miércoles, 28 de febrero de 2018

JOSÉ MANUEL DURAND LAGUNA, FUNDADOR, JUGADOR Y PRESIDENTE DE HURACÁN. EL QUE NO ANDABA CON GRE GRE PARA DECIR GREGORIO




















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

El 7 de noviembre de 1885, nacía en La Viña, provincia de Salta, José Manuel Durand Laguna.
En 1907 recaló con su familia en Buenos Aires, en Parque de los Patricios, y tomó contacto con aquellos inquietos y soñadores estudiantes del Colegio Luppi que cuatro años antes, un 25 de Mayo, habían fundado un club, participando con ellos de la reorganización del mismo, concretada formalmente el 1 de noviembre de 1908: el Club Atlético Huracán, el cual presidió.
Esforzado, emprendedor, incansable, astuto y de carácter fuerte, el Negro Laguna, como se lo apodaba por el color morocho subido de su tez, no conocía de desmayos, sabía poner el pecho a todas las dificultades y nunca nadie pudo pescarlo en un renuncio ni en una aflojada. Era de una sola pieza, derecho y frontal, muy frontal; de esos que no andan con medias tintas y llaman pan al pan y vino al vino, lo cual le originó algunos problemas con sus compañeros de club, quienes terminaron expulsándolo.
Por esos tiempos, se acercó al ilustre científico, funcionario y deportista Jorge Newbery y logró su colaboración para con la novel institución, invalorable aporte ese que resultaría de capital importancia para que Huracán pudiera consolidarse.
El Negro era ligero, vivo, canchero, perpicaz, un rana que se destacaba siempre, aún entre la gente ranera, como que vivía, precisamente, en el Barrio de las Ranas. De esos tipos capaces de estar sentados en un banquito y agarrar un ñandú que pasa a la carrera o de hacer un asado abajo del agua. Trataba del mismo modo a un aristócrata como Newbery y al último de los cirujas de la Quema, y paseaba su señorío vistiendo su pilcha de laburo a la hora de desempeñar cualquier oficio o su atildado jetra siempre impecable a la de socializar en cualquier ámbito (que él los frecuentaba todos y en todos lo conocían). Un señor de verdad, que movía al respeto y a la estima que saben inspirar quienes van por la vida con actitud firme e invariablemente digna. Y tanto jugaba con igual destreza al tenis en el más exclusivo de los courts, como al billar en el más rante de los cafetines.
También jugaba al fútbol ¡y cómo jugaba! Delantero endiablado, guapo, encarador, pícaro, goleador nato y con una media vuelta letal para sus rivales. En su Treinta años de recuerdos alrededor de un Globo, la pluma genial del gran Homero Manzi lo definía así: "Y el Negro Laguna, mañero y limpio al mismo tiempo".
En 1916 se disputó en Buenos Aires el primer Campeonato Sudamericano, la primera Copa América, y aconteció un hecho curioso: el 10 de julio se enfrentaban en el estadio de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, los seleccionados de Argentina y Brasil. Pero pasó que uno de los delanteros, la estrella del equipo, Alberto Ohaco del Racing Club, pegó el faltazo por cuestiones laborales; así que a propuesta de otro de los jugadores, Pedro Martínez, de Huracán; los dirigentes fueron a apalabrarlo a Laguna, que estaba en la tribuna como espectador, y le ofrecieron que jugara él. Correr a los vestuarios, colgar el traje en una percha, ponerse los cortos, vestir la celeste y blanca y calzarse los botines, fue todo uno para el Negro, que a los diez minutos de juego abrió el marcador con un bombazo impresionante. Proeza: de espectador a goleador.
Más temprano que tarde y solucionados los antiguos entredichos, Laguna volvió a la institución de sus amores como player, integrando los equipos de 1921 y 1922 que se consagrarían campeones llevando para la vitrina de Huracán los primeros trofeos.
Nacido para liderar, sería también el entrenador de otro gran equipo del Globo campeón: el de 1928, teniendo que “poner en vereda” y disciplinar a “nenes” de la talla de Stábile, Pratto y Federici, jugadores extraordinarios, mas con la costumbre -alegre y placentera, sin dudas; pero irresponsable- de irse de farra por las noches. Una detallada nota periodística de la revista La Cancha, en su edición del 14 de diciembre de 1929, recogió todo aquello para la posteridad, en un imperdible reportaje al Negro Laguna quien, con su acostumbrada franqueza y su hombría de bien, lo narró con pelos y señales.


