Escribe: Juan Carlos
Serqueiros
Le Rat Mort… le paradis
qu'Eve nous fit perdre, mais que ces dames nous font retrouver. (Guide des Plaisirs à Paris, 1899)
En
esta obra "En cabinet particulier" o "Au Rat Mort" (para el mundo hispanoamericano titulada "En un reservado del
Rat Mort", y para el mundo anglosajón "In a Private Dining Room at
The Rat Mort"), Henri de Toulouse-Lautrec representa una pareja de la Belle Époque, integrada por un caballero al cual se ve sólo parcialmente, y una demi-mondaine,
cenando en un reservado del Café du Rat Mort.
Una "demi-mondaine" ("medio mundana") era una mujer que se desenvolvía en
el "medio mundo" —expresión que proviene de la comedia Le Demi
Monde, de Alejandro Dumas (h)—, es decir, aquel mundo que se presume fino, elegante, rico, culto y glamoroso (los
españoles, a instancias de la RAE, prefieren emplear glamuroso, pero me complace embromarlos un poco a esos tiranos del
idioma cada vez que puedo); más en el que muchos —quizá la mayoría— de sus
"habitantes" son en sí mismos una impostura, porque después de todo;
son capaces de las peores miserias y abyecciones, y de perpetrar idénticos
delitos a los que a diario vemos / escuchamos / sufrimos / cometemos en el "gran
mundo", o sea, ese que es el real y tangible.
A
menudo englobada (inapropiada y erróneamente, en mi opinión) bajo el
denominador común de "prostituta", una demi-mondaine no debe ser confundida con una grisette, muchacha
independiente, obrera de la industria del vestido (de allí lo de
"grisette", por el tono gris de los uniformes que utilizaban las costureras
de los talleres de confección), y por ello, de condición muy humilde, que vivía
sola, se bastaba a sí misma (con frecuencia, en medio de grandes privaciones y
con la amenaza constante del hambre y la tisis, dados el salario misérrimo que
percibía, las extenuantes jornadas de trabajo que soportaba, y la alimentación escasa), ejercía
libremente su sexualidad y se relacionaba, en el ambiente de la bohemia, con
pintores, poetas, músicos y escritores). Ni con una lorette ("lorette" por el sitio del cual procedía: las
inmediaciones de la iglesia de Notre-Dame-de-Lorette, o sea, Nuestra Señora de
Loreto), que era una joven que vivía exclusivamente de prostituirse. Y tampoco
con una cocotte, es decir, una
"cacerola", que ejercía la prostitución en los estratos sociales más
altos. Una demi-mondaine no era nada
de eso; sino que pertenecía, por derecho propio (ya sea por haber nacido en el
seno de la aristocracia o de la burguesía terrateniente, banquera o industrial; o por haber logrado acceder a él por las circunstancias que fueren), a ese
"medio mundo" o "semi mundo" que describí precedentemente.
La
demi-mondaine era, generalmente,
mantenida por uno o varios amantes que sufragaba/n su estilo de vida rumboso,
en medio del boato, y residía en un lujoso apartamento cuando no en una suntuosa
mansión o en un coqueto petit hotel;
aunque (más frecuentemente de lo que se cree) también se daba el caso inverso y
era ella quien mantenía a algún amante o “favorito” que se constituía así en su
gigoló (claro que a costa del bolsillo de otro amante, poderoso y adinerado, que
era su “protector”).
El
ámbito en que transcurre la escena pintada por Toulouse-Lautrec es Le Rat Mort,
un café restaurante parisino situado en Place Pigalle, más precisamente, en el
número 7 de la rue homónima, y con entrée particulière, es decir, con una entrada
para acceder (directa, y sobre todo; discretamente) a los reservados, en el 16 de la rue
Frochot, en Montmartre.
Hay tres versiones que procuran explicar el porqué de
tal nombre para aquel establecimiento gastronómico, de espectáculos y… otras cositas.
Una sostiene que se
originó en el hecho de encontrarse los parroquianos —más precisamente, un couple
(una pareja) según se estipula en la publicidad (que podemos considerar como oficial, ya que es la que se consigna en
la Guide des Plaisirs à Paris)— con
la desagradable sorpresa de una rata muerta atascada en la bomba de tirar chopp
instalada sobre el barril de cerveza; otra afirma que obedecía al olor
nauseabundo que se desprendía de un vaciadero de desperdicios que la gente
desaprensiva arrojaba alrededor de la Fontaine Pigalle (obra del arquitecto Gabriel
Davioud); y la tercera dice que surgió por el olor “a rata muerta” que emanaba
del enyesado fresco en ocasión de remodelarse el local (que antes de 1867, había albergado al Grand Café Place Pigalle). Particularmente,
me hallo inclinado a inferir que la más probablemente acertada sea la que cité al último.
