Escribe: Juan Carlos Serqueiros
El 9 de mayo de 1945 había arribado a nuestro país el embajador que enviaban los Estados Unidos: Spruille Braden, quien doce días después presentó sus credenciales.
Era presidente de la Nación el general Edelmiro J. Farrell, y vicepresidente -con retención de los cargos de ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión que venía detentando previamente a ser designado vicepresidente- el por entonces coronel Juan Domingo Perón. Era este último el hombre fuerte del gobierno.
Las presiones sobre Argentina por parte de Inglaterra y los Estados Unidos -que habían interrumpido sus relaciones diplomáticas con nuestro país y retirado sus embajadores en Buenos Aires- tendientes a lograr que se dejase de lado la férrea postura de estricta neutralidad en la guerra, eran fortísimas. El triunfo de los aliados era ya irreversible. En febrero, Churchill, Roosevelt y Stalin se habían repartido el mundo en Yalta, Crimea; y seguidamente en Chapultepec, México, se habían echado las bases para que todos los países de la llamada América Latina se fueran adecuando al nuevo orden mundial emergente de la victoria aliada, alineando sus políticas según el designio que se le antojase dictar al Tío Sam.
En ese contexto, y de modo de descomprimir un poco la situación que amenazaba sumirlo en el aislacionismo, el gobierno argentino declaró la guerra al Eje (ya con éste virtualmente derrotado) el 27 de marzo. Inmediatamente de producido ese hecho, tanto Inglaterra como los Estados Unidos expresaron la voluntad de reanudar sus vínculos diplomáticos con nuestro país destacando nuevos embajadores. Fue en el marco de ese statu quo en el cual llegó Braden a Buenos Aires.
El 1º de junio el norteamericano -que estaba estrechamente ligado a intereses cupríferos y petroleros- solicitó una reunión protocolar con Perón y éste lo recibió. La cosa empezó mal (y palabra: no lo consigno precisamente con la intención de parafrasear a Melville en Moby Dick) y seguiría aún peor. Es que Braden (y el gobierno yanqui) estaban resueltos a terminar con ese gobierno argentino al que reputaban de nazi. Y no debe verse en esto un choque político filosófico, para nada. Perón no tenía con Braden un enfrentamiento ideológico, sino que se trataba de un conflicto de intereses: el norteamericano defendía los de su país y Perón defendía los argentinos; tan simple como eso. Los Estados Unidos eran en lo económico nuestros competidores directos, y además, en tanto vencedores en la guerra mundial; no podían tolerar que Argentina se sustrajese a su influencia dándose el lujo de mantener una política independiente de los dictados que venían del Norte. El gobierno estadounidense (presidido por Harry S. Truman, quien había sucedido al fallecido Roosevelt) consideraba nazi al argentino. Y Braden, ya en su primer informe, afirmaba que éste era fundamentalmente antinorteamericano y calificaba a Perón de megalomaníaco.
He ahí el meollo del asunto: para los yanquis; nazi era sinónimo de antinorteamericano. Y Perón no era nazi, ni antinorteamericano ni nada; era simplemente argentino. Braden era el encargado de someter a nuestro país a los intereses del imperialismo ejercido por el suyo, y Perón estaba decidido a impedirlo. Esa y no otra fue la cuestión.
Y así lo comprendió la siempre eficacísima diplomacia inglesa; a punto tal que el funcionario a cargo del área latinoamericana del Foreign Office, J. V. Perowne, le escribía por entonces al embajador inglés en Buenos Aires, sir David Kelly: "Uno no puede eludir la sensación de que el 'fascismo' del coronel Perón es tan sólo un pretexto para las actuales políticas del señor Braden y sus partidarios en el Departamento de Estado: su verdadero objetivo es humillar al único país latinoamericano que ha osado enfrentar sus truenos. Si la Argentina puede efectivamente ser sometida, el control del Departamento de Estado sobre el hemisferio occidental será total. Esto contribuirá simultáneamente a mitigar los posibles peligros de la influencia rusa y europea sobre América Latina y apartará a Argentina de lo que se supone es nuestra órbita." (sic)
Clarito, ¿no? Huelgan los comentarios. Y es que Braden le había solicitado a su colega inglés Kelly la colaboración británica para el "derrocamiento del gobierno argentino" que, según él, era "posible y deseable a cualquier costo".
