jueves, 26 de diciembre de 2013

EL CULO PAGA LOS CHEQUES QUE EMITE LA LENGUA







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Cuando en 1898 llegó a la presidencia por segunda vez, Julio A. Roca confiaba en que  podía intentar algo que lo alejara de su condición de blanco predilecto de los dardos ponzoñosos del diario La Nación. Ese algo sería su acercamiento a Mitre. Por supuesto, no entraba en sus cálculos pagar un precio oneroso por el galanteo. No iba a casarse con Mitre sino que, conocedor de los puntos que éste calzaba: venal, fatuo, pobre de espíritu y sensible a los elogios; iba a convenir con él en una suerte de entendimiento pour la gallerie y nada más. Al Tísico lo contentaría con las exterioridades: le daría unos cuantos abalorios, mucho bla bla bla "consultándolo sobre asuntos centrales para la República", y listo.
Si bien logró (otra vez y van...) engatusar a Mitre, voluble y farisaico; las cosas no resultarían como Roca las había planeado; porque olvidó lo que él mismo sabía: que el mitrismo era algo que excedía a Mitre; una manera (sectaria, centralista, oligárquica y extranjerizante) de sentir y entender el país.
Roca, por si las moscas, llevó al ministerio de Justicia e Instrucción Pública a Osvaldo Magnasco, quien había tenido una resonante actuación en el congreso (ver en este ENLACE mi artículo Los espadachines de la elocuencia) y que era odiado por Mitre y el mitrismo.
Entrerriano de Gualeguaychú (n. 04.07.1864) e hijo de un inmigrante italiano capitán de marina garibaldino en su tierra y mitrista en la nuestra; Magnasco, personalidad destacada del autonomismo, era por mérito propio a la vez un erudito jurista, un eximio orador, un concienzudo periodista, un sesudo y perspicaz congresista y un temible polemista.
Políglota desde la adolescencia, al doctorarse en Derecho su tesis versó sobre L'Uomo delinquente, del italiano Cesare Lombroso, con el cual llegó a polemizar en los diarios. Mitre quiso captarlo para su partido apadrinando su tesis; pero Magnasco rechazó incorporarse al mitrismo y fue aún más allá: cuando Mitre publicó sus traducciones de La Divina Comedia, de Dante Alighieri y de las Odas, de Horacio; Magnasco, que era experto en latín e italiano, las criticó acerbamente resaltando que estaban plagadas de errores.

 
Era un intelectual, pero llegó a ser un inteligente. Su carácter, nada afecto a ser ista de otros, lo hizo dejar de lado los dogmas y lo aprendido, y cavilando sobre la patria y sus problemas; atinó a comprenderla y diseñó desde sus propios cerebro y corazón las soluciones que para él demandaba el drama nacional. No lo encandilaron las "luces del progreso" que Mitre se empeñaba en ver en el capital extranjero que se iba quedando con el país todo, y fue el primero de los argentinos en percibir lo gravoso de las trampas de los ferrocarriles ingleses y denunciarlas. Se dió cuenta también del peligro que representaba el intento de avasallar las provincias -tal como habían hecho a su turno Mitre en su presidencia y Sarmiento en la suya-, en este caso, Santiago del Estero cuyo gobernador (Absalón Ibarra, autonomista) había sido derrocado por una revuelta, y el ministro del Interior del presidente Luis Sáenz Peña (Manuel Quintana, mitrista) quería el gobierno para su partido; y al respecto alzó su voz en el congreso:

Porque lo que se está perfilando, y mucho me temo que suceda, es que los hombres arrastrados por corrientes históricas conocidas -y quiera Dios que me equivoque- levanten de nuevo aquella vieja tendencia de otros tiempos que tantos dolores nos costaron: el gobierno de Buenos Aires sobre las catorce provincias.

Eran las suyas alusiones indisimuladas y directas al mitrismo que, obviamente, lo odiaba como también lo odiaba el Tísico por haberlo desairado y criticado.
Ni bien recibido de su cargo de ministro, Magnasco impulsó reformas en el Poder Judicial de manera de modernizarlo simplificando fueros y agilizando trámites en lo penal; y también organizó la justicia militar con los Consejos de Guerra y el Tribunal Supremo.  
Pero su gran desvelo era la educación, acerca de cuya realidad había meditado mucho. A poco de instalado en el ministerio nombró Director Técnico del Departamento Industrial (que funcionaba por entonces en un anexo de la Escuela Nacional de Comercio) al ingeniero Otto Krause, y al año siguiente lo designó director de la primera Escuela Industrial de la Nación, cuya creación había dispuesto.

 

Magnasco creía que así como a Roca le había correspondido ser el fundador del estado moderno; le tocaba ahora en su segunda presidencia coronar su obra sentando las bases para la enseñanza moderna que acabaría con la situación de atraso de las provincias dotando a sus industrias de los técnicos que requería el desarrollo de las mismas. El Zorro, que solía jactarse de su federalismo ("usted sabe que tengo mis ribetes de federal", había escrito en 1876 a Juárez Celman), encomió sus ideas y lo alentó a ponerlas en planta; y el 31 de mayo de 1899 el ministro envió al congreso su Proyecto de Ley de Enseñanza General y Universitaria que combinaba elementos del positivismo en boga con otros del utilitarismo, con el objeto de "imprimir a la enseñanza las direcciones prácticas que el problema de la educación y la índole de nuestro país exigen", poniendo a los argentinos "en aptitud de enfrentar la realidad con sentido práctico" y estipulando "desechar del plan todo conocimiento abstracto cuyas virtudes de aplicación no sean una necesidad bien comprobada".
De inmediato, los mitristas (y algunos roquistas también, dicho sea de paso) hicieron sonar el clarín de guerra contra el proyecto. Transcurrido un año de debates, el mismo seguía "en estudio" y Magnasco creyó conveniente apurar las cosas. Así, remitió al congreso, encareciendo su urgente tratamiento, otro de reforma de la enseñanza secundaria para "subsanar las graves deficiencias que hoy presenta bajo el punto de vista de su utilidad individual y colectiva inmediata", como especificó en su mensaje.
La educación impartida en los colegios nacionales de Mitre, creados "para formar una minoría enérgica e ilustrada" y "para que la barbarie no nos venza"; y en las escuelas normales de Sarmiento, ideadas "para que las montoneras no se levanten", estaba demostrando con creces ser inadecuada. La enseñanza enciclopédica y universalista distaba mucho de producir una clase dirigente con virtud política, sentido nacional y percepción cabal de las problemáticas regionales. Podía generar doctorcitos capaces de perorar brillantemente hasta en latín, pero que divorciados de su historia y su tiempo no atinaban a gobernar con eficacia ni a legislar con sabiduría inmersos como estaban en un universalismo abstracto y ajenos a la realidad que los circundaba; eran -como diría el Capitán Nemo de Julio Verne- "sabios que en realidad no saben nada".
Magnasco proyectaba reemplazar ese sistema por uno que llamó de institutos prácticos, esto es, establecimientos descentralizados en los cuales se impartiría en todo el país enseñanza con programas ajustados a las características geoeconómicas de cada provin­cia, reduciendo los aspectos humanísticos de la educación a aquellos que resultasen imprescindibles. Planeaba financiar su proyecto mediante la supresión de los colegios nacionales (preveía dejar sólo seis ubicados en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Mendoza, Tucumán y Concepción del Uruguay), destinando los recursos con que hasta allí se venía sosteniendo a los que desaparecerían; a los nuevos  "institutos prácticos de artes y oficios, agricultura, minas, industria, comercio, etc., según las peculiaridades de cada localidad y previo informe del correspondiente gobierno de provincia".
Se topó con un cerrado rechazo. Fogoneados desde el diario La Nación, los mitristas con Emilio Gouchón ("cívico" devenido después en radical) a la cabeza, diputado por Entre Ríos; y los autonomistas Juan Balestra, diputado por Corrientes y el normalista Alejandro Carbó, diputado por Entre Ríos y miembro informante de la comisión; fueron los más enconados opositores al proyecto. Caras y Caretas se sumó a los detractores: en la tapa de su edición del 16 de marzo de 1901, caricaturizaba a Magnasco y lo acusaba de haber plagiado las ideas del pedagogo francés Edmond Demolins:


