Escribe: Juan Carlos Serqueiros
En política no se hace lo que se puede; se hace lo que se debe. (Leandro Alem)
¿Así que no serías capaz de comerte un sapo? Pues entonces, no debes dedicarte a la política. (Carlos Pellegrini)
Muchos han repetido hasta el hartazgo que estos dos grandes hombres, referentes ineludibles de nuestra política del pasado, esto es, de nuestra historia: Leandro Alem y Carlos Pellegrini, habían sido amigos. No hubo tal amistad; lo que hubo, hasta que se distanciaron definitivamente; fue una relación cordial y respetuosa, sólo eso. Por lo demás, estaban situados en las antípodas el uno del otro.
Se suele hacer hincapié, para "explicar" las disidencias que tuvieron, en su distinto origen social. Esa es otra chingada. Cierto es que mientras Pellegrini era hijo de un prestigioso ingeniero y artista francés; Alem era hijo de un pulpero rosista fusilado por mazorquero. Pero eso en modo alguno incidía en el prestigio social del último, que tenía uno de los más afamados bufetes de Buenos Aires, estaba relacionado con lo más granado de la sociedad porteña, era Gran Maestre de la masonería y un socio conspicuo del Club del Progreso. Es decir que lo del origen social no incidía en nadie... siempre y cuando ese nadie no fuese el propio Alem (quien había modificado su apellido original: Alén, y eso, algo debiera significarnos, me parece).
Habían sido condiscípulos en la facultad de Derecho, habían marchado a la guerra del Paraguay y habían actuado en el autonomismo alsinista; pero esas circunstancias no bastaron para implicar una amistad la cual, reitero, nunca existió. Las diferencias entre ambos surgieron inexorablemente más temprano que tarde, y la razón de la cosa hay que buscarla en la raíz; no en la eclosión del conflicto.
Por 1880 estaba sobre el tapete la cuestión de la capital del país. El presidente en ejercicio, Nicolás Avellaneda, luego de concluída la guerra civil, aspiraba a entregar tranquilamente el poder a su sucesor con esa situación ya resuelta; su ministro de Guerra, Carlos Pellegrini, impulsaba el proyecto de federalizar una porción de Buenos Aires: las manzanas de la Plaza de la Victoria (la actual Plaza de Mayo) y aledañas, sobre la que tendría jurisdicción exclusiva el gobierno nacional, dejando el resto a la provincia; mientras que el presidente electo, Julio A. Roca, quería declarar a Rosario capital de la República. La cuestión se zanjó en el Congreso, después de los usuales y consabidos cabildeos y componendas, como solemos hacerlo los argentinos: a las apuradas y por las conveniencias políticas sectoriales del momento.
Pellegrini se salió con la suya (con plena consciencia de estar procediendo de acuerdo a sus propios intereses coyunturales y soslayando los de la Nación en su conjunto, porque siendo -en tanto ministro- el encargado de informar por el Ejecutivo en la Cámara de Senadores; una vez pronunciado su discurso, lo retiró de la oficina de los taquígrafos de modo tal que no le quedara a la posteridad constancia del mismo); Roca, con tal de asumir en paz, transó; y Avellaneda tuvo su anhelada ley de capital. Quien se opuso a ello, con certera visión de futuro y clara percepción del centralismo que ya no podríamos en adelante sacudirnos de encima, fue Leandro Alem; y su ocasional contendiente en aquel debate fue quien, sin embargo, es reputado en la actualidad como el summum del federalismo: José Hernández.
En 1880 perdimos los argentinos la última posibilidad de tener un país verdaderamente federal; pues no le prestamos oídos a las calamidades que por entonces anunció Alem que sobrevendrían. Todo estaba dado ese año para concluir con el centralismo: el presidente de la Nación era provinciano, el electo que lo sucedería en el cargo; también provinciano, y además; resuelto a establecer la capital en Rosario, la expresión per se del localismo excluyente y sectario, esto es, el mitrismo, en su vertiente tejedorista; había sido derrotado políticamente en el voto y militarmente en la guerra civil, y la liga de gobernadores que sostenía al novedoso andamiaje roquista estaba exenta de taboadismos. Y desperdiciamos la oportunidad. Tengo para mí que el federalismo que tanto se ha cacareado y cacarea es sólo un anhelo pour la gallerie, algo a lo que decimos adherir; mientras que un inefable mandato histórico que no conseguimos desentrañar aún, nos mueve a rechazarlo en la realidad efectiva.
