Considerando que estoy por cumplir 68 años y en lo anatómico arrastro las secuelas que la vida y el rugby me fueron dejando (me falta la mitad de la ceja izquierda, tengo rota la nariz, desviado el tabique nasal, dos quebraduras de brazo y una de clavícula, una placa y cuatro tornillos en la tibia, un riñón que se salvó nomás de pura casualidad a mis 20 años y que desde entonces no funciona todo lo bien que debería, un diente al que se le ocurrió crecer en el paladar en lugar de hacerlo en la encía, cicatrices de suturas en las sienes más la delgada línea felizmente ya casi imperceptible que queda de la cicatriz dejada por los 18 puntos que me dieron en la mano derecha, los ligamentos hechos puré en ambas rodillas, los meniscos que dejaron de existir hace mil años y las muchas chapas que se me volaron de la marota...); creo que tan, tan, pero tan desastroso no estoy, después de todo. Y eso que never in the puta life pisé un gimnasio, eh.
En fin… “se rompe loca mi anatomía” (Indio Solari dixit). Pero bien meditada la cosa y aún cuando no pierdo de vista que como consuelo resulta paupérrimo; no puedo dejar de pensar que también podría haberme ido mucho peor, ¿no? Digo, qué sé yo…
Todo eso en cuanto a lo físico exclusivamente (por fortuna), porque por lo demás; ni la vida ni el rugby me han dejado cicatrices en el alma. Y a pesar de que en el clásico que en mí disputan Apolo y Dioniso suele triunfar el segundo; de algún modo logré componérmelas para que los desengaños, las amarguras, las injusticias, las frustraciones y demás que han significado heridas en mi alma, sanaran sin dejar cicatrices. La verdad sea dicha, no sé cómo lo hice y mucho menos podría explicarlo; más calculo, aunque no soy bueno en matemática; que eso debe de ser atribuible a lo único que jamás falló: mi intuición, que me ha guiado siempre.
Así las cosas, cómo no habría de rendirle homenaje a mi intuición; ¡claro que lo hago! Si mis esporádicos raptos de consciencia debo agradecérselos a ella. Por más que no pocas veces sus aciertos hayan provocado cataclismos o, mucho peor aún; eclipses. Es que si bien aprendí a perdonar; nunca pude aprobar esa materia llamada olvido. Lo cual de paso, quizá explique por qué me resuena tan maravillosa la inefable y hermosamente triste melodía de “Oblivion”, de Astor Piazzolla. Y tal vez, también sea por eso que en ocasiones caiga yo en el boicot a mi propia felicidad empañándola con algún inoportuno mal recuerdo, que funge de indeseable inquilino buscando eternizarse en mi maldita memoria y que viene a atenazarme.
Así que bueno… ¿cicatrices? Y… sí, pero reitero: en lo físico; en el alma, ninguna.
Con todo, lo que esencialmente soy, empecinado en sus sueños y presentado en este… digamos poco agraciado y castigado envase que ves, llegó hasta aquí y ahora, y sigue siendo yo. Lo cual no es poco.
Bah, me parece…
-Juan Carlos Serqueiros-