sábado, 18 de febrero de 2017

Y UN DÍA, TUVIMOS TELÉFONO (PRIMERA PARTE)




















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Se ignoraba cuánto de esa leyenda era verdad y cuánto inventado. (George Orwell)

Fue Antonio Meucci quien en 1855 inventó un aparato que llamó teletrófono, el cual, conectado a otro igual, hacía posible la transmisión y recepción de la voz a través de ambos, publicando su trabajo y desarrollo en 1860. La modestia de sus recursos no le permitió patentar definitivamente su invento, y entonces hubo forzosamente de recurrir, más de una década después, a trámites preliminares que le otorgaban solamente una especie de reserva precaria sobre los derechos intelectuales y económicos de su creación; situación esa de la cual se aprovechó Alexander Graham Bell quien, mediante fraudes y coimas, lo registró a su favor en 1876 con el nombre de teléfono.
Ahora bien, ¿cómo y cuándo llegó a la Argentina el teléfono?
En el marco del modelo teórico que sirve de referencia al relato histórico oficialmente aceptado, se ha estipulado primero, difundido después y finalmente; instalado en el imaginario colectivo, que la primera comunicación telefónica en nuestro país se realizó en Buenos Aires el 4 de enero de 1881 y se cursó entre la casa en que circunstancialmente habitaba el presidente Julio A. Roca en el barrio de Caballito, y la residencia particular de su ministro de Relaciones Exteriores, Bernardo de Irigoyen, en el centro de la ciudad.





¿Fue efectivamente así y consecuentemente es esa la verdad histórica? Veamos.
En el portal web de la CNC (Comisión Nacional de Comunicaciones) se incluía -hasta diciembre de 2015, en que dicho organismo fue reemplazado por el ENaCom (Ente Nacional de Comunicaciones)- esta imagen:


La cual estaba acompañada por el siguiente texto:  
Desde su residencia, el ministro del Interior Bernardo de Irigoyen inaugura el servicio telefónico en la ciudad de Buenos Aires con una comunicación con el presidente Julio Argentino Roca.La historia cuenta que una calurosa mañana del martes 4 de enero de 1881, el técnico francés Víctor Anden llamó a la puerta de una gran casona ubicada sobre la calle Florida 351, entre Tucumán y Viamonte (hoy Florida 611).
Su dueño, el doctor Bernardo de Irigoyen, ministro de Relaciones Exteriores, estaba por salir para la Casa de Gobierno, pero antes de hacerlo vería colocado el primer teléfono del país.El mismo día se instalaron también otros teléfonos en las residencias del presidente de la Nación, general Julio A. Roca en la calle Rivadavia 1783 (hoy 4805); del presidente de la Municipalidad de Buenos Aires, Marcelo Torcuato de Alvear; del Ministro de Guerra y Marina, general Benjamín Victorica, y en instituciones como la Sociedad Rural, el Club del Progreso y el Jockey Club hasta totalizar el número de veinte.
He allí sucintamente expresado el relato histórico oficial (que tiene más agujeros que un gruyere, como demostraré a continuación). Pero antes, ¿de dónde dimanan tantas inexactitudes? 
Pues, de un documento también oficial (oficialísimo, diría), consistente en un libro que en 1981 hizo editar la dirección de la hoy por hoy fenecida ENTel: 100° Aniversario del servicio telefónico en Argentina (1881-1981), en el cual se consignó esa serie de disparates, que sería sucesivamente reproducida hasta el hartazgo sin que nadie se preocupara por enmendar semejantes errores.
Ciertamente asombra -aun considerando que el documento en cuestión no escapa al conflicto entre historia y comunicación institucional (con su consiguiente carga ficcional la última)- el nivel de ignorancia evidenciado en tan groseros gazapos tales como ubicar a Bernardo de Irigoyen como “ministro del Interior” en enero de 1881, cuando lo era de Relaciones Exteriores; situar la casa de éste en la calle Florida 351 entre Tucumán y “Viamonte”, cuando esta última arteria se llamaba en 1881 y desde 1810 calle del Temple, y recién en 1893 cambiaría su nombre por el de Viamonte; llamar “Marcelo Torcuato” al presidente de la Comisión Municipal de Buenos Aires, cuyos nombres eran Torcuato Antonio, (Marcelo Torcuato era uno de sus hijos, quien sería presidente de la Nación en el sexenio 1922-1928); o hacer aparecer entre los poseedores de teléfono en 1881 al Jockey Club que… ¡por entonces aún no había sido fundado!
Dicho sea de paso, la empresa a la cual se atribuyen las líneas por las cuales se estableció “la primera comunicación telefónica en la Argentina”, es (o más apropiadamente, era) la Societé du Pantéléphone L. de Locht et Cie.
Léon de Locht-Labye fue un ingeniero belga que a fines de 1879 había desarrollado un transmisor mucho más sensible que el de Bell, el cual mediante el recurso de aumentar el tamaño del diafragma (una lámina de corcho de 15 cm por lado), permitía registrar la voz o el sonido que se quisiera transmitir, incluso estando el emisor situado a veinte metros de distancia del micrófono.