Sus
paredes estaban adornadas con paneles en los que se representaban escenas alusivas
al nombre del café restaurante, los cuales conocemos gracias a los dibujos de Joseph
Faverot en su Dessins de rats en action
au Café du Rat Mort (1886): “Le
Baptême", "La Noce", "L'Orgie" et "La Mort” ("El
bautismo”, “La boda”, “La orgía” y “La muerte”).
A
las mesas de Le Rat Mort se sentaron Verlaine, Rimbaud, Castagnary, Desnoyers, Mendés,
Forain, Coppée, Villemessant, Willette, Steinlen, Anquetin, Guibert, Degas, Matisse,
Vlaminck, Sescau, Conder y, por supuesto, también Toulouse-Lautrec y tantas,
tantas otras celebridades de las letras, del arte y de la política. Allí
concertaban sus citas las cocottes
más renombradas, y también allí, en compañía del bacán que te acamala (Celedonio Flores dixit), disfrutaban sus cenas, con platos
seleccionados de entre la gran variedad que ofrecía el menú —exquisitamente
ilustrado por el mismísimo Adolphe Léon Willette— las demi-mondaines, como por ejemplo, la que aparece en el cuadro de
Toulouse-Lautrec que nos convoca y sirve de portada a este artículo.
Y
también acudían a Le Rat Mort, cómo no, lesbianas en procura de otras mujeres con
quienes compartir las preferencias sexuales que tenían en común. Se
ha propagado hasta el hartazgo (y se lo sigue haciendo), que en las dos últimas
décadas del siglo XIX, aquel establecimiento se había convertido
en un “café para lesbianas”.
Se trata de una exageración, de la afirmación de
un presunto “hecho histórico” que no se puede sostener al momento de confrontar el relato con la evidencia que surge de la heurística: lo cierto es que no se registran en los archivos de la policía parisina, procedimientos, arrestos y detenciones
de mujeres, indicativos de que hubo una persecución al lesbianismo.
Obviamente,
ello no implica negar en redondo que concurriesen lesbianas a Le Rat Mort,
porque de hecho; sí iban algunas (o posiblemente varias y quizá hasta muchas), tal como se desprende
de artículos periodísticos y obras literarias de la época, y tal como
taxativamente escribí más arriba. Pero de allí a considerar válida y veraz la
aseveración de que era un “café para lesbianas”… bueno… ciertamente ¡hay un
campo de distancia!
Y
agregaré: sí existían, en tiempos de Le Rat Mort, cafés exclusivos para
lesbianas, como —por ejemplo y por citar sólo un par de ellos—: La Brasserie du
Hanneton y La Souris. Incluso, el primero se promocionaba así: “Por la noche,
rara vez te encuentras con un representante del sexo fuerte; mujeres
emasculadas, amantes del lugar incluidas, cenan solas, en mesas pequeñas, y se
ofrecen luego los cigarrillos, los dulces y los besos. Ver como curiosidad
patológica.” (sic). Y en ambos se desalentaba sin ambages la entrada de hombres
y como presencia masculina sólo se admitía y era bienvenida la de Henri de
Toulouse-Lautrec, por concesión especial de quienes los regentaban: Madame
Armande, la Hanneton; y madame Palmyre, La Souris (que además; eran amigas entrañables del artista).
El
relato edulcorado que procura (y mayormente consigue) instalar en el colectivo una
mirada romántica, idílica, sobre los establecimientos y centros de diversión
nocturnos que combinaban lo artístico con lo literario y el espectáculo de
entretenimientos en París, en el período que se extiende entre las tres últimas
décadas del siglo XIX y fines de la primera mitad del XX, se acerca mucho más a
la ficción que a la verdad histórica.
La
visión de una París-faro irradiando al mundo desde Montmartre, Pigalle y el
Quartier Latin los rayos de una vanguardia cultural y artística transformadora
en realidad tangible de los postulados de liberté,
égalité, fraternité para todo el orbe (y de paso, también para los
distintos géneros), es nada más que un espejismo, una fantasía. Creer
seriamente que las demandas de la mujer en procura de sus derechos encontraron
allí y en esa época, favorable eco, constituye, cuanto menos, una ingenuidad
inadmisible.