Fundador y presidente de Huracán, varias veces campeón como jugador y también como entrenador. Casi nada, ¿no?
Se retiró del fútbol como jugador recién en 1927, con 42 años, siendo campeón con el club Olimpia, de Asunción. Fue docente deportivo en San Juan, contratado por el gobierno provincial para la formación de jóvenes. Como entrenador dirigió, además de su amado Huracán; a clubes de San Juan y Tucumán, a Nacional del Paraguay y al seleccionado de ese país. Murió a los 73 años en Asunción, el 16 de julio de 1959. En alguna estrella del cielo de Parque de los Patricios andan brillando su alta estatura, su inclaudicable espíritu, su visión de pionero, su picardía y su olfato goleador.
El siempre recordado y venerado Negro Laguna, el que no andaba con gre gre para decir Gregorio: un pedazo grande de la riquísima historia de Huracán, prócer del Globo y de la Quema, señor con todas las letras, caballero de ley y guapo de verdad, sin grupos.
En la dimensión en que estés: ¡Salud, ganador y campeón en todo!

-Juan Carlos Serqueiros-
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REFERENCIAS

Libro de Actas del Club Atlético Huracán. Acta N° 1 del 20.07.1910.
Bestard, Miguel Angel. 80 años de fútbol en el Paraguay. Litograf, Asunción, 1981.
Manzi, Homero. "Treinta años de recuerdos alrededor de un Globo", en diario Crítica, edición del 08.09.1947.
Revista La Cancha edición N° 80, Buenos Aires, 14.12.1929.
Wernicke, Luciano. Historias insólitas del fútbol. Planeta, Buenos Aires, 2013.

martes, 27 de febrero de 2018

LOS COLORES DE NUESTRA BANDERA


















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Nuestra enseña patria fue izada por primera vez a orillas del Paraná, en la Villa del Rosario, el 27 de Febrero de 1812.
Pues bien, cada 27 de Febrero —y también cada 20 de Junio, fijado como Día de la Bandera por el paso a la inmortalidad de su creador—, se repite hasta el hartazgo la cantinela "Belgrano tomó para nuestra bandera los colores de la casa de los Borbones". Y también los hay quienes hasta llegan al delirio de proponer que sea esa una "verdad" (?) que "hay que enseñar en la escuela". ¡En la escuela, nada menos!
Es completamente temerario afirmar como verdad que el general Belgrano eligió "los colores de la casa de Borbón". Y todavía más aún lo es —aparte de irresponsable, inconveniente y pernicioso— la pretensión de que eso se enseñe en las escuelas como si se tratase de una verdad comprobable y comprobada, cuando no hay ninguna base documental para sostener tal cosa.
Es decir, se trata sólo de una presunción sin sustento alguno, la cual corre por cuenta exclusiva de quienes la inducen.
Y por supuesto, cada quien tiene derecho a elucubrar la hipótesis que se le ocurra; pero a lo que no tiene derecho nadie, es a imponer como verdad histórica indubitable algo que carece absolutamente de elementos probatorios.
En primer lugar, hay que aclarar que el azul celeste y el blanco —en ese orden— no son "los colores de la casa de Borbón" (dinastía esa cuyo escudo tiene fondo azur con flores de lis doradas) como erróneamente se cree e insensatamente se propaga; sino que son los de la Orden de Carlos III, lo cual es, claro, algo muy distinto: se trata de una orden de caballería instituida en 1771 por el rey Carlos III para condecorar a quienes hubiesen prestado señalados servicios a la corona española, y la cinta y la banda llevan esos colores por ser los de la iconografía de la Inmaculada Concepción de María, dogma del cual era ferviente devoto aquel monarca.
Lo cierto es que Belgrano, en su comunicación al Triunvirato, dice inequívocamente: "...la mandé hacer blanca y celeste, conforme a los colores de la escarapela nacional".


