miércoles, 2 de abril de 2014

AHÍ NO HABÍA UN MANSO PA' ACOLLARAR UN ARISCO. PRIMERA PARTE








































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Es necesario que no vivamos copiando servilmente las instituciones de tal o cual pueblo, porque las instituciones son producto de la costumbre y las necesidades reales. (José Félix Uriburu)

Derrocado que fue el 6 de setiembre de 1930 el gobierno de Hipólito Yrigoyen por la revolución encabezada por José Félix Uriburu, éste asumió la presidencia de la Nación y designó ministro del Interior a Matías Guillermo Sánchez Sorondo.




El que debía acometer desde esa cartera era un trabajo de Hércules: tratar de plasmar en la realidad efectiva el pensamiento y los propósitos de Uriburu, pero morigerados y complementados con los suyos propios —y no le estoy haciendo un cargo; cualquier ministro, por más identificado que esté con su presidente (y Sánchez Sorondo lo estaba lealmente con Uriburu), busca agregarle al estofado algún condimento de su preferencia— y lograr para el gobierno que integraba, el apoyo, o al menos; el asentimiento, de los referentes principales de los partidos opositores al yrigoyenismo (conservadores, socialistas independientes y radicales antipersonalistas, ya que de los demócratas progresistas se encargaría el propio Uriburu a partir de su amistad con Lisandro de la Torre; y el apoyo popular, aquél lo tenía desde que estalló la revolución); para todo lo cual, imprescindiblemente debía negociar con los mismos en procura del alcance de consensos básicos. El ministro cumplió eficazmente su cometido, pero aún así; a Uriburu todo le salió mal.
El gran drama de la revolución de 1930 fue la carencia de virtud política en toda la clase dirigente. El predominio de intereses sectarios (y espurios muchos de ellos) fue la constante, y la ausencia de firmeza y habilidad en Uriburu para sostener los postulados que la misma propugnaba, fueron los clavos que remacharon la tapa de su ataúd.



Figueroa Alcorta hizo que el eclipse de Roca —el forjador del estado argentino moderno y la figura preponderante de la política vernácula durante un cuarto de siglo— fuera definitivo. Y luego de una transición ordenada y acordada; el presidente Roque Sáenz Peña, a través de su ministro Indalecio Gómez, habilitó el sufragio de las masas, hasta entonces postergadas. En 1916, al acceder, de resultas de ello, el radicalismo al gobierno, faltó grandeza en los conservadores para aceptar el inevitable engrosamiento del número de actores políticos y para asimilar a los recién llegados al sistema. Había que procurar llevar al gobierno a los mejores y paralelamente, ir introduciendo los cambios tendientes a elevar el nivel de vida de las clases desposeídas mediante una distribución más equitativa de la riqueza, y avanzar en la industrialización del país. Algunos de ellos —la mayoría— no quisieron; y otros —los menos— no pudieron.
Sí, faltó grandeza en los conservadores. Pero también faltó grandeza en los radicales, quienes luego del período alvearista, volvieron a llevar a Yrigoyen a la presidencia, "olvidando" que era ya un anciano de 76 años con sus facultades notoriamente disminuidas, lo cual exacerbaría sus fallas y defectos. Un anciano a quien hacían vivir en un mundo de fantasía, llevándole mujeres jóvenes a las cuales galantear y manosear, censurándole la correspondencia e imprimiéndole un diario del cual se habían expurgado previamente todas las malas noticias (que no eran pocas; al contrario): La Época. El segundo gobierno yrigoyenista (que duró menos de dos años) fue lisa y llanamente un desquicio.