 
En el Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados puede seguirse la discusión: Carbó y Gouchón, con su impronta anticlericalista, sostuvieron un verdadero disparate alegando el primero que "lo que se quería era enjesuitar (sic) la enseñanza", y el segundo que si la nación dejaba la educación en manos de las provincias, éstas, "de exiguos recursos, la entregarían a las congregaciones religiosas" (?). La imagen que ilustra este artículo corresponde a la tapa de la revista Caras y Caretas en su edición del 29 de setiembre de 1900, y en ella podemos apreciar cómo, con fino y perspicaz humor, se describía la situación: bajo el título "PRO-ENSEÑANZA" aparecen caricaturizados Magnasco, Carbó y Balestra tirando todos a la vez de un educando; más atrás un clérigo sonriente, sin intervenir en la disputa y esperando quedarse con el "botín"; y al pie estos versos: "En la reñida querella / sobre quién ha de formar / el elemento escolar / el que no figura en ella / es quien se va a aprovechar". 
Carbó llegó incluso a tachar de "antidemocrático" al proyecto argumentando que el cierre de los colegios nacionales ¡privaría a las provincias de la formación de élites!, de "ciudadanos capaces de dirigir las masas y enseñarles su deber" (sic).
Así las cosas y en un clima enrarecido, las presiones sobre Magnasco eran tremendas, y éste, que no era de los que se amilanan, declaró que "ninguna extorsión lo haría renunciar". La Nación, cual libelo infame, ultrapasó todo límite y cayó en el agravio personal y la difamación iniciando una campaña de desprestigio en contra del ministro, llegando a instigar manifestaciones públicas destinadas incluso a agredirlo físicamente y publicando una denuncia de Gouchón (¿cochon?) acusando a Magnasco de hacerse fabricar por los presos de la cárcel algunos muebles para su uso personal. Hasta Caras y Caretas se hizo eco de esa acusación infundada en su edición del 29 de junio de 1901, caricaturizando a Magnasco cayéndose de una silla a la que se le rompe la pata y diciendo: "-¡Pucha, qué muebles frágiles! ¡Y yo que creí haber hecho una pichincha!...!"

Al ministro le fue sencillo demostrar que se trataba de una patraña urdida en su contra por Mitre y Gouchón con la complicidad del director de la cárcel; un sujeto de baja estofa a quien había hecho sumariar por corrupto e inepto antes de exonerarlo de su cargo (a quienes les interese ahondar en el tema, me permito recomendarles la lectura del libro de Horacio Domingorena Osvaldo Magnasco, el mejor parlamentario argentino).
A todo esto, el 26 de junio de 1901 Mitre cumplía 80 años y se le habían preparado fastuosos homenajes en el congreso para su jubileo. Magnasco, que tenía de él una pobre opinión y que era, como dije, un temible polemista capaz de utilizar sus dotes oratorias como estiletazos de letal ironía, hizo una alusión al Divus Bartolus. Y no tuvo empacho alguno en repetírsela en la cara a Mitre. Dirigiéndose a él, le dijo en el congreso, donde se realizaba el homenaje a quien la tilinguería había convertido en prócer en vida:

Quizás haya llegado a oídos del señor general mi desafecto por la ceremonia de su deificación. Quizás, señor, yo profeso principios republicanos, por lo menos trato de ajustar a ellos mi conducta. Puede que haya también llegado a sus oídos mi frase acaso festiva -que me debía disculpar y que puedo repetir porque no ha­blo en nombre del poder Ejecutivo: Después de la ceremonia ten­dremos que llamarlo como a los emperadores romanos Divus Aurelius, Divi Fratres Antonii, Divus Bartolus.

En buen criollo, le estaba diciendo: "No comparto la iniciativa de los imbéciles obsecuentes que lo endiosan, porque a diferencia suya; yo sí soy republicano de verdad. La frase que pronuncié sobre usted fue humorística y así debió tomarla; pero estoy aquí a título personal y no como ministro, y como hombre no tengo ningún problema en repetirla y sostenerla: Divus Bartolus".
El diario La Prensa publicó que Mitre, demudado, dijo a sus secuaces al retirarse del acto: "Ese Magnasco es hombre muerto".
¡Escándalo! ¿Pero quién se creía que era ese tanito, ese provincianito, para inferir semejante ofensa al ilustre patricio de la calle San Martín, a la primera figura de la República, al ídolo de la juventud porteña? ¡Inaudito! ¡Habráse visto tamaño descaro!
Roca, en el marco de su acercamiento a Mitre, no sólo no sostuvo ni apoyó a su ministro; sino que además le "aceptó la renuncia" el 1 de julio. Era echarlo a las fieras, porque ni siquiera tuvo el Zorro con Magnasco la precaución de tenderle un manto que lo protegiera del escarnio mitrista como sí lo había hecho con Eduardo Wilde (que también era objeto del odio de Mitre y otra de las víctimas que Roca sacrificó en su altar) cuando lo mandó al extranjero nombrándolo ministro plenipotenciario luego de sacarlo de la dirección del Departamento Nacional de Higiene, sustrayéndolo así a los ataques y las venganzas del Tísico (ver en este ENLACE mi artículo ¿Política, sexo y cuernos o amor al poder?).
Decepcionado, Magnasco renunció también a su cátedra en la universidad y se retiró de la política para siempre. No quiso volver a ella ni cuando años después le ofrecieron una candidatura a diputado y ni siquiera cuando el presidente Roque Sáenz Peña (que siempre lo valoró en alto grado) quiso que fuera ministro suyo. Se dedicó -latinista extraordinario como era- a traducir a los clásicos y publicar textos jurídicos de su autoría. Falleció en Temperley, provincia de Buenos Aires, el 4 de mayo de 1920 con apenas 56 años, sumido en el más ingrato e injusto de los olvidos. Tengo por seguro que murió de pena.
¿Por la suerte corrida por el proyecto me pregunta, estimado lector? Fue rechazado por 53 votos por la negativa, contra 30 por la afirmativa.
¿Y La Nación? Le cuento: a la muerte de Magnasco, ese diarucho, que nunca olvida supuestos agravios, publicó un obituario "recordándolo" con alusiones a su "inmesura", su "soberbia" y su "embriaguez mental", y aseverando que "las victorias duraderas sólo son de los metódicos y de los modestos" (o sea, Mitre). No ha cambiado nada; sigue, so pretexto de "tribuna de doctrina" como la calificó su fundador, siendo el mismo pasquín oligarca de siempre. 
Con justeza Homero Manzi le enrostró a Ignacio Anzoátegui: "Usted se ha metido con todos los próceres; menos con el que se dejó un diario de guardaespaldas". Y claro, es que por desgracia no hemos tenido muchos magnascos dispuestos a pagar con el culo los cheques que emite la lengua. Y sin embargo, a esos nos damos el lujo los argentinos de despreciarlos y olvidarlos.
Es como dice don José Larralde: "Qué le va a hacer amigo... / Usté está solo, / pero no olvide que Dios es argentino; / aguántese muy macho su destino / o hágase trolo".

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 14 de diciembre de 2013

LOS ESPADACHINES DE LA ELOCUENCIA





















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Como Ovidio puedo decir sin ninguna emulación al verlo pasear al señor diputado por el hermoso camino de la elocuencia: ya mis sienes comienzan a cubrirse con el color de las plumas del cisne y la alba vejez tiñe mis cabellos. (Lucio Vicente López, ministro del Interior, al diputado Osvaldo Magnasco, Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados del Congreso de la Nación, 14 de julio de 1893)


