El tipito madrugó aunque había dormido poco, casi nada. Amaneció por detrás de los vahos tenaces de alcoholes mentirosos trasegados a hectolitros, miedos no cuajados y… otras yerbas (la carne es débil). Emergió desde una noche que se le había antojado interminable, con luna artificial y fugaces estrellas de fasos hurtados a sí mismo a fuerza de pura promesa olvidada (pues raramente, esa vez le falló la palabra que —craso error— había empeñado ante Ella sin detenerse a pensarlo mucho).
Miró el reloj sobre la mesa de luz. Eran las 6:20. Saltó de la cama y encaminó sus pasos a la cocina. Se preparó un café al que agregó unas gotas de leche, y deglutió dos tostadas con manteca. Luego se zampó un sobrecito con sal de frutas que disolvió en un vaso de soda, y eructando ruidosamente se dirigió al baño.
Frente al espejo se le ocurrió que estaba ante el retrato de Dorian Gray: ojeras antiguas, de noches antiguas, reas de culpas aún más antiguas, las que a solas solía reprocharse (pero sólo en contadas ocasiones), entre loables propósitos de enmienda cuya perdurabilidad equivalía más o menos a la de una pompa de jabón. En el lavabo, se afeitó cuidadosamente el rostro, y al hacerlo se lastimó un lunar del que empezó a manar un hilo de sangre. Rápidamente, aplicó sobre su mejilla un trocito de papel higiénico doblado en cuatro. —¡La puta que lo parió! —imprecó. Se miró el lunar, que apenas un minuto después ya no sangraba (siempre había tenido buena coagulación), y trascartón, entre pensativo y preocupado, se pasó un dedo sobre otro lunar que tenía en la sien, luego sobre otro que tenía en la ingle, después sobre otro que tenía en una rodilla, y sucesivamente sobre otro que tenía en el empeine de un pie y sobre otro que… Estaba lleno de lunares, incluso; unos cuantos en el culo, entre las nalgas, muy cerca del ano. —Debería consultar con un dermatólogo —murmuró para sí, sabedor de que se mentía, consciente de que no lograría superar la repugnancia que sentía por los médicos, ni el espanto que le provocaba cualquier cirugía, ni el celo con que protegía su intimidad (intimidad esa a la cual, pese a la incontable cantidad de mujeres que habían pasado por su lecho; nadie-nunca-jamás había tenido acceso; salvo Ella, porque Ella… era distinta, su alma gemela, la única persona en el mundo que lo sabía todo, absolutamente TODO, sobre él).
Seguidamente, procedió a afeitarse la cabeza. Diez años llevaba ya haciéndolo, un poco porque empezó a caérsele el cabello y otro poco harto de acudir religiosamente cada semana a la peluquería para mantener prolijos los rulos rebeldes que aún le quedaban. Se cepilló los dientes durante diez minutos, hizo buches con enjuague bucal durante otros cinco, y luego se metió bajo la ducha. Sintió el placer intenso del agua caliente sobre su cuerpo, se enjabonó, frotándose obsesivamente con esponja, y luego, meticuloso, se rasuró el pubis y los genitales librándolos hasta de un atisbo de pendejos por minúsculo que fuese, porque a Ella (que también se depilaba muy cuidadosamente) le gustaba sentirlo así: terso, suave y sin un solo vello imprudente e inoportuno. Salió de la ducha, se envolvió en un toallón, y una vez que se hubo secado, se dirigió al dormitorio para vestirse.
De un cajón de la cómoda sacó un slip negro, un par de medias del mismo color y un pañuelo gris. Abrió el placar, seleccionó un traje negro, una camisa blanca y una corbata, también negra con pintitas blancas. Se vistió sin apuro, morosamente, y por fin; se calzó unos zapatos negros lustrados a espejo.
Volvió a mirar el reloj. —¡Carajo, las 8 ya! —exclamó. Se abrigó con un sobretodo pied de poule y un echarpe blanco, echó sobre su figura alta, elegante, una última mirada satisfecha y aprobadora, y bajó a la cochera en procura de su auto. El micro que traía a Ella arribaría 8:30.
Llegó a la terminal y consultó el enorme cartel electrónico para saber a qué plataforma dirigirse: 26. Entonces recorrió infinidad de veces de uno a otro extremo ese andén sembrado de colillas, sucio de esperas trajinadas, nerviosas, ansiosas y… odiosas.
Hasta que casi puntual, el bondi llegó apenas pasada la hora, y el tipito la distinguió a Ella sonriéndole desde la ventanilla, agitando su mano e iluminando la mañana con su divina presencia. Se sintió renacer ese día, fuerte, enorme, embargado por la felicidad, murmurando entre dientes: —No me importaría morir en este instante para perpetuarlo en mi alma por toda la eternidad (suponiendo que tal cosa exista, claro).
Y así renació el tipito; puro otra vez, rescatado de lo que había sido una constante en su vida durante años: una insoportable espera añeja de esperar sin deseo, agobiado por ese esplín incurable que llevaba como marca en el orillo y atrapado en un torbellino de placeres efímeros que después del goce se demostraban como meros sucedáneos y que pronto lo sumían en la más espantable de las oquedades: el sinsentido.
Renació, nuevamente nuevo, ahora… pasadas las 8:30.
-Juan Carlos Serqueiros-