domingo, 24 de mayo de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? CUARTA PARTE


























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Si el presidente evacuara / el sillón que está ocupando / y libre al país dejara, / al oro, con linda cara, / lo veríamos bajando. (Semanario Don Quijote, 26 de enero de 1890)

El 26 de julio se produjo la revolución del 90 o revolución del Parque, y aunque vencida ésta; al gobierno de Juárez Celman no le quedó más aire y una vez renunciado, asumió la presidencia Carlos Pellegrini, con Vicente Fidel López de ministro de Hacienda. Entrambos llevaron adelante el plan Pellegrini-López, cuyo objeto era ordenar la economía.
Mediante su aceitada relación con los banqueros, Pellegrini consiguió, en lo interno, una “colaboración patriótica” de éstos consistente en un préstamo de 16 millones de pesos papel, los cuales convertidos a oro (la gente, confiando ingenuamente en que la caída de Juárez Celman traería la paridad cambiaria, salió a vender el metal) utilizó para pagar el servicio semestral de la deuda que vencía el 15 de agosto. En lo externo, el Gringo pensaba tomar un empréstito a oro destinado exclusivamente a pagarles a los acreedores extranjeros durante los dos años que habría de durar su gobierno; y en lo interno, planeaba emitir papel moneda, que los bancos oficiales (previamente saneados) prestarían, de modo de revitalizar el comercio; todo ello complementado con estrictas medidas de austeridad administrativa, severas reducciones presupuestarias, suba de aranceles a las importaciones, sustitución de éstas a través del fomento a la industria nacional e imposición de gravámenes a las empresas y bancos extranjeros. Buscaría asimismo, mejorar la imagen del gobierno procurando ganar en credibilidad y confiabilidad con una medida más efectista que apropiada: anular el contrato de venta de las Obras Sanitarias llevado a cabo durante la gestión de Juárez Celman en 1888.
La cosa anduvo a los tumbos, tanto en lo externo como en lo interno: en octubre estalló en Londres la crisis que venía arrastrando la Baring Brothers (causada en buena parte por la acreditación a nuestro país de 21 millones de pesos oro -producto precisamente del arrendamiento de las Obras Sanitarias citado precedentemente- y la certeza de que el gobierno argentino no podría hacer frente al pago de la deuda), de resultas de lo cual se produjo su liquidación. 
Ante eso, un consorcio de banqueros ingleses presidido por Nathan Mayer Rothschild, exigió como condición previa al otorgamiento del empréstito solicitado por Pellegrini para hacer frente a los servicios de la deuda externa que mencioné antes, que se giraran a Londres convertidos en oro los 50 millones de pesos que se habían emitido para fortalecer los bancos oficiales y reactivar el comercio. Una vez cumplida esa imposición, la banca Morgan prestó 75 millones de pesos oro a tres años con el 6% anual de interés, destinados exclusivamente a atender los pagos de la deuda externa, con fiscalización a cargo de un veedor británico que retendría de la recaudación aduanera el oro necesario para las amortizaciones, con la consiguiente mengua en el ejercicio de la soberanía efectiva del país.
Y aun así, se corrió más de una vez el riesgo de una intervención militar extranjera (impulsada por los acreedores alemanes, postura esta que no quisieron acompañar los ingleses; pese a lo cual hubo por entonces en nuestro país un marcado sentimiento antibritánico, que se expresó con roturas de banderas y retiro masivo de depósitos del Banco de Londres). Habría que esperar a que durante el gobierno de Luis Sáenz Peña, merced a la eficaz gestión del tándem Juan José Romero-Tomás de Anchorena, desde los ministerios de Hacienda y Relaciones Exteriores respectivamente, se llegara en Londres el 3 de julio de 1893, a un acuerdo con los acreedores externos: el archifamoso Arreglo Romero.
La crisis del 90 es una de las páginas más exhaustivamente estudiadas de nuestra historia, y sin embargo; los argentinos no hemos logrado llegar a un punto en el que, plantados, nos acordemos de aquello de “chico quemado teme al fuego”.
¡Ah!, es que hemos aprendido mucho de economía, tanto, que no debe haber en el mundo un pueblo tan versado en la materia como nosotros: el argentino promedio es capaz de debatir sesudamente acerca de Jean-Baptiste Colbert y el mercantilismo, Adam Smith y el librecambio, Friedrich List y el proteccionismo y John Maynard Keynes y el rol del estado en períodos de recesión. Asimismo lo es con respecto a la crisis del 90: todo ciudadano argentino serio sabe (o cree saber) qué la provocó: la “corruptela y el desmanejo administrativo de Juárez Celman”, la “emisión descontrolada a partir de la creación de los bancos garantidos” y hasta tiene grabadas en la memoria las palabras que pronunciara aquel venerable viejo Vicente Fidel López: “No sé si hubiera sido preferible para el país y para quienes hemos sacrificado nuestro patriotismo y nuestros desvelos en sacarlo del abismo, que la ciega obcecación del gobierno anterior hubiese seguido su desborde hasta estrellarse contra la bancarrota exterior e interior que ya tenía encima, para que el gobierno que le sucediera no hubiese heredado esa sucesión ilíquida y desastrosa que pone a prueba la resignación, los sacrificios y hasta la reputación personal”. 
¿Por qué, entonces, si conocemos los dislates en que hemos incurrido, tanto en el pasado remoto como en el más reciente; seguimos cayendo periódicamente en crisis que conmueven los cimientos mismos de la nación? ¿Será, por acaso, fatal y certeramente profética aquella predicción de Carlos D’Amico en su Buenos Aires, sus hombres, su política (1860-1890): “Así continuarán, porque ése es el carácter argentino… Dominada esta crisis, otra vez serán deslumbrados por las riquezas excepcionales de esa tierra privilegiada, y volverán a las andadas, y cada cinco años tendrán una crisis cuyos peligros irán creciendo en proporción geométrica, hasta que llegue un día en que deban a los judíos de Londres y Frankfort todo el valor de sus tierras…”.
Como ni usted, querido lector, ni el servidor que esto escribe, somos de quedarnos con lo que nos cuentan; en las próximas partes de este artículo, arriesgaremos nuestras propias conclusiones.