Hay que prestar especial atención al orden en que el prócer consigna los colores: primero cita el blanco y después el celeste. ¿Por qué primero el blanco? Sencillamente porque lo reputaba como el color principal, ya que éramos por entonces las Provincias Unidas del Río de la Plata y es el blanco el representativo de la plata en heráldica, el cual, junto al celeste (producto del desvaído por la acción de la intemperie en el campo azur original), eran los colores que tenía el escudo de Buenos Aires, donde se produjo la Revolución de Mayo que marcó el inicio de nuestro proceso independentista.


Los países jóvenes —como el nuestro, que lleva apenas dos siglos— y que no tienen aún su nacionalidad consolidada —tal como ocurre con la argentinidad—, no pueden darse el lujo de asignar (y muchísimo menos tomando como si fuera un hecho comprobado aquello que no es más que una mera presunción) a la adopción de sus colores patrios un origen atribuible precisamente al yugo que supo sacudirse de encima.
¿O de quién creen que nos independizó el ínclito general Manuel Belgrano, si no fue, precisamente, de la tiranía oprobiosa de los borbones?

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 24 de febrero de 2018

MUGRICIO LACRI Y EL MEDIO PELO ARGENTO VS. EL BUEN ARTE
























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Por estos aciagos días, en el marco de la “política cultural” (?) de la tiranía cipaya de Mugricio Lacri y sus esbirros, se presentarán auténticas figuras del “arte”, luminarias de la calaña de -por ejemplo y entre otros- Luis Fonsi, Lucía Galán, Lali Espósito y Karina la princesita en el Teatro Colón. Dios nos ampare.
Pensar que durante la "barbarie" peronista, se representaban allí óperas de Puccini, Leoncavallo, Donizetti y Mascagni; danzaba su magia Liliana Belfiore y prodigaba melodías la orquesta del Gordo Troilo. En cambio ahora, con la "cultura" macrista; en cualquier momento puede caernos encima, además de los al principio mencionados espantos; la peste en forma de horrores tales como Gladys la bomba tucumana o la recua de burdéganos de Tinelli en "Bailando por un sueño".
Y es que toda esa tortura se origina en un prejuicio fuertemente arraigado en el medio pelo vernáculo, tilingo y culturalmente colonizado (que constituye la base electoral del macrismo), según el cual "al populacho hay que darle artistas y músicos berretas, porque total, se trata de negros de mierda incapaces de apreciar lo bueno".
Es exactamente al revés: los verdaderamente incapaces de apreciar lo bueno, son ellos mismos, los del medio pelo. Siempre, la buena música -y en general, el buen arte- es popular; porque la valoración de su alta calidad es un proceso de ósmosis: primero la perciben y absorben los estratos más bajos, y luego se traslada desde allí a las capas más altas de la sociedad.
Es mundialmente famosa la anécdota que relata cómo un carruaje que llevaba a Chopin (por entonces, un músico todavía desconocido, ignoto) y a otras personas a través de Polonia, se detuvo en una posta a fin de cambiar caballos y para que, mientras tanto, los viajeros comieran. En eso, Chopin vio un piano, se sentó ante él, y como en trance, comenzó a tocar. Estuvo así horas, enlazando melodía tras melodía a medida que las iba improvisando. Sus compañeros de viaje dejaron los cubiertos y se acercaron al piano, la moza que servía las mesas, los postillones, el posadero, su mujer e hijos... y en fin; todo el mundo, cesó sus actividades y lo escuchaba fascinado, embelesado. En eso, se acercó el cochero y le dijo al maestro de posta que ya era excesiva la parada y que debía continuar el viaje. El posadero le respondió: "Daré más caballos, daré más comida y más vino, daré camas y mantas para que pernocten, daré otro carruaje si quieres marcharte y llevarte el tuyo, daré dinero, daré lo que se quiera, el mundo si es preciso; pero por el amor de Dios, ¡cállate y deja que ese mago siga tocando o te mataré!".
Situémonos en aquella época y en Polonia, e imaginemos a un humilde maestro de posta: un hombre esforzado, rudo, muy probablemente analfabeto o -en el mejor de los casos- cuasi iletrado, tosco, rústico... pero perfectamente capaz de darse cuenta de que estaba asistiendo a algo genial que conmovía sus sentidos. Y no quería que nada ni nadie le privase de aquella bendición que el destino regalaba a su espíritu.
Eso que clara y sabiamente supo discernir, en la primera mitad del siglo XIX, un pobre posadero en Polonia; todavía no es capaz de comprenderlo el medio pelo argento en pleno siglo XXI, “gracias” a su miserabilidad moral y a su intrínseca estulticia (que son, por otra parte, ambas irremediables; pues están anidadas en su alma).

