domingo, 12 de noviembre de 2017

EL CACIQUE BLANCO. SEGUNDA PARTE






































Escribe: Juan Carlos Serqueiros


(Los habitantes de los territorios nacionales son) parias sometidos al destino que les deparan los funcionarios que les mandan desde esta capital, (así, esos territorios constituyen) verdaderos refugios de pecadores y de vagos donde encuentran fácil acomodo los peores elementos de comité, como los favoritos que venían de la metrópoli en tiempos de la colonia, a enriquecerse en un medio sin vinculación, sin nada que los ligara, con amor a la tierra a donde van sin ánimo de trabajar, pero ávidos por enriquecerse. (Benjamín Villafañe, diputado por Jujuy, discurso en el Congreso de la Nación, setiembre de 1921)

En 1912, el presidente Roque Sáez Peña dispuso la creación en el Chaco de la Reducción de Indios de Napalpí, a cuyo frente se designó, en 1913, al naturalista Enrique Lynch Arribálzaga (quien seis años antes había fundado la Sociedad Protectora del Indio).
La solución al problema indígena que proponía Lynch Arribálzaga estaba basada en la erección de escuelas en las cuales se impartiría a los niños indios una educación tal, que además de sustraerlos al analfabetismo; estuviera orientada al aprendizaje de oficios (es decir, la que llamaríamos hoy “con salida laboral”), inculcándoles, además; hábitos que los condujeran gradualmente al abandono de la superstición, el animismo y la organización clánica, y los convenciera de adherir al concepto de propiedad de la tierra y de los medios de producción; renunciando al que tenían adoptado, el cual se caracterizaba -consignó- por “el nomadismo, la posesión y el usufructo más o menos comunista de la propiedad” (sic). Confiaba en que una nueva generación indígena, educada con esos métodos y herramientas que recomendaba, podía ser llevada a estadios sociales superiores, previo paso por reducciones aborígenes que se autofinanciarían mediante la agricultura y la explotación forestal.  
Desde un indigenismo declamatorio, trasnochado, disgregador y con veleidades academicistas más propias de esos intelectualoides ensoberbecidos que se pavonean muy orondos presumiendo del dudoso privilegio de pertenecer a la vanguardia; que de auténticos inteligentes, a menudo se ningunea la figura histórica de Lynch Arribálzaga so pretexto de sus postulados paternalistas (¿qué pretenderán que fuera, a principios del siglo XX?), apelando para ello al anacronismo y a la reproducción descontextualizada de frases suyas, las cuales son citadas peyorativamente y con sorna.
El indigenismo sustentador de la tesis de un “Estado nacional de origen genocida”, al cual propugna reemplazar por otro que sea “plurinacional”; así como su antítesis, esto es, la visión sesgada, esclerosada y obstinadamente acrítica parapetada tras un absurdo negacionismo recalcitrante y obtuso, son las dos caras de una misma vil moneda.
Si afligente era la dramática situación de los indios, ya irremisiblemente quebrados su modo de vida y sus medios tradicionales de subsistencia; en modo alguno constituía una problemática menor y más sencilla de resolver la representada por los inmigrantes que arribados al Chaco, le conferían su característica de tierra con población aluvional, ora con su melancólica indiferencia, ora con su franca cuando no cerril oposición a las reglas que se habían estipulado previamente para regir el proceso de su argentinización. No era aquel un panorama precisamente halagüeño, por cierto.
En 1914 (postrimerías del orden conservador 1904-1916), Alejandro Gancedo fue designado gobernador del Chaco.
Tucumano por nacimiento y crianza, porteño por formación y educación y santiagueño-chaqueño por adopción, Gancedo era un científico en toda la línea: ingeniero y docente de profesión; y geógrafo, astrónomo, cartógrafo y botánico amateur. Su nombramiento estaba motivado en el propósito de llevar a la gobernación a un técnico y hombre de ciencia que fuese, a la vez, conocedor profundo del territorio y con las aptitud y capacidad imprescindibles como para trascender las funciones meramente administrativas; consagrándose también a las cuestiones sociales y étnicas, y a los problemas operativos y de infraestructura que afectaban al Chaco.
El presidente Roque Sáez Peña y su ministro del Interior Indalecio Gómez encontraron en el ingeniero Gancedo al hombre ideal para el cargo.
Su gobernación fue excelente. Se interesó muy especialmente por la situación de los indios, apoyando decidida y eficazmente a la reducción de Napalpí. En procura de evitar los abusos patronales, implantó la obligatoriedad de la libreta de trabajo en los obrajes. Jerarquizó la policía y mejoró su servicio, a través de una esmerada selección del personal que la componía, aumentando el número de comisarías y dotando de destacamentos a los rincones del territorio que carecían de ellos (lo cual, de paso, representó un notorio incremento en la lucha contra el flagelo del cuatrerismo).
Mas lo bueno dura poco (Landriscina dixit) y a la meritoria, luminosa gestión de Gancedo, subseguirían las tinieblas de una larga noche radical signada por la arbitrariedad, la corrupción y el peculado, que ominosa e implacable vendría a cernirse sobre aquel Chaco que contaba por entonces 46.000 almas que lo habitaban. Señor Hipólito Yrigoyen, su turno.
Habiéndose recibido de la presidencia el 12 de octubre de 1916, Yrigoyen, con su exasperante  lentitud y su inveterado personalismo, se tomó un tiempo excesivo para elegir a quien pondría al frente de la gobernación del Chaco, lo cual recién hizo seis meses después de asumir, ya pasado el primer trimestre de 1917, más precisamente el 20 de abril, resolviéndose (es una manera de expresarlo) por Enrique Cáceres.