En 1880 Locht-Labye, asociado a capitales belgas, fundó la Societé du Pantéléphone L. de Locht et Cie., que a fines de ese año comenzó a operar en nuestro país a través de quien detentaba aquí su representación y dirección: Clément Cabanettes (un militar y empresario francés llegado a Buenos Aires en 1879), constituyendo sus oficinas en un local ubicado a los fondos de la imprenta Minerva, en el n° 76 de la calle Florida, entre La Piedad (actual Bartolomé Mitre) y Cangallo (actual Teniente General Juan Domingo Perón). Más temprano que tarde, la empresa castellanizó su nombre,  pasando a llamarse Sociedad Nacional del Panteléfono.
Cabanettes se movía rápido: mientras sus técnicos (entre ellos, el mencionado francés Victor Anden) hacían el tendido de aquella primitiva red (aérea y de alambre galvanizado) e instalaban los primeros panteléfonos; hizo insertar en el diario El Nacional una serie de avisos publicitarios, configurando una campaña de propaganda que no se basaba en la abundante mención de características técnicas del producto como hacían otras empresas; sino que ponía el acento en las ventajas y la superior calidad de servicio que erogaba el aparato de Locht en relación a los de sus competidores. 
Le pido, estimado lector, que retenga brevemente en su memoria esta circunstancia, pues como veremos enseguida; incidirá a la hora de analizar lo referente a la comunicación telefónica establecida entre Roca e Irigoyen.
En esta imagen podemos apreciar cómo era un teléfono de dicha compañía y fabricado ese año de 1881, idéntico a aquellos a través de los cuales se comunicaron presidente y ministro.


Y en esta otra, de 1881 y perteneciente a la colección Abel Alexander, observamos a dos técnicos de la Compañía Nacional del Panteléfono. 
Posiblemente haya sido tomada en la residencia de Bernardo de Irigoyen. A simple vista puede notarse que se trata de un ambiente lujoso (todas las residencias en las que por entonces se instalaban los panteléfonos lo eran, desde ya) y quizá uno de los dos hombres que en ella aparecen sea Victor Anden (de quien no se conocen fotografías ni retratos). Esto último también es muy probable, ya que necesariamente la plantilla de personal de la Sociedad Nacional del Panteléfono debió de ser reducida, en razón de la escasa cantidad de abonados que podía admitir (sólo veinte).