-Juan Carlos Serqueiros-

jueves, 22 de febrero de 2018

EL NUEVO DISCO DEL INDIO: EL RUISEÑOR, EL AMOR Y LA MUERTE







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Queridos todos: se aproxima la hora de sumergirnos en las siempre procelosas aguas del mar solariano para bucear en ellas y encontrarnos con otro pecio (¡no, bestia! “Precio” no; pecio dije, PECIO, o sea, restos de un naufragio): su nuevo disco, el cual llevará por nombre El ruiseñor, el amor y la muerte.
En esta oportunidad, nuestro artista favorito se auto denominará Protoplasman, y de sus sienes ardientes brotarán los siguientes himnos:

1. Pinturas de guerra
2. La oscuridad
3. El callejón de los milagros
4. El ruiseñor, el amor y la muerte
5. Strangerdanger
6. El martillo de las brujas (malleus maleficarum)
7. El tío Alberto en el Día de la Bicicleta
8. Canción para un terrorista bonito
9. La pequeña mamba
10. La moda no es vanguardia
11. A bailar que no hay infierno
12. La ciudad de los encandilados
13. Ostende Hotel
14. Panasonic y el mundo a sus pies
15. El que la seca la llena

La tapa del disco será una fotografía de sus padres (la cual pueden ver en la imagen que oficia de portada de este chisme que les traigo), y en su interior se encontrarán con los rostros de las personalidades que lo han marcado, dejando, cada una de ellas, una impronta en su prolífica carrera: Tarkovski, Bergman, Buñuel, Wagner, Cohen, el Tata Ruiz (¡todos de pie y aplaudiendo, carajo!), Billie Holiday, Zappa, Lennon, Pratt, Xul Solar, Gurdjeff, Artaud, Kerouac, Burroughs y la inmortal Evita.
Los delincuentes que hacemos Esa Vieja Cultura Frita, travestidos con nuestros disfraces de gente respetable (como buenos y fieles apóstoles del Mesías Patricio Rey, a quien Luzbelito ilumine siempre), hemos conseguido para vuestro solaz, un evangelio: cuatro pedorrísimas imágenes de la obra en cuestión, las cuales obtuvimos merced a una audaz y peligrosa misión especial de nuestro detective Nicolás, y que con mucho gusto (porque al fin de cuentas; seremos ladrones, pero generosos, che) compartimos con ustedes. Perdón por la mala calidad, pero pa'l hambre no hay pan duro, dicen (o, por lo menos, dicen que dicen):





Bueno, no; era broma nomás. Les cuento que, en realidad, nuestro agente secreto Nicolás nos había suministrado las fotos antes, pero fieles a nuestro estilo; las subimos recién hoy, hecho ya el anuncio OFICIAL por parte del biógrafo del Indio, Marcelo Figueras.
Mis amados pajaritos (perdón, desde ahora; ruiseñores), será hasta que alguna curva de la atestada ruta solariana vuelva a amuchar nuestros corazones.
Que sea corta la espera. Amén.