Para 1893 el gobierno del presidente Luis Sáenz Peña tenía serios problemas. Decididamente, algo en él no andaba.
El fermento revolucionario radical no había cesado -por lo contrario- con el fracaso de la revolución proyectada para el 3 de abril del año anterior (ver en este ENLACE mi artículo Yrigoyen contra Irigoyen). El país entero era un polvorín y Luis Sáenz Peña quería renunciar. Pero los autores del acuerdo entre cívicos y autonomistas (Pellegrini, Roca y Mitre) pensaban que no era el caso. Reunidos los tres con el presidente, el primero de ellos le sugirió llamar a Aristóbulo del Valle a formar un gabinete que sacara al gobierno adelante, consejo este que fue admitido por Luis Sáenz Peña. Era un modo (erróneo como quedaría a poco demostrado; porque equivalía a juntar el aceite con el agua) de conciliar el criterio esencialmente conservador del presidente, nada proclive a las mudanzas y sacudones, con la demanda popular de elecciones libres que expresaba el radicalismo. Previsiblemente, la cosa no podía funcionar y en efecto, no funcionó. Veamos:
Del Valle instaló a su amigo Lucio Vicente López (hijo de Vicente Fidel López y nieto de Vicente López y Planes, autor de nuestro himno nacional) en el ministerio del Interior, y se puso él mismo en el ministerio de Guerra. Proyectaba así hacer una revolución... pero sin revolución (por eso se la llamó la revolución desde arriba, o sea, desde el poder mismo). Pensaba que volteando los gobiernos provinciales que eran el origen y sostén de autonomistas y cívicos, es decir, roquistas-pellegrinistas y mitristas, y llamando a elecciones limpias; la agitación política se calmaría, el gobierno saldría adelante, el respeto a la constitución y las formas se guardaría, los radicales abandonarían la vía revolucionaria y todo el mundo contento...
Se tenía fe y confiaba en sus extraordinarias oratoria y elocuencia (que eran sin duda magistrales) para persuadir a quienes en el congreso se mostraran reacios. Por supuesto, no creía posible convencer a Roca y los gobernadores afectos a éste, pero pensaba que desarmando a las provincias, las situaciones -como se las llamaba- cederían a los movimientos populares, y al Zorro, privado así de apoyo; no le quedaría más remedio que resignarse.
Por eso, a instancias suyas, el ejecutivo nacional en acuerdo de ministros elaboró un decreto que disponía el desarme de los cuerpos militares de la provincia de Buenos Aires (obviamente, con el indisimulable propósito de dejar inerme al gobernador Julio Costa frente a la revolución radical que sin dudas estallaría).
El asunto empezó para el gobierno nacional bajo los mejores auspicios: al revés de lo que se presumía, el congreso aprobó el decreto el 10 de julio, tanto en diputados como en senadores. Y cuatro días más tarde el ministro del interior Lucio Vicente López, interpelado por el diputado roquista Osvaldo Magnasco (y presten atención a éste, ya verán por qué), concluyó abrazándose, luego de intercambiarse floridas frases, con el legislador de la oposición ante la cerrada ovación del público que asistía al debate. El 23 de julio hubo elecciones en Buenos Aires para senador nacional, y garantizada la limpieza de las mismas por el gobierno, que no permitió el fraude ni la violencia; triunfó Leandro Alem (que el 16 había criticado injusta y acerbamente a Del Valle, dicho sea de paso) contra el candidato del mitrismo por amplio margen. Diríase que estábamos en el país de las maravillas y el hasta allí denostado gobierno nacional pasó de objeto predilecto para el escarnio y la diatriba, a ser vivado por multitudinarias manifestaciones populares.
En las primeras horas del sábado 29 de julio estallaron revoluciones radicales en San Luis (gobernada por Jacinto Videla, cabeza de la alianza puntana entre autonomistas y mitristas) y Santa Fe (gobernada por el autonomista Juan Manuel Cafferata); y una revuelta mitrista y otra radical -si bien simultáneas; separadas e independientes entre sí-  en Buenos Aires (gobernada, como cité antes, por Julio Costa, del modernismo de Roque Sáenz Peña). La de San Luis triunfó y derrocó a Videla -que antes de ser depuesto consiguió requerir al gobierno nacional la intervención a la provincia- erigiéndose una junta revolucionaria que proclamó gobernador a Teófilo Saa. La de Santa Fe se impondría dos días después del estallido (Cafferata también alcanzó a pedir la intervención), luego de una enconada lucha en Rosario que arrojó un trágico saldo de 108 muertos, tras lo cual una junta revolucionaria designó gobernador a Mariano Candioti. Aristóbulo del Valle, en nombre del ejecutivo nacional, reconocería (¡y cómo no habría de hacerlo!, si al fin y al cabo, eran hechura -si bien más o menos indirecta- suya) ambos gobiernos revolucionarios. 
Ante esos acontecimientos, en la tarde del domingo 30 sesionó la cámara de diputados del congreso nacional. Osvaldo Magnasco llevó la voz cantante y solicitó la presencia del ministro del interior, López, para que informara sobre la situación, y éste concurrió al recinto. Su exposición fue breve: se limitó a decir que tanto Videla como Cafferata habían pedido la intervención, que Julio Costa no, y que el ejecutivo había elevado para su tratamiento en senadores un proyecto de intervención a las tres provincias. Tras esto, se levantó de su asiento y se fue. ¿Barruntaría López algo raro? Apenas dieciséis días antes se había abrazado con Magnasco; pero ahora se mostraba parco y aún distante. Lo que ocurría era que el ministro del Interior no compartía el criterio de su amigo y colega Del Valle (que era quien lo había llevado al gabinete, como consigné más arriba) de fomentar y apañar revoluciones; pero no quería que ese desacuerdo suyo se trasluciera (que no se trasluciera... raro en alguien que se llamaba precisamente Lucio, es decir, luminoso; pero a la vez, explicable: la revolución desde arriba tenía una grave fisura en su línea de flotación). Ni bien se retiró López; Magnasco mocionó en el sentido de la intervención a San Luis y Santa Fe, pero no para reconocer a los gobiernos revolucionarios sino para restablecer a Videla en la primera y sostener a Cafferata (que aún no había caído) en la segunda, moción esta que muy bien fundamentada con frases de corte exquisito por el autor de la misma (que era un eximio orador, por otra parte), fue votada y aprobada.
Era todo lo contrario a lo que quería Del Valle, quien desde la casa de gobierno seguía atentamente lo que pasaba en diputados. Inmediatamente de conocer el resultado de la votación, dispuso pedir al senado el tratamiento urgente del proyecto de intervención a las tres provincias que había enviado, y el cuerpo se reunió esa misma noche. Una numerosa barra asistió al debate y al recinto concurrió todo el gabinete. La noche del 30 de julio de 1893 marcó uno de los grandes momentos en la vida de ese ilustre tribuno que fue el doctor Aristóbulo del Valle: con soberbia elocuencia y argumentación impecable dignas de Cicerón, demostró la necesidad insoslayable de las intervenciones que pedía y propugnaba, y demolió las objeciones de sus adversarios políticos:

¿Hay motivos para la revolución? Eso no se pregunta cuando los hechos hablan con elocuencia... Buenos Aires está gobernada en condiciones irregulares, es una situación enferma... ¿Qué frutos se habrían recogido de los esfuerzos del pueblo, del gobierno, de los sacrificios consumados y de los que en este momento se hacen, si limitáramos nuestra acción a restablecer o mantener la autoridad del gobierno de la provincia de Buenos Aires derrocado o amenazado? El poder ejecutivo de la República iría a arrancarle a su gobierno hasta el último fusil que tuviera en sus manos dejándolo inerme ante las fuerzas revolucionarias... Diez o doce años gobernada por el mismo partido... eso basta para explicar la descomposición política de la provincia de Santa Fe... ¡Hay más que un derecho político; hay un derecho civil lastimado! He aceptado con los señores ministros un puesto de lucha en una situación azarosa y difícil para la República, porque he creído que enceguecidos marchamos a un abismo. Porque la crisis del presidente habría sido la crisis del vicepresidente, y sobre estas crisis sucesivas no habría sino sangre, fuego, humo y ruinas.

La retórica de Del Valle logró lo que parecía a priori un imposible. Sus palabras calaron tan hondo, que seis de los senadores autonomistas modificaron el criterio -opuesto, claro- que originalmente sustentaban y terminaron por votar favorablemente el proyecto que resultó aprobado en la madrugada del lunes 31 por nueve contra ocho. Pero restaba aún que lo tratasen en diputados, y allí... estaba Magnasco.
Si la oratoria de Del Valle era magistral; la de Magnasco no era menos brillante: sus frases, siempre rotundas y acompañadas de estudiados y escogidos efectos teatrales y de un nutrido bagaje gestual, resonaban en quienes le oían como latigazos sentenciosos.
El martes 1 de agosto la cámara de diputados abordó la cuestión, también con la presencia de Del Valle y el resto del gabinete. Magnasco acertó con el lenguaje justo para utilizar con esos legisladores que distaban muy poco de asumirse a sí mismos como réprobos:

Ya sé que los señores ministros traen en sus labios la palabra que halaga el sentimiento de las muchedumbres, ya sé que vienen con el programa pomposo de la regeneración política que en su lenguaje no significa reforma racional y paulatina sino expulsión en masa y derrocamiento a sangre y fuego, ya sé que vienen cobijados con el lábaro siempre simpático de la regeneración. Me llevan todas las ventajas... ellos son los nuevos Cristos de la redención argentina y yo la cabeza de turco de todos los odios, todos los rencores y todas las iras... Me sería tan fácil hacerme popular y simpático si tuviera ¡caramba! el coraje y la fuerza de quebrantar mis convicciones y torcer lo que tengo aquí dentro: el coraje y la fuerza.

Lapidario. Eran las palabras apropiadas para esas personas y esas circunstancias, el contraste entre una postura quizá cínica pero realista y una más grata al corazón, sin duda más ética pero tal vez romántica. Y es sabido: política electoral y romanticismo se excluyen mutuamente. Sometido el asunto a votación, el proyecto fue rechazado por 39 a 22. Fue el principio del fin de la revolución desde arriba.
No obstante la derrota, Del Valle tendría revancha; porque a todo esto, una crecida multitud se había congregado en la plaza de Mayo y lo acompañó en el corto trayecto hasta la casa de gobierno (recordemos que era 1893 y que el congreso no estaba donde está hoy sino que se situaba en la esquina de las calles Balcarce y de la Victoria -la actual Hipólito Yrigoyen-, con entrada por Balcarce 139). Llegado a la Rosada, salió a un balcón y dijo:

Si el congreso nacional ha resuelto que no haya intervenciones, ¡no ha podido ni podrá resolver que no haya libertades! La resolución del congreso se cumplirá, pero el poder ejecutivo tiene también facultades constitucionales y ha de usar de ellas para arrancar hasta el último fusil que quede en las manos de los gobiernos que quieran oprimir a los pueblos.

