domingo, 16 de febrero de 2014

CUANDO EL CHUBUT QUISO SER BRITÁNICO. TERCERA Y ÚLTIMA PARTE


























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Las escuelas nacionales y las vías de comunicación operarán un cambio notable en el corto espacio de veinte años. Ocupémonos, pues, de establecer unas y otras con prudencia y perseverancia. (Raúl B. Díaz, Informe al Consejo Nacional de Educación, 1895)

Los territorios del sur no están bien gobernados. Los gobernadores son personas gratas; pero sus administraciones no responden a su complicado objeto, ni a los anhelos de los vecinos. Es un error mandar militares, por honestos que sean, a gobernar ingleses, de tradiciones eminentemente civiles. (Estanislao Zeballos, 1899)

El viernes 20 de enero de 1899 el presidente Roca subió en la estación Constitución al tren que lo trasladaría a Bahía Blanca, donde estaban anclados el acorazado Belgrano que lo llevaría en su viaje al sur del país y Chile, y el crucero Patria que transportaría a los corresponsales de prensa encargados de la cobertura periodística de la gira presidencial.
En la primera parte de este artículo comenté las críticas que los principales diarios y semanarios hacían al viaje del Zorro sin atinar a comprender las motivaciones que lo guiaban. Caras y Caretas, por ejemplo, en su edición del 25 de febrero de 1899, bajo el título La Vuelta del Descubridor mostraba a Roca caricaturizado por José María Cao, que lo representaba asimilado a Cristóbal Colón en la forma en que aparece ilustrado éste en las láminas escolares, orlado de laureles (ironía para referirse a las glorias personales que se le achacaba al Zorro buscar), llevando en una mano un pliego que reza "Petición de los galenses" (por esa época se escribía galenses por galeses) y en la otra, a modo de caduceo en el que el olivo ha sido reemplazado por el laurel; un poste de telégrafos (había anunciado durante el viaje que se prolongarían las líneas telegráficas hasta los confines sureños), y al brazo un rollo de cable del que cuelga una etiqueta que dice "Cable a Tierra del Fuego", queriendo significar con mordacidad que el presidente necesitaba de un cable a través del cual mandar a tierra la "carga eléctrica" de coraje inútilmente exhibicionista que se le atribuía; pero no a cualquier tierra sino a una en especial: la del Fuego, en obvia alusión a la riesgosa navegación por los canales fueguinos. Todo entre dos mástiles con discos en los que pueden seguirse los puntos tocados por Roca en su gira: Bahía Blanca, Puerto Madrid (refiriéndose con sarcasmo a Puerto Madryn), Santa Cruz, Ushuaia, Canal de Beagle y Punta Arenas:


Y después, en la edición del 4 de marzo, Cao esbozaba otra ácida viñeta: bajo el título The British Chubut (por el pedido de independencia de Chubut bajo el protectorado británico que mencioné en las partes primera y segunda de este artículo) y con el epígrafe "Lo que desean los galenses", los dibujaba como unos gauchos anglicanizados que danzan y zapatean al frente de una "Whisky Pulpería Store Limited" en la cual flamea la bandera de la Union Jack, levantando mucha polvareda (aludiendo a la gran conmoción que había provocado la noticia en la opinión pública), algunos con sombrero de explorador, otro fumando en pipa y con una botella de whisky al cinto, al compás de la música ejecutada por un guitarrero mientras una galesa toma mate a su lado; todo en medio de un ambiente que aparece confuso, difuso: 


Y una sutileza de Cao: la rastra del guitarrero en vez de monedas, luce lo que son inequívocamente atributos masónicos como la escuadra, el compás, etc., tal como podemos apreciar claramente en este detalle ampliado del dibujo, con símbolos de la francmasonería debajo, de modo de poder resaltar mejor la similitud:


Sin embargo, esa que transmitía la prensa no era la realidad real, tangible, sino una realidad virtual; porque ni el viaje presidencial perseguía los propósitos que se le asignaban, ni los colonos galeses (al menos, no todos y ni siquiera la mayoría de ellos) querían ser británicos, tal como expondré a continuación.
El 23 de enero el Belgrano y el Patria fondeaban en Puerto Madryn, que era en 1899 lo que pueden observar en la imagen siguiente: seis edificaciones en total (el galpón de la subprefectura -desierto, porque dos años antes había sido suprimida por razones presupuestarias y recién después del viaje presidencial sería reactivada-, otro pequeño galpón para oficina del telégrafo -que se estaba instalando por entonces-, el galpón grande del ferrocarril a Trelew, dos casas y un almacén):


El martes 24 por la mañana, el presidente Roca y su comitiva desembarcaron en Puerto Madryn donde los aguardaba un grupo de vecinos del valle encabezados por uno de los pioneros galeses llegados en 1865: John Murray Thomas; para dirigirse en tren desde allí a Trelew. El momento fue captado por Carlos Foresti, el fotógrafo viajero:


