sábado, 28 de junio de 2014

EL PADRE DE LA CONVERTIBILIDAD. SEGUNDA PARTE







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Desde 1880 van transcurridos veintitrés años de estabilidad política excesiva. Dos influencias han predominado casi absolutamente en la dirección suprema del país: la del general Roca en política; la del señor Tornquist en finanzas. (Estanislao Zeballos, 1903)
 
Roca no estaba dispuesto a correr el riesgo de una crisis como la que había estallado durante la irresponsable gestión de Juárez Celman, con la secuela de bancos quebrados, iliquidez asfixiante, etc., que tuvieron que afrontar después Pellegrini y Vicente Fidel López (ver en este ENLACE mi artículo Ya se fue, ya se fue / el burrito cordobés. Tercera parte). 
Entendía que, si bien en esas condiciones de la economía, después de diez años y con los usos y costumbres hasta allí adquiridos, habíase tornado inviable la conversión a una relación 1:1;  era impostergable que el Estado terminara con las fluctuaciones de la moneda fiduciaria fijando un tipo de cambio que simultáneamente trajera estabilidad, favoreciera las exportaciones agrícolas, protegiera e incentivara la industria local y a la vez desalentara la especulación, a la cual atribuía todos los males (y no le faltaba razón).
Por otra parte, con su habitual agudeza Roca percibía que sólo a través de una economía sana y en crecimiento, su partido (fuera el PAN u otro a crearse -como pensó hacer hasta que Pellegrini resignó sus aspiraciones presidenciales en favor de las suyas-) podría pelearle al radicalismo (al cual reputaba de extremista) en el futuro más o menos inmediato la supremacía política. Conocía a sus paisanos y no se llamaba a engaño; sabía que Yrigoyen sería un hueso duro de roer porque no presentaba las flaquezas que sí tenía Alem y que hicieron posible su destrucción como factor político, y no se le escapaba el detalle de que hasta algunos estancieros del PAN habían jugado sus fichas por él. Y tenía también presente al que consideraba el peligro mayor: el anarquismo (de allí lo del proyecto de Código del Trabajo del ministro Joaquín V. González, el encargo del Informe a Bialet Massé, la creación de la Caja de Jubilaciones y Pensiones, etc).
Fue en ese contexto y en ese orden de sus ideas en que Roca se desenvolvió en su segunda presidencia y desde donde debe analizarse la Ley de Conversión propugnada por él luego de su consulta con Ernesto Tornquist como vimos en la primera parte de este artículo. 
El doctor José María Rosa (n. San Fernando, Buenos Aires, 09.09.1846 - m. Buenos Aires, 13.09.1929) era un jurista, diplomático, financista y docente destacadísimo. Su estudio profesional (en sociedad con Juan José Romero) era por entonces el más prestigioso y su reputación era intachable. En política provenía del republicanismo sarmientista de Aristóbulo del Valle, de quien había sido entrañable amigo y a quien había acompañado (igual que su socio y también amigo) en la revolución del Parque. Hombre de vinculación estrecha con Tornquist (que estaba entre los clientes más referenciales de su bufete), éste se lo había recomendado a Roca para ministro de Hacienda y el Zorro lo designó en ese cargo.
Pero ¿por qué Rosa y no Romero? Al fin y al cabo, el segundo había sido tres veces ministro (excelente ministro, dicho sea de paso) y de esas tres veces, en una lo había sido del propio Roca y en las otras dos, sugerido por él; estaba tan cercano a Tornquist como lo estaba Rosa; era considerado por todos -salvo Pellegrini con sus berrinches, claro- el mejor financista de nuestro país; y el período de bonanza relativa se debía en buena medida al concordato que había celebrado con los acreedores externos siendo ministro de Luis Sáenz Peña. Decir Romero era decir Rosa y viceversa, pero habían dos circunstancias que hacían que, en esos momentos, para Roca fuera preferible el segundo al primero.
Una era la de que Rosa tenía añeja amistad con Pellegrini, quien como consigné en la primera parte, había criticado acerbamente el Acuerdo Romero; y entonces, designando ministro a aquél, el Zorro se aseguraba de que el Gringo no lo haría blanco de sus tiros, sobre todo; después de haber manifestado desde Europa su apoyo tanto al proyecto económico como al funcionario nombrado. Por noviembre de 1898 Pellegrini le escribía desde París a Rosa: "Me felicité de veras al saber que eras tú el candidato para ministro de Hacienda. Tienes todas las cualidades y todas las aptitudes para el puesto, y tus condiciones morales y excelente carácter te granjearán el aprecio y apoyo de los que no te conocen bien". Y no era ese en modo alguno un apoyo menor; por entonces Pellegrini estaba en el pináculo de su prestigio, tal como ilustraba socarronamente Caras y Caretas en la tapa de su edición del 7 de enero de 1899.