-Juan Carlos Serqueiros-

lunes, 12 de febrero de 2018

LA PIRÁMIDE DE LA CIUDADELA







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Uno contempla, con una mezcla de asombro, dolor e indignación, cómo al narrar la historia algunos incurren en errores groseros, los cuales son después reiterados hasta el hartazgo por otros, quienes a su turno, en lugar de investigar y enmendarlos; se limitan a copiar a quienes les precedieron en la comisión de los mismos.
Así ocurre, por ejemplo, con este monumento, al cual en no pocos libros y artículos se lo describe como que fue levantado "por Belgrano en recuerdo de la batalla de Tucumán". ¿Puede alguien en su sano juicio imaginar al ínclito general, que era propiamente la abnegación y el desinterés hechos carne y espíritu, homenajeándose a sí mismo? Por favor... 
Lo cierto es que se trata de la Pirámide que el prócer que creó la Bandera y nos dio la Independencia, mandó erigir en 1817 o 1818, en la antigua Ciudadela, en celebración de y homenaje a, las victorias obtenidas en Chile por el Ejército de los Andes al mando del general San Martín, las cuales se festejaron hasta el delirio en la Tucumán de por entonces.
El monumento, construido de ladrillos, estaba rodeado de rosales y se hallaba al fondo de una alameda, paralelo a la cual corría un manso y cristalino arroyuelo. Todo aquello conformaba un paisaje ensoñador que movía al fervor patriótico y que muy pronto se constituyó en uno de los paseos preferidos por los tucumanos de la época. Afortunadamente, todavía se yergue, orgulloso en su humildad, y esa feliz circunstancia nos pone en condición de poder admirarlo (ver la imagen que oficia de portada de este artículo). 
Pero también, merced a ciertos testimonios históricos; nos es dable conocer cómo era originalmente y por qué fue levantado.
En 1834, la pluma de Alberdi en su célebre Memoria descriptiva sobre Tucumán, lo reseñaba de este modo:
Ya el pasto ha cubierto el lugar donde fue la casa del General Belgrano, y si no fuera por ciertas eminencias que forman los cimientos de las paredes derribadas, no se sabría el lugar preciso en que existió (nota mía: lo consignado por Alberdi nos permite saber que ya en 1834, de la casa que habitaba Belgrano en Tucumán, quedaban sólo los cimientos). Inmediato a este sitio está el campo llamado de Honor, porque en él se obtuvo en 1812, la victoria que cimentó la independencia de la República (nota mía: se refiere a la Batalla de Tucumán, acaecida el 24 de setiembre de 1812) (…) que presenta la forma de un vasto anfiteatro como si el cielo le hubiera construido de profeso para las escenas de un pueblo heroico (…) A dos cuadras de la antigua casa del General Belgrano, está la ciudadela (nota mía: alude a la fortificación pentagonal conocida como la Ciudadela, el campamento militar que había dispuesto emplazar San Martín en 1814, tras asumir la jefatura del Ejército Auxiliar del Perú, y donde después, con Belgrano nuevamente como jefe de dicha fuerza, estaban los cuarteles). Hoy no se oyen músicas ni se ven soldados. Los cuarteles derribados, son rodeados de una eterna y triste soledad (…) Entre la ciudadela y la casa del General Belgrano se levanta humildemente la pirámide de Mayo (nota mía: Alberdi -que por la época en que Belgrano mandó construir el monumento era un niño de 7 u 8 años y vivió en Tucumán sólo hasta los 14-, creía, en 1834, al regresar a su ciudad natal -brevemente, pues sólo estaría allí pocos meses-, que se la había erigido en homenaje a la Revolución de Mayo y por esa razón la denomina así), que más bien parece un monumento de soledad y muerte. Yo la vi en un tiempo circundada de rosas y alegría; hoy es devorada de una triste soledad. Terminaba una alameda formada por una calle de media Iegua de álamos y mirtos. Un hilo de agua que antes fertilizaba estas delicias, hoy atraviesa solitario por entre ruinas y la acalorada fantasía ve más bien correr las lágrimas de la Patria. (sic)
Por su parte, José María Paz, en sus Memorias, dice:
Las victorias de Chacabuco y Maipo compensando en cierto modo nuestros desastres anteriores nos abrieron una nueva fuente de recursos (…) La última de estas victorias, después de la impresión que había producido en los ánimos el desastre de Cancha-rayada fue celebrada en Tucumán con locura. El General Belgrano hizo levantar un monumento para perpetuar su memoria, el que se conservaba hasta estos últimos años. (sic)
Esto implica que Paz, al consignar que el monumento se erigió con “la última de estas victorias” y después del ”desastre de Cancha Rayada”, está indicando que lo fue a posteriori de la Batalla de Maipú, librada el 5 de abril de 1818.
Con las guerras civiles, el sitio fue cayendo en el abandono, hasta que en 1858, un antiguo oficial de Napoleón, que fue después edecán de Belgrano, acompañó a éste en su último viaje a Buenos Aires y permaneció junto al general hasta que falleció: el teniente coronel Emidio Salvigni (quien durante el rosismo había emigrado a Chile y redondeado una regular fortuna con sus actividades en la minería), regresó a Tucumán, y al ver el estado en que se hallaba el monumento, el 12 de junio le ofreció al por entonces gobernador de la provincia, Marcos Paz, costear de su propio bolsillo tanto la restauración de la Pirámide como los gastos que demandara protegerla con una verja de hierro. El gobernador no sólo acogió con beneplácito la oferta de Salvigni, sino que además; al día siguiente decretó la formación en el sitio de una plaza, la cual debía llevar por nombre General Belgrano.