Para la visita presidencial los galeses habían tirado la casa por la ventana, refrendando con hechos lo que antes habían expresado en un telegrama dirigido a Roca: que no todos estaban de acuerdo con la pretensión de autonomía ni con la actitud confrontativa respecto al gobierno nacional. Llegada la comitiva a Trelew, se le había preparado en el hotel El Globo un pantagruélico almuerzo, tras el cual el Zorro y sus acompañantes fueron invitados a dirigirse a Gaiman en los carruajes de los colonos.
Arribado a esa localidad, al apearse frente al hotel Gayman el presidente, recibió una cerrada ovación de los galeses que se habían concentrado allí con sus familias para entonar en su presencia el himno nacional argentino (momento muy emotivo y cargado de significado, ya que lo habían aprendido en tiempo récord pues eran pocos los que hablaban el castellano). Seguidamente, en el hotel se sirvió una merienda tras la cual el Zorro pasó el resto de la tarde cabalgando por los alrededores y departiendo con los colonos. En la chacra de Edward Owen, John Murray Thomas captó la imagen que sirve de portada al presente artículo.
A lo largo de ese martes Roca, con maneras muy amables y diplomáticas pero a la vez no exentas de firmeza, recordó personalmente a los galeses la decisión irrevocable del Estado de asimilarlos al resto del país,  hizo de su propio peculio una donación de 500 pesos para la escuela que se estaba construyendo, anunció que enviaría dos maestros argentinos para Trelew y Gaiman, comprometió el incremento en la frecuencia de los transportes marítimos, la extensión de las líneas telegráficas, el establecimiento de una sucursal del Banco de la Nación Argentina y la instalación de una guarnición militar. Antes de concluir su período presidencial, había cumplido todos y cada uno de los puntos a los que se obligó, empezando por el que constituía todo un símbolo en sí mismo: treinta y dos días después de la promesa presidencial, esto es, el 25 de febrero de 1899, llegaban a Puerto Madryn los maestros Eduardo Alderete y José Vicente Calderón, acompañados por el inspector del Consejo Nacional de Educación Raúl B. Díaz.
La adopción por parte de esos esforzados galeses -quizá inconsciente en algunos casos o en todos, vaya uno a saber- de la nacionalidad argentina mediante la comunión psíquica entre la geografía local y sus corazones y cerebros; quedaría sellada definitivamente por la acción de la escuela pública. Esto aparecía inserto ese año en El Monitor de la Educación Común, órgano oficial del CNE:

 


Al año siguiente los colonos le escribían al inspector Raúl B. Díaz (debería haber, hasta en los pueblos más remotos de la República, en homenaje a este hombre ilustre una estatua suya y una calle que lleve su nombre):

Los que suscriben... en su mayoría padres de familia, a Ud. respetuosamente piden quiera interponer su influencia ante el Consejo Nacional de Educación para crear una escuela de ambos sexos en esta apartada colonia... La necesidad de una escuela, señor Inspector, se hace sentir teniendo en cuenta que la mayor parte de los pobladores somos extranjeros que quieren inculcar  a sus hijos el amor a esta patria que nos da albergue. Conociendo su acendrado patriotismo y su amor por el proceso educacional, no dudamos que dará los pasos necesarios para acceder a nuestro pedido.

No obstante, no todo el campo era orégano; también habían malezas y ortigas: el sector más radicalizado de los galeses en cuanto a sus ridículas aspiraciones de independencia y aislacionismo, tenaces en su rencor hacia las autoridades nacionales por supuestos agravios e insatisfechos reclamos; llevó a que en mayo de 1902 más de 200 de ellos se fueran al Canadá.
En 1900 Roca relevó de su cargo de gobernador del Chubut al poco dúctil coronel Carlos O'Donnell, cuya sola "culpa" en toda la cuestión había sido la de poner en caja a unos pocos gringos levantiscos e ingratos; pero bueno, ¿quién dijo que la vida es justa?

Los tiempos y las circunstancias demandaban para ese puesto un civil con más cintura política y mejor comprensión de la realidad del medio; por eso el Zorro lo reemplazó por Alejandro Conesa, quien cumplió una excelente gestión y avanzó en algo que a esa altura resultaba urgente e impostergable: la integración de los argentinos nativos de la región, es decir, los indios, al proceso de desarrollo de los territorios nacionales; y quien ya en 1892 siendo secretario de la Gobernación, había señalado al ministerio la necesidad de ocuparse de la defensa de la familia indígena que tanto derecho tiene a un pedazo de esa tierra que se le concede a cualquier extranjero que llega mientras esos seres desgraciados viven hasta hoy errantes, convertidos en los bohemios de la Patagonia, según sus propias -y admirables- palabras, e impulsado un proyecto de colonia pastoril enmarcado en la ley 1501 del 2 de octubre de 1884 llamada del Hogar.
Por su parte, en 1900 en su Mensaje al Congreso, el presidente Roca expresaba:

Hay hechos que debían habernos iluminado... Aquel valeroso núcleo de colonos galenses... demostrando lo que puede dar en aquellas regiones el esfuerzo perseverante del hombre, aún sin el auxilio eficiente de los gobiernos.
No es menos necesario ocuparse de la suerte del indígena... cuya aptitud para todos los trabajos físicos se ha comprobado suficientemente.

