Escribe: Juan Carlos Serqueiros
"La corona estaba sin norte, el gobierno sin brújula, el Congreso sin prestigio, los partidos sin bandera, las fracciones sin cohesión, las individualidades sin fe, el tesoro ahogado, el crédito en el suelo, los impuestos en las nubes, el país en la inquietud..." (Juan Valera)
El reinado de Isabel II pretendió ser liberal y modernizador, pero nunca pudo traducir esas aspiraciones en una realidad efectiva.
A la Frescachona no le faltaba patriotismo, al contrario; lo tenía en alto grado. Lo que le faltaba era saber reinar y una clase dirigente a la altura de las circunstancias. Y ambas carencias, para desgracia de España, no eran pasibles de subsanarse. Isabel no había sido educada para ocupar eficaz y atinadamente el trono, y las buenas prendas que adornaban su carácter resultaron insuficientes para suplir esa limitación. Y los políticos y militares de la época, todos ellos, sin distinción de bandos, anduvieron faltos de virtud y comprensión.
Los absolutistas, que habían devenido en carlistas; y los liberales, divididos entre moderados (fraccionados a su vez entre autoritarios y puritanos) y progresistas (que también se escindieron a su turno entre ala derecha y ala izquierda) representaban la evidencia patética del ocaso definitivo del otrora poderoso imperio.
Trató Isabel, que amaba profundamente a su tierra y a su pueblo, de devolverle algo del pasado esplendor, pero dadas sus propias limitaciones y las circunstancias en que le tocó actuar; el patriotismo que quiso evidenciar (y que sin duda alguna sentía) se acercó demasiado al chauvinismo. Las aventuras imperialistas de la España de por entonces en la Cochinchina, en África y en América; sólo lograron hacerla aparecer como odiosa ante los ojos del mundo. Lo funesto del pesado yugo hispánico impuesto a Cuba, fue ilustrado por Sem (Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer, como vimos en la primera parte) en esta acuarela:
En lo interno, hubo durante el reinado de Isabel tres etapas en el transcurso de las cuales se alternaron en el gobierno las distintas corrientes de opinión. La primera de ellas abarca desde 1844 hasta 1854, es llamada la Década Moderada y su figura más prominente fue la del general Ramón María Narváez; la segunda va desde 1854 hasta 1856, se la conoce como el Bienio Progresista y el protagonismo lo tuvo el general Baldomero Espartero; y la tercera, Alternancia Moderados-Unión Liberal, comprende el período 1856-1868, con preeminencia de los generales Leopoldo O'Donnell y -otra vez- Narváez.
El 2 de febrero de 1852 la reina Isabel sufrió un atentado. En la iglesia de Atocha, a la cual había concurrido a una misa de acción de gracias por el nacimiento de su hija, la infanta Isabel de Borbón; un cura llamado Martín Merino le asestó una puñalada en el costado. Las ballenas del corset que llevaba la reina impidieron que la herida fuese mortal.
Merino fue aprehendido allí mismo, y tras un brevísimo juicio en el cual declaró que había actuado solo, por su exclusiva cuenta, y que había atentado contra la reina porque no pudo hacerlo contra el que en realidad quería matar: el general Narváez, por hallarse éste siempre escoltado y protegido; fue condenado a muerte, ejecutado en el garrote vil, su cadáver cremado y esparcidas al viento sus cenizas.
Bajo el reinado de Isabel II, España comenzó a ser un estado moderno. Llegó la industrialización -a los ponchazos, con mucho de improvisación y mil defectos de toda laya, pero llegó-, se crearon bancos, llegaron los ferrocarriles y se construyeron rutas. Pero un país sumido en la miseria, la corrupción, la superstición y el atraso, con una población que detentaba el dudoso privilegio de una tasa de analfabetismo superior al 80%, requería de algo más que de buenas intenciones e iniciativas transformadoras más declamadas que reales; requería de grandeza en sus clases privilegiadas para tolerar el ser un poquitín menos ricas para que a su vez las desposeídas fuesen un poquitín menos pobres.
El problema no residía en que Isabel estuviese lejos de ser una reina preparada adecuadamente para reinar, ni en que los sucesivos presidentes del Consejo de Ministros que ejercían el gobierno fuesen ineptos para gobernar. Al fin de cuentas, las monarquías inglesa, francesa, italiana, alemana y holandesa no eran infinitamente superiores a la española; como así tampoco sus gabinetes estaban integrados por luminarias que eran un portento de inteligencia comparados con el ibérico. Isabel, Narváez, Espartero y O'Donnell no eran unos genios -ni mucho menos-, pero no puede decirse que carecieran de patriotismo ni que fueran unos negados totales.