Dada la catadura moral del designado, es inevitable que surja en uno el deseo de que las cosas hubiesen ocurrido de modo que aquella morosidad en llenar el cargo se prolongara in aetérnum; porque como perspicazmente solía sentenciar mi abuelo: “pa’ semejante bombilla, mejor es tomar el mate a tragos”. A poco de llegar al territorio, el hasta allí ignoto y oscuro politicastro Cáceres se evidenciaría como lo que en efecto era: un sujeto de avería.
Extraño al medio, venal y arbitrario, no perseguía más propósito que medrar en un cargo que le posibilitaba operar negocios ilícitos. Era vox populi que actuaba en escandalosa connivencia con tenebrosas organizaciones dedicadas al abigeato y al proxenetismo, a las que protegía y amparaba. Y eran esas actividades delictivas las que constituían sus principales fuentes de financiamiento y enriquecimiento personales: hacía la diaria coimeando a los propietarios de casas de tolerancia y redondeaba su fortuna con los cuantiosos ingresos que le producían los arreos de cientos de vacunos robados hasta las provincias de Santa Fe y Santiago del Estero, a las cuales se extendían ramificaciones de las bandas que ejercían el cuatrerismo en el Chaco con la impunidad que él les garantizaba.
Las trapisondas de Cáceres llegaron a su fin en 1920, cuando ordenó a sus esbirros meter preso al director del diario La Voz del Chaco, Angel D’Ambra, achacándole el estar incurso en el “imperdonable delito” de criticarlo, disponiendo, asimismo. la clausura del periódico. En la población, harta ya de soportar sus abusos, se propagó rápidamente el rumor de que D’Ambra había sufrido apremios ilegales y torturas, y Resistencia se convirtió en un polvorín. Se esperaba que de un momento a otro estallara una pueblada contra Cáceres, ante lo cual éste, escoltado y custodiado fuertemente por la policía (adicta a él y cómplice en los latrocinios que perpetraba), hizo mutis por el foro el 14 de setiembre en que abordó el tren que lo llevaría a Buenos Aires, abandonando para siempre aquel territorio (o más apropiadamente expresado, huyendo del mismo).
¿Qué motivos llevaron a Yrigoyen -que era de una estricta y jamás desmentida honradez- a colocar en la gobernación del Chaco a un deleznable cachafaz como Cáceres, y encima; prefiriéndolo antes que a otros correligionarios suyos de mayor prestigio y con más méritos como, por ejemplo, Oreste Arbó y Blanco, quien también aspiraba al cargo, era un fiel y consecuente amigo suyo, había demostrado una lealtad inquebrantable hacia el partido radical y era hombre de incorruptible honestidad? Nunca los explicó, empecinándose en mantener sobre el particular un hermético silencio; con lo cual la cuestión pasó a engrosar la interminable lista de secretos que el enigmático Peludo, cuyos designios eran las más de las veces inescrutables, llevaría consigo al descender a la tumba.
Precipitados aquellos sucesos, Yrigoyen, con una celeridad inusual en él (y que sorprendió a propios y extraños), se apresuraría, el 30 de setiembre, a designar en su reemplazo a Oreste Arbó y Blanco. El nombrado tenía la ventaja de estar, en esos momentos apremiantes, muy cerca del lugar de los hechos (era el intendente de Corrientes, pues Yrigoyen, el 23 de julio de 1918, lo había hecho designar en tal cargo, quizá en compensación y desagravio por su anterior preferencia en favor de Cáceres para la gobernación del Chaco); así que le bastaba con cruzar el río para asumir el gobierno en Resistencia. Lo cual efectivamente hizo, el 1 de octubre. 
Una de sus primeras medidas fue la de ordenar, el 11, la inmediata liberación de D’Ambra. La gestión de Arbó y Blanco fue muy destacable y de puertas abiertas, distinguiéndose por una evidente moralización en las cuestiones administrativas y burocráticas, en el llenado de los cargos y empleos, en la depuración de la policía y en la lucha contra el cuatrerismo. Evidenció un puntilloso respeto por  el derecho vecinal, mejoró caminos y la infraestructura del puerto de Barranqueras, creó escuelas, juzgados de paz, organizó nuevas colonias y, sobre todo; hizo hincapié en la cuestión salud pública, a la cual favoreció cuanto pudo.
La prudencia, el sentido común, la probidad, la transparencia y el aplicado esfuerzo de Arbó y Blanco, iban borrando el mal recuerdo que había dejado la espantosa “administración” de Cáceres, y parecía que por fin, las cosas se encarrilaban. Pero... parecía, nomás. El gobernador enfermó gravemente y debió trasladarse, para recibir una mejor atención médica, a Buenos Aires, donde falleció el 5 de diciembre de 1922. Yrigoyen -que el 12 de octubre había traspasado la presidencia de la República a Marcelo T. de Alvear- estuvo junto a él en su lecho de muerte y lo acompañó hasta su última morada.
Si Yrigoyen se había tomado nada menos que seis meses para designar gobernador del Chaco al funesto Cáceres; Alvear lo superaría en morosidad: ocho meses tardó, para terminar nombrando en dicho cargo a un personaje tan abyecto, siniestro y repulsivo, que su sola mención continúa, aún hoy en día, provocando horror y repudio.
En las próximas entregas llegaremos, estimado lector, a una de las páginas más negras de la historia chaqueña. Pero también arribaremos a otra en la cual veremos cómo el empuje y el tesón proverbiales en uno de los hombres más notables que actuaran en esa tierra, abrirían nuevamente la senda a un futuro mejor.

Continuará

-Juan Carlos Serqueiros-