Y
asimismo lo es la percepción de la Belle
Époque como un tiempo en el que floreció el arte y a su mágico conjuro
desapareció el flagelo de las miserias humanas. Como si Pierrot hubiese dejado
de ser el zonzo que sufre por Colombina, y ésta hubiera derivado, de voluble y miserable pizpireta, en EL amor puro e idealizado. Como si las grisettes, milagrosamente, ya no
murieran de tisis o de consunción por el hambre en los talleres de costura o en
la sórdida estrechez de las buhardillas parisinas en que malvivían, o ya no languidecieran de
pena, desarraigo y fracaso, trasplantadas a la orilla del Plata por aquel argentino que entre tango y mate la
alzó de París (Enrique Cadícamo dixit). O que por decreto divino, todos los pintores y poetas, de
pronto pudieran hacer tres comidas decentes al día y ya no muriesen como moscas,
atrapados en el delirium tremens, en los
vahos etílicos y mentirosamente felices de la verde diosa absenta o en la
telaraña letal de la sífilis. O como si las presuntamente alegres y divertidas
hetairas parisinas no fueran, a menudo, protagonistas de su propio infierno
como esclavas de la morfina cuando no de la atropina o del éter. O como si la
sola pertenencia al mundillo de la bohemia creativa, bastara para garantizar la inexistencia en él de lacras como el colonialismo, el racismo, la xenofobia y la
misoginia.
Obviamente,
lo antedicho no debe leerse en modo alguno como menoscabo de la trascendental
importancia de toda esa movida en
torno a las artes, la literatura y la filosofía que tuvo lugar en la ciudad luz durante el período precitado,
ni ocultar o negar la influencia que ejerció en el mundo (o al menos, en el occidental y cristiano). Ni tampoco, debe llevarnos a caer en el error de analizar las actitudes de aquellos hombres y de los hechos
que protagonizaron, utilizando los parámetros culturales, los valores ético-morales
y la percepción que de esas cuestiones tenemos vigentes en la actualidad;
porque ellos fueron hombres de su tiempo y lo que corresponde es estudiarlos
situándonos en la época y en el contexto en que vivieron, tan aproximadamente
como nos sea posible hacerlo. Rasgarnos las vestiduras y condenarlos, cual si
fuésemos un tribunal póstumo de justicia, por los prejuicios que muchos de
ellos tuvieron, por la frontera entre géneros que establecieron y por la
misoginia que evidenciaron, equivaldría poco más o menos a que condenemos al
ostracismo definitivo la memoria y el pensamiento de Aristóteles porque
consideraba que la esclavitud era natural.
Le
Rat Mort llegó al apogeo en cuanto a notoriedad y afluencia de clientes a
partir de la Exposición Universal de París de 1889 (y vaya uno a saber, mi
apreciado lector, cuántos argentinos habrán pasado por aquel café restaurante y
habrán disfrutado allí sus cenas y se habrán solazado en la compañía de las
bellas damiselas que a él concurrían… ¡riche
comme un argentin!), y su existencia se prolongó hasta después de la
finalización de la Segunda Guerra Mundial, cuando hubo de cerrar para siempre sus
puertas. Actualmente, en ese edificio del 7 de la Rue Pigalle hay instalado un
banco.
Y
pensando bien la cosa (Borges dixit), existe cierta ironía cruel en el
hecho de que en el mismo sitio donde antaño se hicieran transacciones, digamos... gastronómicas y sexuales (y por ende, placenteras); se realicen hoy por hoy,
asimismo transacciones, sólo que… financieras.
Pero
volvamos a Lautrec y esa pintura suya en particular. No existe, entre los
historiadores y críticos de arte que han analizado e interpretado (o, más
apropiadamente expresado; han tratado de
interpretar) este cuadro, coincidencia de opiniones en cuanto a lo que
pretendió transmitir el artista en su obra, ni tampoco en lo que atañe a la
motivación que lo impulsó a pintarla. Veamos.
Está
representada, en primer plano, Lucie Jourdan, una célebre demi-mondaine de la Belle
Époque, ricamente ataviada con un vaporoso vestido y tules que se extienden
incluso hasta su cabeza, en una especie de caperuza coronada con un moño negro. A su lado aparece un
caballero rubio del que no se ve su rostro más que parcialmente. No obstante
ello, sabemos —o al menos; creemos saber, por los testimonios de la época que nos han
llegado a través de la tradición oral— que se trata de Charles Conder, un
pintor e ilustrador de la corriente simbolista nacido en Londres y formado en
Australia, que vivió en París, donde trabó estrecha amistad con Lautrec. Ambos
personajes están instalados en un reservado del Rat Mort, en el que
presumiblemente, han disfrutado o se aprestan a hacerlo, de una opípara cena y
se hallan junto a una fuente llena de frutas, tomando champagne (o al menos, la
dama; porque la copa del hombre no se visualiza en la escena). Ella tiene ante
sí, además; otra copa que, o bien es para el agua, o bien nos sugiere (por los
reflejos verdes) que bebió o se dispone a beber, absenta.
Puede
usted estar tranquilo, mi querido amigo lector: no voy a aburrirlo con
consideraciones pseudo explicativas de la obra (para lo cual no califico, y por otra parte; ello significaría entrar en materia propia de esa deleznable especie
que son los críticos de arte), ni
tampoco me atreveré a esbozar un perfil psicológico del artista (tengo un
acuerdo con Gabriela, mi esposa, y me propongo atenerme a él: ella no se mete
con la historia ni yo con la psicología). Pero sí voy a mencionar determinados
aspectos, los cuales estimo importantes.