Continuará

sábado, 9 de mayo de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? TERCERA PARTE

























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

¡Triste recurso, cuando se apela al diluvio para regar los campos! Este chaparrón de nuevo papel moneda, nos ahogará. (Semanario Don Quijote, 20 de julio de 1890)

En marzo de 1890 la tormenta, preanunciada con señales que irresponsablemente se ignoraron, se desató por fin. En rápida sucesión, el oro subió a 260 y al mes siguiente ya estaba en 290. Y como inexorablemente ocurre, la crisis financiera trajo aparejados los consabidos cambios en el gabinete. Esta vez, la modificación fue total, porque la renuncia de Wenceslao Pacheco provocó las de los demás ministros.
El motivo fue un desacuerdo entre el ministro de Hacienda, quien había dispuesto una emisión de 2 millones de pesos por parte del Banco Nacional; y Marco Avellaneda, presidente de la Oficina Inspectora de Bancos Garantidos, quien no quiso aprobarla. Junto con Pacheco renunció, como consigné precedentemente, el resto del gabinete. Juárez Celman no dejó trascender las renuncias, pues confiaba en convencer a los ministros de que conservasen sus carteras; pero ocurrió que alguien se fue de boca (por lo visto, los “secretos” del gobierno eran como los amores de las putas; conocidos por todo el mundo) y la cosa llegó a oídos de Miguel Navarro Viola, quien en el mitin del Frontón (13 de abril) lo anunció a voz en cuello en su encendido (y destituyente) discurso opositor.
Y entonces, al presidente no le quedó otro camino que darlas a conocer a la opinión pública y aceptarlas; tras lo cual se reunió con el vice, Carlos Pellegrini, para examinar la situación.
En abril de 1890, Pellegrini jugaba a dos puntas. Su relación con Juárez Celman podría definirse como de una “aparente cordialidad”, desde el verano de 1889, cuando estando él a cargo del gobierno por las vacaciones del presidente, el círculo áulico de este último instigó y organizó una revolución en Mendoza para derrocar al gobernador Tiburcio Benegas; pero Pellegrini -en contra de los deseos e intenciones de Juárez Celman, por descontado- lo hizo reponer. Al inseguro y desconfiado Burrito cordobés se le exacerbó el recelo hacia el vice; pese a que el Gringo le explicó que había procedido así para respetar las prescripciones constitucionales y evitar “un escándalo público”. El 29 de setiembre de 1889, Carlos Pellegrini le escribía desde Europa a su hermano Ernesto, a propósito del plan de venta de tierras públicas ideado por Pacheco que mencioné en el capítulo anterior: “La venta de 24.000 leguas en Europa sería una calamidad que nos costaría la vida. Sería crear una Irlanda en medio de la República y sacrificar el porvenir de la Nación por dificultades del momento”. En público, el vice no aparecía como distanciado del presidente; pero en privado, expresaba su total desacuerdo con las medidas económicas que éste adoptaba, y entonces, procuraba convencer a Juárez Celman de que debía cambiar su política. Apenas tres meses después, se haría patente su acuerdo con Roca para provocar la renuncia del Burrito cordobés y asumir él la primera magistratura del país.
Por ahora, Pellegrini le sugería a Juárez Celman un gabinete integrado por figuras políticas que generaran consenso e inspiraran respeto y confianza. El presidente aceptó el consejo y tan buena impresión causó el nuevo gabinete en la opinión pública al darse a conocer los nombres de quienes lo integraban, que instantáneamente el premio del oro bajó a 230.
Juárez Celman nombró a: Francisco Uriburu en Hacienda, Nicolás Levalle en Guerra, Amancio Alcorta, abogado, catedrático y diplomático muy prestigioso que había sido ministro de Roca (y después, en su segunda presidencia, volvería a serlo); en Justicia e Instrucción Pública, Roque Sáenz Peña en Relaciones Exteriores y Salustiano J. Zavalía (único amigo del presidente en el gabinete) en Interior. La influencia de Pellegrini se hizo notoria por entonces: sin duda, había andado su mano (con el beneplácito de los banqueros ingleses) tras la designación de Uriburu, muy amigo suyo y de toda su confianza era el general Levalle, y ni decir tiene de Sáenz Peña, su íntimo amigo y además; socio en el bufete