Sobre mediados de junio Perón se reunió nuevamente con Braden a solicitud de éste, originada en un pedido de garantías para el accionar de los corresponsales de la prensa norteamericana que se creían "atacados por el gobierno argentino". Perón le respondió seca y desabridamente que los periodistas, ya fueran argentinos o extranjeros, gozaban en el país de la protección de la ley, que era igual para todos.
El 30 de ese mes Perón citó a Braden a una entrevista en su despacho (el norteamericano escribiría después en su Diplomats and demagogues: The memoirs of Spruille Braden: "Perón me recibió fríamente. Ni una sonrisa, ni un abrazo, ni siquiera un apretón de manos. Únicamente esta palabra ruda: -Siéntese") y le dijo derechamente que lo sabía instigador y financista de la campaña de prensa en contra del gobierno, advirtiéndole que no podría proteger a quienes participaran en ella del riesgo de ser asesinados por cualquiera de los "millones de fanáticos que me adoran". Braden respondió que el gobierno argentino tenía la obligación de protegerlos y Perón le retrucó que no estaba en condiciones de proceder a ello. "-Tiene usted que hacerlo", insistió el yanqui. "-Le digo a usted que no puedo y no lo haré", concluyó Perón.
Braden volvió a pedir audiencia, fijándosele la misma para el 5 de julio, pero no en la Casa Rosada sino en el despacho que en el ministerio de Guerra tenía Perón, detalle sugestivo este que imagino no debe haberle pasado desapercibido al norteamericano.
Perón, con su proverbial capacidad para calibrar a las personas, demostró haberlo hecho adecuada y cabalmente con Braden, a quien consideraba -tal como se lo diría a Félix Luna en una entrevista que le concedió a éste muchos años después en su exilio en Madrid- "un individuo temperamental. Un búfalo. Yo lo hacía enojar y cuando se enojaba, atropellaba las paredes... que era lo que yo quería, porque entonces perdía toda ponderación". Pero Braden no poseía el mismo don de percepción que Perón, y evidenció no conocer a éste, cometiendo el dislate de recurrir, ya que las presiones no le daban resultado; al intento de soborno vía el cambio de figuritas. En esa oportunidad, Perón estaba acompañado del doctor Juan Atilio Bramuglia, quien tiempo después narraría pormenorizadamente el desarrollo de la reunión. El objeto de la misma era el destino de las empresas pertenecientes a países del Eje que poco antes había expropiado el gobierno argentino. El norteamericano entendía que los Estados Unidos tenían derecho como vencedores en la guerra, a una decisiva injerencia en el manejo de esos bienes; y aprovechó la oportunidad para extender su pretensión reclamando se le otorgaran concesiones a empresas aéreas de su país. Luego de su larga parrafada en el sentido expuesto, y con la lengua más almibarada que era capaz de emplear, el búfalo dejó entrever que si el gobierno argentino accedía a todo ello; los Estados Unidos no sólo no se opondrían a una hipotética aspiración presidencial de Perón, sino que hasta la favorecerían, y que así su prestigio en Norteamérica y demás países gananciosos en la guerra crecería y bla bla bla... Perón, que lo había escuchado hasta allí sin interrumpirlo, pacientemente le explicó que la Argentina estaba embarcada en un proceso de liberación de cualquier coloniaje que quisiera imponérsele; a lo cual Braden intentó argüir que él había sido diplomático en Cuba, país en donde se favorecía a los intereses norteamericanos, y que no creía que por eso Cuba fuera una colonia de los Estados Unidos. Perón, calmosamente, le dijo: "-Mire, no sigamos, embajador, porque yo tengo una idea que por prudencia no se la puedo decir". Braden, que era impertinente y terco, lo instó a que hablase de todos modos. "-Bueno, yo creo que los ciudadanos que venden su país a una potencia extranjera, son unos hijos de puta", fue la respuesta de Perón. Braden, con el rostro que iba mudando de color pasando por todos los del arco iris, se retiró con tal ofuscación, que hasta se dejó olvidado el sombrero.
