jueves, 25 de abril de 2024

FERNANDO CENTENO: CRÓNICA DE UN INFAME














































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

(Los habitantes de los territorios nacionales son) parias sometidos al destino que les deparan los funcionarios que les mandan desde esta capital, (así, esos territorios constituyen) verdaderos refugios de pecadores y de vagos donde encuentran fácil acomodo los peores elementos de comité, como los favoritos que venían de la metrópoli en tiempos de la colonia, a enriquecerse en un medio sin vinculación, sin nada que los ligara, con amor a la tierra a donde van sin ánimo de trabajar, pero ávidos por enriquecerse. (Benjamín Villafañe, diputado por Jujuy, discurso en el Congreso de la Nación, setiembre de 1921)

En el siglo pasado, la década del veinte marcó un clivaje en la historia del Chaco en tanto significó nada menos que el tránsito desde el denominado ciclo forestal subsiguiente a la conquista y poblamiento; a lo que se ha dado en llamar ciclo algodonero. Eso trajo aparejada otra ola inmigratoria (que duraría hasta bien entrados los años cuarenta), volcada al centro-norte y al centro-oeste chaqueños, sin que todavía se hubiese logrado más que parcialmente la argentinización de la que la había precedido cuando la colonización.
Si los españoles e italianos se habían demostrado como huesos duros de roer a la hora de hacerlos argentinos, imaginemos la ímproba tarea que suponía el lograr lo mismo con la masa famélica, sufrida y esforzada de serbios, checos, eslovacos, montenegrinos, croatas, eslovenos, bosnios, búlgaros, ucranianos, polacos y rusos componentes del gringaje del Este europeo trasplantado al Chaco. Máxime, cuando de las dos herramientas con las cuales se contaba en tiempos de la etapa colonizadora, esto es, la escuela pública y el ejército nacional; sólo quedaba disponible la primera, porque algunos años antes, se había dispuesto retirar del territorio al segundo.
En lo atinente a la escuela pública, la escasez de establecimientos educativos era más que notoria. Para peor (las pulgas del perro flaco), a hombres que tuvieran la doble condición de apóstol y titán —como Raúl B. Díaz, por ejemplo— no se los encontraba precisamente a la vuelta de la esquina. En cuanto al ejército nacional, en 1917 el presidente de la República, Hipólito Yrigoyen, ordenó evacuar del Chaco los pocos regimientos que aún quedaban en él luego de la conquista. Así, el territorio quedó limitado a la relativa seguridad que pudieran brindarle sus propios organismos.
Y si a todo eso le sumamos el problema indígena, pues entonces digamos que cantaron bingo en la sala. Con respecto a los indios, adoptada que fue por los gobiernos nacionales la decisión de “rescatarlos de la barbarie para integrarlos a la civilización”, se los concentró en la reducción civil estatal de Napalpí, la cual “albergaba (es una manera de expresarlo) una población más o menos estable de entre 800 y 1.000 individuos pertenecientes en su mayoría a las etnias Qom (Toba) y Moqoit (Mocoví). En ella había una escuela en la que se impartía instrucción primaria (exclusivamente a los indios, pues los inmigrantes gringos se negaron a que sus hijos compartieran escuela con ellos), la cual constituía una de sus dos claves; siendo la restante el trabajo (que se realizaba a destajo y en modalidades lindantes con la explotación lisa y llana). Lo cual, por otra parte y dicho sea de paso, no difería de las condiciones en que laboraban en obrajes y chacras los hacheros y braceros correntinos, santiagueños y paraguayos que componían, conjuntamente con los aborígenes, la totalidad de mano de obra disponible en el territorio.
La homogeneización identitaria de aquella Babel no fue, ciertamente, un proceso sencillo ni exento de conflictos.
El advenimiento del radicalismo al gobierno nacional, significó para el entonces territorio nacional del Chaco, que el poder central instalara en el sillón de Obligado a políticos provenientes de las provincias de Santa Fe y Corrientes, quienes evidenciaban tener poca o ninguna empatía con el territorio y sus habitantes, desconocían en absoluto sus problemáticas y usaban al Chaco como base de operaciones encaminadas a la intervención activa en la política partidario-electoralista de sus lugares de origen. El afán de quienes eran designados gobernadores lo constituían, pues, sus intereses políticos en las provincias de las cuales procedían, y su propio beneficio económico, lo cual provocaba que dedicaran su tiempo a esos fines y que sus prolongadas ausencias del territorio, lejos de ser excepcionales; fueran lo habitual.