Y veintiséis años después de todo aquello, en efecto así lo reconocería implícitamente... ¿quién? Pues el padre de la criatura, el propio Pellegrini, cuando pocos días antes de morir dijo en el Congreso, en otro de sus sincericidios: "El artículo 10 de la Constitución dice que adoptamos para el país la forma de gobierno representativa, republicana y federal; y la verdad real y positiva es que nuestro régimen, en el hecho, no es representativo, ni es republicano, ni es federal". Mea culpa.
El 6 de diciembre de 1880 Roca promulgó la ley 1029 que establecía la federalización de Buenos Aires. Cinco días después, Alem renunciaba su banca. Lo esperaban diez años de ostracismo de los primeros planos de la política.
Por su parte, Pellegrini empleó idéntico lapso en llegar a ejercer la primera magistratura del país.
En 1890 volverían a encontrarse. Y a desencontrarse.
Continuará
Habían sido condiscípulos en la facultad de Derecho, habían marchado a la guerra del Paraguay y habían actuado en el autonomismo alsinista; pero esas circunstancias no bastaron para implicar una amistad la cual, reitero, nunca existió. Las diferencias entre ambos surgieron inexorablemente más temprano que tarde, y la razón de la cosa hay que buscarla en la raíz; no en la eclosión del conflicto.
Por 1880 estaba sobre el tapete la cuestión de la capital del país. El presidente en ejercicio, Nicolás Avellaneda, luego de concluída la guerra civil, aspiraba a entregar tranquilamente el poder a su sucesor con esa situación ya resuelta; su ministro de Guerra, Carlos Pellegrini, impulsaba el proyecto de federalizar una porción de Buenos Aires: las manzanas de la Plaza de la Victoria (la actual Plaza de Mayo) y aledañas, sobre la que tendría jurisdicción exclusiva el gobierno nacional, dejando el resto a la provincia; mientras que el presidente electo, Julio A. Roca, quería declarar a Rosario capital de la República. La cuestión se zanjó en el Congreso, después de los usuales y consabidos cabildeos y componendas, como solemos hacerlo los argentinos: a las apuradas y por las conveniencias políticas sectoriales del momento.
Pellegrini se salió con la suya (con plena consciencia de estar procediendo de acuerdo a sus propios intereses coyunturales y soslayando los de la Nación en su conjunto, porque siendo -en tanto ministro- el encargado de informar por el Ejecutivo en la Cámara de Senadores; una vez pronunciado su discurso, lo retiró de la oficina de los taquígrafos de modo tal que no le quedara a la posteridad constancia del mismo); Roca, con tal de asumir en paz, transó; y Avellaneda tuvo su anhelada ley de capital. Quien se opuso a ello, con certera visión de futuro y clara percepción del centralismo que ya no podríamos en adelante sacudirnos de encima, fue Leandro Alem; y su ocasional contendiente en aquel debate fue quien, sin embargo, es reputado en la actualidad como el summum del federalismo: José Hernández.
En 1880 perdimos los argentinos la última posibilidad de tener un país verdaderamente federal; pues no le prestamos oídos a las calamidades que por entonces anunció Alem que sobrevendrían. Todo estaba dado ese año para concluir con el centralismo: el presidente de la Nación era provinciano, el electo que lo sucedería en el cargo; también provinciano, y además; resuelto a establecer la capital en Rosario, la expresión per se del localismo excluyente y sectario, esto es, el mitrismo, en su vertiente tejedorista; había sido derrotado políticamente en el voto y militarmente en la guerra civil, y la liga de gobernadores que sostenía al novedoso andamiaje roquista estaba exenta de taboadismos. Y desperdiciamos la oportunidad. Tengo para mí que el federalismo que tanto se ha cacareado y cacarea es sólo un anhelo pour la gallerie, algo a lo que decimos adherir; mientras que un inefable mandato histórico que no conseguimos desentrañar aún, nos mueve a rechazarlo en la realidad efectiva.
Y veintiséis años después de todo aquello, en efecto así lo reconocería implícitamente... ¿quién? Pues el padre de la criatura, el propio Pellegrini, cuando pocos días antes de morir dijo en el Congreso, en otro de sus sincericidios: "El artículo 10 de la Constitución dice que adoptamos para el país la forma de gobierno representativa, republicana y federal; y la verdad real y positiva es que nuestro régimen, en el hecho, no es representativo, ni es republicano, ni es federal". Mea culpa.
El 6 de diciembre de 1880 Roca promulgó la ley 1029 que establecía la federalización de Buenos Aires. Cinco días después, Alem renunciaba su banca. Lo esperaban diez años de ostracismo de los primeros planos de la política.
Por su parte, Pellegrini empleó idéntico lapso en llegar a ejercer la primera magistratura del país.
En 1890 volverían a encontrarse. Y a desencontrarse.
Continuará
No hay comentarios:
Publicar un comentario