Y la segunda, que Rosa era por entonces presidente del Banco Nación, lo cual adquiría especial relevancia a la hora de amalgamar y sincronizar todos los aspectos del plan económico, ya que el mismo no se circunscribía a la conversión solamente; sino que significaba la puesta en planta de una estricta política monetaria a la cual el gobierno de Roca quería ceñirse. El Nación absorbía el 30% de los depósitos, y el encaje que la institución fijara, era el que se trasladaría al resto de los bancos.
Esos fueron los dos motivos determinantes para que fuera Rosa el designado. Y éste aceptó el cargo, pero puso una condición: que después de conseguida la ley, renunciaría al ministerio para que se lo nombrara al frente de la Caja de Conversión, de manera de monitorear y controlar desde allí la implementación y evolución de las medidas adoptadas, y de paso; poder volver a su estudio y a su cátedra en la universidad (que era su gran vocación), actividades estas cuyo desarrollo obviamente se le hacía imposible en razón del tiempo que le demandaba la cartera de Hacienda.
Asumió pues, Roca la presidencia el 12 de octubre de 1898 y con él, su flamante ministro de Hacienda, doctor José María Rosa (abuelo del insigne historiador homónimo). La tarea que le esperaba no era por cierto sencilla.
 
 
En la tercera y última parte de este artículo veremos cómo terminó la cuestión.
 
Continuará


domingo, 22 de junio de 2014

EL PADRE DE LA CONVERTIBILIDAD. PRIMERA PARTE





















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Las fluctuaciones monetarias obstaculizan el progreso material y sólo benefician a quienes sacan ventaja a costa del resto de la población. (Ernesto Tornquist, octubre de 1898)

La visión maniquea, dicotómica, simplista y parcializada de la historia nos impide a los argentinos la comprensión cabal de nuestro pasado. Ya en 1910 decía Juan B. Terán, en orden a los relatos históricos y a quienes los habían escrito: "los alegatos, los retratos deformados que contienen, revelan la dirección, la base y la intensidad de los prejuicios con que escribieron".
La Ley de Conversión de 1899 es uno de los ejemplos de ello. Muchísimos historiadores se han ocupado del tema y lo han analizado desde distintos puntos de vista, ora elogiando la iniciativa, su concreción y sus efectos; ora denostándolos, y a pesar de ello; no hemos arribado a una síntesis, es decir, a un entendimiento del mismo.
Y creo que tal cosa se debe, en buena medida, a estudiar el asunto desde una perspectiva puramente economicista que relativiza, cuando no directamente ignora, la incidencia del factor humano tomado integralmente: materia y espíritu. Y eso, nada menos que en un país como el nuestro, en el cual los personalismos han sido siempre la regla corriente de la política. Y ¿qué otra cosa es la historia si no la política del pasado?
La historiografía confeccionada en base o con arreglo a los criterios dogmáticos del capitalismo y/o del marxismo, o por lo menos; con una marcada influencia de ellos (que son, en definitiva, las dos caras de una misma moneda), es el velo que impide ver lo que en realidad ocurrió, y sobre todo; por qué y cómo aconteció; quiénes produjeron el hecho y los efectos que éste trajo aparejados.
Escribí antes que la Ley de Conversión ha tenido entre nosotros defensores y detractores. Como hongos después de la lluvia tornaron a resurgir los primeros luego de producida la controvertida convertibilidad de un peso igual a un dólar del menemismo; así como también reaparecieron los segundos a partir del kirchnerismo. Ambos "bandos" muy lejos están de buscar la verdad histórica; porque responden a sectarismos empeñados en amañar la historia de modo de identificar el presente con la época del pasado que mejor se adecue (en su febril imaginación) a sus postulados políticos y a sus conveniencias.
Pero tanto usted como yo, estimado lector, nos hallamos felizmente distantes de los intereses y prejuicios de unos y otros, consecuentemente; veamos cómo fueron en realidad las cosas.  
Era un viejo anhelo de Roca la convertibilidad del papel moneda, iniciativa que ya había intentado plasmar en su primera presidencia, cuando en el año 1881 su ministro de Hacienda, Juan José Romero, impulsó la sanción de la ley 1130 conocida como Ley de Unificación Monetaria, de la cual surgió el peso moneda nacional con patrón bimetálico (plata y oro). Las condiciones económicas del país en el contexto de aquella época, inhibieron los propósitos que se perseguían: hubo que recurrir al curso forzoso, y además; Roca encargó a Pellegrini un acuerdo con los acreedores y la contratación de un nuevo empréstito por 8.400.000 libras, en condiciones, digamos, siendo buenos... lesivas para la dignidad nacional.