Pero el mejor reconocimiento a la prudente y eficaz política del Zorro en relación a la delicada cuestión con los colonos galeses, lo daría el mismísimo periódico de éstos: Y Drafod (o sea, El Mentor en galés) en su edición del 23 de octubre de 1914, esto es, cuatro días después del fallecimiento de Roca:

El territorio del Chubut y especialmente el Valle, debe al eminente político su estado actual de adelanto y prosperidad. A raíz de su visita... obtuvimos la instalación del Banco de la Nación Argentina... la instalación del telégrafo que nos unió con la metrópoli... el Regimiento 6 de Infantería que se destacó a Trelew fue el punto de arranque de la prosperidad local.  


A confesión de parte, relevo de pruebas. Dicen, ¿no?

-Juan Carlos Serqueiros-

domingo, 9 de febrero de 2014

CUANDO EL CHUBUT QUISO SER BRITÁNICO. SEGUNDA PARTE



Escribe: Juan Carlos Serqueiros 

Los colonos son profundamente argentinos y no se debiera perseguirlos por su lengua; ella es un don de Dios. (Lewis Jones, 1898)

No es necesario que nosotros por aprender el español perdamos nuestro idioma y ganancias, sólo los tontos lo harían. No pudieron los ingleses ahogar el galés y no lo podrán los argentinos. (Lewis Evans, 1899)

Los primeros 153 colonos galeses habían llegado al Chubut el 28 de julio de 1865 a bordo del clipper Mimosa, luego de suscribir un contrato con el gobierno de nuestro país (por entonces, Bartolomé Mitre).
Sintiéndose oprimidos (y lo estaban) por los ingleses (con la connivencia y complacencia de los poderosos de su propio país), emigraban por una serie de motivos que iban desde lo religioso (y esto, ligado a una idea de identidad nacional, educativa y cultural) hasta lo económico; pasando por una esperanza de realización. Buscaban la bíblica tierra prometida, que al principio creyeron hallar en los Estados Unidos; para caer después en la cuenta de que el gigantesco país del norte los había absorbido y asimilado. Volvieron entonces sus ojos a la Patagonia, con la ilusión de que dejando atrás su patria, encontrarían allí un sitio en el que habitar y trabajar; pero en el que al mismo tiempo se les permitiese la conservación de sus costumbres, lengua y religión y se les tolerase en el propósito de mantenerse como una comunidad cerrada, sin admitir en ella individuos de otra etnia que no fuera la suya propia. Querían, en suma, fundar y afianzar una nueva patria para ellos y su descendencia: la soñada Nueva Gales del Sur.
A ese grupo de galeses que hablaban en galés y eran liberales radicales en lo político y protestantes metodistas, inconformistas en lo religioso; a diferencia de sus compatriotas ricos y terratenientes que hablaban en inglés y eran tories, esto es, conservadores y conformistas, es decir, anglicanos, que transaban en lo confesional (y en todo lo demás también) con la dominación inglesa, los movilizaba lo irrealizable, lo utópico; porque ningún estado del mundo, ni siquiera ese pseudo estado mitrista emergente de Caseros, Pavón y la secesión de Buenos Aires iba a consentir en atraer y cobijar en su seno a una comunidad extranjera otorgándole en propiedad una porción de lo más rico y bello de su geografía, para después admitir que se cercene e independice la misma.
Si lo del mitrismo fue una estafa a esos galeses (y lo fue, porque les ocultaron que el Congreso argentino había rechazado el contrato tal como estaba suscripto y lo había modificado sustancialmente hasta convertirlo en lo que razonablemente debía ser: un convenio de inmigración entre los colonos y el estado de un país que los acogía bajo su bandera y sus leyes); también debe decirse que quienes lideraban a esos recién llegados habían sido perfectamente conscientes (y en muchos casos, partícipes) de las mentiras a designio de la prensa. Y tampoco pudieron desapercibirse, ya que estaban presentes en él, del acto más que elocuente de izamiento de la bandera argentina el 15 de setiembre de 1865 en la fundación de Rawson.
Los galeses vinieron pues, a nuestro país en busca de lo que las autoridades del mismo les negaba a sus propios naturales, en síntesis; salieron de su tierra natal con el sueño de fundar en el sur una Nueva Gales y se dieron con que ésta ya existía, porque en lo sustancial, la Gales británica que gemía bajo el yugo inglés no tenía mayores diferencias con la Argentina de Mitre, tan obediente a los designios extranjeros como el céltico país del mítico dragón rojo y el eisteddfod.
Así las las cosas, la relación entre esos inmigrantes galeses y el estado argentino tenía necesariamente que ser lo que en efecto fue: una bolsada 'e gatos.
Sólo la inteligente y eficaz política de la primera presidencia de Julio A. Roca (1880-1886) con el Tratado de Límites con Chile de 1881, la ley 1532 de Territorios Nacionales de 1884 y la designación en noviembre de ese mismo año del teniente coronel Luis Jorge Fontana como gobernador del Chubut, consiguió morigerar y atemperar esa siempre conflictiva situación.



