Escribe: Juan Carlos Serqueiros
Poco o nada tuvo que ver la vida de Emilio Salgari con la de los personajes nacidos de su talento creador, ni con las aventuras que ellos protagonizaban.
Nacido en Verona el 21 de agosto de 1862, fue un hombre hosco, despótico y violento. Aspiró a ser marino y para ello, entre los 15 y 16 años ingresó en un instituto naval, pero no completó sus estudios. Comenzó a ganarse la vida como periodista, y en 1883 despuntó su primer éxito, El Tigre de la Malasia, una novela que iniciaría la saga de su personaje más famoso: Sandokan, editada por entregas en los periódicos. Seguirían otras, publicadas como folletines, y también en formato libro, que lenta pero sostenidamente le hicieron adquirir popularidad. Por entonces, se evidenciaría públicamente su carácter taciturno y pendenciero: retó a duelo a un colega que había criticado acerbamente sus obras y a quien infligió una seria herida (Salgari era muy aficionado a la esgrima), de resultas de lo cual fue encarcelado. Estuvo poco tiempo en prisión -probablemente, sólo dos meses, lapso que otros biógrafos suyos extienden hasta seis-, y al salir en libertad, consiguió firmar un contrato para publicar en una editorial genovesa atraída por su fama creciente.
En 1892, Salgari se casó con una bellísima actriz, Ida Peruzzi, mujer de gran hermosura con la cual tendría 4 hijos: Fátima (n. 1892), Nadir (n. 1894), Romero (n. 1898) y Omar (n. 1900), y se trasladó a Turín. Parecía que la vida del escritor se estabilizaba al fin, pero eso sería sólo una efímera ilusión...
Si la índole de Salgari era turbulenta; no lo era menos la de Ida (a quien él se empeñaba en llamar Aída, por el personaje de la ópera de Verdi). Ambos habían trocado realidad por ficción y estaban inmersos en un mundo de fantasía que se habían tejido para vivir en él. Se amaban, pero no eran dueños de sí mismos; sino esclavos de sus pasiones, vicios y excesos: alcohólicos y promiscuos ambos, un cónyuge contagió al otro la sífilis; mientras las peleas se sucedían y las estrecheces económicas se agudizaban, constriñéndolos cada vez más y más.
La irrealidad en que vivían se había exacerbado: Salgari, que no había hecho jamás otro viaje que no fuera alguno de los cortos de práctica en sus inconclusos estudios navales, y que era declaradamente antisocial, se creía un gran capitán y presumía de haber recorrido las regiones más exóticas y tratado con las gentes más extrañas. Todo eso eran nada más que delirios suyos. Los personajes literarios que creaba, surgidos de su portentosa imaginación, vivían aventuras en países remotos que el escritor conocía sólo a costa de pasarse los días enteros leyendo en las bibliotecas públicas. Discurría su vida entre mañanas y tardes sumido en libros y atlas, y noches en febril escritura, produciendo novela tras novela. Y la fama y el reconocimiento, cada vez mayores; pero a todo esto el dinero... seguía faltando. Mientras, la locura de Ida se acentuaba, hasta que irremisiblemente insana, hubo que recluírla en un manicomio, donde moriría poco después.
La pérdida de su esposa y la asfixia económica condujeron a Salgari al suicidio: luego de un primer intento fallido de apuñalarse el corazón; el 25 de abril de 1911, acabó con su existencia hundiéndose un cuchillo en el vientre.
La tragedia se había encarnizado con los Salgari, ya que su padre también se había suicidado, a poco morir su madre, y asimismo se suicidarían después dos de sus hijos: Romero, en 1931 y Omar, en 1963.
Quizá, en la dimensión en que esté, Salgari haya encontrado al fin, la felicidad y paz que no pudo o no supo conseguir en ésta. Amén.
Pero si el hombre pasa, su magia y sus sueños quedan. Y trascienden. Habemos y seguiremos habiendo millones y millones de Salgaris, en las jarcias de un parao malayo, sintiéndonos Sandokan, enamorando a lady Mariana Guillonk y resistiendo el despojo inicuo y prepotente de la poderosa Inglaterra con sus acorazados; o el astuto, gordo e irascible Yáñez de Gomera y el sesudo, refexivo, doctor Van Horn, luchando contra el pérfido y miserable Lu Feng, o dinamitando la mítica Mompracem para que se hunda en el mar, antes de permitir que la posea el pirata de la rubia Albión, y así siga siendo, aún perdida en la noche de los tiempos, bastión de rebeldía y libertad.
Y serán por siempre Salgari y su magia, sí... mientras haya, dispuesto a conjurarla, un niño habitando el corazón de un hombre.
Fuera de toda clasificación acerca de su vida y su carácter, quizá el valor de un hombre pudiera determinarse en síntesis, por su creatividad. La posibilidad de crear a partir de la nada sea lo que sea, convierte al hacedor en alguien que en definitiva, hace un milagro en el propio mundo y en el ajeno, aunque no pueda sobrevivirlo y dimensionarlo.
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