domingo, 11 de diciembre de 2016

SUBMARINO SOLUBLE


























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Por ejemplo, tengo claustrofobia, me he tenido que bajar de aviones para ir a tocar. (Indio Solari)

SUBMARINO SOLUBLE
(Solari)

¡No me obedece más la nave donde estoy!
(me pregunto por qué no me obedece más...)
Planetaria es mi fortuna pero hundida en un océano.

Abandonado aquí en Cibernube. 
En la profundidad virtual de un negro mar.
Planetaria criatura... mi mirada nunca aprendió a llorar.

¡Lo que hay que sufrir en esta hojalata!
Yendo al muere... quieto... ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Pienso si estaría más a gusto ahí fuera. 
Miro las pantallas... ¡Aleluya! ¡Aleluya!

Me hostigan mal desde el Control.
Tantas consignas me hacen ver que solo estoy.
Planetaria es mi fortuna pero hundida en un océano. 

¡Mi cápsula neural ya no me hace efecto!
¡Y el joystick rojo no gobierna nada más!
¡No me obedece más la nave donde estoy!
¡Falta el aire! La luz parpadea...

¡Lo que hay que sufrir en esta hojalata!
Yendo al muere... quieto... ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Pienso si estaría más a gusto ahí… fuera. 
Miro las pantallas... ¡Aleluya! ¡Aleluya!

Control insiste en que es normal lo que ocurre,
que estar tan solo, así, puede hacer mal...
Planetaria criatura mi mirada nunca aprendió a llorar. 

Me arrastro muy lentamente, sobre mi vientre... ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Adivino más que veo
un campo soleado en mí... ¡Aleluya! ¡Aleluya!

Los amantes de las letras “explícitas” (?) estarán de parabienes, porque difícilmente encuentren otra de Solari tan “directa” como esta.
Como consigné en artículos precedentes, El perfume de la tempestad no es un disco. Bah... en realidad, sí es un disco; pero lo que pretendo significar es que no es solamente un disco; sino que es "arte siglo XXI", es decir, una obra que contiene, en un mismo packaging, elementos de distintas disciplinas: poesía, música y arte gráfico.
En Momo Sampler, el Indio ya nos alertaba desde Dr. Saturno sobre el hartazgo que sentía, y producida luego la disolución de la banda; se embarcó en un proceso creativo sumamente ambicioso que trasciende lo estrictamente musical y abarca otras manifestaciones artísticas.
En ese orden de ideas, lo visual pasa a ser parte integrante de la obra, no ya como aquel mero viejo y cansado arte de tapa; sino concebido como íntimamente concatenado con el resto, es decir, con lo lírico, con lo melódico y hasta con el "envoltorio"; todo configurando un paquete de novedoso formato de unicidad estética.
Si el corolario inmediato posterior a aquellos lejanos 60 que fueron “tres putos años nomás” (exactísima y genial definición solariana), fue lo que llamábamos -tal vez con excesiva presuntuosidad- “música progresiva”, esa que sin estar limitada ni obligada a encasillarse en ningún género (la universalidad era el único dogma que reconocía) y partiendo de estructuras simples, evolucionaba, progresaba, hasta lograr texturas infinitamente más elaboradas; el avance de la tecnología volvió perimido ese concepto y produjo, en cambio, un efecto sinérgico asociando la música a las artes plásticas y visuales en contenidos multimedia.
Veamos, si no, la obra cuasi póstuma de David Bowie, Blackstar, con ese video realmente conmovedor. A propósito de eso, dijo el Indio en la última nota que le hizo la revista Rolling Stone: “Y eso es lo que hizo Bowie, una obra maestra… los coros, ese saxo free, la voz de él, los videos… Lo que son los videos… son de un dramatismo…” (sic)
El perfume de la tempestad es una obra autorreferencial. A tal punto es así, que resulta imposible afirmar que se la ha comprendido; si previamente no se admitió eso. Y como hemos visto, no es simplemente un disco, en tanto lo metafórico no se agota en su poesía y su lírica, ni se limita a traducirse musicalmente en sus melodías y armonías; sino que está también representado en su arte visual. ¿Te fijaste en la ilustración de Submarino soluble? ¿No? Harías bien en contemplarla larga, detenida y minuciosamente:


