sábado, 15 de septiembre de 2012

YRIGOYEN CONTRA IRIGOYEN


















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

En 1892 terminaba el período de gobierno que se había iniciado con Juárez Celman en la presidencia y que culminaría con Pellegrini a cargo de la misma, a raíz de la renuncia del primero como consecuencia de la revolución de 1890 o del Parque, en lo que fue el nacimiento de la Unión Cívica.
La convención nacional de este nuevo partido, proclamó en Rosario, a principios de 1891, su fórmula para las elecciones presidenciales de 1892 integrada por Bartolomé Mitre y Bernardo de Irigoyen.
Diríase que se barruntaba la salida definitiva de la escena política del zorro Roca. Pero la astucia de éste (a quien Pellegrini había designado ministro del interior) era tan grande, como grande era también la fatuidad de Mitre. Hábilmente, el primero convenció al segundo de que apoyaría su candidatura presidencial -lo cual hablando en criollo, significaba que Mitre obtendría unanimidad en los colegios electorales-; a la par que le sugirió el cambio de Irigoyen por el de José Evaristo Uriburu para completar la fórmula.
Fue una maniobra genial de Roca, que sabía perfectamente que Mitre era el más conservador y que el real "peligro" lo constituía Irigoyen. Era esa la segunda vez que Roca impedía una candidatura de don Bernardo: siendo él presidente e Irigoyen su ministro hasta poco antes, lo "vetó" con una frase elíptica dirigida a un gobernador (y por ende, a todos los demás). Ya se le ocurriría luego alguna otra zorrería para sacudirse a Mitre de encima; por ahora, le alcanzaba con introducir una cuña en la Unión Cívica de modo de aventar la "amenaza" y luego, bueno, ya vería...
Increíblemente -"increíblemente" para quienes habían "pensado" de buena fe (y con mucho de estupidez) que Mitre quería cambiar algo-, éste aceptó la propuesta de Roca. La Unión Cívica se fracturó en cívicos nacionales (que respondían a Mitre y que proclamaron la fórmula Mitre-Uriburu); y cívicos radicales (que seguían a Irigoyen y Alem y querían un cambio de raíz en el sistema, de allí lo de radicales), cuya convención consagró a Irigoyen-Garro).
Por supuesto, en el enjuague entre Roca y Mitre no estaba ausente quien presidía la Nación en reemplazo del renunciante Juárez Celman: el Gringo Pellegrini. De hecho -con diferencia de matices y procedimientos-, los tres eran, sin duda, los pilares del régimen. Mitre, extranjerizante y opuesto a todo cambio; Roca, el más hábil y ducho en manejos tendientes a impedir cualquier mutación que de un modo u otro amenazase su primacía en el orden sistémico imperante; y Pellegrini que, poseedor de una nada despreciable fortaleza de carácter, exhibía llamativas contradicciones, porque si bien era partidario de introducir algunas modificaciones; pretendía que las mismas fuesen muy graduales. En síntesis, los tres: Mitre, Roca y Pellegrini; constituían para los radicales los íconos más representativos de todo aquello a lo que se oponían.
Así las cosas, las numerosas adhesiones que éstos incesantemente cosechaban; contrastaban con el repudio generalizado que recibían los cívicos mitristas. Ante esa situación, Mitre declinó su candidatura. Por su parte, Roca renunció al ministerio del interior y anunció que se retiraba de la política. A todo el mundo le pareció que ya nada podía detener la carrera hacia la presidencia de don Bernardo de Irigoyen. A todo el mundo... menos a Pellegrini; que sacó otro conejo de la galera: la candidatura de Roque Sáenz Peña, que hizo proclamar (o por lo menos, le dio su beneplácito para hacerlo) al gobernador de Buenos Aires, Julio Costa.
Pero ocurrió que a Pellegrini -paradojalmente, ya que era muy aficionado al turf-, "se le sentó el caballo en la largada": desde sus propias filas del PAN, se opusieron tenazmente a la política del presidente, a la cual reputaban de timorata. El Gringo se creyó obligado por la fuerza de las circunstancias a retomar las viejas mañas y componendas a espaldas del pueblo, en la forma de las "reuniones de notables". Así se engendró la postulación presidencial de Luis Sáenz Peña, padre de Roque. Y en la coyuntura, guiado por lo que consideró un deber filial; éste último obviamente declinó la suya.