Tampoco estaba la raíz del mal en las tan mentadas camarillas que insistentemente se citan cada vez que se encara el análisis del período isabelino. En todo caso, la existencia de estos grupúsculos era una señal indicativa de la enfermedad; pero no la causa de la misma. Dicho sea esto sin soslayar que existía también una influencia malsana que no constituía camarilla porque era unipersonal, y que erosionó con sus camándulas, negociados y agachadas el reinado de Isabel: la del mismísimo rey consorte Paquita Natillas.
Y mucho, pero muchísimo menos, ha de buscarse el origen del problema en la activísima vida sexual extramarital de la reina. Por trajinado que estuviere el lecho real, lo que en él ocurría escandalizaba mucho más a los progresistas que al pueblo; que tenía que preocuparse por cosas mucho más acuciantes que los hombres que se procuraba Isabel para satisfacer su genitalidad. Lo cual por otra parte, no hacía disminuir ni un ápice el cariño que se le tenía y la popularidad de la que gozaba.
El drama español venía de lejos en el tiempo y anidaba en el alma misma del ser nacional. Era un gran mal que tornaba imprescindible contar con un gran remedio que no podía conseguirse en las boticas: una clase dirigente con generosidad y grandeza.
Grandeza que no tuvieron los moderados, pero que tampoco exhibieron los progresistas que la destronaron; pues la reina intentó acordar con ellos e integrarlos al gobierno, lo cual rechazaron, volcándose de lleno a la vía revolucionaria.
El 23 de octubre de 1865, Isabel II le escribía al general O'Donnell, por entonces jefe del gobierno en tanto presidente del Consejo de Ministros, a propósito de una epidemia:
"O'Donnell
No pudiendo compartir en estas
tristes circunstancias, porque así lo ha considerado conveniente el Gobierno,
los riesgos que corren muchos de mis súbditos con motivo de la epidemia
reinante, te envío un millón de reales de mi patrimonio para que le remedien
con ellos todas las desgracias que sean posibles y en la forma que juzgue
oportuna el Gobierno; sintiendo mucho no poder disponer de más actualmente para
aplicarlo á este objeto.
Isabel"
Si en 1856, en el ocaso del Bienio Progresista llegó a gritarse en Cataluña "¡Viva la república democrática y mueran la reina puta, los fabricantes, los ricos y los propietarios!"; ahora ("ahora" en 1868, me refiero) las cosas estaban más feas aún. A la crisis financiera de 1866 que había arrastrado a los consorcios ferroviarios y bancos; se le sumó (las pulgas del perro flaco) lo que dió en llamarse crisis de subsistencias originada en la escasez de trigo de resultas de las malas cosechas. Sobrevinieron la recesión, el desempleo y el hambre. Los motines se sucedían en toda España y el país era un polvorín presto a estallar. Se conspiraba abiertamente no ya sólo contra el gobierno, sino también contra la reina; al grito de "¡Abajo los Borbones y arriba los cojones!".
En ese contexto, Isabel designó a Luis González Bravo para presidir el gobierno.
El mensaje de éste a las Cortes (a las que seguidamente mandaría cerrar) fue el de que sería el suyo un "gobierno de resistencia a cualquier tendencia revolucionaria". Y trascartón nomás, resuelto y sin pararse en pelillos, ordenó detener y desterrar a los generales más comprometidos e involucrados con la oposición progresista-unionista (entre los cuales estaba Serrano, antiguo amante de la reina) y al duque de Montpensier, cuñado de Isabel por estar casado con su hermana María Luisa Fernanda de Borbón.
Sem (es decir, los hermanos Bécquer) satirizaba ferozmente a la Frescachona; a su amante de turno, el senador Carlos Marfori; al rey consorte Paquita Natillas; y -paradojalmente- a González Bravo.
Y escribí "paradojalmente" en relación a lo de Sem con respecto a González Bravo, porque Gustavo Adolfo Bécquer era amigo personal del presidente del gobierno, quien no sólo lo protegía y patrocinaba; sino que además lo había nombrado censor con un elevado sueldo. Mal que les pese a los panegiristas del poeta, éste procedió con evidentes doblez e hipocresía en tanto era por entonces funcionario rentado de un gobierno al cual criticaba.