Pero sabido es que en este nuestro bendito país, las cosas, o bien se hacen a las apuradas y mal, o sufren una morosidad exasperante y descorazonadora hasta su ejecución; con lo cual la plaza en cuestión se inauguró recién en 1878, en ocasión de los actos y festejos por el Día de la Independencia.
Esta es una fotografía de la Pirámide, tomada por Angel Paganelli en 1872:


Esta otra, en la cual se distingue el monumento al fondo de la calle, fue tomada el 9 de Julio de 1878, en el acto inaugural de la plaza Belgrano:


Y en esta, podemos apreciar el monumento tal como estaba c. 1900:


En 1910, para el Centenario de la Revolución de Mayo, durante la presidencia de Figueroa Alcorta se editaron en Buenos Aires álbumes alusivos a tan relevante aniversario. Uno de ellos, con alcance nacional: Centenario Argentino. Álbum Historiográfico de la República Argentina. Ciencias, Artes, Industrias, Ganadería y Agricultura


Y los otros, con particularidades propias de cada provincia. En el correspondiente a la de Tucumán, titulado Álbum Argentino, se describe el monumento y se suministran detalles, como por ejemplo, el de las inscripciones que había en las cuatro caras de su base. En la que da al norte: “La independencia de la República Argentina se juró en este suelo, que sirvió de tumba a los tiranos”; en la que da al sur: “A la jornada de Chacabuco la consagró el general en jefe del Ejército Auxiliar del Perú, don Manuel Belgrano”; en la que mira al este: “La República Argentina, fuerte y feliz por la Constitución de mayo, que debe al ilustre presidente Urquiza, vea su nombre restaurado este monumento”; y en la que da al poniente: “En este campo el ilustre general Belgrano venció al ejército español en la batalla del 24 de septiembre de 1812”.