Los empleados que trabajaban en el ministerio de Guerra, al saber del incidente, decidieron festejar la intempestiva salida del norteamericano improvisando un partido de fútbol en los pasillos, y a falta de balón; utilizaron... el sombrero del búfalo. Perón, al día siguiente le mandó de vuelta la prenda a Braden por medio de un ordenanza. Eso sí; no es difícil inferir que debe de haber estado un tanto... estropeada, digamos.
La reunión tuvo lugar el 5 de julio por la mañana. Esa misma tarde, la vereda y el frente de la embajada de los Estados Unidos aparecieron llenos de volantes en los cuales se describía el incidente matutino. ¿Cómo había trascendido tanto la cosa, que ya se habían impreso volantes? Es que el estratega genial que había en Perón no iba a desperdiciar semejante oportunidad que se le presentaba; años después él mismo contaría cómo escribió a las apuradas un sucinto relato de la entrevista que había tenido con el búfalo, y rápidamente ordenó que se imprimiera una corta cantidad de volantes con el texto para que fueran tirados frente a la embajada. Así, Braden creyó que su pifiada había tomado estado público.
No logré enterarme de cuál fue el resultado del picadito que los empleados improvisaron esa mañana de julio de 1945 tomando como potrero a los pasillos del ministerio de Guerra, con el sombrero del yanqui hecho pelota de fútbol; pero sí está clarísimo que el clásico Perón vs. Braden... lo ganó el primero. Y por estrepitosa goleada.
Era presidente de la Nación el general Edelmiro J. Farrell, y vicepresidente -con retención de los cargos de ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión que venía detentando previamente a ser designado vicepresidente- el por entonces coronel Juan Domingo Perón. Era este último el hombre fuerte del gobierno.
Las presiones sobre Argentina por parte de Inglaterra y los Estados Unidos -que habían interrumpido sus relaciones diplomáticas con nuestro país y retirado sus embajadores en Buenos Aires- tendientes a lograr que se dejase de lado la férrea postura de estricta neutralidad en la guerra, eran fortísimas. El triunfo de los aliados era ya irreversible. En febrero, Churchill, Roosevelt y Stalin se habían repartido el mundo en Yalta, Crimea; y seguidamente en Chapultepec, México, se habían echado las bases para que todos los países de la llamada América Latina se fueran adecuando al nuevo orden mundial emergente de la victoria aliada, alineando sus políticas según el designio que se le antojase dictar al Tío Sam.
En ese contexto, y de modo de descomprimir un poco la situación que amenazaba sumirlo en el aislacionismo, el gobierno argentino declaró la guerra al Eje (ya con éste virtualmente derrotado) el 27 de marzo. Inmediatamente de producido ese hecho, tanto Inglaterra como los Estados Unidos expresaron la voluntad de reanudar sus vínculos diplomáticos con nuestro país destacando nuevos embajadores. Fue en el marco de ese statu quo en el cual llegó Braden a Buenos Aires.