 

Que nuevamente se dificultó hasta hacerse crítica en 1895, con el nombramiento como gobernador de Eugenio Tello,  resistido por los colonos, y sobre todo en 1898 con el del coronel Carlos O'Donnell. La objeción principal (o más apropiadamente; excusa pueril para una disconformidad que tenía otras raíces) de los galeses estaba dirigida a la obligatoriedad de enrolarse en la Guardia Nacional (esto es, el ejército de línea) y de cumplimentar los ejercicios militares en día de domingo (esto último ya había sido corregido por el presidente Uriburu, pero O'Donnell se negaba a cambiarlo).
El 5 de setiembre de 1898 una asamblea de los colonos designó a dos representantes de entre ellos: Llwyd ap Iwan y Thomas Benbow Phillips, para que se dirigieran a Inglaterra a fin de plantear el caso al gabinete británico. Para mediados de enero de 1899, los diarios The Times, de Londres; The Guardian, de Manchester y Western Mail, de Cardiff, publicaron la noticia de que los delegados habían pedido entrevistarse con algunos parlamentarios para "exponerles quejas que aquellos colonos les habían transmitido sobre abusos cometidos con ellos por el Gobierno argentino, y reclamar el apoyo del inglés, o para ponerse bajo su protectorado, o para que les auxiliase a conquistar su independencia", tal como lo consignó la Revista Hispanoamericana en su edición del 1 de abril de 1899. El 28 de febrero presentaron ante el Foreign Office un "informe" (extrañamente, fechado dos semanas antes, el 14) en el que detallaban sus quejas por los "agravios" que según ellos las autoridades argentinas les infligían a los galeses. Pero no se detuvieron allí; porque llevaron las cosas al extremo de negar los derechos de la Argentina a la soberanía sobre la Patagonia, instar a Inglaterra a reclamarla como suya y proponer que fuera proclamada como país independiente, bajo el protectorado conjunto de Inglaterra y los Estados Unidos:

Soberanía. Es innegable que la posesión formal efectuada por Sir John Narborough, y la subsiguiente colonización por sujetos británicos hace el reclamo de Inglaterra a la soberanía sobre la Patagonia principalísimo.
El reclamo de la Argentina sólo puede basarse en la hipótesis de que como su usurpación no provocó protestas de parte de Inglaterra, el silencio de ésta se entendió como equivalente al abandono del reclamo británico.
Que ningún gasto incurrido por la Argentina en el gobierno de los establecimientos le da derechos de soberanía. Las expensas realizadas por ese estado han sido hechas a su propio riesgo, siendo premeditadamente gastadas en tierras pertenecientes a otra nación, mientras ha más que recuperado tales expensas por los gravámenes que ha impuesto y recaudado y los derechos con que ha gravado los bienes consumidos por los pobladores, consecuentemente se manifiesta:
Que la permanencia de las autoridades argentinas en la Patagonia, el tratamiento vejatorio de los sujetos británicos, y el fuerte intento de hacerlos renunciar a su nacionalidad, es una grave usurpación de los derechos soberanos de Inglaterra, y contrario a la ley internacional.
Eventualidades. Los abajo firmantes son conscientes de que ciertas eventualidades, adversas a las aspiraciones de los pobladores, pueden aflorar, tal por ejemplo la insignificancia de la Patagonia comparada con el hecho de poner en peligro los intereses británicos en el Río de la Plata, o el riesgo de chocar con la Doctrina Monroe, pero la última objeción a la intervención del Gobierno de Su Majestad puede ser refutada con la acción conjunta del gobierno británico y el de Estados Unidos. Ellos piensan que las circunstancias ciertamente justifican sugerir que la Patagonia o por lo menos las tierras ocupadas en el valle del Chupat sean organizadas en un estado independiente de la Argentina bajo el protectorado conjunto de esas dos potencias.