Fue ovacionado hasta el delirio. A los pocos días, el 12 de agosto, renunció al ministerio junto con el resto del gabinete. Tres años después, murió.
Lucio Vicente López fue designado por el presidente Luis Sáenz Peña interventor de la provincia de Buenos Aires. Moriría el 29 de diciembre de 1894 de resultas de un balazo en el abdomen  que recibió en un duelo con el coronel Carlos Sarmiento. 
Osvaldo Magnasco sería nombrado en 1898 ministro de Justicia e Instrucción Pública por el presidente Julio A. Roca. Desde ese cargo propugnó un proyecto de reforma de la enseñanza secundaria que sería rechazado (eso será materia de un próximo artículo mío). En una acción miserable, el diario de Mitre, La Nación, lo hizo objeto de un ataque feroz y despiadado, no sólo pidiendo su renuncia sino además ofendiendo su honor y llegando incluso a la aberración de instigar manifestaciones públicas en su contra. Magnasco, que no era de los que se arrean con el poncho, se burló de Mitre llamándolo "Divus Bartolus", y Roca (que había hecho una alianza con el mitrismo) le pidió la renuncia en junio de 1901. Retirado de la política, se dedicó a la docencia universitaria. Murió en Temperley, provincia de Buenos Aires, el 4 de mayo de 1920.
En fin, otros hombres y otros tiempos; tiempos en los que el arte de la elocuencia era la moneda corriente y la facundia el denominador común. 

-Juan Carlos Serqueiros- 

sábado, 7 de diciembre de 2013

NO ES PA' TUITOS LA BOTA 'E POTRO




















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

En 1904 finalizaba el período presidencial de Julio A. Roca. La elección de quien lo sucediera en el cargo era pues, la cuestión en la política vernácula.
Pellegrini se consideraba a sí mismo número puesto. Al fin y al cabo, en 1898 había resignado sus aspiraciones en favor de Roca, y consecuentemente aguardaba devolución de gentilezas por parte de éste en 1904. Pero como consigné en la quinta parte de mi artículo UNA MITAD DEL PAÍS CONTRA LA OTRA, que pueden leer o releer en este ENLACE, la sociedad política Roca-Pellegrini se rompería estruendosamente y las cosas no resultarían de acuerdo a los planes del Gringo.
Para el Zorro entonces, el enemigo a vencer era Pellegrini. Él no podía aspirar a un nuevo mandato por cuanto no había por entonces reelección; pero sí podía hacer (¡y vaya si lo haría!) todo lo que estuviera a su alcance para trabarle al Gringo su candidatura y poner en la presidencia a alguien que, agradecido, se la retornase a su vez en 1910 como si se tratara de una posta.
Así las cosas, el partido gobernante estaba dividido entre roquistas y pellegrinistas, pero tal como venía ocurriendo, sería candidato quien resultara favorecido -o por lo menos tolerado- por quien fuera el jefe de la Nación. Ese sería pues, el caballo del comisario que ganaría la cuadrera. Lógicamente, había que guardar las formas y presentar el enjuague como si se tratase de un asunto que se empeñaran en resolver con patrotismo y abnegación; y no como una desembozada imposición desde los cenáculos de poder.
En ese orden de ideas, allá por mediados de 1903 el vicepresidente Norberto Quirno Costa, que regresaba de un largo periplo por Europa, invitó a su casa a los referentes del PAN, incluido Pellegrini, desde ya, y a personalidades políticas extrapartidarias (entre otras: Bernardo de Irigoyen, Roque Sáenz Peña y Manuel Quintana) a fin de abordar la cuestión. Resolvieron entonces reemplazar una eventual convención exclusivamente autonomista para elegir el candidato; por otra a convocarse el 12 de octubre de ese año compuesta por aproximadamente 800 notables de lo más granado de la sociedad argentina: ex presidentes y vicepresidentes, ex ministros,  ex diputados y senadores, ex gobernadores, ex jueces, los altos mandos del ejército y la armada, el arzobispo y todos los obispos, las figuras más destacadas de las ciencias, la educación, la banca, el comercio, la industria, etc.
Pellegrini estaba exultante. Descontaba que la convención de notables proclamaría su candidatura, porque ¿cómo iba a arreglárselas Roca para impedirlo? No podía influir sobre tantos como para eso; era algo inimaginable. Y el desinterés que aparentaba el Zorro en el asunto así parecía confirmarlo; porque ¿qué otra cosa podría ser eso sino la patentización de que estaba rendido, inerme?




Se equivocó de medio a medio y nada salió como él esperaba. Sorpresivamente (para el Gringo, quiero decir) desde los ministerios de Guerra y de Marina bajó la orden de que los militares debían abstenerse de concurrir, los ex presidentes y la mayoría de los ex gobernadores esgrimieron los más variados motivos para no asistir, el arzobispo circuló a los prelados en igual sentido, los más conspicuos banqueros, comerciantes e industriales también gambetearon, y así, el número de los que irían adelgazó de ochocientos y pico a más o menos doscientos. Que encima, en lugar de pronunciarse inequívocamente por Pellegrini; comenzaron a hablar de las candidaturas de Felipe Yofre algunos, y de Manuel Quintana otros.
Yofre, cordobés, figura prominente del PAN y muy amigo de Roca, había sido una especie de comodín en su gabinete: ministro del Interior y de Relaciones Exteriores, con eficaz desempeño. 
En cuanto a Quintana, era el arquetipo del oligarca: mitrista independiente y abogado del Banco de Londres que, en ocasión de suscitarse un incidente entre el gobernador de Santa Fe, Servando Bayo, y el banco, aconsejó a los ingleses bombardear Rosario.
El 12 de octubre la raleada convención de notables postuló a Quintana para presidente. Caras y Caretas trataba la cuestión con finísimo humor político:



Se dijo que Roca sostuvo la candidatura de Quintana en el marco de su alianza con el mitrismo luego del descalabro producido por el alejamiento de Pellegrini cuando se frustró el proyecto de unificación de la deuda. No fue así. A Quintana no lo querían ni los propios mitristas (los autonomistas lo resistían y ni hablemos de los radicales, que directamente lo odiaban). Caras y Caretas nos presenta a un Quintana que trata de pegar afiches y al cual le dicen "parece que no pega" (en referencia a lo impopular de su postulación); a lo que él contesta con un "pues no será por falta de cola"; y se ve un tarro de pegamento con una etiqueta en la que aparece un zorro de larga cola, en obvia alusión a Roca:



El plan que se había trazado el Zorro era el de fogonear la candidatura de Quintana para matar la de Pellegrini, y una vez logrado eso, defenestrar la de Quintana levantando la de su ex ministro Yofre o la de su ministro de Hacienda, Marco Avellaneda (a quien había dado seguridades de apoyarlo en sus aspiraciones presidenciales, dicho sea de paso).


Pero ocurrió un imponderable: el gobernador de Buenos Aires, Marcelino Ugarte, se convirtió en el campeón de la postulación quintanista y la sostuvo a rajatabla, y entonces al Zorro no le quedó otra que resignarse. Había en Ugarte un estudiado cálculo: apoyaría a Quintana a cambio de ser su vicepresidente, especulando con la posibilidad de que éste -que tenía 69 años y serios problemas de salud- falleciera antes de concluir su mandato (y efectivamente, así ocurriría) tocándole a él asumir en su reemplazo. Roca le pasaría la factura a Ugarte "vengándose" de éste en la forma de vetarle su postulación a vicepresidente: sostuvo aquella tradición de la regla no escrita que indicaba que siendo porteño el presidente (y Quintana lo era); la vicepresidencia debía recaer en un provinciano; e indicó el nombre de José Figueroa Alcorta, senador por Córdoba. Marco Avellaneda quedó resentido con el Zorro (no le faltaban motivos) y de allí en más se convertiría en un enconado adversario suyo.
Caras y Caretas, en su edición del 23 de abril de 1904, mostraba a Roca seguido por gente portando carteles de las distintas provincias y exclamando "¡Viva el futuro presidente de la república que será elegido por ese señor que va ahí delante!":





El 12 de junio de 1904 los colegios electorales proclamaron electos presidente a Quintana y vice a Figueroa Alcorta. La tapa de Caras y Caretas en su edición del 15 de ese mes, mostraba así al primero y a Roca: 



Los electos asumieron sus cargos el 12 de octubre.