 

Y un dato no menor: la comisión que cobró el Gringo por el negocio, le posibilitó levantar una fortuna; se fijó por ese concepto, incluídos los gastos, la suma de 800.000 pesos oro. Se consolidaba de ese modo, la tan mentada sociedad política Roca-Pellegrini, iniciada en 1880 cuando el primero era presidente electo y el segundo ministro de Guerra de Nicolás Avellaneda.
Pero había en los hechos otra sociedad, una que era político-financiera y que quizá por la índole naturalmente reservada de sus integrantes, no era tan perceptible: la del Zorro con Ernesto Tornquist. Cuando Roca subió a la presidencia en 1880, era para los porteños un provincianito, alguien que ni siquiera tenía casa propia en Buenos Aires; y fue Tornquist (un genio de los negocios, un rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba) uno de los primeros en percibir (ya cuando el Zorro era ministro de Guerra de Avellaneda) quién sería la figura preponderante en la política argentina durante un cuarto de siglo. Y asimismo fue él quien le "prestó" a Roca para ministro de Hacienda uno de sus alfiles: Juan José Romero (y después veremos cómo le "prestaría" otro). Posteriormente, Romero renunciaría, en desacuerdo con la política de endeudamiento que seguía el Zorro; no obstante lo cual la relación entre éste y Tornquist no solamente se mantuvo fluída, sino que además se fortalecería: en las postrimerías de su presidencia, apoyó su iniciativa de fundar una refinería de azúcar en Rosario y también aconsejó a quien lo sucedió en el cargo (su concuñado) en tal sentido. 
El desmanejo del gobierno de Juárez Celman con -entre otros factores- la Ley de Bancos Garantidos de 1887 (ver en este ENLACE mi artículo Ya se fue, ya se fue / el burrito cordobés), llevó a la emisión de billetes "convertibles" por parte de las provincias.

 
Producida la crisis de 1890, Pellegrini, ya presidente; y su ministro de Hacienda, Vicente Fidel López, impulsaron la creación del Banco Nación (ley 2841 del 16 de octubre de 1891), y previo a ello, la de la Caja de Conversión (ley 2241 del 7 de octubre de 1890). Pero por la falta de oro, la convertibilidad de la moneda siguió siendo, en la práctica, letra muerta.
En 1892, el presidente Luis Sáenz Peña llamó al gabinete a dos hombres cercanos a Tornquist: Romero en la cartera de Hacienda y Tomás de Anchorena en la cancillería. El tándem Romero-Anchorena cumplió una exitosa gestión, llegándose con los acreedores extranjeros al Arreglo Romero, concordato que tuvo la virtud de desahogar financieramente al país; pero que fue -tomar nota de esto- resistido tenazmente por Pellegrini, que incluso movió influencias en el Congreso para que no se aprobara y que después hasta lo criticó acerbamente en el Senado. Por motivos de política interna, Sáenz Peña le pidió la renuncia a Romero (que luego volvería a ser -"pequeño detalle"- ministro de Hacienda de Uriburu por indicación a éste de Roca). El 20 de setiembre de 1897 (siendo ministro de Hacienda Wenceslao Escalante) se sancionó la ley 3505 por la cual se disponía que la Caja de Conversión renovase la totalidad de la moneda circulante; pero seguía sin ponerse en práctica la efectiva convertibilidad.
Un quinquenio de abundantes cosechas, los benéficos efectos en la economía nacional del Arreglo Romero, y (factor este que todos quienes abordaron el tema hicieron de cuenta que no existió; pregúntese usted, lector, por qué será) la llegada de Roca a su segunda presidencia, habían traído consigo una sustancial baja del oro en relación al peso (en 1898 estaba a 158 y en 1899 a 125); lo cual significaba que las transacciones y obligaciones en moneda nacional (salarios, tarifas, fletes, tasas, impuestos y comercio interior en general) representaran en metálico una cantidad mayor de oro. Así las cosas, pareciera a priori que la baja del oro redundaría en una suba de los salarios en términos reales, ¿no? Pues no... no exactamente; porque ocurría que el país había cambiado. No estaban contentos ni los trabajadores, ni los comerciantes, ni los industriales. La revista Caras y Caretas, bajo el título "La baja del oro", con unos versos que rezaban: "Pidiendo el oro a la par, / contra el papel gritó a coro, / sin poderse imaginar / que podía reventar / por un entripado de oro", lo ilustraba así:


Roca, presidente electo, consultó el asunto con Tornquist; y éste aconsejó implementar la convertibilidad de la moneda, pero ya no a 1 peso oro por cada peso papel; sino a 1 peso oro por 2,5 pesos papel, y sugirió el nombramiento de José María Rosa en la cartera de Hacienda. Caras y Caretas en el plumín de Manuel Mayol, lo representaba como un floricultor regando una gran rosa roja (en alusión al apellido del ministro) en una maceta rotulada "Hacienda", todo bajo el título "El Floricultornquist", y como epígrafe estos versos: "A su rosa entregado / la riega sin cesar, y embelesado, / goza con su fragancia y sus matices, / sin temer que, al regarla demasiado, / se pudran las raíces". 

Roca, que como consigné precedentemente, desde siempre había querido implementar la convertibilidad y no lo había logrado; aceptó el consejo de Tornquist, hizo suya la idea y designó ministro de Hacienda a José María Rosa.
En la segunda parte veremos por qué lo hizo y cómo siguió la cuestión.

