Escribe: Juan Carlos Serqueiros
La semblanza que de Nerón ha llegado hasta nuestros días, es la de un tirano psicópata, degenerado, asesino, adúltero, piromaníaco, sanguinario, incestuoso, matricida y dipsómano (una pinturita el hombre, ¿no?), que se entretenía tocando la lira mientras se solazaba al resplandor de las llamas que devoraban Roma en un incendio provocado por él mismo en un frenesí demencial.
Sin embargo, el verdadero Nerón tenía poco que ver con el icono odioso que se nos ha pintado; ya que en realidad fue un gobernante que fomentó las ciencias y las artes, y gozaba de gran popularidad y adhesión, fundamentalmente, entre la plebe romana, a la cual invariablemente tendió a beneficiar.
¿Por qué, entonces, la visión absolutamente negativa que se nos han transmitido de su figura histórica durante dos milenios? ¡Ah!, muy sencillo: porque a) así como el relato de nuestra historia argentina tuvo -y tiene, por desgracia- sus grandes mitómanos; la historia de la antigua Roma también tuvo los suyos, que con su visión sesgada han hecho una interpretación tendenciosa de los hechos, llegando incluso a fraguarlos y deformarlos de modo que sirviesen a sus antojadizas perspectivas; y b) la tradición judeocristiana, para la cual Nerón fue un monstruo abominable.
Por supuesto, no voy a intentar aquí hacer una biografía de Nerón ni dedicarle ditirambos; simplemente voy a tratar -en apretada síntesis- de consignar algunos hechos, y a partir de ellos, que cada quien saque, si le viene en gana, las conclusiones que se le ocurran:
Nero Claudius Drusus Augustus Germanicus, llamado Nerón (nacido Lucio Domicio Ahenobarbo), perteneciente a la dinastía de los Julios por nacimiento y a la de los Claudios por adopción, vino al mundo en las cercanías de Roma en el año 37. Era hijo de Agripina, hermana de sangre de Calígula (otro con mala prensa, pero bien merecida que la tiene) y de Cneo Domicio Ahenobarbo (un político romano que parece haber sido, además de cornudo; intrigante y traidor).
Quedó huérfano de padre a los 3 años, y su madre, Agripina (luego de asesinar a su segundo marido envenenándolo), se casó con el emperador Claudio (que a la sazón era tío suyo), a quien obligó a adoptar a Nerón como hijo propio, a nombrarlo su heredero y a casarlo con su hija Claudia Octavia (parece que la tal Agripina no daba puntada sin hilo, che).
En el año 54, Agripina le picó el boleto a Claudio envenenándolo, de resultas de lo cual Nerón se convirtió en el nuevo emperador de Roma a los 17 años; pero el gobierno efectivo lo ejercerían (o pretenderían hacerlo) su madre (con la cual Nerón mantenía relaciones incestuosas) y su tutor y maestro Lucio Anneo Séneca.
Como vemos, además de otorgarle a su hijito amado (amado en todos los sentidos posibles, quiero decir) sus favores sexuales; Agripina fue la artífice de que Nerón se erigiera en emperador (abnegadísima la señora, mire vea).
A todo esto, parece que el amigo Nerón estaba como medio hastiado de la rutina esa de andar saltando de la cama de su esposa Claudia Octavia a la de su mamá Agripina, de modo que decidió cambiar la tranquila e higiénica vida marital con la frígida de Octavia y las ya seguramente fláccidas tetas y el celulítico culo de su madre; por un combo más divertido y atrayente: se procuró de amantes a una esclava liberta, Ates (o indistintamente, Actea, como prefieran); a la esposa de un amigo suyo, Popea Sabina, y ya que estaba, y como pa’ ponerle un cachito de chimichurri al asado; a un “varoncito” compinche suyo llamado Esporo, a quien hizo castrar y con el cual se casó, según nos cuenta Suetonio.
Se podrán decir muchas cosas de Nerón, pero lo que seguramente nadie pudo ni podrá; es tildarlo de aburrido, ¿no? La de festicholas que debe haber armado el quía (y eso que no cuento las esclavas y esclavos a los que hacía participar). En fin…
Mientras tanto, doña Agripina andaba hecha una yarará, producto de la insatisfacción sexual que le acarreaba el abandono que del maternal lecho había efectivizado su amado bebé Neroncito, y buscó consuelo en el bueno de Séneca -quien a duras penas venía zafando de las corruptelas varias de que se lo acusaba (parece que con fundamentos de sobra) en el Senado- y en su hijastro Británico (hijo del emperador Claudio, aquél a quien ella había envenenado).