En el acto de transmisión del gobierno, al imponerle la banda y el bastón presidenciales, Roca, presidente saliente, dijo a Quintana:

Llegáis al poder supremo en época propicia. Están ya resueltos afortunadamente muchos de los problemas que hace veinte años torturaban la existencia nacional. Habéis merecido los sufragios de vuestros conciudadanos depositados en urnas tranquilas, en noble competencia y en plena libertad, bajo el imperio de una legislación por sí sola también testimonio irrecusable de los adelantos políticos que hemos realizado. La república está entregada de lleno a las fecundas labores del progreso, aumentando aprisa la riqueza y afanada en su obra de engrandecimiento, que le ha permitido, en los últimos seis años, duplicar con exceso su producción.

Quintana -que era despectivo, altanero y soberbio como su antepasado Martín de Alzaga- respondió peyorativa, desabrida y secamente con escaso tacto y absoluta carencia del sentido de la ubicación, la oportunidad y la prudencia, esto:

Soldado como sois, transmitís el mando en este momento a un hombre civil; no somos camaradas ni correligionarios y hemos nacido en dos ilustres ciudades argentinas más distantes entre sí que muchas capitales europeas.

Equivalía a decirle al Zorro: "Usted es un milico provinciano y yo un prominente civil porteño; hay entre nosotros un abismo de distancia y nada tenemos en común ni política ni geográficamente". Delfina Bunge -que ese mismo año de 1904 conoció a quien sería su esposo, Manuel Gálvez- comentaría perspicazmente a propósito de las poco felices palabras de Quintana: "A Roca lo han despedido poco menos que a palos".
El general, que tenía el lomo curtido, no acusó el golpe y atribuyó la desafortunada contestación de Quintana al deseo y hasta la necesidad de éste, de diferenciarse de él en las exterioridades y ante la opinión pública, y al cabo de unos minutos se retiró a su casa.
Afirma José María Rosa que "no puede decirse que Roca fue despedido con elogios" y que "sólo Mitre... deslizó una alabanza en La Nación". No fue así la cosa, o por lo menos, no tan así; una nutrida y entusiasta multitud lo esperaba en su casa. La revista Caras y Caretas consignó al respecto: "Numerosos simpatizantes se acercaron hasta el domicilio de Roca para manifestarle su aprecio", e ilustraba el texto con una foto de ese día:




Y en un chiste gráfico con el sugestivo título "Cría cuervos...", mostraba a un mayordomo diciéndole a un engreído Quintana: "Señor: el general Roca desea verle", y obteniendo como respuesta un "¡Qué fastidioso! Dile que no estoy en casa".






Poco después, Roca se fue de viaje a Europa. No quería en absoluto influir en el gobierno de Quintana y sólo esperaba volver a ser presidente en 1910, para lo cual su confianza no se basaba en lo que hiciera el acartonado mitrista; sino en sus propias capacidad y astucia. Caras y Caretas lo mostraba saludando a un Quintana suspendido de una rama, con un: "Adiós, amigo; ahí lo dejo. A ver que tal se sostiene":


Es gran verdad que no es pa' tuitos la bota 'e potro; porque más temprano que tarde se vería que Quintana no se sostendría tan bien: en febrero de 1905 le estallaría una revolución radical y en agosto sufriría un atentado anarquista contra su vida, todo lo cual resintió su salud y se vio obligado a delegar la presidencia en Figueroa Alcorta. Pocos meses después, moría.
En cuanto a Roca, su triunfo sobre Pellegrini (que también fallecería en 1906) fue una victoria pírrica; porque serían precisamente Figueroa Alcorta (a quien él  impuso como vicepresidente de Quintana y que asumiría la presidencia de la Nación a la muerte de este último) y Marco Avellaneda (ex ministro suyo al cual había frustrado en su candidatura presidencial y quien luego sería ministro de Figueroa Alcorta) los que lo dejarían definitivamente afuera del juego político, tal como narré en mi artículo A VECES, LA TABA SE DA VUELTA ¿NO, ZORRO?, al que  pueden acceder a través de este ENLACE.
Y es que una vez más, razón tuvo el refrán: No hay peor astilla que la del mismo palo
¡Hasta la próxima!


-Juan Carlos Serqueiros-

domingo, 10 de noviembre de 2013

CON VISO DE ASTUCIA... Y DE SUERTE







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Antonio del Viso había nacido en Córdoba el 10 de febrero de 1830. Emparentado y relacionado con las familias más tradicionales de la provincia mediterránea, se recibió de abogado y comenzó a incursionar en la política local formando parte del grupo que giraba en la órbita del general Julio A. Roca, quien había sido designado comandante de frontera con asiento en Río Cuarto.
Después de Pavón se había instaurado en el país a sangre y fuego un orden cuya piedra fundamental era el centralismo a ultranza. La oligarquía porteña expresada en el mitrismo y el alsinismo ("nacionalismo" mitrista y "autonomismo" alsinista, las dos caras de la misma moneda) imponía de ese modo su voluntad caprichosa y sectaria al resto. Era ese un statu quo que no podía mantenerse indefinidamente a no ser por la fuerza; que era precisamente a través de la cual se lo había establecido. Y como toda fuerza implica la existencia de una igual pero en sentido contrario; vendría la reacción: las aristocracias provincianas reclamándole a la de Buenos Aires no sólo su porción de la torta sino además el arbitrio de cómo ésta habría de repartirse.
Alsina, que de zonzo no tenía nada, por lo contrario; se dió perfecta cuenta del peligro que representaba Roca para sus indisimuladas aspiraciones presidenciales y ya en 1872 había intentado forzar la supresión de las comandancias de frontera (de "frontera" con los indios, se entiende, y que eran solamente dos: una la del Chaco y otra la de Río Cuarto, al mando de Manuel Obligado y Julio A. Roca respectivamente) alegando "razones presupuestarias". La partida la ganó el Zorro moviendo magistralmente sus alfiles (uno de los cuales era Del Viso) colocándolos en fianchetto. En ese orden de ideas por esa época le escribió a su concuñado Miguel Juárez Celman:

"Los miembros de la comisión de presupuesto de la cámara de diputados, por insinuaciones indudables de Alsina, proponen la supresión de las comandancias generales de fronteras. El tiro es para mí... Es conveniente que Del Viso le escriba a Vélez (Nota mía: se refiere a Luis Vélez, a la sazón, diputado nacional por Córdoba) que se oponga con su voto a esta medida, que no es sino un plan político... Conviene no sólo que yo triunfe en esta cuestión, sino que aparezca con muchos amigos en el congreso." (Negritas y subrayados míos).