Continuará

lunes, 16 de junio de 2014

UN CADÁVER EN LA BIBLIOTECA








































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

¡Hay un cadáver en la biblioteca! (Agatha Christie)

Me había levantado temprano ese sábado. Bah, temprano... en realidad y desde hace unos cuantos años, por más que me haya acostado tarde, siempre me despierto temprano; aunque no tenga que ir a trabajar. No puedo dormir las prescriptas y sacrosantas ocho horas; debe ser un poco por mi índole ansiosa, supongo. Y otro poco por el tiempo. Por el tiempo... transcurrido desde que nací, claro.
Serían las siete y media, si eran... Mi esposa dormía. Sobre la cama, a sus pies; el Mau, nuestro gato, hacía lo propio. Sólo la Toti, nuestra perra, acompañó somnolienta y no sin lanzarme una mirada de reproche (merecida, por otra parte), el lento arrastrar de pies transportando mi humanidad hasta la cocina. Preparé el desayuno, lo deposité en una bandeja y me dirigí al living a escribir el artículo de historia que venía dando vueltas en mi cabeza desde hacía un par de días. Me faltaba un dato (mi memoria nunca fue buena, pero ahora es directa, lisa y llanamente patética; otro "regalo" del tiempo... quelevachache). Pero eso no era un problema; sabía en cuál libro buscarlo: Vida de Don Juan Manuel de Rosas, de Manuel Gálvez. De modo que, confiado, fui a la biblioteca.
Y fue allí que encontré el cadáver. Ahí yacían los restos, obscenamente desparramados por toda la alfombra, de lo que en vida fuera un libro. De ese libro, sí, justo el que yo necesitaba; con claras huellas incuestionablemente felinas, gatunas, indicativas de la precisión cuasi quirúrgica con que había sido cruelmente asesinado, y que me señalaban de manera inequívoca la identidad culpable del depredador: el Mau ¿quién más?
Olvidando el desayuno, con manos trémulas tomé la tapa colorada, misteriosamente intacta, en la cual destacábase en negro el perfil inconfundible del Restaurador; en blanco, el nombre y apellido del insigne autor; en amarillo, el título; y abajo de todo, campeaba un ostentoso: "Editorial Tor".
Y así, entre lágrimas, dí en pensar en aquella Editorial Tor "responsable" de tantas horas de lectura desde mi niñez hasta el presente de los años que cargo; pasando por mis adolescencia y juventud. En esos libros a los cuales hasta la tipificación "en rústica" les quedaba grande; porque eran de pésima calidad. La endeble encuadernación, lo ordinario del papel, la escasa pretensión en el arte de portada y en la impresión, los situaban en el escalón más bajo de los precios de tapa. Con todo ello eran, sin embargo, los libros justos para el exiguo presupuesto al cual los Serqueiros estábamos inapelablemente condenados en razón de los siempre flacos bolsillos de mi padre.
Con ellos me sentí uno de los rebeldes, heroicos gauchos matreros de Eduardo Gutiérrez:


Fui el Capitán Nemo o el Impey Barbicane de Julio Verne:


O alternativamente, uno de los piratas malayos o chinos de Emilio Salgari:


En ellos aprendí a deletrear a Stefan Zweig:


Y fue en el basto papel de sus páginas que supe venerar la elegante prosa de Manuel Gálvez, tan argentinamente reveladora:


Editorial Tor fue creada el 16 de junio de 1916 por el catalán Juan Carlos Torrendell. El nombre de la empresa, como usted, estimado lector, ya habrá deducido, era la forma apocopada del apellido de su fundador: un empresario aguerrido, astuto, visionario y... carente de escrúpulos.  El objeto de esa asociación de idea, persona y capital (exiguo capital: 500 pesos apenas) era en sí mismo una confesión: "Todo negocio referente a papel impreso". Dicho de otro modo: "Me importa nada la difusión cultural; imprimo todo aquello que me reporte beneficio económico".
Transcurridas tres décadas desde la sanción de la ley 1420 de educación común gratuita y obligatoria, el campo de lectores había crecido de modo exponencial convirtiéndose en un vasto y apetecible mercado al que Torrendell amaba. Tanto, tanto lo amaba... que quiso tenerlo todo para sí. Y en buena medida, lo consiguió.
Su obsesión era el precio de sus libros. Adoptó el método de impresión en rotativas, el cual le posibilitaba ediciones a bajísimos costos pasibles de venderse a un precio de tapa que estaba al alcance de cualquiera, por más reducidos que fueran sus ingresos; al par que lo obligaba a producciones con una tirada mínima de por lo menos 5.000 ejemplares, lo que a su vez implicaba exportar sí o sí, y de allí la expansión de su editorial. El catalán era un genio del utilitarismo y a la vez un mago de la reducción de costos, aún con recursos non sanctos, lo cual se traducía en el logotipo de su empresa: un velero que navegaba bajo el lema contra viento y marea. Ese viento y esa marea eran para Torrendell las normas éticas y legales las cuales eludió, transgredió y violó cuantas veces lo entendió necesario.
De modo de bajar costos, no pagaba derechos de autor, evitándolos mediante la creación de editoriales fantasmas en toda Hispanoamérica, que sólo estaban "constituídas" por un nombre de fantasía y una casilla de correo.  Nunca erogaba dinero por las traducciones, para lo cual recurría al ardid de publicar avisos en los diarios pidiendo traductores, y cuando estos acudían en busca del trabajo, le entregaba a cada postulante un capítulo o dos de la obra en su idioma original, diciéndole que previamente debía comprobar su aptitud, y cuando recibía las "pruebas"; les notificaba que las mismas no habían superado los controles de calidad de la editorial. De esa manera, conseguía hacerse con las traducciones sin desembolsar ni un peso. Y si ya había publicado todo lo escrito por un determinado autor de renombre internacional y ya no había de él más material por editar; Torrendell no se hacía problemas: contrataba a algún escritor local para que redactara obras apócrifas, las cuales después publicaba como si hubiesen sido creadas por aquél. En 1932, durante la crisis económica que afligía al país, Editorial Tor, en la librería al público que tenía en la calle Maipú (antes había estado sobre Florida), instaló una balanza y anunció que vendería sus libros a $ 1 por kilo y a $ 1,50 por dos kilos. La Academia Argentina de Letras se horrorizó y armó un escándalo. ¡Inaudito! ¡La literatura bastardeada al punto de venderse al peso como en una verdulería! Pero una vez más, Torrendell demostraría su extraordinaria percepción: la gente, o por lo menos, mucha gente... compró la oferta.


Algunos procedimientos reñidos con la ética y aún viciados de ilegalidad de Torrendell no empañan su innata capacidad empresarial ni invalidan el hecho de que con diez mil títulos de libros y dos mil de revistas publicados, Editorial Tor sea sin dudas uno de los referentes ineludibles a la hora de hacer la crónica de la cultura popular en nuestro país. Miles y miles de argentinos tuvieron acceso a las grandes obras de la literatura nacional e internacional a través de sus ediciones, siempre al alcance de todos los bolsillos.
Tor cesó en sus actividades en 1971, cinco años después de la muerte de su fundador.
¡Cuánta magia, cuánta sorpresa, cuánta aventura, cuánto misterio, cuánto saber, cuánta historia y cuánto drama había encerrados en esos libros!
Tras la evocación, comprendí (y séame aquí permitido parafrasear a John Donne) que las campanas no doblaban por el funeral del libro que el Mau, mi gato, había asesinado, no. En esta hora tan flaca de la cultura nacional, ellas doblaban por mí, por la muerte de un tiempo que fue mío; hoy hecho ya polvo silente de nostálgica añoranza.

-Juan Carlos Serqueiros- 

sábado, 7 de junio de 2014

ECCE HOMO. TERCERA PARTE





















Escribe: Juan Carlos Serqueiros


Veo en la atmósfera política y también social los gérmenes evidentes de una decadencia pública, sin remedio tal vez... en el rémington popular y en el rémington de línea dispuestos a provocar el estallido. (Osvaldo Magnasco)

Según sostiene Félix Luna en Soy Roca:

Enfriaron (Alem y Pellegrini) sus relaciones en 1891, siendo presidente Pellegrini, cuando los cívicos decidieron celebrar a todo trapo el primer aniversario de la revolución del Parque e invitaron a los doce cadetes que se habían hecho presentes en el primer acto público de la Unión Cívica (se refiere al mítin del Jardín Florida, realizado el 1 de setiembre de 1889)El presidente prohibió su concurrencia: eran aprendices de militares y como tales debían abstenerse de participar en actos políticos. Alem se enfureció. Se dirigió a la Casa Rosada, entró en el despacho presidencial y en tono insolente exigió a Pellegrini permitir la asistencia de los cadetes al acto cívico. De un modo tan enérgico como el de su interlocutor, el presidente le dijo que mantenía su resolución y que haría buscar a los cadetes con un piquete de soldados para juzgarlos como desertores. Salió Alem enceguecido de ira y todavía mandó un billete al presidente conminándolo a que en el término de dos horas mudara su resolución: de lo contrario, agregaba, "se arrepentiría". (sic) (subrayados míos)