Era un completo delirio. Suponer a Inglaterra ajustando su política exterior según las "sugerencias" de dos presuntos representantes de los colonos galeses del Chubut, encima, compartiendo un eventual botín con los Estados Unidos, era un disparate que sólo podía entrar en los cálculos de un oscuro aventurero como Thomas Benbow Phillips (que ni siquiera era galés, por otra parte) o de un sujeto como Llwyd ap Iwan, que actuaban en beneficio propio. Como era previsible, la petición fue rechazada.
A fines de ese mismo enero una mañana de domingo, el coronel O'Donnell, que tenía neto el sentido de nacionalidad y era celoso de sus funciones de gobernador; hizo meter presos a todos los miembros del comité de colonos por traición, insulto a la dignidad de la nación y conspirar contra la seguridad pública, notificándolos de que se los iba a juzgar por esos cargos. Era sólo para asustarlos un poco: los tuvo detenidos en Rawson unas horas nomás, y después los largó. Tanto como para que aprendieran esos gringos desagradecidos que este país no es para los galeses ni los ingleses, sino para los argentinos; tal como les había dicho.
Más allá de todo eso, el presidente Julio A. Roca iría personalmente a visitar la colonia, como narraré en la tercera y última parte de este artículo.

(Continuará) 

domingo, 2 de febrero de 2014

CUANDO EL CHUBUT QUISO SER BRITÁNICO. PRIMERA PARTE





Escribe: Juan Carlos Serqueiros

He buscado llevar a aquellos confines de la República, en momentos en que esperamos trazar las líneas definitivas de fronteras internacionales tan discutidas, la demostración más clara de que la distancia no los aleja de las garantías y de la protección del gobierno general. (Julio A. Roca, Mensaje Presidencial al Congreso, mayo de 1899)


Al asumir el 12 de octubre de 1898 la presidencia de la Nación por segunda vez, Julio A. Roca debía atender con premura un asunto que no admitía dilaciones: el conflicto limítrofe con Chile (otro, una vez más y van...). Con una eficaz e inteligente política exterior, prudente y a la vez no exenta de firmeza, sorteó el escollo.
El Zorro no era solamente un extraordinario militar -de los mejores de entre los nuestros-; era un astuto político con unas notables amplitud de miras y cabal comprensión de la realidad mundial. Perspicazmente había dicho: "Se quiere iniciar para la América el sistema de la paz armada, que consume a las naciones europeas las cuales, como los caballeros de la Edad Media, no pueden moverse casi bajo el peso de sus armas". El milico dejaba  paso al estadista y la metáfora que había empleado era por demás ilustrativa: él era consciente del poder disuasorio de un buen ejército y una importante armada; pero también se daba perfecta cuenta de los desastrosos efectos que tenía la carrera armamentista en la economía de las naciones. La situación financiera de nuestro país era asfixiante (ver en este ENLACE mi artículo Una mitad del país contra la otra. Cuarta parte: la deuda externa). Había que asegurar la paz; ya sea en lo inmediato por medio de la diplomacia o ya sea en el futuro una vez concluída (y ganada) la guerra que parecía avecinarse. No en vano había declarado por junio de 1898 antes de ser proclamado presidente: "Soy partidario de la paz, pero siempre que se haga decorosamente. Si contra nuestra voluntad y propósitos la guerra viniese, no nos tomará desprevenidos". Y después, cuando a mediados de 1900 las cosas se pusieron bravas y el conflicto parecía inminente, le enrostró al ministro chileno Carlos Concha Subercaseaux: "Si Chile construye un acorazado; nosotros construiremos dos". 
Alcanzada prácticamente la paridad en cuanto a poderío naval con el vecino país merced al equipamiento realizado durante el gobierno de Uriburu, ni bien recibido del cargo Roca inició con su par chileno Federico Errázuriz Echaurren un intercambio epistolar que culminó en el acuerdo de someter el asunto a una comisión bilateral integrada por cinco delegados por cada país (que después fracasaría en su -escasa, por cierto- voluntad de entenderse; y entonces se recurrió al arbitraje norteamericano), tras lo cual el Zorro invitó al chileno a sellar la paz con un encuentro a realizarse en Punta Arenas, convite que el mandatario trasandino aceptó.
Roca había dejado trascender en su diario Tribuna que se proponía encarar su proyectado viaje al sur. Inmediatamente La Nación, de Mitre (que como de costumbre, divorciada de los intereses argentinos, no entendía -ni quería entender- nada), en su edición del 2 de enero de 1899 expresó su disconformidad minimizando la importancia de la Patagonia y argumentando que era bueno propender al progreso y desarrollo de su territorio “mientras no se los haga gravitar excesivamente sobre el erario público”. Por su parte, el diario La Prensa lo acusaba de planear el viaje "como si se tratara de una excursión íntima a sus estancias". Es que se le criticaba que mientras el presidente chileno había formado una "brillante" y numerosa comitiva para la ocasión; la suya estaría integrada por tres diputados: Benito Carrasco, Eleazar Garzón y Mariano de Vedia; dos edecanes: por supuesto, el coronel Artemio Gramajo, amigo inseparable, leal y consecuente de Roca, y el mayor Constantino Raybaud; el ministro de Marina (cartera flamante creada en la última reforma constitucional del año anterior, en la cual el Zorro había sido convencional), comodoro Martín Rivadavia; y el ministro de Relaciones Exteriores, Amancio Alcorta (que viajaría por cuerda separada en otro barco). "Cuatro gatos", consignó Caras y Caretas que se había sumado al coro de reproches y dibujaba al presidente chileno de frac, galera en mano, a bordo de un imponente buque de guerra y acompañado de un nutrido séquito todos vestidos con sus mejores galas; y a Roca, de traje y sombrero comunes, en un barquito junto a cuatro gatos. Y al pie la leyenda: "Mientras el uno estiva / cien personas o más, según los datos, / fleta el otro, por toda comitiva, / tan sólo cuatro gatos":
   