Y no se quedó sólo en eso de morder la mano que le daba de comer, sino que también pintó a González Bravo como un ladrón huyendo a Francia con bolsas de dinero producto del saqueo a los caudales públicos y diciendo "ya gané"; todo lo cual era falso, una infamia de Bécquer; porque el presidente del gobierno era un hombre honesto a rajatabla.
Y dicho sea así como al pasar, tampoco era quién Bécquer para tildar de cornudo a nadie..., siéndolo él mismo. En fin, miserias humanas, que les dicen...
El 18 de setiembre al clamor de "¡Viva España con honra!" comenzó la revolución conocida como La Gloriosa: se sublevó la escuadra al mando del almirante Juan Bautista Topete; el 28 la batalla de Alcolea dió el triunfo a los revolucionarios; y el 29 se levantaba en armas Madrid.
El 30 de ese mismo mes, Isabel II, que se hallaba en San Sebastián, era destronada y forzada a partir desde allí mismo en un tren a exiliarse en Francia. Tenía 38 años. Ya nunca volvería a su patria. Las gentes del pueblo, que jamás dejaron de amarla, ni siquiera en esos momentos de su caída, y que se volcaron a las calles para ver cómo se alejaba su reina; lloraban.
Llegada la familia real a París, la Frescachona ya no quiso continuar soportando la ficción de su "matrimonio" y eligió vivir separada de Paquita Natillas. Éste se recluyó en un castillo con su amante Antonio Ramos Meneses, y como si quisiera seguir hundiéndose más y más en su ruindad y su bajeza; entabló en los tribunales franceses una demanda contra Isabel, reclamándole una pensión. El 8 de abril de 1870 un fallo judicial disponía que la ex reina debía pasarle a su esposo la enorme suma de 150.000 francos anuales. Con esa renta, el abyecto y rastrero Francisco de Asís de Borbón continuó su indigna y miserable existencia de parasitismo crónico dedicado al "agotador trabajo" de coleccionar obras de arte; hasta que el 17 de abril de 1902 tuvo a bien morirse.
El 25 de junio de 1870, Isabel abdicó de sus derechos dinásticos a la corona española en favor de su hijo Alfonso, acto que podemos apreciar en un grabado de la época:
Por su parte, en la península ibérica la publicación La Flaca lo ilustraba así:
A todo esto, España atravesaba más o menos penosamente lo que en historia se conoce como el Sexenio Democrático, período que abarca desde 1868 hasta 1874. En ese lapso se sucedieron: el Gobierno Provisional (1868-1871), la Monarquía Parlamentaria de Amadeo I (1871-1873) -que duró lo que un suspiro ese macaroni que fueron a buscar los españoles, del que el pueblo se burlaba, y que cuando avisado por su acompañante en el carruaje de que estaban pasando por frente a la casa donde vivió Cervantes, dijo: "No salió a saludar a mi paso ese señor Cervantes, pero de todos modos vendré a visitarlo cuando tenga tiempo"-; y la efímera Primera República Española (1873-1874).
¿Y todo eso para qué? Para terminar en la Restauración Borbónica entronizando al hijo de Isabel, Alfonso XII.
La Flaca ilustraba de este modo la "armonía" y la "concordia" que campeaban entre los Borbones:
A todo asistía Isabel desde su exilio en París. Y desde allí se vió obligada también a asistir a la muerte de su hijo Alfonso XII, resignada a su destierro y a la lejanía de su patria y de su pueblo, a los que con errores y aciertos, tanto amó.
Su llama se apagó definitivamente el 9 de abril de 1904. A su muerte, Benito Pérez Galdós escribió en su Memoranda, artículos y cuentos, estas palabras:
"El reinado de Isabel se irá borrando de la memoria, y los males que trajo, así como los bienes que produjo, pasarán sin dejar rastro. La pobre Reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de la libertad, después hollada, escarnecida y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. Se juzgará su reinado con crítica severa: en él se verá el origen y el embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió en perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido Reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano."
Me parece una buena síntesis este párrafo de Galdós. Y si él me lo permitiese, por mi parte agregaría alguna mención al alma generosa de la Frescachona, que la llevó hasta el punto de perdonar la vileza de ese áspid que fue Paquita Natillas; del cual supo ser, pese a todo lo que aquél le hizo; una amiga leal y consecuente.
-Juan Carlos Serqueiros-
bravo!! Me quedo encantado después de leer el artículo ya que me ha parecido ameno, interesante y sobre todo objetivo sin caer en el recurso de desprestigiar por el hecho de ser argentino. Desde España saludos y seguiré con interés tus publicaciones.
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