A partir de que Luna afirmó eso; todo el mundo se puso a repetirlo y quedó instalado en el colectivo como una certeza. Pero las cosas no habían sido así. Veamos:
La inexactitud surge de tomar al pie de la letra una carta que después, cuando ya no era presidente, Pellegrini le envió desde París a un amigo en Buenos Aires, en la cual narraba lo citado por Luna. Pero ocurrió que el Gringo confundió (ya sea involuntariamente o adrede) el año, y escribió "en el 91" en lugar de "en el 90".
Es llamativo que justamente Luna, uno de los más prolíficos y divulgados escritores radicales y conocedor profundo de la historia de su partido; no haya reparado en que lo afirmado por Pellegrini nunca podría haber tenido lugar en el "primer aniversario de la Revolución del Parque" (que se cumplía el 26 de julio de 1891), toda vez que la Unión Cívica ya se había fracturado de hecho en marzo de ese año con el acuerdo Mitre-Roca del 21, la ruptura de Alem con Mitre el 17 de mayo, la renuncia de Del Valle a la senaduría el 27 de junio y las declaraciones del general Campos adhiriendo al acuerdo Mitre-Roca precisamente el 26 de julio, día ese en que la policía intervino para separar a mitristas y alemistas que se agredían entre sí en los actos de conmemoración en la Recoleta.
A menos que Pellegrini fuera el poseedor de la máquina del tiempo, cosa que hasta donde me es dable saber, no era así; el hecho ocurrió como lo contó, pero no el 26 de julio de 1891, sino el 16 de noviembre de 1890, tal como consta en dos notas: una de esa fecha y la otra, ampliatoria de informes; datada dos días después, que el director del Colegio Militar, Nicolás Palacios; le dirigió al Jefe del Estado Mayor del Ejército, Emilio Mitre, con respecto a la fuga de los cadetes, las cuales obran en el AGCMN.
En la noche del 16 de noviembre de 1890, los cívicos realizaron en el teatro Onrubia, que estaba en la esquina sudeste de las calles San José y de la Victoria (la actual Hipólito Yrigoyen), una ceremonia en la cual se  entregar medallas a los cadetes que habían participado en la Revolución del Parque (lo impidió Pellegrini, ordenando a su edecán que se dirigiera al lugar y condujera a los fugados de vuelta al Colegio). Ese teatro, propiedad de Emilio "el loco" Onrubia, íntimo amigo de Alem, tenía para los cívicos un simbolismo especial: había sido uno de los principales cantones revolucionarios; y por eso fue elegido para la ocasión.


