domingo, 27 de mayo de 2012

EL ZARCO, UN TRAIDOR TRAICIONADO























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

El general Tomás Brizuela, apodado zarco por el azul desvaído de sus ojos, empezó mal la cuarentena de sus años. Y seguiría aún peor.
Perteneciente a la antigua familia de los Dávila, que junto a la de los Villafañe y la de los Ocampo constituían el núcleo aristocrático de patricios que fueron luego degenerando en señores feudales, oligarcas, que se alternaban en el poder en la provincia de La Rioja, había nacido circa 1800 probablemente en el valle de Famatina. Siguió al general Juan Facundo Quiroga en sus campañas, y luego del asesinato de éste en 1835, se contentó con influir decisivamente en La Rioja desde la comandancia militar, dejando la administración del gobierno a terceros. Más le hubiera valido quedarse en eso.
En enero de 1836 el coronel unitario Martín Yanzón, gobernador de San Juan (que había llegado al gobierno merced al apoyo del general Quiroga), no tuvo mejor idea que invadir La Rioja, que a la sazón estaba gobernada nominalmente por Fernando Villafañe, “avalado” por supuesto, por las milicias de los Llanos que mandaba Brizuela. La decisión de Yanzón estaba basada en un propósito público (público en su provincia, se entiende) de terminar con el problema de que los comerciantes sanjuaninos al pasar por La Rioja, eran obligados a pagar “peaje” (en el mejor de los casos; porque también les ocurría que eran saqueados y obligados a volverse a San Juan) y otro privado: la búsqueda de un hecho que le diera notoriedad y lo afianzase en el gobierno, ya que su repentina voltereta política de, siendo unitario, declararse federal y rosista; no se la creía ni él mismo. Juan Manuel de Rosas, que tenía un excelente servicio de informaciones, supo en el acto lo que planeaba Yanzón y le escribió una explícita carta en la que llamaba su atención acerca de las prescripciones del Pacto Federal en caso de invasión de una provincia a otra. Yanzón, hipócrita, respondió a través de su ministro que nada haría que violase los acuerdos interprovinciales… ¡en los momentos mismos en que se dirigía a La Rioja a invadirla! Claro, pensaba que encontraría a la provincia vecina a su merced y que no se le ofrecería resistencia alguna.

Pero el gobernador riojano Villafañe estaba alerta y ya había combinado con el zarco Brizuela un plan defensivo, de modo que a Yanzón la cosa se le puso fea y la invasión resultó en un desastre para las tropas sanjuaninas, que fueron masacradas por las riojanas en la batalla de Pango el 5 de enero de 1836. Yanzón huyó a Chile dejando su provincia acéfala e indefensa, y Brizuela por su parte, vio la oportunidad de “escarmentar a los sanjuaninos”: la taba se dio vuelta y los invadidos riojanos pasaron a ser los invasores de San Juan. Dos meses duraría la ocupación de San Juan por las tropas de Brizuela, lapso durante el cual los saqueos, violaciones y asesinatos eran la moneda corriente. En ese ínterin los sanjuaninos eligieron gobernador a Nazario Benavides en reemplazo del fugitivo Yanzón. Benavides negoció con Brizuela y éste se retiró de San Juan al precio de que se le pagasen 25.000 pesos plata y se le entregasen 2.000 vacas, 200 caballos, 200 fusiles y 100 sables en concepto de “indemnización”. El por entonces altanero y triunfante Brizuela no imaginaba cuán caro pagaría esa andanza un día no muy lejano.
Vuelto a La Rioja y ya perdida toda ponderación (suponiendo que alguna vez la hubiese tenido), el Zarco asumió personalmente el gobierno de su provincia y se volvió alcohólico. Sus muestras de obsecuencia a Rosas (le cambió el nombre al Famatina por el de cerro del Gran Rosas y mandó acuñar monedas con la efigie del Restaurador, todo lo cual fue rechazado por éste, profundamente disgustado con semejante chupamedias), preanunciaban su traición a un federalismo que jamás había sentido, y que se evidenció efectivamente cuando, cediendo a los cantos de sirena de Marco Avellaneda, se pronunció a mediados de 1840 contra Rosas a cambio de la promesa de Avellaneda de hacerlo jefe militar de la Coalición del Norte.