jurídico. Pero Juárez Celman, aparte de reservarse la cartera de Interior para darla a un incondicional suyo como Zavalía; no quiso prescindir del todo de Pacheco y lo hizo designar al frente del Banco Nacional. La última disposición de Pacheco, cuando ya tenía decidida y redactada su renuncia, previamente a abandonar el ministerio, fue un gesto amable para con los empleados del mismo: de la partida Eventuales del presupuesto, les hizo dar un adicional equivalente a un mes del sueldo que cada uno de ellos percibía.Francisco Uriburu, el nuevo ministro de Hacienda, era considerado por la banca inglesa y en especial por la Baring Brothers, un economista de los llamados serios. Su estrategia consistía básicamente en la conciliación: en lo externo, apuntaba a lograr acuerdos con los banqueros a fin de consolidar la deuda, de modo de patear la pelota hacia adelante, sorteando la coyuntura y teniendo buen cuidado de no caer en el repudio de la deuda o en lo que pudiera ser interpretado como tal; y en lo interno, mantener un tipo de cambio alto de modo de favorecer las exportaciones; todo ello en el marco de una política moralizadora de manera de quitar argumentos a la oposición y generar un clima de confianza. Se trataba, en síntesis, de retomar en lo posible el paz y administración de la etapa roquista... pero con Juárez Celman en la presidencia y Pellegrini detrás del trono; en vez del Zorro.
Alentado por el impacto positivo provocado por su nuevo gabinete, Juárez Celman inauguró, el 11 de mayo, el período de sesiones ordinarias del Congreso. Fue el suyo un discurso optimista y tranquilizador: se refirió a la crisis financiera atribuyéndola al agio, la especulación y el abuso, señaló que a pesar de ella; el crecimiento continuaba, mencionó que se avecinaba una excelente cosecha de cereales, saludó a la oposición y expresó sus plácemes por el surgimiento de un nuevo partido, anunció que su gobierno se proponía llevar adelante reformas en la ley electoral incluyendo la representación de las minorías y finalmente, destacó que por primera vez en muchos años, la balanza comercial había arrojado saldo favorable en el primer trimestre del año.
El discurso presidencial había sido sincero: el liberalismo de Juárez Celman lo llevó a alegrarse por el surgimiento de la oposición que seguramente se traduciría en una nueva expresión partidista, era cierto que alentaba el propósito de otorgar representación a ésta en el Congreso, era verdad que se esperaba una cosecha récord y en efecto, el superávit comercial había sido nada menos que de 40 millones. Los miasmas de la crisis parecían disiparse al soplo de una brisa renovadora. Pero como en la fábula de Esopo, el problema del Burrito cordobés estaba en su naturaleza, y su fugaz consciencia se perdió al igual que se pierde una falena en enloquecido vuelo alrededor de una lámpara encendida.
En la sesión del Senado del 9 de mayo, Aristóbulo del Valle, senador por Buenos Aires, denunció que circulaban billetes emitidos clandestinamente por el Banco Nacional, que desde abril presidía, como vimos, Wenceslao Pacheco. El asunto denunciado era grave; pues aparentemente se ponía en circulación papel moneda mediante emisiones no autorizadas previamente (el gobierno las haría después en el Congreso, a fines de junio en diputados y el 1 de julio en senadores) y se daba en un sentido absolutamente opuesto al rumbo que se proponía imprimirle Uriburu a la economía. El ministro pidió derechamente la salida de Pacheco, pero Juárez Celman se negó a echarlo y no paró ahí, sino que además le exigió, a través del ministro del Interior, Zavalía; la renuncia a Uriburu y éste se la mandó inmediatamente, anunciando, a gran estrépito, que “el ministro (es decir, él mismo) remaba hacia adelante y el Banco Nacional hacia atrás”. El ministro de Justicia, Alcorta, se solidarizó con él y renunció también. El premio del oro trepó a 314 y la crisis financiera se tornó (en realidad, siempre lo fue, pues imposible es que haya buena economía sin buena política) institucional, produciéndose la revolución del 90 o revolución del Parque, que daría por tierra con el gobierno del Burrito cordobés.
En las próximas entregas, veremos, estimado lector, cómo terminó la cuestión y elaboraremos las conclusiones.