¡Y vaya si triunfó Roca en esa oportunidad y si habrá hecho bien los deberes Del Viso! La cuestión se dirimió por 50 votos en contra del proyecto, contra sólo 8 a favor. El Zorro se quedó en su comandancia en Río Cuarto y Alsina, muy a su pesar, desde el ministerio de Guerra debió tascar el freno; porque Roca, con astucia, se recostó en el presidente Avellaneda y se dedicó a influir en los gobiernos de las provincias cuyanas.
En ese contexto se desarrollaron en Córdoba en 1877 los comicios para gobernador. Roca había hecho elegir senador provincial a Juárez Celman y apoyaba sus aspiraciones al ejecutivo. Pero aconteció que entre Alsina y Mitre -con el beneplácito de Avellaneda, a quien habida cuenta de lo débil de su posición la matufia le convenía largamente- habían urdido una conciliación (eufemismo empleado para designar lo que era a todas luces un pacto espurio) en función de la cual ambos partidos se obligaban a apoyar candidaturas previamente consensuadas.
Así las cosas, se convino en lanzar para las elecciones de las que habría de surgir el sucesor del gobernador Enrique Rodríguez una fórmula encabezada por el doctor Clímaco de la Peña. Y claro, la situación provincial era autonomista, y lógicamente Alsina (cuya mira era suceder a Avellaneda en la presidencia de la nación) no podía resignarla en favor del mitrismo; por eso se optó por De la Peña, hombre de prestigio en las clases populares, de fluída y excelente relación con el presidente Avellaneda y cuya postulación conformaba a todos, autonomistas y mitristas. A Roca no le quedó más remedio que allanarse, tragar amargo y escupir dulce; pero como su infuencia en la región era un factor de peso muy considerable, logró en ese juego reservarse la designación del segundo término de la fórmula, el cual hizo recaer en Del Viso.
El Zorro debió extremar esfuerzos (y también componendas y camándulas) para que cuajara Del Viso, porque Avellaneda propugnaba para vice a Felipe Díaz, que era un puntal del mitrismo. Y las jugarretas del destino: Del Viso pertenecía a la tradicional familia de los Bulnes y Felipe Díaz era hijo del coronel José Xavier Díaz, quien fuera el primer gobernador federal de Córdoba, que había mantenido un precario equilibrio entre artiguistas y directoriales y que en 1816, al negarse a prestar ayuda a Santa Fe invadida por Buenos Aires; había sido combatido y derrotado por Juan Pablo Bulnes. Sesenta y un años después de aquellos sucesos, la política argentina volvía a enfrentar a un Díaz contra un Bulnes. 
Celebrados los comicios el 19 de noviembre de 1876, el 17 de enero de 1877 se reunió la Asamblea Electoral compuesta por 38 delegados y proclamó electos gobernador a Clímaco de la Peña por 32 votos contra 6 para Cayetano Lozano; y vicegobernador a Antonio del Viso por 21 votos contra 16 para Felipe Díaz (ajustada victoria que muestra a las claras cuánto debió de haberse esforzado Roca para sostenerlo al primero) y 1 para Jerónimo del Barco; fijándose el 17 de mayo como fecha en la que habrían de recibirse de sus cargos.
Sin embargo, no iba a ser así, o por lo menos no tan así. El 5 de mayo De la Peña concurrió a un almuerzo al que había sido invitado en casa de un médico italiano, el doctor Luis Rossi. Concluído el ágape, se retiró a su domicilio y al poco rato se sintió indispuesto, falleciendo en cuestión de minutos. Lo súbito del deceso dió pábulo a los chismes y pronto empezó a correr el rumor de que había sido envenado; lo cual era un dislate sin asidero alguno.
La muerte de De la Peña variaba sustancialmente la cosa. Y es que era liberal, sí, pero un liberal "conservador", católico practicante (cuestión no menor, tratándose de Córdoba) y de índole poco proclive a las mudanzas bruscas como las que propiciaba el ala más "radical" del liberalismo cordobés encarnada en Del Viso, Juárez Celman, etc.
Cuenta Ramón José Cárcano en su Recordando el pasado que la noche misma del velatorio de Clímaco de la Peña, en un carruaje que llevaba a sus casas al referente principal del mitrismo cordobés, Cleto Peña; al vicegobernador electo Antonio del Viso y a Miguel Juárez Celman; se abordó la discusión sobre qué  correspondía hacer: si el 17 de mayo debía recibirse de la gobernación Del Viso (que estaba dubitativo), como sostuvo Juárez Celman; o si era el caso de llamar nuevamente a elecciones, como especulaba Peña. Llegados a la casa de Del Viso, Juárez Celman redactó un telegrama dirigido a su concuñado el general Roca que estaba en Río Cuarto y éste llegó al día siguiente a Córdoba matando caballos
Por su parte, al gobernador saliente Enrique Rodríguez (que se había desempeñado de manera muy eficaz durante su mandato, dicho sea de paso) le había complacido en grado sumo lo de la conciliación y la postulación de Clímaco de la Peña (que pensaba de manera muy similar a él) y en cambio no le gustaban ni un poquito así los liberales al estilo Del Viso, Juárez Celman, Bouquet y Zavalía (este último, vicegobernador suyo); de modo que a la muerte del primero, decidió someter el asunto a consideración de la Asamblea Electoral, solicitando a ésta que volviera a reunirse para elegir un nuevo gobernador  por fallecimiento del electo. Pero claro, no justipreciaron adecuadamente ni Rodríguez, ni Cleto Peña y mucho menos los hermanos Luis e Ignacio Vélez la capacidad, la energía y la astucia de Roca, que el mismo día que arribó a Córdoba empezó a fabricar la escalera que llevaría a Del Viso hasta el despacho de la gobernación; mientras los otros perdían el tiempo en consultas e idas y vueltas sin que atinara ninguno de ellos a evidenciar firmeza y decisión en el criterio que sustentaban ni hacer nada práctico y efectivo para ponerlo en planta.
Por indudable influencia del Zorro, el presidente de la Asamblea Electoral, Belindo Soaje, le respondió a Rodríguez que ese cuerpo ya había cumplido con el cometido para el que había sido convocado, al momento de votar y proclamar electos a De la Peña y Del Viso para gobernador y vice, y que no veía motivos para que el organismo tuviera que reunirse otra vez. En buen romance equivalía a decirle: "Señor, el problema del fallecimiento de un gobernador electo y quién debe sustituírlo no es electoral sino político, y deben resolverlo los políticos, para eso están". Rodríguez, decepcionado por la respuesta de Soaje, delegó el gobierno en Fernando de Zavalía y se fue al campo.
Roca jugó hábilmente sus naipes, tirando y aflojando (esto último más en la apariencia que en la realidad efectiva). Se entendió rápidamente con Zavalía a quien prometió apoyarlo en su candidatura a senador tras lo cual, dando una voltereta en el aire; negoció con Luis Vélez que a cambio de aceptar éste que Del Viso fuese gobernador, finalmente resultara él electo senador. Pero ni siquiera ese cabo quiso dejar suelto el Zorro, que no daba puntada sin hilo; porque por esos días le escribía a Juárez Celman:

"Siento que no haya sido Zavalía el senador. Desearía hablase usted con Vélez y le diga que soy yo el iniciador de su candidatura y que siempre ha sido mi candidato para ese cargo y para todos los de la República inclusive el de arzobispo (Nota mía: lo de "inclusive el de arzobispo" era una sutil ironía para referirse al acendrado catolicismo de Vélez). A cada momento necesita uno el voto de esos señores senadores."

No se engañaba Roca en su percepción, y o bien no debe haber resultado Juárez tan efectivo en el cumplimiento del encargo, o bien Vélez no era tan ingenuo como para tragarse ese cuento; porque andando el tiempo se pasó del autonomismo al mitrismo y sería enconado opositor tanto del Zorro como de su concuñado.
El 17 de mayo de 1877 Del Viso asumía la gobernación prestando juramento ante la legislatura provincial. Instalado en su despacho, inmediatamente designó en las carteras de Gobierno y de Hacienda a Miguel Juárez Celman y Carlos Bouquet respectivamente.
Hacer gobernador a Del Viso le significó a Roca sin dudas poner la piedra basal de su primera presidencia en 1880, pues llevó adelante este último una muy buena gestión y administración (si bien opacada un tanto por la cesión de grandes extensiones a pocas personas al querer darle solución definitiva al problema de la tierra fiscal que era desaprensivamente utilizada sin que reportara rédito alguno al estado provincial, lo cual daría origen a latifundios), pero además de ello; afianzó y acrecentó las relaciones con los gobiernos de las provincias cuyanas (sobre las cuales había influído Roca, como vimos antes) constituyendo una liga de gobernadores que a poco se engrosaría, convirtiéndose en la fuerza impulsora y sostén principalísimo de la candidatura presidencial del Zorro. Cuando éste, siendo el flamante ministro de Guerra de Avellaneda luego de la muerte de Alsina, creyó que no podría llevar adelante sus pretensiones de ser presidente; pensó en apoyar la candidatura de Carlos Tejedor, reservando la vicepresidencia para Del Viso. En ese orden de ideas, el 24 de julio de 1878 le escribía a Juárez Celman en obvia alusión irónica a la suerte que había tenido Del Viso al acceder a la gobernación de Córdoba por el fallecimiento del titular electo y especulando con la posibilidad de que Tejedor (que era de edad avanzada) muriese también:

"Daremos la presidencia, pero reservaremos la vicepresidencia para el doctor Del Viso que de derecho le corresponden todas las vices, y tiene tanta suerte que todavía se le han de morir otros. También reservaremos el ministerio de la Guerra y algo más si se puede." (Negritas y subrayados míos).

Llegado en 1880 al término de su período gubernamental en Córdoba, el doctor Antonio del Viso fue electo senador. Y después, al acceder el general Roca a la presidencia de la Nación; fue designado por éste ministro del Interior. 
Nombrado ministro plenipotenciario de nuestro país ante Italia, falleció en Roma el 11 de marzo de 1904.

-Juan Carlos Serqueiros- 

sábado, 19 de octubre de 2013

EL CABALLERO DEL AIRE


Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Cuando uno ya ha derribado a su primero, segundo o tercer adversario; entonces empieza a encontrar el truco de cómo se hace. (Manfred von Richthofen)

El freiherr (barón) Manfred Albrecht von Richthofen había nacido en el seno de una familia de la nobleza prusiana el 2 de mayo de 1892 cerca de Breslau, ciudad capital de Silesia que por entonces formaba parte del Imperio Alemán y que hoy con el nombre de Wroclaw, pertenece a Polonia.