Posteriormente, se “condimentó” todo con anécdotas fabuladas, tales como por ejemplo, una que cuenta que la comunicación entre Roca e Irigoyen al principio salió mal debido a que:
“Por ser el abonado n° 1, Bernardo de Irigoyen llama al general Roca, pero se adelanta a atender uno de los sobrinitos de Roca, que se acerca al tubo y lo inunda con su parloteo. Poco familiarizado con el nuevo aparato, Irigoyen colgó indignado, pidiendo a los técnicos que hagan más ensayos hasta acabar con los ruidos. El misterio se aclaró unos minutos después, cuando Roca llamó al canciller y le explicó la intervención de su sobrinito. Por lo tanto, la primera conversación telefónica argentina fue entre Bernardo de Irigoyen y el sobrinito de Roca, cuyo nombre se ignora”.
Paparruchadas como esa, nadie las ha ilustrado en poesía mejor que José Larralde cuando recita: “Que uno a veces dice cosas / de a dieces como de a cientos / y ande quiere fantasiar, / le va poniendo el acento”. Digamos que para establecer una comunicación telefónica entre dos abonados, es indiferente cuál de ellos se suscribió primero al servicio. O sea, que Irigoyen fuera “el abonado N° 1”, no implica que necesariamente hubiera tenido que llamar él (a través del operador, claro) al supuesto “N° 2” (Roca); pues perfectamente podría haber sido al revés. 
Como por otra parte, lo reconoce -bien que inadvertidamente, lo cual viene a demostrar que no solamente sanatea, sino que además; desprecia y echa en saco roto los avisos que le envía su inconsciente- el propio repetidor del delirio al consignar luego: “Roca llamó al canciller”.
Vamos a lo del “sobrinito de Roca cuyo nombre se ignora”.
Es claro que el divagante escribe “se ignora”, porque ni siquiera se tomó el trabajo de compulsar en el AGN la correspondencia privada de Roca; si lo hubiera hecho, sabría que se trataba de Miguelito Juárez Funes, sobrino del presidente en tanto hijo de su cuñada, Elisa Funes, y del esposo de ésta, Miguel Juárez Celman, que por aquel verano de 1881 estaba pasando una temporada en casa de sus tíos en Buenos Aires). Y es una fantasía que el niño pudiera “acercarse al tubo”, sencillamente porque este elemento aún no existía tal como lo conocemos hoy, con las cápsulas transmisora y receptora contenidas en el mismo; por aquella época, el transmisor se hallaba fijo en la caja del aparato y todo el conjunto iba montado sobre pared, de modo que quedaba aproximadamente a la altura de la boca de una persona de estatura promedio (con lo cual, por supuesto, no podía alcanzarlo una criatura de cinco años).
Más allá de la gaffe en que incurren los divulgadores al tomar como prueba histórica algo que a todas luces se trata simplemente de un ardid publicitario de la época; lo cierto es que hace ciento treinta y seis años, aquello de la intervención del sobrinito de Roca fue un eficaz instrumento de propaganda por medio del cual la empresa instalaba el convencimiento de que el panteléfono era tan superior a todos los demás aparatos, que hasta podía captar y transmitir la algazara de una criatura torturando los oídos de nada menos que un ministro de estado.
Pero ni en la edición del 4 de enero de 1881 (fecha establecida como efeméride de la considerada “primera comunicación telefónica en nuestro país”) ni en las inmediatamente anteriores y posteriores de los diarios, hay mención alguna de que se hubiera producido tal acontecimiento. Por esos días, las noticias que acaparaban los titulares eran relativas a la guerra del Pacífico y al baile de gala que la legación británica daría en el teatro Opera con motivo del arribo a nuestro país de los hijos del príncipe de Gales, Alberto Víctor y Jorge de Sajonia-Coburgo, quienes por entonces fungían de guardiamarinas en el buque escuela Bacchante de la armada inglesa, recepción esa a la que asistirían el presidente de la República, su señora esposa y el gabinete en pleno.