Con total certeza, al menos tres de las inscripciones que se citan en el Álbum Argentino, fueron puestas con posterioridad a que se erigiera la Pirámide, seguramente en ocasión de la restauración costeada por Salvigni en 1858; porque obviamente, el prócer no iba a homenajearse a sí mismo con la que alude a la Batalla de Tucumán, y mucho menos auto calificándose de “ilustre” (por más que lo haya sido, y además; muy). Y tampoco pueden atribuirse a Belgrano -fallecido en 1820- ni la que menciona la “Constitución de mayo” (de 1853) -lo cual, además; está expresamente consignado, pues la inscripción dice “vea (Urquiza) su nombre restaurado este monumento”) ni la referida a la independencia “de la República Argentina”, por no ser esa la denominación de nuestro país en épocas del creador de la Bandera y artífice de nuestra Independencia. De modo que en el hipotético caso de que el prócer hubiese hecho poner una inscripción; ésa sólo podía ser la que remitía al triunfo de las armas de la patria en Chile.
Y es, querido lector, llegado el momento de abordar una cuestión: Belgrano, ¿ordenó levantar la Pirámide en honor al triunfo de Chacabuco, al de Maipú o lo hizo por ambas batallas? La verdad es que hasta el momento, no puede despejarse el interrogante. Como ya hemos visto, Paz consigna que fue por Maipú; mientras que Salvigni estipula que fue por Chacabuco.
No he podido hallar ni en los fondos Gobierno, Hacienda y Cabildo, ni en la Sección Administrativa 1573-1915 del AHPT, disposición alguna ni de Belgrano ni de los gobernadores Bernabé Aráoz en 1817 y Feliciano de la Mota Botello en 1818 ni del Cabildo, que fuera relativa a la erección del monumento; como tampoco hay asiento de los gastos que demandó la obra.
Ello me conduce (siempre y cuando, lógicamente, lo infructuoso de la búsqueda no se haya debido a fallas u omisiones mías) a inferir que el prócer hizo levantar la Pirámide con ladrillos fabricados por sus propios soldados, constituyendo ellos mismos también la mano de obra, dirigidos por alguno de sus oficiales. Al fin y al cabo, la Ciudadela se había edificado de esa manera: construyendo los soldados sus propios cuarteles.
En las cartas remitidas por Belgrano a Güemes no hay, ni en la que le informa la victoria obtenida en Chacabuco ni en las cursadas durante el trimestre posterior a la batalla, mención alguna a que haya dispuesto elevar el monumento. Tampoco hay ninguna referencia a ello en las que por esos días Belgrano escribió a San Martín. Y lo mismo ocurre con las dirigidas a ambos, San Martín y Güemes, por Belgrano una vez anoticiado del triunfo en Maipú.
En función de lo hasta aquí citado, particularmente me hallo inclinado a creer que debe de haber sido en celebración por la victoria de Chacabuco, como consignó Salvigni; pues estimo como muy probable que al momento de escribir Paz sus Memorias, tuviera ya borroso el recuerdo del suceso por los muchos años transcurridos desde que Belgrano dispuso que se erigiera el monumento; mientras que Salvigni, en su condición de edecán del general, fue testigo presencial y además; necesariamente tuvo que haber participado del hecho (como por otra parte, lo afirma él mismo en la nota de fecha 12 de junio de 1858 que dirige al jefe de policía).
En 1877 -un año antes de la inauguración de la plaza Belgrano cuya creación había decretado, como vimos, Marcos Paz en 1858-, el acaudalado comerciante y estanciero Andrés Egaña interesó al gobierno tucumano (Tiburcio Padilla) en embellecer y realzar el monumento, asumiendo él los gastos que la empresa demandara. Con ese cometido, encargó a un escultor suizo que vivía en Córdoba, José Allio, la reforma de la pirámide. Éste la coronó con una esfera y cubrió con mármol sus cuatro caras, colocando en cada una de ellas una inscripción, todas distintas a las que muchos años después se reputaron en el Álbum Argentino como “originales” (y que como consigné antes, al menos tres de ellas, con seguridad no lo eran). Las que introdujo Allio decían (o mejor dicho; dicen, pues son las que el monumento exhibe aún hoy): “General Belgrano. 1812”, “1812. General Eustoquio Díaz Vélez”, “Tucumán. Bernardo Monteagudo”, y “1840. Marco Avellaneda”. Así las cosas, se había alterado sustancialmente la significación que pretendió Belgrano darle a la Pirámide, trocando en ella su homenaje a la gesta de San Martín en Chile; por una alusión a la Batalla de Tucumán y la mención de tres figuras históricas que ninguna vinculación tenían con la victoria obtenida por el Ejército de los Andes. ¿Por qué eso?
Ocurría que el gestor y costeador del embellecimiento de la Pirámide, Egaña (n. 1816, Lima, Perú), estaba casado con Manuela Díaz Vélez, hija del general Eustoquio; de allí lo de mencionar a éste en una de las inscripciones introducidas en el monumento, antedatando a su nombre, “1812”, de manera de disimular, aludiendo a su participación -destacadísima, dicho sea de paso- en la Batalla de Tucumán; el verdadero motivo de citarlo en la Pirámide: su parentesco con quien pagaba las obras. A la vez, Egaña -miembro conspicuo del autonomismo- se hallaba estrechamente vinculado al por entonces presidente de la Nación, Nicolás Avellaneda, en tanto había sido no sólo uno de los primeros impulsores de la candidatura de éste, sino además; el principal aportante económico en su campaña electoral, y por eso la mención de Marco Avellaneda (padre de Nicolás), precedida por la cita “1840”, en elíptica referencia al 7 de abril de ese año, fecha en que la legislatura tucumana por él encabezada (y asimismo, había sido él quien instigó el asesinato del gobernador Alejandro Heredia y pagó a los que encabezados por Gabino Robles ejecutaron aquel magnicidio) se pronunció contra Rosas. Por último, el gobernador de Tucumán, Tiburcio Padilla, era muy amigo del presidente Nicolás Avellaneda y compartía con él la admiración hacia la figura histórica de Monteagudo; siendo ese el motivo por el cual se menciona a éste en otra de las inscripciones de la Pirámide, anteponiendo “Tucumán” a su apellido, de modo de resaltar que había nacido allí.
Y así fue, estimado lector, como se desvirtuó completamente el sentido que Belgrano otorgara al monumento que ordenó levantar.
En 1914, la plaza fue declarada Lugar Histórico Nacional. Y en 2012, año en que se cumplió, el 24 de Setiembre, el Bicentenario de la Batalla de Tucumán; se dispuso el embellecimiento de la misma. Sin embargo, y desde que se alteró la significación del monumento, nunca ningún gobierno se ocupó de restituir la que le otorgara el prócer que mandó erigirlo; con lo cual la inmensa mayoría de los argentinos ignora cuál es la verdadera. Incluso, la cosa ha llegado al extremo de que hasta los organismos oficiales incurren en errores (horrores, en realidad) al momento de citarlo.
Así, por ejemplo, en el sitio web de la Municipalidad de Tucumán se denomina al monumento -correctamente, pues de ese modo se lo llamó durante mucho tiempo y se ajusta a la verdad histórica- “Columna de Chacabuco”; pero a continuación, se consigna que Belgrano la hizo levantar “en honor al Gral. San Martín por el triunfo en Chile de la Batalla de Maipú” (sic). O sea, la llaman de Chacabuco y trascartón ponen que es en homenaje a Maipú. De locos. Y para rematar el dislate, se cita: “(1817)”; cuando la batalla de Maipú aconteció… ¡en 1818! Uno no puede menos que preguntarse si quien está a cargo de la página de la Municipalidad habrá terminado de cursar la primaria, porque -al menos, cuando yo la hice- eso se enseñaba en sexto grado.


