dijo el maestro- No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
-Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
-Eres crédulo -dijo-. ¿ Dices que soy capaz de destruirla?
-Nadie es incapaz de destruirla -dijo el discípulo.
-Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
-No estamos en el Paraíso -dijo tercamente el muchacho-; aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto en pie.
-¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
-Una rosa puede quemarse -dijo con desafío el discípulo.
-Aún queda fuego en la chimenea -dijo Paracelso-. Si arrojaras esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
-¿Una palabra? -dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?
Paracelso le miró con tristeza.
-El atanor está apagado -repitió-- y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
-No me atrevo a preguntar cuáles son -dijo el otro con astucia o con humildad.
-Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.
El discípulo dijo con frialdad:
-Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa.
No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
-Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
-Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?
El otro replicó, tembloroso:
-Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
-Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
-He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retornó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.


Este cuento, publicado por primera vez en 1977 en el libro Rosa y azul, fue incluido también en La memoria de Shakespeare, editado en 1983.
Extrañamente, La rosa de Paracelso está, al menos en las preferencias de los lectores argentinos, relegado con respecto a otros cuentos de Borges como por ejemplo El hombre de la esquina rosada, El muerto y La intrusa. ¿Se deberá ello a que está tan exquisitamente escrito que representa acabadamente la perfección literaria y a que la esplendorosa  belleza del texto es tan inmarcesible que deslumbra hasta el extremo de impedir su plena percepción? ¿Quién es capaz de discernir los inefables procesos del colectivo que conducen a reputar una obra como primando por sobre otra u otras? Chi lo sa...
En él, Borges derrama su erudición como el maná que cayó del cielo. Pero la generosidad de tal entrega no lo inhibe a la hora de incurrir en esas "trampitas" lanzadas como dardos-desafíos, a los que tan afecto se mostró siempre con el finísimo humor del que hacía abusiva gala.
El "De Quincey" autor del Writings de la referencia del encabezado, es Thomas de Quincey (1785-1859), un escritor inglés, adicto al opio, citado por Borges con frecuencia y que en Suspiria de Profundis consigna: "(...) la jactancia de Paracelso, que afirmaba poder resucitar la rosa o la violeta originarias de las cenizas de su combustión".
Todo el Borges universalista, escéptico, invariablemente insatisfecho, políglota, genialmente irónico e incapaz de ser feliz está allí, en La rosa de Paracelso: la Qaballah (Cábala) hebrea, la Piedra Filosofal capaz de trasmutar el plomo en oro, la búsqueda afanosa e irremisiblemente estéril de Dios devenido en dios, la referencia a Moisés con lo de cruzar el desierto y la tierra prometida, la torpe y desesperada urgencia perentoria y exigente de la juventud y la resignación de la sapiente senectud ante el íntimo convencimiento de la imposibilidad de transferir la Gnosis, el pensamiento que se nos vuela en dirección a los rosacruces, la inmortalidad del alma simbolizada en la rosa que a pesar de ser arrojada a las llamas; renace con la Palabra, lo que nos lleva de suyo a la ineludible reminiscencia del versículo bíblico Juan 1:1-3 ("En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas"), la mímesis dual del autor, ora con el Maestro, ora con el aspirante a discípulo, el vicio borgeano recurrente de apelar a lo conocido para "inventar" el nombre de este último (del discípulo, quiero decir): Johannes Grisebach, surgido de la combinación del nombre del poeta alemán Johannes Scheffler, con el apellido del escritor también alemán Eduard Grisebach; tal como lo hizo cuando, por ejemplo, utilizó en Historia universal de la infamia los verdaderos nombre y apellido de su amigo Xul Solar: Alejandro (Alexander) Schultz, la velada crítica a la presuntuosa Iglesia que estúpidamente infatuada se expresaba en latín, pretendiendo a la vez hacerse entender por el vulgo; la carencia de esa fe que reclama el Maestro, en pugna con la impaciente avidez del Saber que expresa el discípulo; la hipocresía de declarar lo que no se siente...
Fue la lectura de este cuento lo que me llevó a comprender a un Borges al que siempre admiré, pero hacia el cual (torpe y necio de mí) sentía a la vez una bronca tenaz de cuyo peso pude librarme, afortunadamente.
La rosa de Paracelso en su brevedad es, para placer del espíritu, lo mismo que un delicado pero necesariamente mezquino plato de haute cuisine para el exigente paladar de un gourmet: el anhelo incansable de, y la creencia efectiva en; un ¡más!.
La rosa de Paracelso es la magia borgeana, la sublimación de la metáfora, la inmanencia de lo simbólico. Es, en fin; lo más.

-Juan Carlos Serqueiros-