El 1º de junio el norteamericano -que estaba estrechamente ligado a intereses cupríferos y petroleros- solicitó una reunión protocolar con Perón y éste lo recibió. La cosa empezó mal (y palabra: no lo consigno precisamente con la intención de parafrasear a Melville en Moby Dick) y seguiría aún peor. Es que Braden (y el gobierno yanqui) estaban resueltos a terminar con ese gobierno argentino al que reputaban de nazi. Y no debe verse en esto un choque político filosófico, para nada. Perón no tenía con Braden un enfrentamiento ideológico, sino que se trataba de un conflicto de intereses: el norteamericano defendía los de su país y Perón defendía los argentinos; tan simple como eso. Los Estados Unidos eran en lo económico nuestros competidores directos, y además, en tanto vencedores en la guerra mundial; no podían tolerar que Argentina se sustrajese a su influencia dándose el lujo de mantener una política independiente de los dictados que venían del Norte. El gobierno estadounidense (presidido por Harry S. Truman, quien había sucedido al fallecido Roosevelt) consideraba nazi al argentino. Y Braden, ya en su primer informe, afirmaba que éste era fundamentalmente antinorteamericano y calificaba a Perón de megalomaníaco.
He ahí el meollo del asunto: para los yanquis; nazi era sinónimo de antinorteamericano. Y Perón no era nazi, ni antinorteamericano ni nada; era simplemente argentino. Braden era el encargado de someter a nuestro país a los intereses del imperialismo ejercido por el suyo, y Perón estaba decidido a impedirlo. Esa y no otra fue la cuestión.
Y así lo comprendió la siempre eficacísima diplomacia inglesa; a punto tal que el funcionario a cargo del área latinoamericana del Foreign Office, J. V. Perowne, le escribía por entonces al embajador inglés en Buenos Aires, sir David Kelly: "Uno no puede eludir la sensación de que el 'fascismo' del coronel Perón es tan sólo un pretexto para las actuales políticas del señor Braden y sus partidarios en el Departamento de Estado: su verdadero objetivo es humillar al único país latinoamericano que ha osado enfrentar sus truenos. Si la Argentina puede efectivamente ser sometida, el control del Departamento de Estado sobre el hemisferio occidental será total. Esto contribuirá simultáneamente a mitigar los posibles peligros de la influencia rusa y europea sobre América Latina y apartará a Argentina de lo que se supone es nuestra órbita." (sic)
Clarito, ¿no? Huelgan los comentarios. Y es que Braden le había solicitado a su colega inglés Kelly la colaboración británica para el "derrocamiento del gobierno argentino" que, según él, era "posible y deseable a cualquier costo".
Sobre mediados de junio Perón se reunió nuevamente con Braden a solicitud de éste, originada en un pedido de garantías para el accionar de los corresponsales de la prensa norteamericana que se creían "atacados por el gobierno argentino". Perón le respondió seca y desabridamente que los periodistas, ya fueran argentinos o extranjeros, gozaban en el país de la protección de la ley, que era igual para todos.
El 30 de ese mes Perón citó a Braden a una entrevista en su despacho (el norteamericano escribiría después en su Diplomats and demagogues: The memoirs of Spruille Braden: "Perón me recibió fríamente. Ni una sonrisa, ni un abrazo, ni siquiera un apretón de manos. Únicamente esta palabra ruda: -Siéntese") y le dijo derechamente que lo sabía instigador y financista de la campaña de prensa en contra del gobierno, advirtiéndole que no podría proteger a quienes participaran en ella del riesgo de ser asesinados por cualquiera de los "millones de fanáticos que me adoran". Braden respondió que el gobierno argentino tenía la obligación de protegerlos y Perón le retrucó que no estaba en condiciones de proceder a ello. "-Tiene usted que hacerlo", insistió el yanqui. "-Le digo a usted que no puedo y no lo haré", concluyó Perón.
Braden volvió a pedir audiencia, fijándosele la misma para el 5 de julio, pero no en la Casa Rosada sino en el despacho que en el ministerio de Guerra tenía Perón, detalle sugestivo este que imagino no debe haberle pasado desapercibido al norteamericano.