De nada sirvió que la señora Dolores Fernández, viuda del general Juan Facundo Quiroga, le escribiese al Zarco el 11 de junio de 1840 recordándole su antigua condición de lugarteniente del Tigre de los Llanos e instándolo a enmendar su error y volver al redil federal. Brizuela, instruido pero de pocas luces, y encima; con su escasa inteligencia nublada por su dipsomanía, no atendió razón alguna, no atinó a asirse a la tabla salvadora que le arrojaba Rosas a través de doña Dolores Fernández, y siguió empeñado en su traición.
De allí en más iría cuesta abajo. La dirección de la Coalición del Norte que le había prometido Avellaneda jamás pasó de ser nominal. Lo que en realidad quería Avellaneda de Brizuela era su ejército riojano, por lejos el mejor pertrechado de entre los de las provincias que formaron esa entente antirrosista; pero el mando militar efectivo lo tendrían Lamadrid y Lavalle, y el político, el propio Avellaneda.

En su imbecilidad infinita Brizuela no se dio cuenta de que sólo era un títere. Se obnubiló con el rol de Director de la Liga que el tratado firmado el 21 de setiembre de 1840 entre los unitarios de Tucumán, Catamarca, La Rioja, Salta y Jujuy le confería, y se tomó en serio su papel. ¡Pobre Zarco, tan estúpido, torpe, borracho e infeliz! Ese sería el principio de su fin: menos de un año le duraría al desgraciado su ilusión de poder y grandeza. Rosas, ya desembarazado del conflicto con Francia, se dedicó de lleno a terminar con la Coalición del Norte y en pocos meses, los generales Oribe, Pacheco, Aldao y Benavides liquidaron la cuestión acabando con todos los cabecillas menos con Lamadrid que conseguiría fugar.
En enero de 1841 Lavalle, con su ejército reducido a una horda de facinerosos, se dirigió a Catamarca y desde allí citó a Brizuela a una reunión en una de las estancias de éste, en Hualfin. Sea que el Zarco se demorase o fuera que Lavalle se adelantó, lo concreto es que éste llegó antes y no encontró a Brizuela, pero en cambio sí encontró a su mujer, Solana Sotomayor -dama esta que era algo… voluble, pongamos, por decirlo suavemente- y se encerró a solazarse con ella durante cinco días en el transcurso de los cuales sólo abrían la puerta del dormitorio para pedir de comer y beber (parece que el hombre venía de una prolongada abstinencia y que misia Solanita en cuestiones amatorias, era una verdadera geisha).

Brizuela, al enterarse de su deshonra, terminó muerto en la batalla de Sañogasta el 20 de junio de 1841. Se ignoran las circunstancias precisas de su fin, sabiéndose con certeza sólo que murió de un balazo por la espalda que le tiró su propio edecán, no pudiéndose determinar si ello obedeció a un pedido del mismo Brizuela para que lo matase, o si su ayudante obró por las suyas; ya que tanto Benavides como Aldao se atribuyeron la conducción de las tropas federales en esa victoria, y al parte de guerra del primero de ellos (que fue quien efectivamente participó de la batalla) le falta la sección que detalla el deceso del Zarco, debido a lo cual prevaleció el que Aldao le mandó a Rosas, fechado el 20 de junio de 1841 en Cuartel General de Sañogasta (?!) y que reza: Hoy ha desaparecido regando con su sangre inmunda el suelo argentino, el salvaje traidor Tomas Brizuela. Su división que se componía de 600 hombres de caballería e infantería, casi toda está en nuestro poder, los que fugan por la gradosidad de las sierras, espero que caigan en nuestro poder".
Así terminó sus días el zarco Brizuela, con su cabeza "adornada" con los cuernos que le puso Solanita; en lugar de la corona de laureles con la que había soñado al perpetrar su traición.


-Juan Carlos Serqueiros-

1 comentario:

  1. Eso de la corona de laureles reemplazada por un par de cuernos, nos trae la perfecta concordancia con la traición amatoria, y la bala por la espalda. Quien por la espalda muere, es porque primero tuvo que darse vuelta. Excelente!!!

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