Así las cosas, el Chaco se convirtió, ora en un reducto donde se planeaban transas y camándulas para mantener la “situación” si ésta era favorable, o conspiraciones y revueltas para tornarla propicia si era adversa; ora en un sitio donde “asilar” a los amigos en caso de que resultaran perdidosos en aquellas feroces contiendas a las que pomposamente se llamaba elecciones.
En cuanto a la policía brava, era una herramienta al servicio del gobernador de turno, que éste utilizaba a discreción para confiscar libretas de enrolamiento y arrear hasta las provincias limítrofes como si de ganado se tratara, a gente a la que se hacía figurar como inscripta en los padrones correntino o santafesino.
El 12 de octubre de 1922, Marcelo T. de Alvear asumió la primera magistratura de la República, y a partir de allí, se tomó un “pequeño” plazo ¡de ocho meses! para designar gobernador del Chaco al político santafesino Fernando E. Centeno.
Nacido el 27 de setiembre de 1876, Fernando Enrique Centeno provenía de una familia rosarina de origen español (era nieto del coronel Dámaso Centeno, muerto en la batalla de Cepeda; e hijo de Fernando S. Centeno, gestor e impulsor de la localidad que lleva ese nombre). Opositor a Yrigoyen, desde principios de la segunda década del siglo XX recaló en el radicalismo antipersonalista, fue diputado a la legislatura provincial por el departamento Constitución en 1914 y 1917, y convencional constituyente por el departamento Gral. López en 1920. Estaba casado con Lily Baraldi, una dama perteneciente a una familia italiana exiliada en España y posteriormente “trasplantada” desde allí a América.
Centeno llegó al Chaco con el definido propósito de enriquecerse en la gobernación a como diese lugar. Para eso, llevó consigo a dos de sus cuñados: Enrique Jorge Pedro Baraldi, en carácter de secretario; y Fernando Restituto Guido Baraldi, como contador. Organizó las cosas de modo que las tareas burocráticas (confección de planillas, rendición de fondos, redacción de informes al ministerio del Interior, etc.) fueran desempeñadas por sus parientes; mientras él se quedaba en la provincia de Santa Fe, limitándose a viajar al Chaco un par de veces al año, como mucho, para cumplir alguna que otra formalidad protocolar, firmar los papeles y, por supuesto; percibir la “renta”, es decir, el canon pactado con sus cuñados por “alquilarles” la gobernación efectiva (30.000 pesos mensuales, según se decía), astillita esa la cual provenía de ilícitos tales como defraudación al Estado mediante el ardid de engrosar las planillas de sueldos incluyendo en ellas empleos inexistentes (policías, principalmente), coimas a prostíbulos, casas de juego y ladrones de ganado, y lindezas por el estilo.
La persecución a quienes se atrevían a oponerse a sus designios, a criticar su nepotismo descarado y a denunciar sus delitos, fue otra de las constantes en su gobernación. Decididamente, el radicalismo no lograba prender del todo en el Chaco, lo cual no tenía nada de extraño, al contrario; era la reacción esperable a la imposición desde el poder central de la odiosa presencia de sujetos como Centeno.
No parecen haber existido móviles partidistas en el acoso ejercido sobre adversarios políticos y periodistas; sino el propósito de presionarlos, intimidarlos y hacerlos desistir, por medio de la coacción y el temor, de revelar y manifestar las irregularidades y abusos en que incurrían él y sus esbirros (y por otra parte, un individuo como Centeno, de moral laxa, carente de virtud política y que no procuraba más fin que la obtención del beneficio económico propio; no iba a favorecer al radicalismo del Chaco ni tampoco al de la vecina Corrientes, de cuyas expresiones —escasas, por cierto— emanaba un indisimulable tufillo yrigoyenista por demás ofensivo a su oligárquico olfato).
