lunes, 18 de marzo de 2024

LA ALEMANA










































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Nunca supe su nombre. Y mucho menos su apellido. En el barrio se la conocía como "la Alemana" y así se referían todos a ella al citarla, porque además; esa era, precisamente, su nacionalidad.
Era una mujerona enorme, muy alta y robusta. Su edad andaría, calculo, por los 50 años o cosa así. Tenía áspero el carácter y ronca la voz. Vivía sola y no contaba con amigos entre los vecinos, vaya uno a saber si por voluntad de éstos o por decisión propia de ella. Y la única casa que (cierto que muy de vez en cuando) solía visitar —siempre brevemente—, era la de mis padres. Bah, la “de” mis padres, no; en realidad, la que alquilaban.
Como yo ya había aprendido a leer antes de cumplir los 6 años, ella me obsequió dos libros: una biografía de Chopin; y Cuentos, de Hans Christian Andersen, ambos ilustrados bella, exquisita y profusamente. Poco después, me convirtió en adicto a Verne y a Salgari, y también me regaló una armónica marca Faber, porque —dijo con su sempiterno laconismo que jamás aguardaba réplicas ni admitía objeciones— “un espíritu como el de Calile (ese era yo) precisaba tanto la magia de la literatura como la de la música”.
Cuando mi vieja me arreaba algún chancletazo, yo tenía dos embajadas en las que asilarme: la casa de los Oliveira: don Nanú (don Raúl) y doña Felisa, que me adoraban; y la casa de la Alemana, donde siempre había para mí refugio seguro, un café con leche y algunas bay biscuit (¡gloria de titanes!). Si llegaba a lo de la Alemana lloriqueando por la biaba que me había propinado mi madre, era en su amplio regazo o en su pecho opulento y generoso donde hallaba consuelo, pero invariablemente; sin que mediaran palabras suyas pronunciadas para reconfortarme. Y ahora que lo pienso, seguramente era porque no las consideraba necesarias, entonces ¿para qué iba a malgastarlas? Si bastaba y sobraba con su cobijo.
Pasó algún tiempo, empecé a ir a la escuela, y la veía cada vez más esporádicamente. Hasta que no supe más de la Alemana, pero el chiquilín que era yo por entonces… ese sí que sentía, sabía, que ella lo amaba.
Me fui del barrio y también de la ciudad. Y muchos, muchos años después, ya largamente pasada la treintena, me sorprendí recordando cada vez con mayor frecuencia a la Alemana. Entonces, caí en la cuenta de que yo... también la había amado.
Aunque nunca supe su nombre.

-Juan Carlos Serqueiros-