lunes, 16 de junio de 2014

UN CADÁVER EN LA BIBLIOTECA








































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

¡Hay un cadáver en la biblioteca! (Agatha Christie)

Me había levantado temprano ese sábado. Bah, temprano... en realidad y desde hace unos cuantos años, por más que me haya acostado tarde, siempre me despierto temprano; aunque no tenga que ir a trabajar. No puedo dormir las prescriptas y sacrosantas ocho horas; debe ser un poco por mi índole ansiosa, supongo. Y otro poco por el tiempo. Por el tiempo... transcurrido desde que nací, claro.
Serían las siete y media, si eran... Mi esposa dormía. Sobre la cama, a sus pies; el Mau, nuestro gato, hacía lo propio. Sólo la Toti, nuestra perra, acompañó somnolienta y no sin lanzarme una mirada de reproche (merecida, por otra parte), el lento arrastrar de pies transportando mi humanidad hasta la cocina. Preparé el desayuno, lo deposité en una bandeja y me dirigí al living a escribir el artículo de historia que venía dando vueltas en mi cabeza desde hacía un par de días. Me faltaba un dato (mi memoria nunca fue buena, pero ahora es directa, lisa y llanamente patética; otro "regalo" del tiempo... quelevachache). Pero eso no era un problema; sabía en cuál libro buscarlo: Vida de Don Juan Manuel de Rosas, de Manuel Gálvez. De modo que, confiado, fui a la biblioteca.
Y fue allí que encontré el cadáver. Ahí yacían los restos, obscenamente desparramados por toda la alfombra, de lo que en vida fuera un libro. De ese libro, sí, justo el que yo necesitaba; con claras huellas incuestionablemente felinas, gatunas, indicativas de la precisión cuasi quirúrgica con que había sido cruelmente asesinado, y que me señalaban de manera inequívoca la identidad culpable del depredador: el Mau ¿quién más?
Olvidando el desayuno, con manos trémulas tomé la tapa colorada, misteriosamente intacta, en la cual destacábase en negro el perfil inconfundible del Restaurador; en blanco, el nombre y apellido del insigne autor; en amarillo, el título; y abajo de todo, campeaba un ostentoso: "Editorial Tor".
Y así, entre lágrimas, dí en pensar en aquella Editorial Tor "responsable" de tantas horas de lectura desde mi niñez hasta el presente de los años que cargo; pasando por mis adolescencia y juventud. En esos libros a los cuales hasta la tipificación "en rústica" les quedaba grande; porque eran de pésima calidad. La endeble encuadernación, lo ordinario del papel, la escasa pretensión en el arte de portada y en la impresión, los situaban en el escalón más bajo de los precios de tapa. Con todo ello eran, sin embargo, los libros justos para el exiguo presupuesto al cual los Serqueiros estábamos inapelablemente condenados en razón de los siempre flacos bolsillos de mi padre.
Con ellos me sentí uno de los rebeldes, heroicos gauchos matreros de Eduardo Gutiérrez:


Fui el Capitán Nemo o el Impey Barbicane de Julio Verne:


O alternativamente, uno de los piratas malayos o chinos de Emilio Salgari:


En ellos aprendí a deletrear a Stefan Zweig:


Y fue en el basto papel de sus páginas que supe venerar la elegante prosa de Manuel Gálvez, tan argentinamente reveladora:


Editorial Tor fue creada el 16 de junio de 1916 por el catalán Juan Carlos Torrendell. El nombre de la empresa, como usted, estimado lector, ya habrá deducido, era la forma apocopada del apellido de su fundador: un empresario aguerrido, astuto, visionario y... carente de escrúpulos.  El objeto de esa asociación de idea, persona y capital (exiguo capital: 500 pesos apenas) era en sí mismo una confesión: "Todo negocio referente a papel impreso". Dicho de otro modo: "Me importa nada la difusión cultural; imprimo todo aquello que me reporte beneficio económico".
Transcurridas tres décadas desde la sanción de la ley 1420 de educación común gratuita y obligatoria, el campo de lectores había crecido de modo exponencial convirtiéndose en un vasto y apetecible mercado al que Torrendell amaba. Tanto, tanto lo amaba... que quiso tenerlo todo para sí. Y en buena medida, lo consiguió.
Su obsesión era el precio de sus libros. Adoptó el método de impresión en rotativas, el cual le posibilitaba ediciones a bajísimos costos pasibles de venderse a un precio de tapa que estaba al alcance de cualquiera, por más reducidos que fueran sus ingresos; al par que lo obligaba a producciones con una tirada mínima de por lo menos 5.000 ejemplares, lo que a su vez implicaba exportar sí o sí, y de allí la expansión de su editorial. El catalán era un genio del utilitarismo y a la vez un mago de la reducción de costos, aún con recursos non sanctos, lo cual se traducía en el logotipo de su empresa: un velero que navegaba bajo el lema contra viento y marea. Ese viento y esa marea eran para Torrendell las normas éticas y legales las cuales eludió, transgredió y violó cuantas veces lo entendió necesario.
De modo de bajar costos, no pagaba derechos de autor, evitándolos mediante la creación de editoriales fantasmas en toda Hispanoamérica, que sólo estaban "constituídas" por un nombre de fantasía y una casilla de correo.  Nunca erogaba dinero por las traducciones, para lo cual recurría al ardid de publicar avisos en los diarios pidiendo traductores, y cuando estos acudían en busca del trabajo, le entregaba a cada postulante un capítulo o dos de la obra en su idioma original, diciéndole que previamente debía comprobar su aptitud, y cuando recibía las "pruebas"; les notificaba que las mismas no habían superado los controles de calidad de la editorial. De esa manera, conseguía hacerse con las traducciones sin desembolsar ni un peso. Y si ya había publicado todo lo escrito por un determinado autor de renombre internacional y ya no había de él más material por editar; Torrendell no se hacía problemas: contrataba a algún escritor local para que redactara obras apócrifas, las cuales después publicaba como si hubiesen sido creadas por aquél. En 1932, durante la crisis económica que afligía al país, Editorial Tor, en la librería al público que tenía en la calle Maipú (antes había estado sobre Florida), instaló una balanza y anunció que vendería sus libros a $ 1 por kilo y a $ 1,50 por dos kilos. La Academia Argentina de Letras se horrorizó y armó un escándalo. ¡Inaudito! ¡La literatura bastardeada al punto de venderse al peso como en una verdulería! Pero una vez más, Torrendell demostraría su extraordinaria percepción: la gente, o por lo menos, mucha gente... compró la oferta.


Algunos procedimientos reñidos con la ética y aún viciados de ilegalidad de Torrendell no empañan su innata capacidad empresarial ni invalidan el hecho de que con diez mil títulos de libros y dos mil de revistas publicados, Editorial Tor sea sin dudas uno de los referentes ineludibles a la hora de hacer la crónica de la cultura popular en nuestro país. Miles y miles de argentinos tuvieron acceso a las grandes obras de la literatura nacional e internacional a través de sus ediciones, siempre al alcance de todos los bolsillos.
Tor cesó en sus actividades en 1971, cinco años después de la muerte de su fundador.
¡Cuánta magia, cuánta sorpresa, cuánta aventura, cuánto misterio, cuánto saber, cuánta historia y cuánto drama había encerrados en esos libros!
Tras la evocación, comprendí (y séame aquí permitido parafrasear a John Donne) que las campanas no doblaban por el funeral del libro que el Mau, mi gato, había asesinado, no. En esta hora tan flaca de la cultura nacional, ellas doblaban por mí, por la muerte de un tiempo que fue mío; hoy hecho ya polvo silente de nostálgica añoranza.

-Juan Carlos Serqueiros-