Continuará

domingo, 3 de mayo de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? SEGUNDA PARTE


















Escribe: Juan Carlos Serqueiros


Pero mire usted la Bolsa, / mire la Bolsa nomás, / que está cotizando el oro / cual no se ha visto jamás. (Semanario Don Quijote, 11 de diciembre de 1887)


El presidente Juárez Celman y su ministro Pacheco habían anudado una íntima amistad que databa de 1883, cuando el primero comenzó a residir en Buenos Aires luego de ser electo senador por Córdoba. 
El trato entre ellos era el familiar vos. Para darse una idea de cuán estrecha relación tenían, tómese en cuenta que se tuteaban; mientras que por ejemplo, Juárez Celman y Roca, aún a pesar de su parentesco (eran concuñados), se trataron siempre de usted. Y ni decir tiene que Roca tuteando a un ministro o viceversa, era algo que no entraba ni siquiera en la imaginación del más divagante de los divagantes. Encima, Juárez Celman se rodeó de un círculo áulico que lo adulaba y reputaba como el summum de la inteligencia y el liderazgo. Y de entre esa camarilla de cortesanos, había elegido como favoritos a Ramón J. Cárcano (comprovinciano suyo y de hecho, delfín presidencial) y Wenceslao Pacheco. 
Transcurridos sólo tres meses de haberse recibido Juárez Celman de la presidencia, el premio del oro ya estaba a 144. El circulante total país era de 88 millones de pesos papel garantizado con una reserva de 35 millones oro. Sin embargo, a pesar de las señales de alarma; la economía crecía a un vertiginoso ritmo del 11% anual.
Durante el gobierno de Roca, la creación y consolidación del Estado nacional se habían llevado a cabo sobre la base del crédito proveniente del exterior, con el cual se financiaron tanto las obras de infraestructura y comunicaciones, como la burocracia administrativa; redundando en una crecida deuda externa que pendía sobre la nación como la consabida espada de Damocles, en un marcado déficit fiscal y en una balanza comercial que arrojaba un saldo negativo de 30 millones de pesos oro. En esas condiciones el país se hallaba, pues, en virtual estado de quiebra financiera. Y sin embargo, el crecimiento económico parecía no tener fin. Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para el manejo de la coyuntura y la paulatina corrección que debía hacerse. Pero Juárez Celman no era Roca.
A fines de 1887, por iniciativa de Pacheco, el Congreso sancionó la ley de bancos garantidos ("bancos libres" los llamaba el periódico Don Quijote, ferozmente opositor al gobierno, que paradojalmente, si bien era crítico de la gestión del ministro; no lo zahería con la misma intensidad con la cual destrozaba a otros integrantes del gobierno y a figuras políticas estrechamente ligadas al mismo, como por ejemplo el ministro del Interior, Eduardo Wilde; el gobernador de Córdoba, Marcos Juárez -hermano del presidente-; el director de Correos, Ramón J. Cárcano, etc., limitándose a señalar, en versos humorísticos una característica de Pacheco: sus frecuentes ausencias del ministerio debidas a las largas temporadas que pasaba en una estancia que había adquirido en Entre Ríos).