La crítica era injusta y además exagerada hasta rozar la mendacidad: Roca no viajó en un barquito cualunque sino en el acorazado Belgrano de 6.840 toneladas adquirido dos años antes durante el gobierno de Uriburu. Y la cortedad de la comitiva que había designado tenía más que justificados motivos:
1) El Zorro no quería darle a la ocasión un carácter excesivamente protocolar, antes bien, quería que en la Argentina la ciudadanía lo considerara como un asunto cuasi secreto de extrema relevancia y le otorgara a su participación la condición de clave (lo cual es lógico en cualquier político que se precie de tal), pero a la vez; que en Chile se lo percibiera como una reunión informal de dos mandatarios que amistosamente ponían todo de sí en pro de la paz entre sus países (y de paso, evidenciar ante los chilenos la importancia relativa que le adjudicaba al hecho, algo así como cuando una persona de alta posición y fortuna visita a otra de inferior condición social y no sobrada de recursos económicos: va con cierta informalidad, mientras que el dueño de casa se pone encima lo mejor que tiene y exhibe un boato que quizá después deba lamentar por lo inútilmente dispendioso).
2) Viajó en el Belgrano pues quería ostentar ante la comitiva trasandina el poderoso acorazado recientemente adquirido, pero además, lo hizo pilotar por el mismísimo ministro de Marina, comodoro Martín Rivadavia, navegando por el llamado camino del sudoeste, a través de los inextricables canales fueguinos, ruta peligrosísima y apenas esbozada en las cartas marinas. Era un tiro por elevación a los chilenos, como diciéndoles: "¿Vieron? En nuestra Argentina el ministro de Marina no es un burócrata de escritorio; es un consumado marino capaz de conducir personalmente con gran pericia y arrojo un buque de guerra a través de aguas cuasi desconocidas. Y yo, presidente de los argentinos, que soy un general de su ejército y no luzco los entorchados por haberlos obtenido en algún pasillo sino que gané cada uno de mis ascensos en los campos de batalla; confío en la profesionalidad y eficacia de mi ministro al punto de viajar yo mismo en el buque pilotado por él". La Nación criticó mucho ese aspecto y puso que "(el viaje presidencial) resulta así una exploración por tierras lejanas, desconocidas y aisladas del mundo", y que "han ocurrido sucesos de toda magnitud que podían haber reclamado la presencia o la comunicación con el primer mandatario, y sin embargo éste andaba extraviado en los desiertos del sur de la república". No era cierto; nada había pasado y además no había habido acefalía alguna pues había quedado  a cargo del Ejecutivo el vicepresidente Norberto Quirno Costa  (que era mitrista y a quien no debe haberle gustado nada el ninguneo). Por su parte,  Félix Luna sostuvo la opinión de que se trató de una "compadrada". Un yerro del autor de Soy Roca, que con eso no hizo más que evidenciar el no haber sido capaz de interpretar ni comprender la índole del Zorro, quien estaba lejísimos de incurrir en "compadradas"; ese suyo de llegar a Punta Arenas navegando por los canales, fue un acto de fría intencionalidad y estudiado cálculo, como todos los que producía. 
3) Lo escaso de la comitiva era porque no quería exponer a ministros ni legisladores a riesgos que él sí estaba dispuesto a afrontar como presidente de la Nación (otro mensaje que no fue comprendido por la prensa, pero bueno, era como pedirle a un nene de primer grado que desarrolle el teorema de Pitágoras).
También viajaron con el presidente corresponsales de los diarios, entre ellos Roberto Payró por La Nación, que sería a la postre el que más interesantes crónicas haría.
Roca pidió al Congreso la autorización para el viaje, y delegó el mando en Quirno Costa. Caras y Caretas lo ilustraba así:


 

El 20 de enero Roca, después de clausurar las sesiones extraordinarias del Congreso, viajó por tren a Bahía Blanca, abordando allí el acorazado Belgrano para dirigirse a Punta Arenas. Por su parte, Errázuriz lo hizo en el O'Higgins. Se encontraron el 15 de febrero de 1899 en lo que se dio en llamar el "Abrazo del Estrecho", que se muestra en la fotografía que oficia de portada de este artículo.
Con su proverbial astucia, Roca no descansó sólo en el pacifismo (evidente, por otra parte) de su colega chileno; también se preocupó por estrechar vínculos con el presidente uruguayo Juan Cuestas, y muy especialmente con el brasilero: Manuel Ferraz de Campos Salles. Los belicistas de Chile (contrarios a Errázuriz y que no eran pocos, dicho sea de paso) se toparon así con la evidencia de que en una eventual guerra con la Argentina, no podrían contar con la ayuda de Brasil ni de Uruguay.
Pero no había sido, o por lo menos, no había sido solamente para confraternizar con Errázuriz y resolver el conflicto con nuestro expansionista vecino que el Zorro había emprendido tan largo y peligroso viaje; había cuestiones internas tanto o más graves aún que las externas, que reclamaban su urgente atención.
Por ejemplo, el Times de Londres publicó una nota periodística en la cual afirmaba que los colonos galeses que habitaban el Chubut argentino habían solicitado a la corona británica el protectorado sobre esa región, o bien la ayuda para erigirla en nación independiente; tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

(Continuará)


sábado, 1 de febrero de 2014

LAS PUTAS, POR MARTHA PICCAT




LAS PUTAS

Poema de Martha Piccat

Antiyer cerró la casa de putas de mi pueblo.
Algunas cosas han cambiado,
las mujeres decentes ya concilian el sueño.
Sus hijas, esos tiernos capullos
concebidos en legítimos lechos,
ya no verán ese ejemplo maldecido
por la falta de Dios y de preceptos.
Esa casa que encendía sus ventanas
cuando acataba el pueblo la orden de dormir,
(como acontece con los mansos y los buenos)
ha subastado sus inmundos trastos:
diez camas de pecar y diez percheros,
jofaina de lavar, las herramientas,
espejos, baúles y roperos.
¡Y las putas! ¿Qué harán con ellas?
No quedarán dispersas por el pueblo.
Los niños las verán y no hay palabras
que nombren a esos seres venidos del infierno.
Pobrecitas, en serio. Pobrecitas.
En nombre de la moral, partieron.
La que extraña el doctor, partió hacia el sur,
y hacia el norte la que llora el estanciero.
La madama, resignada a puta vieja,
hizo yunta con un pobre jornalero.
Barre el patio, guarda el lecho, y se gana el puchero
enroscada en la estola decalvada del refriegue tanguero.
Y usted no va a creer lo que le digo:
¡Hay como un aire de santidad en todo el pueblo!
Con un doble repique de campanas
festeja el cura su castidad,  salvada por un pelo.
Los hombres disimulan su nostalgia
de noches de molicie y cachondeo,
ocultos tras los lentes y el sombrero.
Las mujeres, despiden a sus maridos en la puerta, con un beso.
Pobrecitas en serio, pobrecitas.
Las que  quedaron. Y las que se fueron.

-Martha Piccat-





CANTACLARO, DE RÓMULO GALLEGOS







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Otras ideas rigen al cantador errante que no son las del progreso ni las del futuro. Florentino mira la belleza, juega con la vida, es generoso, parrandero, despreocupado.

Con esa manada de bárbaros no se puede ir sino a la barbarie, que la llaman democracia.

¡Negro bueno, sufrido y rebelde! ¡Pueblo mío que lo llevas en tu sangre como una vergüenza y en tu pecho como una tormenta! ¿Hasta cuándo estarás muriendo a los pies de tu jefe?

(Rómulo Gallegos, Cantaclaro)