No obstante haber provisto su cama con carne nueva (y no tan nueva ¿no, Séneca?), Agripina seguía tratando de influir en el gobierno de Nerón, quien a esas alturas ya estaba un cachitín podrido de su tierna viejecita (que tenía 40 años, pero que valían por 80), por lo cual decidió cortar por lo sano y mandarla a que se reuniera con los dioses, recurriendo al expeditivo trámite de asesinarla (lo cual viene a demostrar por qué Nerón es odiado por los tangueros, que como sabemos, viven ensalzando el recuerdo de sus dulces madres); no sin antes haber despachado al otro mundo también a su hermanastro Británico, como pa’ que aprenda a no meterse con su vieja, vio...
Y para completar la función, en el año 62 mandaría asesinar a su primera esposa, Claudia Octavia, como pa’ que no lo jodiera más (los divorcios, en esos tiempos, eran tan caros y enquilombizados).
Independientemente de todo este complejo (y entretenido, che, no me digan que no la están pasando bomba) juego de intereses en pugna, sexo, intrigas, poder, incestos, traiciones y asesinatos (otra que Dallas), el reinado de Nerón marchaba más que viento en popa para la gente humilde, y terriblemente mal para la copetuda aristocracia romana, en función de una política fiscal netamente favorable a la plebe y a la cual el patriciado consideraba “confiscatoria”. Además, Nerón era afecto a las artes (era buen actor y mejor músico) y a los juegos públicos (pa' mí, que a Neroncinho le gustaba el fulbo bien jugado y clavado que era hincha de Huracán), todo lo cual, sumado a su generosidad (hasta dispendiosa si se quiere), lo hacía un gobernante muy popular, amado por la plebe y los esclavos, pero odiado y vilipendiado por la nobleza y las clases altas.
Pero (puta madre, siempre hay un pero cuando un pobre se divierte), en el año 64 d.C. se declaró un terrible incendio en Roma, que destruyó vastísimos sectores de la ciudad (baste decir que de los catorce barrios que la componían, cuatro de ellos desaparecieron bajo las llamas, otros siete quedaron devastados, y tan sólo tres resultaron indemnes); entonces el Senado, la aristocracia y parte del ejército, fogonearon (y nunca mejor aplicado el término) la idea de que el incendio había sido provocado intencionalmente por Nerón.
En vano fue que éste (que no estaba en Roma la noche en que se declaró el incendio) destinara gran parte de su fortuna personal a aliviar a los damnificados y a reconstruir la ciudad, ordenara que se le diera albergue en el mismísimo palacio imperial a todos los que habían quedado sin techo, anunciara un ambicioso plan de obras públicas a financiarse con gravámenes impositivos con los que se cargaría a las “provincias” del Imperio (esto es, los territorios conquistados, o sea, una nada: casi todo el mundo conocido por entonces), y mandara ejecutar como culpables del incendio no se sabe a quiénes (la historiografía, basándose en Anales, de Tácito, lo ha acusado durante siglos de haber sindicado como incendiarios a los militantes de una secta por entonces minoritaria, aborrecida por el pueblo romano: los cristianos; a los cuales supuestamente, entre otras lindezas, habría hecho clavar en cruces y cubrir de brea durante el día, para encenderlos por la noche cual teas humanas; pero cada vez con más insistencia se está afirmando que todo eso es una gran falacia).
Todo el esfuerzo y el empeño de Nerón fue inútil. Se ignoró, adrede, el hecho de que el material principal utilizado para la construcción en Roma, fuese la madera (con lo cual la ciudad era virtualmente una caja de fósforos), que el alcoholismo fuera la costumbre generalizada y que en razón de ello, cualquier antorcha dejada descuidadamente por algún borrachín (99,99% de los romanos), diera inicio a un desastre; todas esas consideraciones fueron echadas a un lado, y la formidable cohesión de los opositores a Nerón, llevaría a que el Senado lo declarase en el año 68 “enemigo público de Roma” y lo despojase de su investidura de emperador.
Nerón huyó a una de sus propiedades, pero sabiéndose acorralado; se suicidó, ya sea por mano propia, según algunos, o por haber ordenado a un esclavo que lo apuñalase, según otros.
Tenía 30 años, y a su caída, Roma se vería sumida en un período de anarquía que duró un cuatrienio. El pobrerío romano lo lloró; la nobleza, en cambio, festejó su muerte.
-Juan Carlos Serqueiros-
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