Si lo representativo de sí mismo Solari lo enuncia indubitablemente -y con una muy lucida estética que raya a gran altura y sin ajarse lo más mínimo en ningún instante durante el decurso de El perfume- en (por ejemplo) la maldita duda que aqueja al agnóstico de No es Dios todo lo que reluce, la clara personificación que asume de Patricio Rey (¿y quién con mejor derecho que él?) en Vino Mariani, el zumbido de El tábano en la oreja (insecto que acosa la oreja de su ex socio, naturalmente) o el castellano de Parque Leloir quien, bajo la tormenta en ciernes, vaga por los jardines de la heredad, desvelado al encontrar Una rata muerta entre los geranios; no menos intimista es la desgarradora -y genial- descripción de los sufrimientos del claustrofóbico que hace en Submarino soluble.
Pues de eso trata, querido lector, el track N° 10 de El perfume: del tormento al que se ve sometido un pasajero claustrofóbico (el propio Indio) embarcado en un “submarino” que es, en realidad, un avión en vuelo dirigiéndose a Nueva York.
En las dos primeras estrofas enuncia, todo metaforizado en alta poética, en qué consiste la claustrofobia -que no es exactamente, como suponen muchos, “el miedo a los lugares cerrados”; sino el temor a lo que de ello puede derivarse: la sensación de pérdida del control de la situación, ante la imposibilidad de salir de esos espacios- ["¡No me obedece más la nave donde estoy! / (me pregunto por qué no me obedece más...) / Planetaria es mi fortuna pero hundida en un océano"], y el miedo que le causa esa restricción impuesta, sintiéndose atrapado en el avión en vuelo, en el marco del cielo que surca, el cual se le antoja “un negro mar” idéntico al océano en el que se solubilizará la aeronave al precipitarse en él (“Abandonado aquí en Cibernube. / En la profundidad virtual de un negro mar”).
Sigue con una amarga queja, enfatizada, del martirio que le significa estar a bordo de ese avión (“Lo que hay que sufrir en esta hojalata!”), y en su convencimiento de que sucederá una catástrofe de resultas de la cual él, inerme, morirá sin poder hacer nada por evitarlo (“Yendo al muere... quieto...”); emite un irónico “¡Aleluya! ¡Aleluya!”. E inmediatamente expresa la ansiedad por salir de allí: “Pienso si estaría más a gusto ahí fuera”, dice, con una buena dosis de sorna, porque obviamente que desearía estar "ahí fuera" y no preso en el puto avión, así que el "pienso si" es socarrón. 
Y trascartón, una metáfora muy sutil: “Miro las pantallas... ¡Aleluya! ¡Aleluya!”, la cual en principio confundí con un intento suyo de calmar la ansiedad poniendo su atención en la película que para los pasajeros a bordo está proyectándose en el avión. Pero enseguida caí en la cuenta de que no podía tratarse de eso, porque el Indio escribe en plural: “las pantallas”, con lo cual ¿qué se supone que va a hacer, mirar la película en el monitor que está frente a cada asiento, en lugar de fijar la vista en el que tiene delante suyo? No, evidentemente no es eso y se refiere, pues, a otras “pantallas”. ¿A cuáles? Nos lo indica en la estrofa siguiente.
En ella la cuestión se clarifica: el comandante de la aeronave, en pos de bajarle la ansiedad, lo ha invitado a la cabina de mando para enseñarle el instrumental (son esas las “pantallas” a las que aludía antes) y hacerle escuchar las comunicaciones con la torre de control en tierra (“Control”), demostrándole, clara y razonadamente, que todo está en perfecto orden y que no hay motivo para abrigar temor alguno. Pero de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno, dicen. Y debe ser cierto nomás, porque la deferencia que para con él tuvo el piloto, no sólo no sirvió de nada, sino que además; fue contraproducente, logrando sólo exacerbar en Solari los efectos de la claustrofobia (“Me hostigan mal desde el Control. / Tantas consignas me hacen ver que solo estoy”). Y es que se ha pretendido, vía un sucedáneo improvisado e informal (obligadamente "improvisado e informal", por supuesto, dadas las circunstancias y la emergencia) de tratamiento cognitivo-conductual, remediarle desde lo racional (convencerlo, con fundados argumentos y evidencias, de que todo va bien), un trastorno que es por completo irracional y que requiere para su remisión del complemento imprescindible de la terapia psicológica.
Así que ahora lo tenemos al pobre Indio con el nivel de ansiedad tan disparado, que amaga con desembocar en un ataque de pánico en toda la línea. No le sirve el fármaco con que lo hayan medicado (“¡Mi cápsula neural ya no me hace efecto!”, exclama, refiriéndose al ansiolítico, al antidepresivo o al medicamento que se haya zampado, sea este cual fuere). Está convencido de que el avión se ha puesto incontrolable (“¡Y el joystick rojo no gobierna nada más! / ¡No me obedece más la nave donde estoy!”) y está experimentando la sensación de asfixia esa que es tan característica y frecuente en los claustrofóbicos (“¡Falta el aire!”). Y en ese estado, se empeña en atribuirle fallas -inexistentes, desde ya- al avión (“La luz parpadea...”).
Así las cosas, el comandante de la aeronave intenta nuevamente tranquilizarlo y vuelve a mostrarle que el instrumental indica que todo está OK y que desde tierra así lo ratifican (“Control insiste en que es normal lo que ocurre”), y en procura de llevarle más seguridad todavía; lo invita a permanecer con él en la cabina (“que estar tan solo, así, puede hacer mal...”).
Hay un final feliz, porque -a regañadientes y aún escéptico-, el Indio acepta, resignadamente, el convite del piloto (“Me arrastro muy lentamente, sobre mi vientre... ¡Aleluya! ¡Aleluya!”). Y algún efecto benéfico le causa, porque a continuación estampa un “adivino más que veo / un campo soleado en mí...”. Es decir que, si bien no convencido del todo; ya al menos ha consentido en trocar ese tenebroso mar en el que creía iba a precipitarse el avión, por un campo soleado.
Lo cual concluye festejando con un “¡Aleluya! ¡Aleluya!” (aleluya significa, etimológicamente, “alaben a Dios”), que, por esta vez, no es irónico; sino expresado con júbilo, por raro que suene en un agnóstico como Solari.
Y así, nuestro querido Indio pudo felizmente arribar a Nueva York y ver, en algún cine de la Gran Manzana, Wall Street 2, de Oliver Stone, que se estrenaba por entonces (2010).
¡Aleluya! ¡Aleluya!


Nota: la imagen que sirve de portada al presente artículo, es una ilustración cuya autoría corresponde a Carlos Indio Solari, lleva por título Claustrofobia y fue exhibida en la Biblioteca Nacional de la República Argentina en 2015.

-Juan Carlos Serqueiros-