¿Cómo se explica, entonces, que la prensa no se haya referido ni siquiera tangencialmente a semejante novedad? Ya lo veremos, tenga paciencia, por favor.
El 3 de febrero de 1881, Cabanettes dirigió una nota al presidente de la Comisión Municipal (Torcuato de Alvear, como cité antes) consignando en la misma que su empresa asumía el compromiso de no cobrar a sus abonados (suscriptores, como se los llamaba) el canon estipulado para el servicio que brindaba, hasta el 1 de octubre, por más comunicaciones que se cursaran entre ellos; pues el lapso que hubiese transcurrido desde la instalación hasta esa fecha, lo consideraba de promoción y ensayo. Además, el 8 de ese mes, dictó una conferencia en el teatro Coliseum, sito en la calle Reconquista N° 7, en el transcurso de la cual hizo una demostración estableciendo una comunicación entre dicha sala y las dependencias de la municipalidad, que funcionaban en Bolívar 13.
¿Vivía por entonces Roca en una quinta situada en la calle (hoy avenida) Rivadavia N° 1783 (“hoy 4805”) y desde allí entabló una comunicación telefónica con Irigoyen? Digamos que desde su nombramiento como ministro de Guerra de Nicolás Avellaneda, Roca habitó en Buenos Aires en tres casas.
La primera de ellas la alquiló en 1879 a su propietario, Francisco Bernabé Madero -quien después, en 1880, sería su vicepresidente-, y estaba ubicada en la calle Suipacha entre Lavalle y Corrientes. A principios de setiembre, Roca -que había renunciado al ministerio- abandonó Buenos Aires e instaló a su familia en la estancia La Paz, cerca de Ascochinga, y él vivió alternativamente entre las ciudades de Córdoba y Rosario. El 7 de agosto de 1880, finalizada la guerra civil desatada en junio, regresó; mas no a la ciudad de Buenos Aires propiamente dicha, sino a Belgrano (que actualmente es un barrio porteño, pero que por entonces era un municipio aparte y había sido designado capital provisoria de la República en las postrimerías de la presidencia de Avellaneda), y allí no tomó casa, sino que prefirió alojarse en un hotel. A principios de octubre, Roca alquiló un chalet (no una quinta, como sostiene Félix Luna) propiedad de Gerónima Negrotto de Consandier (no “del constructor José Bernasconi”, como consignan muchos de quienes se han ocupado de narrar la historia del barrio de Caballito; ya que dicha persona adquirió ese inmueble recién en 1903 a Heinz Clausen, quien a su vez lo había comprado previamente a doña Gerónima) situado en Rivadavia 1783 (que vendría a ser el 4903 de la actual numeración; no el 4805 como dice la historia oficial), en el cual vivió hasta julio de 1881, en que volvió a la casa de Madero que arrendaba en la calle Suipacha. Y por último, en 1885 se mudó a la que le compró a Carlos Escalada, ubicada en la calle San Martín 577.
Cabe aclarar que Rosendo Fraga dice que al asumir la presidencia en octubre de 1880, Roca se trasladó con su familia a una quinta en el barrio de Almagro, la cual quedaba donde hoy se alza el Instituto Sagrado Corazón, en la calle Hipólito Yrigoyen (que por entonces se llamaba de la Capilla) al 4350. Es posible que así haya sido, pues Roca enfermó de cierta consideración mientras estaba en Belgrano, y quizá fue a restablecerse a esa quinta; pero en todo caso, el lapso en que residió allí fue tan breve, que el dato resulta irrelevante a los efectos de lo que estamos tratando.
Así pues, no hay duda alguna de que Roca vivía en Caballito en enero de 1881. Y en consecuencia, forzosamente tuvo que ser desde allí que se comunicó con Irigoyen. No obstante ello; seguía yo sin encontrar respuesta a tres cuestiones.
En primer lugar, la distancia (hay cosa de 5 km entre ese punto y el centro de la ciudad, con lo cual infería como poco probable -especialmente por la relación costo-beneficio, pero también por las dificultades de orden práctico- que la Sociedad Nacional del Panteléfono tendiera una línea hasta Caballito, cuando necesariamente tuvo que estar en conocimiento de que la residencia del presidente en ese sitio era sólo transitoria y obedecía a motivos de seguridad -otra vez: recordar que pocos meses antes, Buenos Aires había desatado la guerra civil al rebelarse contra la Nación, precisamente por no aceptar el resultado de las elecciones que habían consagrado a Roca presidente electo (circunstancia esa que, extrañamente, obviaron considerar todos los historiadores que bucearon en los comienzos de la telefonía en nuestro país)-. Después, un interrogante técnico, digamos: con aquel primitivo panteléfono de Locht ¿podía establecerse una comunicación entre dos personas situadas a 5 km una de la otra? Y finalmente: ¿por qué en los diarios no se había mencionado absolutamente nada?
La duda de orden técnico podía despejarse totalmente a través de una comprobación práctica que certificara lo afirmado por Léon de Locht-Labye en sus publicaciones, en el sentido de que con sus aparatos, garantizaba una comunicación entre personas distantes entre sí varios kilómetros a través de una línea de alambre de un solo hilo.