Pintado
en 1899, este cuadro significó la rentrée
de Toulouse-Lautrec a la actividad artística (y de paso; también su recaída en
el consumo desenfrenado de alcohol y su vuelta al mundo de la noche, las mujeres
galantes y los amigos de juergas y francachelas), después de haber estado recluido,
por disposición de su familia, en el sanatorio de Neuilly, entre febrero y mayo
de ese año, en procura de desintoxicarlo y curarlo de sus adicciones. Así, no
me parece casual (de casualidad, maldita palabreja a la
que se apela cuando no se tiene explicación para determinadas coincidencias)
esa ambigüedad de los reflejos verdes en la copa de la dama, como insinuando
que, minga de agua; lo que hay en
ella es ajenjo. ¿No estaría eso que en el cuadro aparece como incierto,
originado en el mono que sufría
Lautrec por la abstinencia que se le había ordenado? Qué sé yo... se me ocurre…
Y
en cuanto a lo de aparecer cortado por el extremo derecho del cuadro el rostro
de Conder, para representarlo sólo parcialmente, y que algunos sabihondos se arrogan "explicar" atribuyéndolo a que el hombre "quiso mantenerse en el anonimato para
que no se supiera de su relación con una prostituta", diré que tal inferencia me parece
un disparate; porque ¿para qué cuernos querría Conder, que contaba por entonces
31 años y era soltero y descomprometido (se casaría recién en 1902, en
Inglaterra, y con una inglesa), “mantenerse en el anonimato” evitando aparecer
en un cuadro que lo mostraba cenando con una de las más codiciadas mujeres de
París? Máxime, cuando en 1893, esto es, seis años antes, ya había sido
retratado por Lautrec en su cuadro “Aux
Ambassadeurs: Gens Chic”, en el cual aparecía representado cenando con una
dama en el célebre café concert Les Ambassadeurs, situado en los Campos
Elíseos.
Y
también había aparecido Conder pintado, junto a Toulouse-Lautrec, Jean Moréas,
Henri Bourges y Louis Anquetin en una acuarela obra de este último, titulada “Rencontre d'amis à Bougival”
(“Encuentro de amigos en Bougival”), en la que se representa una escena que los
muestra a todos en ese sitio de las afueras de París, en un alegre y
desprejuiciado picnic en el cual las mujeres están desnudas.
Así
las cosas, se convendrá conmigo en que resulta absurdo eso
de que Conder quería “mantenerse en el anonimato” y que se deba a ello el que su rostro no
aparezca totalmente en el cuadro.
Prefiero
suponer como más probable, que Lautrec lo haya pintado por iniciativa propia, y
no “por encargo del barón de W.” (?), quien supuestamente sería “un caballero
adinerado, cliente fijo de esa prostituta y que por obvias razones, no quería
que se lo representase en la obra”, como afirman otros. Infiero que Lautrec, que
era buen gourmet y mejor cocinero, y odiaba tener que cenar solo, habrá buscado la compañía de su amigo
Conder, antiguo camarada de borracheras y lupanares. Y si le sumamos la
presencia de la amante de Conder por esos días: Lucie Jourdan, que era
pelirroja… bueno, ¡bingo en la sala! (las pelirrojas eran el fetiche de Lautrec).
La cena en Le Rat Mort debe de haberla sufragado la damisela en cuestión (que era,
reitero, una demi-mondaine y no una
“prostituta” como la califican, con escasa caballerosidad, los sabios críticos de arte), o quizá el
propio Lautrec; porque Conder invariablemente andaba de la cuarta al pértigo, sin un centavo en el bolsillo. Y de allí
también lo de representar en primer plano a Lucie.
De
todos modos, no deja de ser peligrosa la pretensión de narrar la historia
fundándose en elementos intrínsecamente subjetivos, tales como obras de arte, ya sea que se traten estas de
cuadros, esculturas o poesías; porque sabido es que en ellas no se expresa o traduce la
realidad tal como fue y ocurrió, sino como la percibió y representó simbólicamente el
artista.
Así que no corramos riesgos innecesarios incursionando en un terreno tan fangoso, y
dediquémonos, mejor, a disfrutar de la contemplación de este cuadro magistral y
a tener a mano la copa llena de bon
vin para brindar por la memoria de Henri de Toulouse-Lautrec, Lucie Jourdan
y Charles Conder. Y desde luego, también por la felicidad de usted, mi apreciado lector,
que ha tenido la gentileza de favorecerme con su paciente interés.
À
votre santé!
-Juan
Carlos Serqueiros-
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