Cuando contaba 11 años, ingresó a la escuela de cadetes de Wahlstaff, graduándose como oficial en 1912 en la academia de Berlin-Lichterfelde, luego de lo cual fue destinado a un cuerpo de élite: el Regimiento 1° de Ulanos. Desde siempre, evidenció afición a la caza y se distinguía por su notabilísima puntería.
Al estallar en 1914 la Primera Guerra Mundial combatió con heroísmo, cayendo sucesivamente prisionero de rusos y franceses. Por sus méritos, fue condecorado con la Cruz de Hierro y se lo pasó del arma de caballería a la de infantería, en la que fue designado oficial de intendencia. 
Pero como el propio von Richthofen consignó en su diario, la vida en las trincheras se le antojaba "inhumana y aburrida", por lo cual solicitó incorporarse a la fuerza aérea imperial, la Luftstreitkräfte; petición esta que le fue concedida en mayo de 1815. 
Sus comienzos en el arma no fueron nada halagüeños: inicialmente fue observador en un biplaza y luego, durante su adiestramiento, estrelló su avión al aterrizar. Pese a sus tropiezos iniciales, logró recibirse de piloto en la Navidad de ese año, y en marzo de 1916 fue destinado al frente occidental como piloto observador de las fortificaciones de Verdún, en el nordeste francés. Al igual que durante el aprendizaje, su desempeño no fue muy lucido que digamos, y en sendos accidentes estrelló dos aviones Fokker E.I que tripulaba. Dada la poca pericia en vuelo que evidenciaba, lo enviaron al frente oriental como piloto de bombarderos biplaza. 
Allí, por fin, comenzó a despuntar la aurora de su gloria: despreciando el peligro, volaba a tan baja altura por sobre las tropas rusas (que no tenían ni conocían defensas antiaéreas), que las ametrallaba y bombardeaba a voluntad, causándoles gran mortandad. Es presumible que le hayan quedado amargos recuerdos de cuando anteriormente cayó prisionero de los rusos; porque en su diario se jactó de las enormes bajas que les había ocasionado y después, andando el tiempo, escribiría: "Es una pena que entre todos mis derribos no haya un solo ruso".
Ya por entonces había ganado una incipiente fama, pero su orgullo de aristócrata y su temperamento individualista lo impelían siempre a su suprema ambición: ser piloto de caza; que creyó irremisiblemente postergada para siempre al serle denegada una petición en tal sentido. 
Sin embargo, el azar vendría en su auxilio (la suerte siempre ayuda a quien la busca): durante un viaje en tren, se encontró con el as de la aviación germana, Oswald Boelcke (que por unos meses nomás no nació argentino, ya que su padre había llegado a nuestro país a ejercer su profesión de maestro, para decidir después regresar al suyo en 1891, poco antes del nacimiento de Oswald). 
La Luftstreitkräfte había sido modificada a mediados de 1916, unificando la conducción de la misma en la persona del teniente general Ernst von Hoeeppner y distribuyendo las fuerzas en escuadrillas que fueron llamadas  Jagdstaffel (jauría de caza) y colocando al comando de cada uno de ellas a un piloto experimentado y de comprobadas pericia y eficiencia entre los cuales, por supuesto, estaba el mejor de todos: Boelcke. 
Éste reclutó para su Jasta Nr. 2 a von Richthofen, quien pudo así acceder a su anhelo de tripular su propio avión de caza. A poco recibieron doce flamantes Albatros D.II dotados cada uno con dos ametralladoras Maxim LMG 08/15 sincronizadas, que tenían una velocidad de ascenso y un poder de fuego superiores a los de los aviones de los aliados, lo cual sumado a la extraordinaria eficacia de los pilotos germanos; hizo que el fiel de la balanza en la lucha por la supremacía en el aire empezara  a inclinarse para el lado de Alemania.

Albatros D.II.jpg

El 17 de setiembre de 1916, en Cambrai, Francia, Manfred von Richthofen logró su primer derribo oficial abatiendo a un avión inglés de reconocimiento. Esa misma noche telegrafió a su joyero en Berlín pidiéndole que le confeccionara una copa de plata con una inscripción en la que constara el número de orden del derribo, el tipo de avión vencido, la cantidad de tripulantes y la fecha de la victoria obtenida. Apenas seis días después, tras un nuevo triunfo, encargaría otra copa, y otra, y otra...

 

Fallecido su maestro y mentor Boelcke en un accidente (un camarada y amigo suyo rozó involuntariamente el ala de su avión, que se precipitó a tierra); más temprano que tarde von Richthofen se convertiría en el as de la aviación germana. Los derribos se sucederían uno tras otro y muy pronto, al llegar al número 60, su joyero tuvo que escribirle que ante la escasez de plata, si quería seguir encargando copas; las mismas tendrían que ser confeccionadas con algún metal innoble.
En enero de 1917 fue ascendido a rittmeister (capitán) y condecorado con la medalla Pour le Mérite, la Blauer Max. Era para los alemanes un héroe nacional y para los enemigos un adversario que imponía consideración, respeto y hasta admiración. Se hacían miles y miles de postcards con su imagen. Aquí podemos observar dos, una de ellas con su firma; en las que aparece luciendo la Blauer Max al cuello y la Cruz de Hierro en la izquierda de la pechera de su uniforme:  



Coincidentemente con todo ello, también se le confirió el mando de la Jasta 11, cuyo eficacísimo desempeño llegaría a ser legendario. Su hermano menor Lothar von Richthofen (que sería también uno de los ases de la aviación alemana con 40 derribos) pidió unirse a la misma. El discípulo preferido de Manfred era un joven de apenas 21 años, el teniente Kurt Wolff, a quien por su enjuta constitución física y su rostro aniñado, sus camaradas habían "bautizado" Zarte Blümlein (Florcita Delicada). En esta imagen aparecen, atrás y de izquierda a derecha: el sargento Sebastian Festner, el teniente Karl-Emil Schäffer y el teniente Lothar von Richthofen; y adelante y de izquierda a derecha, el capitán Manfred von Richthofen y el teniente Kurt Wolff:

 

El barón von Richthofen estaba por entonces en la cúspide de su gloria, en el cenit de su fama y celebridad. Había pintado su avión de rojo, algunos sostienen que por su "inmensa egolatría", otros que era debido a una "acción psicológica de los mandos alemanes para infundir el terror entre el enemigo" y otros que era por "el color del regimiento de Ulanos", y se lo consideraba "el caballero del aire"; lo cual es atribuíble, según la leyenda difundida copiosamente, a que "les permitía escapar a sus víctimas malheridas". La imagen de él que se ha instalado en el colectivo, es la de un piloto cuya destreza acrobática era notable. Se esparció también abundantemente y se aceptó como cierto que "tenía un carácter hosco", que era "retraído, solitario y poco afecto a la camaradería" y que "andaba siempre taciturno y malhumorado". Todas pavadas. Inexactitudes que se van transmitiendo como si fueran la verdad revelada, en lugar de un mito ora a favor, ora en contra.

  
Lo cierto es que von Richthofen había pintado de rojo su avión porque su índole era inclinada al individualismo (característica esta muy común entre los aviadores, fueran estos de los alemanes o de los aliados) y lo movía a la búsqueda de la diferenciación; y (detalle inexplicablemente inadvertido) porque ese es el color de Marte, el dios de la guerra. Y el barón von Richthofen era exactamente eso: un guerrero formidable, un Aquiles, una eficiente y aceitada máquina de abatir enemigos. ¿Qué otro color que no fuera el rojo podría entonces preferir? Al respecto escribió:

No sé por qué motivo se me ocurrió un día la idea de pintar mi aparato de un rojo chillón, y el resultado fué que mi pájaro llamaba la atención de todo el mundo. Este detalle del color, al parecer, tampoco se le escapó al enemigo.
Sucedió una cosa muy divertida. Uno de los ingleses a quien habíamos derribado y a quien hicimos prisionero, estaba hablando con nosotros. Por supuesto hizo preguntas respecto a mi avión rojo. Este no es desconocido entre las tropas de las trincheras, y es llamado por ellos "le diable rouge". En el escuadrón inglés al que pertenecía, corría el rumor de que el avión rojo era manejado por una muchacha, una especie de Juana de Arco. Se sorprendió intensamente, cuando se le aseguró que la supuesta muchacha se encontraba ante él. No intentó hacer un chiste. En realidad, se hallaba convencido de que sólo una muchacha podría volar en un aparato pintado de manera tan extravagante.

