miércoles, 28 de septiembre de 2022

DE TRANSMISIONES PRESIDENCIALES TRAUMÁTICAS







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

El 12 de octubre de 1922, el presidente saliente, Hipólito Yrigoyen, aguardó en la casa de gobierno al entrante, Marcelo T. de Alvear (electo tras haber ganado, in absentia, los comicios nacionales del 2 de abril y ser proclamado por los colegios electorales el 12 de junio), quien venía dirigiéndose a la Casa Rosada para la tradicional ceremonia de traspaso de los atributos presidenciales, luego de haber jurado el cargo ante la Asamblea y pronunciado su discurso inaugural en el Congreso.



El mes anterior, Yrigoyen, rompiendo el protocolo, había ido al puerto a recibir en persona a Alvear, que regresaba al país en el buque Massilia, estrechándolo en un abrazo. Una abigarrada y entusiasta multitud saludó al electo y lo aclamó hasta el delirio.


Parecía que la estima y el afecto profundo que mutuamente se profesaban, había primado por sobre las antiguas diferencias habidas entrambos, limándolas definitivamente. 
Resulta difícil imaginar extremos tan opuestos, antípodas tan distantes, como Alvear e Yrigoyen, conviviendo en armonía en un mismo espacio político. Aristócrata, mundano, conciliador, expansivo, generoso, temperamental, enfant terrible, el uno; enigmático, inflexible, desconfiado, tenaz, personalista, intransigente, caudillo, el otro.
Retomando la ilación, decía entonces que parecía que los pretéritos desencuentros entre ellos, habían llegado a su fin. Parecía. Más temprano que tarde se vería que no era así.
Aquel 12 de octubre, un Yrigoyen circunspecto, grave, adusto, al frente de su gabinete en pleno, aguardó en el Salón Blanco a un Alvear exultante, le colocó la banda (correctamente, quiero decir; luego de enmendar el fallido de ponérsela al revés, tal como se ilustra en la caricatura de Caras y Caretas que oficia de portada de este artículo), le entregó el bastón, le estrechó la mano y se retiró inmediatamente. Poco menos que en andas, lo sacaron a la plaza de Mayo, desbordada de radicales enfervorizados que coreaban su nombre. Dificultosamente, consiguieron que accediera a meterse en un automóvil, del cual descendió en la avenida de Mayo para entregarse al delirio de la gente que lo aclamaba. A partir de ese momento, se torna nebuloso determinar exactamente cómo siguió el día de Yrigoyen después del traspaso presidencial, porque algunos cronistas consignaron que "por fin, después de inmensos esfuerzos se consigue que suba" (al automóvil con un neumático de repuesto en el techo que podemos observar en la imagen, se refieren); mientras que otros afirmaron que "tomó un tranvía rumbo a Palermo, dispuesto a pasear" (el que también aparece en la foto, con una publicidad de anís Flor de Siria).