Se ha afirmado y se continúa haciéndolo, que Uriburu era fascista. Inexacto. En todo caso, "Von Pepe" no era liberal y sí corporativista, al menos; en el sentido de que quería introducir en la constitución reformas que llevaran a las bancas del Congreso a "representantes genuinos de los verdaderos intereses sociales en todas sus capas", de modo de atenuar y aún impedir la supremacía del "profesionalismo electoral", es decir, los políticos, a los cuales despreciaba profundamente. Y se proponía dejar sin efecto la ley Sáenz Peña, ya que estimaba que era impracticable e incompatible con "un país que tenía un 70% de analfabetos" (dato ese que dicho sea de paso, era erróneo; ya que los mismos representaban alrededor del 20% del padrón electoral). Proveniente de una antigua familia del patriciado salteño, consideraba al gobierno yrigoyenista como una calamidad hecha en una coctelera en al que se misturaban venalidad, demagogia y mediocridad; características estas que atribuía también al resto de los partidos, incluido el conservador. Admiraba a Lisandro de la Torre, con quien mantenía una amistad de cuarenta años, y estaba resuelto a llevarlo a la presidencia de la Nación.
Pero si Uriburu era la antítesis de la política, o por lo menos,  de la política electoralista; De la Torre, que sí era un político de raza, patriota, incorruptible, corajudo e intelectualmente muy dotado, no aceptó ser presidente de la mano de Uriburu y no sólo eso; sino que ni siquiera quiso acompañarlo. Y desechó todos los ofrecimientos que éste le hizo.
Por su parte, los conservadores, socialistas independientes y radicales no peludistas, se "unieron" y lanzaron el 27 de setiembre de 1930 la Federación Nacional Democrática, orientados más o menos encubiertamente por el general Agustín P. Justo. En público, llamaban a apoyar al gobierno de Uriburu y decían esperar la vuelta a la normalidad institucional "a la brevedad posible" (huelga aclarar que descontando la exclusión del yrigoyenismo y para llevar al gobierno a los capaces de ejercerlo, o sea, ellos mismos); mientras que en privado echaban sapos y culebras contra el presidente provisional y su fascismo. Con ellos debía negociar Sánchez Sorondo.
Lo hizo con habilidad, porque era un político nato y poseía una nada desdeñable dosis de astucia, la cual le valdría el triunfo que, paradojalmente, sería desaprovechado por el propio Uriburu. 
El 12 de noviembre, Sánchez Sorondo convino con los federados en que éstos no se opondrían a la coexistencia del gobierno de facto con el congreso constitucional y apoyarían en este último las reformas impulsadas desde el ejecutivo, las cuales se acordó que serían: la remoción de los jueces que estuviesen cuestionados, la atribución del congreso para autoconvocarse, el establecimiento de limitaciones para la facultad del gobierno de intervenir las provincias, y la autonomía financiera de éstas. A cambio de todo eso; el gobierno se comprometía a abandonar el barco del corporativismo.
Los federados creyeron que sobre esas bases, más temprano que tarde el gobierno volverían a ejercerlo ellos de la mano de Justo; porque lo que se proponían secretamente con la posibilidad de autoconvocatoria del congreso, era que éste se reuniera, y en una antojadiza interpretación del artículo 75 de la constitución, designara a Uriburu presidente interino por acefalía —recordemos que de resultas de la revolución, el presidente Yrigoyen y el vice Martínez (cuya actuación durante el proceso de caída del gobierno radical no fue precisamente un modelo de claridad y lealtad) habían sido forzados a renunciar—, con lo cual, si bien le otorgaba una legalidad que no tenía; paralelamente lo obligaba a ceñirse al marco constitucional, a abstenerse de propiciar reformas, y hacía pender sobre él la espada de Damocles del juicio político. ¡Cómo deben de haber reído y festejado sus añagazas de avechucho los federados y cuánto deben de haberse burlado de la supuesta candidez de Sánchez Sorondo! El diario La Nación celebró el acuerdo alcanzado. Uriburu, extrañado, llamó a su ministro. ¿Qué era eso de "abandonar el corporativismo"? ¿Se había vuelto loco o qué?
Sánchez Sorondo se lo explicó detalladamente: lejos, muy lejos de haberse dejado empaquetar por los federados, había sido él quien los había embalurdado a ellos; porque en ningún párrafo del acta firmada se estipulaba que el gobierno debía limitar las reformas sólo a los puntos acordados. Una vez reunido el Congreso (que estaría sometido a su influencia como ministro del Interior y que obviamente votaría todo lo que le exigiera); nada le impediría al gobierno someter a su aprobación todas las demás reformas que quisiera introducir. Que creyeran nomás que lo habían embaucado; llegado el momento, él los pondría frente a la realidad y allí se evidenciaría quién había sido el jodedor y quién el jodido.
Como decía don Bartolo, mi nono gringo: "ahí no hay un manso pa' acollarar un arisco".
Pero ocurrió un imponderable: Uriburu no era baúl pa' andar guardando secretos, y su índole franca, abierta, expansiva y enemiga de los rodeos y medias tintas, le jugó en contra: ni bien terminó de felicitar entusiastamente a Sánchez Sorondo por su ingenio y por la manera en que "los había embromado a esos politiqueros"; llamó a conferencia de prensa y declaró ante los periodistas todo lo que su ministro se había propuesto mantener en la más estricta reserva.
El gobierno perdió así la ventaja que había conseguido el ministro del Interior; porque los federados cayeron entonces en la cuenta de que vivían en una burbuja y que Sánchez Sorondo los había chasqueado bajo el farol de haberse dejado timar por ellos, y pusieron el grito en el cielo declamando a los cuatro vientos que mantendrían su oposición a cualquier reforma constitucional o del sistema electoral.
Pero eran una bolsada 'e gatos, y en enero del año siguiente acabaron disolviéndose.

-Juan Carlos Serqueiros-

Continuará