Perón, con su proverbial capacidad para calibrar a las personas, demostró haberlo hecho adecuada y cabalmente con Braden, a quien consideraba -tal como se lo diría a Félix Luna en una entrevista que le concedió a éste muchos años después en su exilio en Madrid- "un individuo temperamental. Un búfalo. Yo lo hacía enojar y cuando se enojaba, atropellaba las paredes... que era lo que yo quería, porque entonces perdía toda ponderación". Pero Braden no poseía el mismo don de percepción que Perón, y evidenció no conocer a éste, cometiendo el dislate de recurrir, ya que las presiones no le daban resultado; al intento de soborno vía el cambio de figuritas. En esa oportunidad, Perón estaba acompañado del doctor Juan Atilio Bramuglia, quien tiempo después narraría pormenorizadamente el desarrollo de la reunión. El objeto de la misma era el destino de las empresas pertenecientes a países del Eje que poco antes había expropiado el gobierno argentino. El norteamericano entendía que los Estados Unidos tenían derecho como vencedores en la guerra, a una decisiva injerencia en el manejo de esos bienes; y aprovechó la oportunidad para extender su pretensión reclamando se le otorgaran concesiones a empresas aéreas de su país. Luego de su larga parrafada en el sentido expuesto, y con la lengua más almibarada que era capaz de emplear, el búfalo dejó entrever que si el gobierno argentino accedía a todo ello; los Estados Unidos no sólo no se opondrían a una hipotética aspiración presidencial de Perón, sino que hasta la favorecerían, y que así su prestigio en Norteamérica y demás países gananciosos en la guerra crecería y bla bla bla... Perón, que lo había escuchado hasta allí sin interrumpirlo, pacientemente le explicó que la Argentina estaba embarcada en un proceso de liberación de cualquier coloniaje que quisiera imponérsele; a lo cual Braden intentó argüir que él había sido diplomático en Cuba, país en donde se favorecía a los intereses norteamericanos, y que no creía que por eso Cuba fuera una colonia de los Estados Unidos. Perón, calmosamente, le dijo: "-Mire, no sigamos, embajador, porque yo tengo una idea que por prudencia no se la puedo decir". Braden, que era impertinente y terco, lo instó a que hablase de todos modos. "-Bueno, yo creo que los ciudadanos que venden su país a una potencia extranjera, son unos hijos de puta", fue la respuesta de Perón. Braden, con el rostro que iba mudando de color pasando por todos los del arco iris, se retiró con tal ofuscación, que hasta se dejó olvidado el sombrero.
Los empleados que trabajaban en el ministerio de Guerra, al saber del incidente, decidieron festejar la intempestiva salida del norteamericano improvisando un partido de fútbol en los pasillos, y a falta de balón; utilizaron... el sombrero del búfalo. Perón, al día siguiente le mandó de vuelta la prenda a Braden por medio de un ordenanza. Eso sí; no es difícil inferir que debe de haber estado un tanto... estropeada, digamos.
La reunión tuvo lugar el 5 de julio por la mañana. Esa misma tarde, la vereda y el frente de la embajada de los Estados Unidos aparecieron llenos de volantes en los cuales se describía el incidente matutino. ¿Cómo había trascendido tanto la cosa, que ya se habían impreso volantes? Es que el estratega genial que había en Perón no iba a desperdiciar semejante oportunidad que se le presentaba; años después él mismo contaría cómo escribió a las apuradas un sucinto relato de la entrevista que había tenido con el búfalo, y rápidamente ordenó que se imprimiera una corta cantidad de volantes con el texto para que fueran tirados frente a la embajada. Así, Braden creyó que su pifiada había tomado estado público.
No logré enterarme de cuál fue el resultado del picadito que los empleados improvisaron esa mañana de julio de 1945 tomando como potrero a los pasillos del ministerio de Guerra, con el sombrero del yanqui hecho pelota de fútbol; pero sí está clarísimo que el clásico Perón vs. Braden... lo ganó el primero. Y por estrepitosa goleada.
Realmente interesante....felicitaciones por este articulo.
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