Mientras todo esto ocurría, Alvear dispuso para sí un alto en los actos protocolares (los cuales se hallaban en el punto de los plácemes, felicitaciones y buenos augurios que, con un apretón de manos, era de estilo brindar al flamante mandatario), para poder contemplar a través del ventanal del despacho presidencial, el espectáculo de la plaza con la gente rodeando a Yrigoyen. Y José María Rosa agrega un comentario: "Tal vez en lo íntimo comparará la cola escueta de quienes felicitaban al que entraba con la eclosión desbordante a quien se va". 
Puede que así haya sido, chi lo sa; pero particularmente, no coincido con esa percepción del venerable maestro don Pepe: Alvear no era envidioso, la cola de los que estrechaban su mano de ningún modo era "escueta"; sí estaba, lógicamente, limitada por la capacidad del salón, y entre los que ovacionaban a Yrigoyen, seguramente no se contaban los familiares de las víctimas de la tristemente célebre Semana Trágica.
Volvamos a Alvear: lo sacó de su contemplación desde los ventanales la urgencia apremiante del escribano de gobierno que lo instaba a proseguir con los actos oficiales, tomando juramento a los ministros de su gabinete. 
Y es hora de consignar que la asunción presidencial de Alvear fue la primera en nuestro país en ser transmitida en vivo por aquella Radio Argentina, propiedad del iniciador de la radiodifusión nacional, Enrique Susini, quien había sido elogiado y felicitado por Yrigoyen un par de meses antes.
Existe la creencia, por tradición oral principalmente, de que concluidas ya todas las ceremonias, sobre las 20 hs., el presidente que acababa de asumir el cargo llamó por teléfono a su esposa Regina Pacini, quien lo aguardaba en el palacio Fernández Anchorena (actual sede de la Nunciatura Apostólica), en el 1605 de la avenida Alvear, que había sido cedido para Residencia Presidencial provisoria, avisándole que se proponía "ir a cenar a lo de Hipólito para charlar a solas con él". 
¿Comieron juntos Yrigoyen y Alvear esa noche en la mítica cueva del Peludo situada en Brasil 1039 del barrio de Constitución? Es probable que así ocurriera; por lo pronto, la objeción formulada acerca de la supuesta imposibilidad de ello en razón de que los actos oficiales de asunción presidencial implicaban la asistencia del nuevo mandatario a la tradicional velada de gala en el teatro Colón, no tiene asidero: la misma se realizó, sí, y concurrieron Alvear y su esposa; pero dos días después, en la noche del 14 de octubre, ocasión en que se representó la ópera Aida, de Verdi. 
Sea como fuere, lo real y concreto es que más allá del tradicional acto de transmisión del mando; aquel 12 de octubre volvieron a reunirse en algún momento, tal como en sus Memorias Íntimas lo cita el ministro de Relaciones Exteriores de Alvear, Angel Gallardo. Narra éste que ese día Yrigoyen le pidió de favor a Alvear que lo dejara rubricar una serie de decretos de nombramientos diversos que "no había tenido tiempo" (?) de firmar antes, los cuales se publicarían en el Boletín Oficial con fecha antedatada al 12 de octubre. La natural bonhomía de Alvear lo impulsó a consentir en ello, y -siempre según Gallardo- "con ese pretexto constituyó Yrigoyen un segundo gobierno en la casa de Salaberry, desde donde pretendía seguir manejando el país".
Lo del gobierno paralelo que había instalado Yrigoyen (y que Alvear desmontó con mano firme) es un hecho histórico absolutamente comprobado y significó, si no una fisura insoldable en la relación entre ellos; sí el nacimiento de una marcada desconfianza hacia el primero por parte del segundo, la cual incluso se exacerbó, si tenemos en cuenta los relevos y cambios que introdujo el último en Campo de Mayo a partir del rumor que corría acerca de una conspiración militar yrigoyenista. 
La ruptura del radicalismo en personalistas (yrigoyenistas o peludistas) y antipersonalistas (alvearistas o azules, después llamados "contubernistas" por los yrigoyenistas, por su acercamiento a los conservadores) comenzaba a ser notoria. Y pasaría a evidenciarse como una realidad tangible.


Seis años después, el 12 de octubre de 1928, la escena de transmisión de la presidencia se repitió, y con los mismos actores, pero invertidos sus roles: el presidente entrante era Yrigoyen (que había ganado el 1 de abril las elecciones en todo el país excepto en San Juan -donde se abstuvo-, y que había sido proclamado por los colegios electorales el 12 de junio); y fue Alvear quien tuvo que hacerle entrega de los atributos.
Y una vez más la ceremonia fue traumática: luego de colocarle la banda a Yrigoyen y depositar en sus manos el bastón; Alvear se retiró por la explanada que da a Rivadavia. Allí lo esperaba una nutrida concurrencia de radicales peludistas que se habían convocado (por propia iniciativa o vaya uno a saber instigados por quién) para "saludarlo" con una estruendosa silbatina y "bendecirlo" con el grito de "¡traidor!". Alvear, que no era de los que se arrean con el poncho, se les fue encima como chancho a la batata. Sólo la oportuna intervención de sus ministros que lo acompañaban, evitó que aquella tragicomedia ridícula se tornara drama.
El que no pudo eludir el drama fue nuestro país, porque usted bien sabe, estimado lector, que lo que comienza mal, suele terminar peor: menos de dos años duró el gobierno de Yrigoyen que fue derrocado por la revolución del 6 de setiembre de 1930. Ni él pudo concluir su mandato, ni Alvear (que si bien no aplaudió la destitución de Yrigoyen; sí la entendió como esperable y lógica -"tenía que ser así", dijo- y no se privó de abundar en consideraciones sobre la ineptitud del Peludo y de emitir un lapidario "gobernar no es payar") pudo coronar su anhelo de volver a ser presidente.
Pese al agua que corrió bajo el puente, después de muchos desencuentros traducidos en tantos mandobles como se cruzaron Alvear e Yrigoyen; el primero visitó al segundo tres días antes de su muerte, el 3 de julio de 1933, y a su fallecimiento, presidió los actos populares de su entierro.
No por nada el sagaz e irónico Matías Sánchez Sorondo había pronunciado en 1925 aquella frase ferozmente mordaz: "Los radicales son como los esposos mal avenidos: se pelean todo el día, para acostarse juntos de noche".

-Juan Carlos Serqueiros-

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