No hay que perder de vista que estaba en guerra, no jugando a los soldaditos. Y la guerra es una calamidad, algo horroroso; no una cosa naif, un juego de héroes románticos. "El espíritu agresivo, la ofensiva, es el factor que prima en cualquier aspecto de la guerra. Y el aire no es la excepción", escribió. Y también: "Los pilotos de caza han de patrullar por el área que se les asigne, de la forma que prefieran, y cuando avisten a un enemigo, han de atacarle y derribarle; cualquier otra cosa es basura". Más clarito, echale agua...
Pero su condición de guerrero nato no le impedía la estricta observancia del derecho de gentes y mucho menos torcía su propósito de hacer la guerra un poco más "humanitaria". Además, por su origen aristocrático era todo un caballero, y eso era reconocido y apreciado por sus enemigos; pero de allí a la exageración de que "permitía huir a sus víctimas malheridas" hay un campo de distancia. Lo real era que no mataba adversarios rendidos. Pero quién mejor que el mismo von Richthofen para explicarlo. Veamos:

Mi adversario no me facilitó las cosas. Sabía combatir y fue particularmente peligroso para mí el que fuera buen tirador. Para mi pesar, eso se me hizo bastante claro. 
Un viento favorable vino en mi auxilio. Nos condujo a ambos dentro de las líneas alemanas. Mi adversario descubrió que el problema no era tan sencillo como había imaginado. Así que se lanzó hacia una nube y despareció dentro de ella. Casi logró salvarse.
Me zambullí tras él y por suerte, al salir me encontré tras de su aeroplano, a corta distancia. Nos disparamos sin ningún resultado tangible. Al fin lo toqué. Noté una cinta de blanco vapor de bencina. Tenía que aterrizar, pues su motor estaba detenido. Era un tipo obstinado. Debía reconocer su derrota. Si continuaba disparando podría matarlo, pues se hallaba ahora a una altura de unos 300 metros. Sin embargo, el inglés se defendió exactamente como lo hizo su compatriota ésa mañana. Peleó hasta aterrizar. Cuando tocó tierra, volé sobre él a una altura de 10 metros para saber si había muerto o no. ¿Qué hizo entonces el granuja? Tomó su ametralladora y perforó mi avión.
Después, Werner Voss me dijo que si eso le hubiera sucedido a él, habría matado al aviador en tierra. De hecho, debí hacerlo, pues aún no se rendía. Fue uno de los pocos tipos afortunados que escapó con vida.
Me sentí dichoso, volé de regreso al campo y celebré mi victoria número treinta y tres.

Como cité precedentemente, el von Richthofen acróbata del cielo es sólo un mito amañado por las frondosas imaginaciones de "biógrafos"... poco serios, digamos. No era en modo alguno un aviador sumamente hábil en hacer piruetas en el aire (ya he narrado sus varios tropiezos y chapucerías) y además, no era afecto a ello ni falta que le hacía; porque era un piloto extraordinariamente eficaz a la hora de conjugar coraje, puntería, táctica y sangre fría. Con todo eso, le bastaba y sobraba para ser el as que sin dudas fue.
Él no creía que el triunfo fuera privilegio de iluminados, sino que confiaba en la constancia y el esfuerzo. Al respecto escribió: "El éxito sólo brota de una perseverancia constante, perseverancia sin descanso".
El 6 de julio de 1917 fue un preanuncio de la declinación de su estrella: había recibido un nuevo Fokker triplano y en él volaba por el cielo de Francia, cuando avistó un biplaza enemigo al que atacó. Pero su adversario no se amilanó por tenerlo enfrente y le disparó con su ametralladora con tanta puntería, que una bala lo impactó, por suerte para él, no de lleno pero sí infligiéndole una herida de consideración en el cráneo. Logró sobreponerse al desvanecimiento y cegado por la sangre que manaba en abundancia, consiguió pese a todo, aterrizar detrás de las líneas germanas. Fue hospitalizado en Courtrai, Bélgica, y el alto mando alemán se apresuró a destacar allí, por vía aérea, a sus mejores cirujanos, quienes concluyeron en que la herida, si bien grave; no era mortal de necesidad y no había afectación del cerebro. Toda Alemania estaba pendiente de la evolución de su héroe y en la prensa se publicaban diariamente los partes médicos. Durante los casi dos meses que pasó de convalescencia, von Richthofen escribió su libro El piloto rojo (que fuera también editado bajo el título El barón rojo, con lo que es posible hallarlo con cualquiera de ambos). Las citas que he incluído en este artículo pertenecen al mismo.
En esta imagen, lo vemos con la cabeza vendada, en una visita que le hicieran camaradas y amigos suyos:        


Desoyendo los consejos e instrucciones de los médicos, Von Richthofen, conservando la cabeza aún vendada y no restablecido completamente; se reintegró el 23 de octubre de 1917 al Servicio Aéreo Imperial para recibir los flamantes triplanos Fokker Dr.I (Dr. como abreviatura de dreidecker, o sea, triplano en alemán)  con los cuales Alemania buscaba emparejar la superioridad tecnológica que en ese momento evidenciaban los aviones ingleses. Pero el nuevo modelo resultó al principio un fiasco: tres pilotos germanos sufrieron accidentes mortales, y Lothar y hasta el propio Manfred von Richthofen tuvieron que realizar aterrizajes de emergencia; todo debido a fallas originadas en defectos de fabricación. Pese a ello, el Barón Rojo persistió en su decisión de usarlo.
Desde que Oswald Boelcke se había fotografiado el mismo día en que sufrió el accidente que le causara la muerte, los aviadores alemanes evitaban cuidadosamente retratarse antes de salir a una misión. Pero aquel 21 de abril de 1918 von Richthofen, que se reía de tales supersticiones y no creía en cábalas ni amuletos; insistió en ser fotografiado junto a su perro Moritz, al que adoraba con locura y consideraba "la criatura más hermosa que se haya puesto en el mundo", momentos antes de emprender su vuelo. Que sería el último.



Sobre las 11 de la mañana de ese día, hubo en el cielo de la localidad francesa de Cerisy, situada a orillas del río Somme, un combate entre aviones alemanes e ingleses, apoyados estos últimos por baterías antiaéreas australianas, en el transcurso del cual von Richthofen halló la muerte en la forma de un balazo que le atravesó el corazón; pero como estaba volando a bajísima altura, consiguió aterrizar en un campo de remolachas con el último estertor de vida que le quedaba.
Como no se le realizó autopsia a su cadáver, permanecerá por siempre en el misterio si lo abatió en el aire el piloto canadiense al servicio de Inglaterra capitán Arthur Brown que tripulaba un Soptwith Camel, como se creyó en un principio; o si fue el artillero antiaéreo australiano William Evans desde tierra, como se afirmaría después.

 

Pero si bien jamás podremos tener la certeza de quién lo mató; sí podemos conocer en detalle las circunstancias de su muerte: ya sea que fuera alcanzado por uno de los disparos de las ametralladoras del avión de Brown o lo haya sido por una bala de la ametralladora antiaérea de Williams; lo concreto es que pagó caro tributo a un alarde de arrojo; porque estaba persiguiendo tenazmente al Soptwith Camel  de un novel piloto inglés llamado Wilfred May, quien luego de abatir a un avión alemán; quiso ir por el de von Richthofen, cuando con horror descubrió que se le habían encasquillado ambas ametralladoras de su caza y estaba inerme ante el temible Barón Rojo; ante lo cual quiso escapar despavorido hacia sus líneas descendiendo y volando apenas diez o doce metros por sobre las aguas del Somme con el prusiano pisándole la cola de su avión listo para derribarlo. Por fortuna para May, apareció la bala de Brown o de Williams que truncó la vida del as alemán salvando así la suya. ¿Habrá querido vengar el barón la muerte del aviador germano que había volteado May? Quizá... Nunca lo sabremos.
¿Que fue el de von Richthofen un acto de coraje temerario e imprudente adentrándose en las líneas enemigas y para colmo, volando a bajísima altura, decís? Y... sí; pero también fue imprevisora Tetis  cuando dejó sin mojar el talón de Aquiles al sumergirlo en las aguas de la inmortalidad de la laguna Estigia. Fueron guerreros, héroes; no dioses inmortales. Y como dijo el ínclito Libertador General San Martín: "Es la guerra".
Los soldados australianos de las baterías antiaéreas extrajeron el cadáver de von Richthofen de la carlinga de su avión y lo velaron esa noche. Estas dos fotografías que se conservan en el Museo Australiano de la Primera Guerra Mundial, revisten un gran valor documental, porque son las únicas que existen del cuerpo sin vida del barón.



Fue sepultado al día siguiente, 22 de abril de 1918, en el cementerio de Bertangles, muy cerca del lugar donde cayó, con todos los honores militares: su ataúd cubierto de flores fue llevado a pulso por seis pilotos ingleses y se dispararon tres salvas de fusilería en su homenaje. Esta imagen corresponde a su funeral:


Los pilotos ingleses le confeccionaron una cruz con la hélice de su avión:
Y como epitafio colocaron una leyenda que rezaba: "Aquí yace un valiente, un noble adversario y un verdadero hombre de honor. Que descanse en paz".
Amén.

-Juan Carlos Serqueiros-