Esa carta de Pellegrini a su amigo es como la de un vendedor a su cliente. Echó toda la culpa sobre Alem, afirmó que ese fue el momento de "la ruptura de mi gobierno con el partido radical", se lamentó de haber tenido que dedicar "toda mi atención y mi tiempo a contener la anarquía" y distinguió entre cívicos nacionales (quienes a partir del pacto Mitre-Roca ya no eran el "enemigo" y a los que reputó de "hombres serios y respetables"), y cívicos radicales, a los cuales adjudicó el inicio de "una nueva conspiración contra el gobierno nacional". Y obviamente, se cuidó muy bien de mencionar que, además de la motivación política; Alem tenía otra de índole personalísima y afectiva: entre los cadetes en cuestión estaba su propio hijo. Y el soslayo, entendible en el Gringo a quien por supuesto, en tanto político no podía exigírsele imparcialidad; es inadmisible en Félix Luna, quien al abordar el tema del conflicto entre Alem y Pellegrini, omitió la consideración nada menos que de ese factor.
No es lícito en historia presumir objetividad en, y atenerse a la literalidad de; un documento emanado tan luego de una de las partes en pugna.
El desencuentro entre Alem y Pellegrini tenía su causa en el choque entre cerebros y corazones destinados a confrontar inexorablemente. No es que hubo un inicio concreto del mismo en algún punto de sus divergencias; sino que estuvo siempre. Y si Pellegrini (y Luna y todo el mundo) situaron el principio del conflicto en el acto del teatro Onrubia; uno podría, si quisiera, ubicarlo (por ejemplo) en el intento de Alem de forzar a Vicente Fidel López a renunciar la cartera de Hacienda (lo cual exasperó al Gringo, quien había hecho ingentes esfuerzos para convencer al anciano de aceptarla). Pero sería ocioso abundar en tales elucubraciones.
El desenlace se produjo en setiembre de 1894 y fue instado por Pellegrini. Pasó que Alem (que había sido electo senador en febrero y tenido que renunciar su banca por la prisión sufrida luego del fracaso de la revolución del año anterior, al salir en libertad había monopolizado el discurso moralizador, con críticas feroces hacia Pellegrini; a quien había convertido en blanco de sus dardos y en quien sintetizaba el régimen corrupto. Ante eso el Gringo, quien se había visto obligado, al subir a la presidencia, a vender una estancia heredada por su esposa para cancelar un crédito que había tomado en 1889 en el Banco Nacional (quebrado durante la crisis de marzo de 1891 que provocó el cierre de operaciones de los bancos oficiales) de modo de no ver afectado su buen nombre, decidió terminar la cuestión, salga pato o gallareta; e  instruyó a un diputado que respondía a su orientación, en el sentido de aludir a las cuentas poco claras ("turbias", fue la palabra empleada) de Alem en los bancos.
Y éste reaccionó hecho una furia y ya perdida toda ponderación. El 1 de setiembre de 1894, publicó en La Prensa una nota en la que con perífrasis ("régimen funesto que ha arruinado y deshonrado a la República",  "conducta vergonzosa", "iniciados en los secretos del Estado", etc.) aludía de manera más que obvia a Pellegrini, acusándolo elípticamente de pasársela en los "hipódromos" (el Gringo, efectivamente, era hombre muy aficionado al turf), en las "carpetas" (timbas, quizá por la fortuna perdida por Pellegrini en su juventud, que después rehizo con la comisión que percibió por el acuerdo con los acreedores europeos en 1885), en los "centros de especulación" (por sus vinculaciones financieras) y de haber mandado a "ese diputado" a decir "una ruindad". Hizo el elogio de su propia honestidad afirmando: "vivo en casa de cristal" (refiriéndose a la transparencia que se auto atribuía); y respecto a su situación frente a los bancos, se victimizó, manifestando que había dado de favor una garantía a "encumbrados personajes de la provincia y oficiales superiores" (?), quienes no habían pagado los créditos; quedando la deuda a cargo suyo, en prueba de lo cual citaba las palabras que según él, le había dicho el "presidente del Banco, doctor Vicente Fidel López" (?).
Ni bien lo leyó, Pellegrini redactó su respuesta, la cual publicó en La Nación el 2 de setiembre en una carta abierta que tituló Ecce Homo ("he aquí al hombre" en latín, por la cita bíblica de Poncio Pilato sometiendo a Cristo al veredicto de la muchedumbre; y no por el libro de Nietzsche publicado en 1888). En ella pulverizó a Alem, demoliendo con cifras, fechas y citas de documentación, todo su endeble andamiaje argumentativo. Demostró que sus deudas con los bancos estaban impagas desde siempre, que lo de las supuestas garantías que había dado de favor a terceros era "pura novela", que vivía en la irrealidad y fuera de tiempo y por eso traía a colación al "doctor Vicente Fidel López que fue presidente del banco hace quince años". Como el otro había afirmado que vivía "en casa de cristal"; el Gringo consignó que él, en cambio, vivía en una "de piedra, y allí he formado un hogar conocido, respetado y honesto; es éste un requisito indispensable para mantener una posición social que corresponda a la posición política" (comparando su propia vida ordenada con la vida disipada de Alem y su afición al alcohol). Y terminaba por llamarlo "incendiario", "mistificador" y "falso apóstol". Encima, la edición de esa semana de la revista El Mosquito (presumiblemente a pedido de Pellegrini) traía una caricatura con Alem adentro de una limeta de ginebra, con el epígrafe "el doctor Alem en su casa de cristal".
Alem, ofendido y habituado a batirse, le mandó sus padrinos; y Pellegrini, que no era de los que se podían arrear con el poncho, designó a su vez los suyos. Con buen criterio, los de una y otra parte determinaron que no había intención de calumnnia ni injuria y que por lo tanto no existían motivos para un duelo. La aceptación por parte de Pellegrini de los padrinos de Alem y consiguientemente, de la posibilidad de un duelo, demuestra que consideraba a su adversario un igual, un par; de otro modo los hubiese rechazado (porque sólo se batían los caballeros). De paso, y por si hiciera falta; eso da por tierra con la remanida "interpretación" de los "orígenes sociales distintos" entre ambos.
¿Quién ganó la pelea? Ninguno de los dos. Perdió la República; porque no atinaron a comprenderse. En las cartas abiertas que se intercambiaron estaba la patentización de sus egos; pues eran grandes ególatras ambos. Ni La Prensa ni La Nación tuvieron que aumentar sus tiradas el 1 y 2 de setiembre; lo cual viene a demostrar que el impacto que ambos decían querer provocar en la opinión pública, no existió en la realidad efectiva. Ninguno de los dos pudo arrebatarle al otro un solo partidario, y si fracasó Alem en el intento de dejar evidenciado a Pellegrini como el ícono más representativo de un régimen oprobioso; también fracasó el Gringo en su propósito de disminuir la influencia de Alem en las masas, que continuaron idolatrándolo y nada les importaba si era deudor crónico de los bancos, vivía en una nube de ficción, era alcohólico o  llevaba una vida caótica.
Y si ganó un round Pellegrini con su ataque formidable, porque su adversario no pudo levantarse políticamente después del mismo; Alem ganó el siguiente con su propio suicidio, expresión póstuma de su egolatría.
Dos políticos trascendentales, dos enormes argentinos, dos hombres excepcionales que no pudieron comprenderse. Ojalá su ejemplo sirva para mostrarnos que de negación de la otredad está asfaltado el camino del desencuentro.

