sábado, 10 de mayo de 2014

YA SE FUE, YA SE FUE / EL BURRITO CORDOBÉS. SEGUNDA PARTE






































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

En política, como en todas las cosas, no hay falta que tarde o temprano no se pague. (Julio A. Roca en carta a Agustín de Vedia, 1887)

A fuerza de machacar con el apodo que le puso Don Quijote y la abundante iconografía del burrito cordobés, la imagen que ha llegado a nuestros días de Juárez Celman es la de un sujeto de escaso o nulo intelecto y carente de patriotismo. Pero hay un problema: no es la que se corresponde con la realidad.
Perteneciente a una linajuda familia cordobesa, había abrevado en las fuentes del positivismo liberal y abrazado esas ideas con ardor. No le faltaban ambición, empuje y habilidad, y había hecho en Córdoba una más que buena gobernación tras la cual fue designado senador por su provincia. Su aspiración -a todos inocultada, por otra parte- era presidir la Nación, para lo cual se valdría del por entonces primer mandatario: su concuñado Julio A. Roca (ambos estaban casados con mujeres de la familia de los Funes: con Elisa, Juárez Celman; y con Clara, el Zorro).
En su Soy Roca, Félix Luna hace aparecer a éste como no teniendo nada que ver, como resignándose a la candidatura de su hermano político porque no le quedaba otro remedio. Se trata de una mentirita piadosa, una gentileza del bueno de don Luna, tan acostumbrado él a no andar parándose en pelillos de exactitud histórica a la hora de las amabilidades o los denuestos (como cuando escribió, refiriéndose a la gira europea de Eva Perón, "se nota que ha peculiado mucho", ¿se acuerda, Félix?; yo no me olvido). En fin, son esas cositas de la "novela histórica"... y de las miserias humanas.
La verdad es que el "gran culpable" de que Juárez Celman haya llegado a la presidencia de la República no fue otro que Roca, quien ya por el 13 de junio de 1882 le escribía a su concuñado tranquilizándolo y dándole las más absolutas seguridades de que lo llevaría a la más alta magistratura del país:

... Cualquier cosa que suceda y cualquiera sea mi conducta, debe usted estar persuadido de que soy siempre su mejor amigo y que nunca he de hacer nada que pueda verdaderamente dañarlo en lo más mínimo...

Clarísimo, ¿no? E ilevantable. Después de derribar, por medios más o menos sutiles, las candidaturas de Benjamín Victorica y Bernardo de Irigoyen; Roca dejó en pie la de Juárez. Los de la liga de gobernadores, con alguna que otra excepción, se apresuraron a ponerse al lado del caballo del comisario
Decía antes que Juárez Celman no era bruto ni carente de patriotismo; fallaba el político porque fallaba el hombre. Tan simple (e irremediable) como eso. Pero no fallaba por cuestiones relativas a su intelecto ni por no experimentar el sentimiento de nacencia y pertenencia en y a, este suelo argentino, no; la falla era -si cabe- mucho más grave, porque estaba en su índole: Juárez Celman era soberbio, envidioso e iracundo. Una cosita de nada: fácil presa de tres pecados capitales.
Se miraba en el espejo de su concuñado viendo sólo su exterior,  y en su debilidad intrínseca creía que bastaba con emularlo; porque después de todo, si el Zorro podía, ¿por qué no habría de poder él, que se sabía mucho mejor que su pariente? Creyó que Roca había llegado a la presidencia sólo por obra y gracia de la liga de gobernadores (en la cual él había tenido una capital importancia); sin percatarse de que ese factor era una simple herramienta que en caso de no servirle, el otro habría reemplazado por una distinta y a otra cosa. Se creyó un sol, cuando no era más que un satélite, o a lo sumo, un onambólico asteroide (Indio Solari dixit).
Evidenció su torpe soberbia creyendo que iba a comerse cruda a Buenos Aires, con el previsible resultado de que ésta se abroqueló en el rechazo al provincianito que venía con la pretensión de pisotearla y al cual en adelante llamaría burrito cordobés. Es sugerente (y sólo explicable por su altanería, que lo llevaba a tener cegada la aguda percepción que lo había caracterizado antes) que no haya reparado en que si Buenos Aires había terminado por aceptar a Roca (que asumió la presidencia luego de una guerra civil desatada precisamente por el localismo porteño y que a pesar de eso siempre se preocupó de no ofenderlo), ello se debía al hecho de que el Zorro se mantuvo -al menos, públicamente y en sus actos de gobierno- prescindente de esa división; si triunfó sobre el mitrismo y el tejedorismo, eso le era bastante a sus fines políticos ("sellaremos con sangre y fundiremos con el sable esta nacionalidad argentina", había escrito por entonces), lo demás no le interesaba y atinó a no caer en la  venganza siempre estéril, adoptando como norma inflexible el no participar -directamente- en la política de Buenos Aires. Juárez Celman, en cambio, se complacía en su soberbia, la cual para peor, era fogoneada más y más por un grupejo de obsecuentes. Y si al tener que vivir en Buenos Aires, Roca adquirió una casa a la cual amplió y modificó sin caer nunca en la ostentación ofensiva; su concuñado se hizo levantar para sí una babilónica residencia: un palazzo ubicado en el Paseo de Julio (la actual avenida Alem) N° 551, cuyo diseño encargó al arquitecto italiano Francisco Tamburini; porque si bien Juárez Celman rechazaba y despreciaba la "barbarie" del caudillismo, debe de haberse sentido en su altivez como Estanislao López y Pancho Ramírez cuando ataron sus caballos en la pirámide de la plaza de la Victoria.


