sábado, 5 de octubre de 2013

ALLÁ LEJOS Y HACE TIEMPO. EL CAFÉ DE BENIGNO





Escribe: Juan Carlos Serqueiros

"Pesadumbre de barrios que han cambiado / y amargura del sueño que murió." (Homero Manzi)

"Por eso tengo el corazón mirando al sur." (Eladia Blázquez)

En el marco de la gran oleada inmigratoria arribaron a Buenos Aires sobre la última década del siglo XIX cuatro hermanos españoles apellidados Fernández, que resolvieron encarar, en el Matadero del Sud ubicado en la meseta de los Corrales, en la calle La Rioja N° 1920, un negocio al que "bautizaron" con el nombre de pila del mayor de ellos. Así nació el Almacén y Fonda de Benigno.
La iniciativa de los Fernández era atinada y la elección del rubro, certera. Mucha gente trabajaba en el matadero y la zona era propicia para el objeto que perseguía el Benigno: proveer comestibles y bebestibles, servir comidas (que según las mentas, eran muy buenas y abundantes) y eventualmente; alojar a algún resero o tropero que se quedaba a pernoctar, a hacer noche. Así las cosas, el negocio más temprano que tarde tenía que prosperar. Y prosperó, nomás...
Pero esos límites difusos entre ciudad y pampa que eran los arrabales del sur, iban siendo corridos en desmedro de la segunda y a favor de la primera al impulso del progreso que se buscaba imprimirle a la zona, y en 1896 (ejercía la presidencia de la Nación José Evaristo Uriburu tras la renuncia del titular, Luis Sáenz Peña) la municipalidad de Buenos Aires resolvió el traslado del matadero; lo cual se efectivizaría en 1902.
El alumbrado público, el empedrado, el tranvía, el ferrocarril y la parquización tramaron el calamaco del poncho que cubriría los hombros de un tiempo ido. Los troperos, reseros y matarifes dejaron paso a los obreros de las distintas industrias allí radicadas; el percal de las fabriqueras que volvían de los talleres floraba las tardecitas con encanto arrabalero; de los abigarrados conventillos brotaban la inquietud social, la bronca... y también la esperanza.
Y taura, cadenciosa y prepotente, una música inefable y pegadiza empezaba a expresarlo todo, todo... todo.




 
El Gallego Manuel Fernández tuvo que adaptar su negocio al soplo de los vientos de cambio... ¡y vaya si supo hacerlo! En La Rioja N° 2177 (2077 de la vieja numeración), ahí nomás al toque de la esquina con Caseros, aquel antiguo almacén y fonda mutó en Café de Benigno, que a poco se constituyó en el epicentro de una contracultura pretenciosa, con ansias de país.
Sus mesas siempre colmadas vieron en 1908 el debut de un adolescente de 15 años que hacía gala de una magistral destreza en el bandoneón: José Arturo la Vieja Severino, que después sería la atracción del lugar, el crédito del barrio; y asistieron tristonas a aquella luctuosa Semana Trágica de 1919 en los Talleres Vasena bajo un peludismo que se mostró impotente a la hora de evitarla.

 
Esas mismas mesas que nunca preguntan se extasiaron con los zurdos arabescos geniales del fueye mágico de Floreano el Negro Eduardo Benavento, eternamente encopao de caña o ginebra; se alegraron con los triunfos y lloraron con las derrotas de los jugadores de Huracán que ante ellas se concentraban.



 

Promediando la década de 1920, aquel hombre esforzado y perspicaz que fue el Gallego Manuel Fernández depositó la administración del Benigno en manos de su hijo José, obviamente apodado Pepe. En esta imagen de aquella época, tomada desde la intersección de la avenida Caseros con la calle La Rioja, podemos observar el toldo del Benigno y arriba del mismo, el cartel que rezaba: "CAFÉ - BAR - BILLARES".


Las trajinadas mañanitas del Benigno veían a un Homero Manzi forjista y forjador, tanto de sueños de patria redimida y reivindicaciones gremiales, como de versos sublimes y películas memorables; por las tardes llegaba la guapeza bondadosa del hercúleo Mortero del Globito, el gran Herminio Masantonio, aventando la ansiedad quemera de algún purrete con un sereno: "No te aflijas, pibe, el domingo ganamos"; y por las noches se enseñoreaba de sus mesas la barra trashumante de Julián Centeya, el Negro Celedonio Flores y ese enorme guitarrista y compositor que fue Guillermo Barbieri. En el Benigno paraban también Armando Discépolo, el pianista Pascual Biafore y el violinista y cantor Antonio Buglione, compositor de ese tango extraordinario que se titula La maleva.


En esta fotografía que, tomada allá por la década de los cuarentas se conserva en el Archivo General de la Nación, podemos apreciar desde la misma esquina de Caseros y La Rioja el antiguo café, que ya tenía por entonces otros dueños y que había trocado su cartel por uno más moderno que decía: "BAR BENIGNO".


Un gélido 28 de junio de 1958 la piqueta implacable de un nuevo orden impuesto en el país para peor, impactó de lleno y decretó el cese de actividades en el Benigno.
Las ansias, los sueños y la lírica no son materia, no nacen en una partícula originaria que desencadena un Big Bang; sino que surgen de un proceso creativo que se inicia a partir de una férrea y mayoritaria voluntad transformadora y progresista.
El Benigno no cerró porque quedara anticuado ni porque estuviera administrado deficientemente ni porque raleara su clientela; bajó la persiana porque tres años antes se había truncado a sangre y fuego un proyecto de nación (uno más) al que se reemplazó por otro, bajo paradigmas muy distintos. Los benignos esplenden siempre y cuando hayan severinos, huracanes, barbieris, masantonios, centeyas y manzis; sin ellos, nada es posible.
Habría que esperar hasta fines de los sesenta y principios de los setenta para que el inconformismo y la rebeldía se tradujesen en otra contracultura. Pero ésta no se dio en las orillas... sino en el centro.
Y desde entonces, el sur de Buenos Aires aguarda el momento de ir por la redención y el desquite. Espera y espera... a que rompa otra aurora.

-Juan Carlos Serqqueiros-