Otro: en su página de la red social Facebook, el Archivo Histórico de la Provincia de Tucumán, en sus publicaciones del día 7 del corriente, llama al monumento -acertadamente, pues era ese otro de los nombres por los cuales se lo conocía, y se corresponde también con la verdad histórica- “Pirámide de la Ciudadela”; pero seguidamente pone que fue erigida... ¡"en conmemoración de la Batalla de Tucumán"! Y en “prueba” de ello cita como “fuente”… ¡a Wikipedia! Como si algo extraído de Wikipedia, donde cualquiera puede subir lo que se le antoje, hasta el disparate más inconcebible o la infamia más atroz o la más descarada de las mendacidades, haciendo aparecer lo publicado como si se tratase de la mismísima verdad revelada. Y eso lo toma como documento y testimonio nada menos que el organismo oficial que, precisamente, tiene por misión las clasificación, guarda, conservación y publicación del acervo histórico de todos los tucumanos.


Me vienen a la memoria unos versos de José Larralde en su Fragmento de Catalino Paredes: “Si yo no lo hubiera visto, / diría que esto es un cuento, / un bolazo, nada más, / pa’ hacer reír un momento. / Que uno a veces dice cosas / de a dieces como de a cientos / y ande quiere fantasiar, / le va poniendo el acento”.
Urge restituir a la Pirámide de la Ciudadela el carácter de monumento consagrado a celebrar y homenajear la/s victoria/s obtenida/s en Chile por el Ejército de los Andes al mando del general San Martín que le otorgó Belgrano cuando dispuso levantarla, quitando del revestimiento de mármol las inscripciones que se colocaron en 1877, para poner, en cambio; una en la cual se consigne su motivo y propósito, o simplemente una placa de bronce estipulándolo veraz, clara e inequívocamente.

-Juan Carlos Serqueiros-
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REFERENCIAS DOCUMENTALES Y BIBLIOGRÁFICAS

AHPT. Fondo de Gobierno. Decretos de Gobierno, 1854 a 1896.
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