Juárez era envidioso. El éxito y el prestigio que siempre alcanzaba el Zorro en todas y cada una de las cosas que encaraba, logrando salir invariablemente airoso; su psique los sentía como carencias suyas. Roca era plenamente consciente de sus atributos, pero también lo era de sus limitaciones. Por ejemplo, en ese tiempo de brillantes oradores y sabiendo que él mismo no poseía tal habilidad, sus discursos no perseguían el floreo personal, sino que estaban cuidadosamente preparados con frases bien cortadas, pero dirigidos exclusivamente al objeto del mismo, con sencillez y practicidad. En cambio, Juárez Celman, incapaz de admirar en otros las cualidades que a él le faltaban (no había sido tampoco, por cierto, favorecido con el don de la elocuencia precisamente) sufría eso, y a la vez, como defensa al estar privado de algo  que consideraba fundamental (como si la palabra gobierno fuese distinta según se pronunciara "en porteño" o "en cordobés"); se empeñaba en sentirse superior al mismísimo Demóstenes, achacándole la "culpa" de su propia carencia a su tonada cordobesa, la cual por más que lo intentara, no lograba esconder. ¡Pobre burrito cordobés, qué pequeño debe de haberse sentido en la cámara de senadores con semejante complejo de inferioridad! Y pobre el país, que debió soportar su gobierno.
Y era, además, un iracundo. Roca había edificado su poder sin humillar a las provincias exigiéndoles a los gobiernos de éstas una absoluto acatamiento a la voluntad presidencial, por lo contrario; sin necesidad de resignar fortaleza ni andar imponiendo procónsules, se abstuvo de caer en semejante aberración, y hasta en ocasiones, apoyó a decididos adversarios suyos, como hizo, por ejemplo, con Máximo Paz. En cambio, Juárez desató su ira presidencial sobre Tucumán haciendo derrocar en 1887 al gobernador Juan Posse por el "imperdonable delito" de que los electores de esa provincia habían votado en contra de su candidatura (cuando por entonces -1886-, Posse ni siquiera era gobernador todavía); descargó asimismo su cólera irreflexiva sobre el gobernador de Córdoba, Ambrosio Olmos, al cual hizo voltear a través de un proceso infame, para poner en lugar de él ¡a su propio hermano, Marcos Juárez!; y también terminó por hacer destituir al gobernador de Mendoza, Tiburcio Benegas.
Decididamente, la presidencia estaba así en manos de un botarate irresponsable, fatuo, resentido y colérico.
En la próxima (y última) parte de este artículo, veremos el proceso de su caída.

Continuará