-Juan Carlos Serqueiros- 

miércoles, 4 de junio de 2014

ECCE HOMO. SEGUNDA PARTE





















Escribe: Juan Carlos Serqueiros
 
Alem no puede ser presidente de la República; porque es capaz de hacerse una revolución a sí mismo. (Miguel Cané)
 
Pellegrini es una fuerza loca y explosiva que se manifiesta por espasmos sin tener en cuenta nada, ni aún los intereses y conveniencias de su ambición. (Julio A. Roca)
 
Para 1890 Alem llevaba ya diez años alejado de los primeros planos de la política. Lo había "rescatado" la juventud que se oponía al gobierno de Juárez Celman, en especial, Francisco Barroetaveña, Lisandro de la Torre y Joaquín Castellanos; quienes veían en él un apóstol que acometería la misión de regenerar a un orden sistémico al que consideraban corrupto y oprobioso.
 
Había cambiado no poco. Su legendario coraje, probado en mil entreveros, se había vuelto inútil temeridad; su oratoria seguía siendo fogosa, inflamada, pero revestida ahora de giros místicos; una larguísima barba encanecida le confería cierto aire de profeta; el rostro pálido y demacrado le hacía aparentar más edad de la que tenía; y vestido siempre de negro, paseaba su enjuto físico minado -se decía- por una enfermedad incurable, perdiendo sus noches en los bodegones y peringundines de los arrabales de Buenos Aires, entre los vahos del alcohol con el que buscaba mitigar la desazón que se le había ganado en el alma (Leandro bebe, sería la infidencia de su sobrino Hipólito Yrigoyen). Cerrando su bufete, terminó por recalar en el estudio jurídico de su íntimo amigo, Aristóbulo del Valle.  En el desorden que era su vida, la política, una vez retomada; se constituyó en su única razón existencial. Vamos a asistir al quinquenio que representó la cima de su popularidad... y la sima de su depresión.
El 12 de marzo de 1891 Alem fue electo senador por Buenos Aires, y producida en abril la división de la Unión Cívica entre radicales (alemistas) y nacionales (mitristas); emprendió, en agosto, una gira por el interior del país en apoyo a la fórmula integrada por Bernardo de Irigoyen y Juan Garro, con gran suceso y despertando multitudinarias adhesiones. Había llegado al cenit de su carrera. De allí en más, principiaría su declinación. Acusado de conspiración contra el gobierno, el 3 de abril del año siguiente fue apresado junto a todos los máximos dirigentes radicales y confinado en un buque de guerra (ver en este ENLACE mi artículo Yrigoyen contra Irigoyen). Desde entonces, Alem lanzó a su partido al albur de la revolución armada, sin modificar ese criterio ni siquiera cuando Aristóbulo del Valle fue llamado por el presidente Luis Sáenz Peña a formar gabinete (ver en este ENLACE mi artículo Los espadachines de la elocuencia); llegando incluso a negarle el apoyo y concurso que aquél le había solicitado y a criticar públicamente con dureza a su amigo más leal y consecuente. Fue su decisión de intentar llegar al gobierno por la vía revolucionaria sin calibrar adecuadamente tiempo, circunstancias y oportunidad; un grave, funesto error de conducción política, el cual desde luego; no disminuye la trascendental relevancia de su figura histórica como el gran tribuno y federalista que sin dudas fue.
 

Pellegrini, por su parte, había llegado a la presidencia en 1890 de resultas de la caída de Juárez Celman, en medio de una generalizada aceptación. Estaba en la cúspide y se proponía mantenerse en ella.
 
Valiente y enérgico, incluso hasta lo implacable, solía tener reacciones desmedidas, pero sin embargo; su índole afable y su sinceridad llevaban a que pudiera tener adversarios en lugar de  enemigos. Era un político nato, pero a diferencia de Alem; tenía una vida más allá de la política. "Porteño en los gustos y europeo en las preocupaciones, nacionalista de intransigencia indígena", lo definió magistralmente Estanislao Zeballos.
Y es que en efecto, Pellegrini era, además de un estadista de miras elevadas; un entusiasta sportman y clubman, un periodista concienzudo, un viajero infatigable, un apasionado amateur de las artes y un inclaudicable impulsor y defensor de la industria.
Aclamado cuando subió a la primera magistratura de la Nación, y rechiflado cuando descendió de ella, no trepidó en salir de la Casa Rosada para dirigirse a su casa, a pie y sin escolta, resuelto a enfrentar, con la sola "arma" de su bastón, a la multitud que lo abucheaba. Con un bagaje importante de virtudes y otro no menos pesado de defectos, muchas veces coherente y otras tantas contradictorio; acertó a continuar gravitando decisivamente en la política nacional hasta su muerte en 1906.
 


Y si son muy argentinos el romanticismo incurable, el escaso amor al orden, la bravura ingénita, la rebeldía indómita y la innata tendencia al exceso de Alem; también lo son el coraje atrevido, el refinamiento exquisito, el culto a la amistad, la reacción temperamental y la muñeca hábil de Pellegrini.
En la tercera y última parte de este artículo, asistiremos al clímax del conflicto que se desató entre estos dos hombres extraordinarios y al desenlace del mismo.

Continuará