Se conservan algunos panteléfonos, tanto en Francia como en otros países (incluso el nuestro, pues sin ir más lejos; a través del centro de compraventa por Internet eBay, se subastó uno en 2006), con lo cual perfectamente podría hacerse la prueba. Pero dado que implementar tal cosa obviamente excede con largueza mis modestas posibilidades; hube de conformarme con evidencias algo más “recientes” (de fines del siglo XIX y principios del XX), las cuales tuve a mi vista en muchas ocasiones a lo largo de mi actividad profesional, como por ejemplo las líneas de alambre que aún hoy se conservan en el yacimiento minero de zinc, plomo y plata de El Aguilar, en la puna jujeña; en las cuasi fantasmales ruinas de la Compañía Azucarera Las Palmas del Chaco Austral y las de las fábricas de tanino de La Forestal; y también en algunos ingenios de Tucumán, todos mudos testigos de que con alambre galvanizado y teléfonos energizados a pila, se establecían comunicaciones telefónicas entre puntos muy alejados. No serían propia y exactamente los panteléfonos de Locht, pero bueno; como dicen los jóvenes hoy en día: es lo que hay. Y deberá usted, mi querido lector, contentarse con ello.
Pero seguía martillándome otro de los cuestionamientos que me hacía. Hasta que acerté, munido de los pocos datos que sobre él se conservan, a trazar un perfil psicológico de Clément Cabanettes y hacerme una idea de su índole. Y entonces, todo adquirió claridad.
Cabanettes era, al igual que su compatriota y coetáneo Angelo Mariani (aquel del archifamoso vino de coca y del cual quizá hubiese aprendido y emulado sus métodos y tácticas), además de un infatigable emprendedor; un habilísimo hombre de negocios y un tigre de la publicidadCon su clara percepción y forzosamente limitado a los veinte abonados que como máximo soportaba el conmutador de Locht, rápidamente se dio cuenta de que en el contexto de aquella sociedad porteña, el éxito comercial de su compañía pasaba por contar entre sus clientes a lo más granado de la misma, es decir, las principales y más prestigiosas personalidades. Después, ya vería el modo de ampliar la capacidad técnico-económica de su empresa, ya fuese mediante la absorción de las de sus competidores, o por alianzas estratégicas, como les decimos hoy, o instalando más conmutadores; por ahora, no le importaba (y aquel por ahora no importa, fue justamente lo que lo dejaría fuera del negocio, como narraré más adelante). Por eso comenzó con Roca e Irigoyen, que eran, respectivamente, nada menos que el máximo líder militar y político, y por añadidura; presidente de la República, y el estadista más reputado del país (además de ministro de Relaciones Exteriores); y siguió con otro ministro de estado (el de Guerra, Benjamín Victorica), militares de alto rango (generales Manuel J. Campos y Eduardo Racedo), el presidente de la Comisión Municipal (Torcuato de Alvear), la entidad núcleo del poder económico (la Sociedad Rural), la institución más relevante (el Club del Progreso), y así hasta colmar la capacidad de su conmutador. Y de allí también los ardides promocionales como la anécdota del sobrinito de Roca que ya hemos visto, y la frase con la que supuestamente éste habría cerrado aquella comunicación telefónica mantenida con Irigoyen: “la difusión de estos aparatos en la Argentina será tan decisiva para su progreso como nuestra expedición al Río Negro”, la cual fuera cierto o no que se pronunciara, poco o nada le interesaba a Cabanettes; pues lo importante para él era que la tuvieran por verídica y la repitieran hasta el hartazgo en las tenidas del Club del Progreso, en los cenáculos de la Sociedad Rural y en las casonas solariegas de las familias de nota. Y convengamos en que tuvo éxito en lo que se proponía, porque así tal cual nos la trajo la tradición oral.
En cuanto a las dificultades y costo económico de tender una línea (por más que fuera ésta de alambre galvanizado común y corriente) entre el centro de Buenos Aires y el barrio de Caballito, situado en los arrabales de la ciudad los cuales se extendían hasta más allá de los Corrales; debe de haberlo resuelto a través del sencillo método de utilizar -y por supuesto, tiene que haber mediado la previa aquiescencia presidencial- la línea del telégrafo. Después de todo, se trataba simplemente de un ensayo de breve duración, tan sólo unos minutos; ya llegaría el momento en que Roca se mudara al centro, y entonces se instalaría en su casa el panteléfono. Tal como ocurrió; porque ya vimos que el presidente volvió en julio a ocupar la casa de la calle Suipacha, y allí (y no en “la de San Martín 577” como cuenta la historia oficial; pues sabemos que a esa, Roca la compraría recién en 1885), Cabanettes le haría instalar no sólo su teléfono particular; sino además una línea directa con su despacho en la Casa Rosada. 
Coincidentemente, ¡oh, casualidad! (¿o causalidad?), ese mismo mes, la Sociedad Nacional del Panteléfono se trasladó al domicilio de San Martín 26, donde contaría con instalaciones mucho más amplias que aquellas modestas oficinas que ocupó en los inicios de su actividad, a los fondos de una imprenta. Para julio, ya había cambiado su conmutador por otro de mayor capacidad, y sus clientes particulares eran más de 150. En la edición del 16 de ese mes del diario El Nacional, publicaba esta lista de abonados:



Y por último, aquella considerada oficialmente como “la primera comunicación telefónica en nuestro país”, no salió en los diarios simplemente porque… ¡no fue en modo alguno la primera!
¿Cómo? Pero, si no era esa; entonces ¿cuál lo fue?
Eso, apreciado amigo y si no lo considera usted abusar por mi parte de su paciencia, es lo que le contaré en algunos -poquitos, no se preocupe- días; si es que decide continuar gentilmente con la deferencia de leerme.
¡Hasta entonces y gracias por su atención!

-Juan Carlos Serqueiros-

CONTINUARÁ
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REFERENCIAS DOCUMENTALES Y BIBLIOGRÁFICAS

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