Con todo, de no ser por un suceso funesto que tuvo a Centeno como actor principal, y que se precipitó al derivar las circunstancias en espantosa tragedia debido a la concurrencia de varios factores; Chronos habría tendido sobre su venalidad y su ominoso gobierno el manto del tiempo, no quedando de él en la historia más registro que la borrosa referencia de un par de fechas seguidas del nombre de aquel oscuro politicastro de actuación limitada al ámbito regional y corrupto como otros muchos que hubieron.
La crisis del algodón, iniciada en los Estados Unidos en 1921 y que se profundizó y eclosionó en 1923, provocada por la plaga del picudo que pasó desde México a Texas y se expandió a todo el sur norteamericano, llevó a que los grandes industriales hilanderos y tejedores del mundo, ávidos del textil y desesperados por su escasez; posaran la vista sobre Argentina, y que los fabricantes estadounidenses de maquinaria hicieran lo propio.
El ministro de Agricultura del presidente Alvear, Tomás Le Breton —una especie de súper ministro que pocos años antes había impulsado, como diputado nacional, una ley propiciando la formación de cooperativas, y que después fue designado embajador en EE.UU., donde tomó contacto con grupos de poder político y económico que se comprometieron a establecer y apoyar por todos los medios a su alcance una complementación argentino-estadounidense destinada a hacer de nuestro país uno de los grandes productores y procesadores mundiales de algodón—; fue quien trazó la política que signó el tránsito del Chaco desde una economía extractiva (quebracho-tanino), a otra productiva (algodón), que debía pivotar sobre el eje reparto de la tierra pública - optimización del proceso de cultivo, comercialización e industrialización.
Pero había un problema: la producción algodonera requería de mano de obra barata, especialmente, en el primer eslabón de la cadena, o sea, los braceros. Esa condición sólo podía cumplirse manteniéndolos en el oprobioso régimen de laboreo a destajo y en las condiciones infrahumanas enunciadas precedentemente.
Para agravar aún más las cosas, la administración de la reducción de Napalpí no se le ocurrió nada mejor que disponer una quita forzosa del 15% en el algodón que cosecharan los indios, so pretexto de destinarlo a “costear los valores de las herramientas de labranza, el funcionamiento de las escuelas y los arreglos dentro de la Reducción”. Y para no ser menos, Centeno decretó para los aborígenes la prohibición de desplazarse a Salta y Jujuy (como venían haciendo desde algunos años antes), donde podían percibir mejores salarios en los ingenios. Los indios respondieron con la huelga.
El Chaco era una caldera a presión. La aguja del manómetro subía y subía, pero nadie le prestaba atención. Y la caldera estallaría en la forma más oprobiosa y trágica que imaginarse pueda: la masacre de Napalpí en la cual el 19 de julio de 1924 fueron asesinadas entre 400 y 500 personas de las etnias Qom y Moqoit, que fue dispuesta y ordenada por Centeno, perpetrada por policías y gendarmes con la instigación, la participación cómplice e incluso la coautoría de vastos sectores de la población civil: terratenientes, hacendados, obrajeros, chacareros, etc.; que contó con el apoyo logístico de instituciones como el Aero Club del Chaco, y que luego fue sucesivamente negada y encubierta por el gobierno del territorio, la justicia local, la prensa y el oficialismo en el Congreso de la Nación.
Casi un siglo después —98 años, a fuer de exacto— en la sentencia del 19 de mayo de 2002 del juicio por la verdad sustanciado en el Juzgado Federal de Resistencia, se declararon probados aquellos aberrantes y espantosos sucesos, y se estableció taxativamente la responsabilidad del Estado Nacional Argentino en el proceso de planificación, ejecución y encubrimiento en la comisión del delito de homicidio agravado con ensañamiento con impulso de perversidad brutal en reiteración de hechos que concursan entre sí, y reducción a servidumbre en reiteración de hechos que concursan entre sí, ambos en concurso real (sic).

-Juan Carlos Serqueiros-
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REFERENCIAS DOCUMENTALES Y BIBLIOGRÁFICAS

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Diario La Prensa, varias ediciones de 1924.
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