En estos días tristes, aciagos que está viviendo la hermana República de Venezuela, resulta especialmente oportuno releer -o leer, por si usted (inexplicable e injustificadamente) no lo hizo aún- este libro.
Cantaclaro es la cuarta novela de Rómulo Gallegos, la que subsiguió a Doña Bárbara (ver en este ENLACE mi artículo) y como ésta, publicada en Barcelona, España; pero cinco años después, es decir, en 1934.
En ella se narra el drama existencial de Florentino Coronado, un coplero o cantador (algo así como para nosotros un payador) apodado Cantaclaro. Éste es  hombre alegre, mujeriego, juerguista y despreocupado. Él anda errante por el mundo (su mundo: la llanura) y su móvil es la aventura per se. Sin embargo, las circunstancias llevarán a que Florentino adquiera a partir de la confrontación entre su propia realidad épica y la realidad real sociopolítica de su país, una nueva consciencia en la cual serán otros muy distintos paradigmas los que habrán de regirlo en adelante. 
La acción transcurre en la sabana venezolana donde la despótica, corrupta y prepotente autoridad regional, el coronel Buitrago, quiere apropiarse del hato (estancia) El Aposento, de doña Nico y sus hijos José Luis y Florentino; para lo cual adquirió de un tercero la hipoteca que lo gravaba a fin de ejecutar la deuda y quedarse con la hacienda. Pero Florentino llega con una caballada muy valiosa y salva la propiedad familiar; tras lo cual decide irse por los llanos a buscar las coplas que mentan al doctor Juan Crisóstomo Payara, quien había sido en su tiempo un caudillo levantado contra el régimen opresor. En ese deambular por los llanos, se encuentra con Martín Salcedo, un caraqueño que busca a Payara para instarlo a encabezar una nueva revolución. Florentino llega a una humildísima casa donde en medio de la más atroz de las miserias vive Juan el veguero con su mujer, quienes han perdido a sus tres hijos por las pestes y el hambre. Arribado por fin a Hato Viejo, la hacienda de Payara; Florentino es acogido por el capataz de la misma, el negro Juan Parao, y allí conoce a Rosángela, quien pasa por hija del caudillo, y se enamora de ella. Los pensamientos, sentimientos y pasiones bullen en Florentino; un Florentino absolutamente diferente a aquel que había llegado a El Aposento, y que será capaz en su idealismo de la suprema heroicidad del renunciamiento. 
Gallegos nos lleva en su novela por el intrincado camino de la mitología venezolana asimilada a la universal, logrando con sin igual destreza literaria que ninguno de los personajes quede divorciado del contexto local. La injusticia social, la búsqueda afanosa en pos de la síntesis de la nacionalidad, la ambición, el incesto, la pugna del hombre con una naturaleza hostil, la soledad, el hastío, la rebeldía, la desavenencia entre hermanos y en fin; toda, toda el alma de Venezuela está en Cantaclaro magistralmente esbozada.


Yo podría, estimado lector, incurrir en el irrespeto de abusar de su paciencia y aburrirlo con tediosos análisis tendientes a estipular que es la amenaza de perder la posesión de lo propio lo que induce a Florentino en tanto pueblo, a dejar una vida despreocupada y rebelarse contra el despotismo y la injusticia; que él y Salcedo no son recíprocamente la otredad (concebida al modo de la dicotomía sarmientina entre la civilización de la ciudad y la barbarie del campo) sino que ambos simbolizan la comunión entre los medios rural y citadino en busca de la realización del ser nacional, aspiración de ambos, y que si hay mucho de Gallegos en el caraqueño, también lo hay en el coplero; que es Florentino quien entiende que no es a través de la reedición del caudillismo, por más que sea un personalismo bueno, como lograrán el ideal que ambos persiguen, y que es Salcedo quien termina por comprender que el camino que debe transitar no es la revolución armada;  que Juan el veguero y su mujer encarnan al pueblo sufriente que gime bajo el yugo de una tiranía que esparce por doquier miseria, atraso, dolor y muerte; que el muro de ética y moral con el que Payara ha cercado a sus instintos, se derriba al solo soplo del amor incestuoso que siente por Rosángela; que es Juan Parao la esencia de un pueblo que fluctúa entre la adhesión a un caudillo que no acaba de comprender sus intereses, y la búsqueda de uno nuevo que cree encontrar en Florentino; que a éste, héroe prometeico, termina llevándoselo el Diablo, en una metáfora sublime de la problemática venezolana; que hay en toda la novela una ambigüedad permanente en la cual todo puede ser y al mismo tiempo no ser; o que creo percibir en el Cantaclaro de Gallegos un atisbo, una anunciación del realismo mágico que después expresaría más rotunda y nítidamente García Márquez en su Cien años de soledad.
Podría todo eso, pero ¿para qué? Sólo para satisfacer un ego insoportablemente presuntuoso; porque está en cada uno de nosotros inducir desde nuestros propios cerebro y corazón la interpretación de una novela sencillamente genial.
Obviamente, no basta un libro, por excepcional que éste sea, para comprender a una nación, pero sin dudas sí es Cantaclaro una herramienta invalorable a la hora de hacerlo; porque es una de las obras fundamentales de la literatura venezolana e iberoamericana.
Y al fin de cuentas, como decía Borges, "la lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz".
La lectura es un acto eminentemente hedonista: debe leerse Cantaclaro no para aprender a entender a Venezuela; sino por el goce espiritual que sus páginas proporcionan.
Sea bueno consigo mismo: regálese el placer de releerlo.

-Juan Carlos Serqueiros-