En la teoría, la ley perseguía el objetivo benéfico de inyectar dinero a las economías regionales de modo de favorecer el comercio y la incipiente industria e incrementar las reservas de la Nación (para hacer frente a los compromisos con los acreedores extranjeros) con el oro proveniente de la deuda externa tomada por las provincias, el cual sería canjeado a éstas por títulos llamados notas metálicas; pero en la práctica, sin los resguardos imprescindibles para que el destino de los recursos financieros fuera la producción y no la especulación; sólo sirvió para triplicar el circulante de una moneda cada vez más depreciada. 
El 28 de febrero de 1889, ante una nueva trepada del premio del oro, que había llegado a 157 y del estallido de huelgas obreras, Juárez Celman designó ministro de Hacienda a Rufino Varela, a la par que nombraba a Wenceslao Pacheco ministro del Interior; quien desde esa cartera lograría volcar a algunos remisos y disconformes del PAN que empezaban a expresar disidencias, en favor de las políticas presidenciales.
Se hacían nítidas, patentes, con la preanunciación de la crisis, las diferencias entre los sectores ligados a la importación (el comercio interior), a quienes la suba del oro perjudicaba; y los vinculados con la exportación, a quienes la depreciación de la moneda favorecía, pues internamente pagaban sus costos en pesos devaluados y percibían sus ingresos en oro. Juárez Celman, fiel a su lema “en política la audacia lo es todo”, redoblaba la apuesta contra la oposición, a la cual sindicaba como culpable de las dificultades de la economía: sustituía en Hacienda a un economista “político” como Pacheco; por uno “técnico” como Varela (vinculado al comercio, y por lo tanto, inequívocamente interesado en la baja del oro), al tiempo que utilizaba al primero como herramienta para nuclear en torno suyo a la mayor parte del arco político del interior del país. 
Apenas seis meses después, las medidas implementadas por Varela (lanzamiento al mercado de toda la reserva en oro, prohibición de su transacción en la Bolsa, cierre de ésta y búsqueda de capitales en centros financieros no ingleses como Berlín y París) habían fracasado, el oro había llegado a 180, y por eso el 27 de agosto Juárez Celman volvía a designar a Pacheco al frente del ministerio de Hacienda.
Para setiembre de 1889 el oro ya estaba a 242. Sereno ante la crisis hasta el extremo de mostrarse despreocupado, el ministro Pacheco hizo circular por distintos medios el proyecto que había concebido para capear la crisis monetaria: restringir a 100 millones de pesos papel el total circulante, que al estar respaldados por un fondo de 80 millones oro constituido previamente con las disponibilidades del Banco Nacional y del Banco de la Provincia de Buenos Aires engrosadas con el producido de la venta de tierras fiscales; pondrían la cotización a la par, y en octubre envió al Congreso un mensaje en el cual anunciaba un paquete de medidas en el sentido indicado, agregando, con respecto al tratamiento que pensaba dársele a la cuestión de la deuda externa, que "el gobierno tenía en Europa los recursos que aseguraban su servicio hasta enero de 1891" (se refería a los 50 millones oro que creía disponibles en Londres producto del arrendamiento de las obras sanitarias).

Continuará