Ante la reiteración de prácticas que se creía habrían de ser desterradas por los buenos propósitos expresados antes de todo esto por Pellegrini, el país entero entró en franca ebullición. Recrudecieron las policías bravas y el ejército empleados en contra de los radicales, y éstos reaccionaron preparando otra revolución para el 3 de abril de 1892. Pero Pellegrini, el día anterior, decretó el estado de sitio y dispuso el allanamiento de los domicilios y la detención de Irigoyen, Alem y todos los más notorios dirigentes radicales. Y además, resuelto a sacar el máximo provecho de la cosa, el Gringo produjo lo que hoy llamaríamos un show mediático: exhibió ante los periodistas, en el despacho de la presidencia, las bombas caseras que supuestamente iban a usar los radicales para asesinarlo a él, a Roca y a Mitre. 
¿Qué había pasado, cómo se enteró Pellegrini de la revolución que inminentemente iba a estallar? Simple: se enteró por la delación de uno de los máximos referentes del radicalismo: Hipólito Yrigoyen. A esta altura, ya resulta indisputable que fue él; porque: 1) Yrigoyen fue a verlo a Pellegrini (que estaba de week-end en Cañuelas) en la mañana de 2 de abril, so pretexto de pedirle favores para una "amiga" suya directora de escuela (Hipólito, por entonces docente; era todo un padrillo, gran amador el hombre). Inmediatamente luego de reunirse con él, Pellegrini regresó de improviso a la capital, y sin hesitar tomó las medidas que tomó; 2) el único de los dirigentes radicales de la primera línea de conducción del partido en no ser apresado por orden de Pellegrini, fue precisamente Hipólito; y 3) la imputación que a Yrigoyen le hizo Lisandro de la Torre en su carta abierta de 1919, publicada en los diarios, y que el denunciado en ella como culpable de la traición nunca negó ni desmintió. O sea; tiene pico de pato, camina como pato, tiene plumas y hace cua cua, ergo; es un pato, ¿o no?
¿Y por qué delató Yrigoyen a sus correligionarios (entre los cuales se encontraba su propio tío, Alem)? Muy sencillo: por una suerte de mesianismo, por un personalismo llevado al extremo. Yrigoyen se consideraba a sí mismo llamado a una misión trascendental: la de regenerar las prácticas electorales. No era que no tenía ambición; sí la tenía y en grado sumo, además; pero era la suya una ambición que iba más allá del ejercicio del gobierno; él se creía el único capaz de conducir una revolución que llevase a los fines que reputaba como supremos. Lo de ir a contarle a Pellegrini lo de la conjura radical no fue inconsciente; fue adrede, pero eso no necesariamente significa que Hipólito actuara así inducido por un afán de traición a sus compañeros de causa, no; lo hizo porque sabía perfectamente que don Bernardo haría una excelente presidencia. Y eso, no, no podía permitirlo; porque así se eliminarían las causas de la alta misión a la que se creía él y solamente él, convocado.
No soy afecto a las ucronías, a la historia contrafactual; es esa una cancha en la que invariablemente me tocó jugar de visitante y que siempre me resultó por demás hostil. Pero sí estoy persuadido de que aquel 2 de abril, Hipólito Yrigoyen atrasó la historia catorce años (así como a su turno, otro radical, Arturo Illia, al impedir el retorno del general Perón en 1964, la atrasaría otros 9 años).
Habría que esperar a que José Figueroa Alcorta y Roque Sáenz Peña removiesen los factores que obstaban a que se pudiera ejercer en nuestro país el sufragio libre. Y si uno fuera malo y quisiera formularse el interrogante del cui bono, la respuesta sería, precisamente; Hipólito.
Lo real y concreto, es que ya no podría Irigoyen ser presidente; y eso porque el que se lo impidió, fue... Yrigoyen.