sábado, 7 de junio de 2014

ECCE HOMO. TERCERA PARTE























Escribe: Juan Carlos Serqueiros


Veo en la atmósfera política y también social los gérmenes evidentes de una decadencia pública, sin remedio tal vez... en el rémington popular y en el rémington de línea dispuestos a provocar el estallido. (Osvaldo Magnasco)

Según sostiene Félix Luna en Soy Roca:

Enfriaron (Alem y Pellegrini) sus relaciones en 1891, siendo presidente Pellegrini, cuando los cívicos decidieron celebrar a todo trapo el primer aniversario de la revolución del Parque e invitaron a los doce cadetes que se habían hecho presentes en el primer acto público de la Unión Cívica (se refiere al mítin del Jardín Florida, realizado el 1 de setiembre de 1889)El presidente prohibió su concurrencia: eran aprendices de militares y como tales debían abstenerse de participar en actos políticos. Alem se enfureció. Se dirigió a la Casa Rosada, entró en el despacho presidencial y en tono insolente exigió a Pellegrini permitir la asistencia de los cadetes al acto cívico. De un modo tan enérgico como el de su interlocutor, el presidente le dijo que mantenía su resolución y que haría buscar a los cadetes con un piquete de soldados para juzgarlos como desertores. Salió Alem enceguecido de ira y todavía mandó un billete al presidente conminándolo a que en el término de dos horas mudara su resolución: de lo contrario, agregaba, "se arrepentiría". (sic) (negritas y subrayados míos)

A partir de que Luna afirmó eso; todo el mundo se puso a repetirlo y quedó instalado en el colectivo como una certeza. Pero las cosas no habían sido así. Veamos:
La inexactitud surge de tomar al pie de la letra una carta que después, cuando ya no era presidente, Pellegrini le envió desde París a un amigo en Buenos Aires, en la cual narraba lo citado por Luna. Pero ocurrió que el Gringo confundió (ya sea involuntariamente o adrede) el año, y escribió "en el 91" en lugar de "en el 90".
Es llamativo que justamente Luna, uno de los más prolíficos y divulgados escritores radicales y conocedor profundo de la historia de su partido; no haya reparado en que lo afirmado por Pellegrini nunca podría haber tenido lugar en el "primer aniversario de la Revolución del Parque" (que se cumplía el 26 de julio de 1891), toda vez que la Unión Cívica ya se había fracturado de hecho en marzo de ese año con el acuerdo Mitre-Roca del 21, la ruptura de Alem con Mitre el 17 de mayo, la renuncia de Del Valle a la senaduría el 27 de junio y las declaraciones del general Campos adhiriendo al acuerdo Mitre-Roca precisamente el 26 de julio, día ese en que la policía intervino para separar a mitristas y alemistas que se agredían entre sí en los actos de conmemoración en la Recoleta.
A menos que Pellegrini fuera el poseedor de la máquina del tiempo, cosa que hasta donde me es dable saber, no era así; el hecho ocurrió como lo contó, pero no el 26 de julio de 1891, sino el 16 de noviembre de 1890, tal como consta en dos notas: una de esa fecha y la otra, ampliatoria de informes; datada dos días después, que el director del Colegio Militar, Nicolás Palacios; le dirigió al Jefe del Estado Mayor del Ejército, Emilio Mitre, con respecto a la fuga de los cadetes, las cuales obran en el AGCMN.
En la noche del 16 de noviembre de 1890, los cívicos realizaron en el teatro Onrubia, que estaba en la esquina sudeste de las calles San José y de la Victoria (la actual Hipólito Yrigoyen), una ceremonia en la cual se  entregar medallas a los cadetes que habían participado en la Revolución del Parque (lo impidió Pellegrini, ordenando a su edecán que se dirigiera al lugar y condujera a los fugados de vuelta al Colegio). Ese teatro, propiedad de Emilio "el loco" Onrubia, íntimo amigo de Alem, tenía para los cívicos un simbolismo especial: había sido uno de los principales cantones revolucionarios; y por eso fue elegido para la ocasión.
Esa carta de Pellegrini a su amigo es como la de un vendedor a su cliente. Echó toda la culpa sobre Alem, afirmó que ese fue el momento de "la ruptura de mi gobierno con el partido radical", se lamentó de haber tenido que dedicar "toda mi atención y mi tiempo a contener la anarquía" y distinguió entre cívicos nacionales (quienes a partir del pacto Mitre-Roca ya no eran el "enemigo" y a los que reputó de "hombres serios y respetables"), y cívicos radicales, a los cuales adjudicó el inicio de "una nueva conspiración contra el gobierno nacional". Y obviamente, se cuidó muy bien de mencionar que, además de la motivación política; Alem tenía otra de índole personalísima y afectiva: entre los cadetes en cuestión estaba su propio hijo. Y el soslayo, entendible en el Gringo a quien por supuesto, en tanto político no podía exigírsele imparcialidad; es inadmisible en Félix Luna, quien al abordar el tema del conflicto entre Alem y Pellegrini, omitió la consideración nada menos que de ese factor.
No es lícito en historia presumir objetividad en, y atenerse a la literalidad de; un documento emanado tan luego de una de las partes en pugna.
El desencuentro entre Alem y Pellegrini tenía su causa en el choque entre cerebros y corazones destinados a confrontar inexorablemente. No es que hubo un inicio concreto del mismo en algún punto de sus divergencias; sino que estuvo siempre. Y si Pellegrini (y Luna y todo el mundo) situaron el principio del conflicto en el acto del teatro Onrubia; uno podría, si quisiera, ubicarlo (por ejemplo) en el intento de Alem de forzar a Vicente Fidel López a renunciar la cartera de Hacienda (lo cual exasperó al Gringo, quien había hecho ingentes esfuerzos para convencer al anciano de aceptarla). Pero sería ocioso abundar en tales elucubraciones.
El desenlace se produjo en setiembre de 1894 y fue instado por Pellegrini. Pasó que Alem (que había sido electo senador en febrero y tenido que renunciar su banca por la prisión sufrida luego del fracaso de la revolución del año anterior, al salir en libertad había monopolizado el discurso moralizador, con críticas feroces hacia Pellegrini; a quien había convertido en blanco de sus dardos y en quien sintetizaba el régimen corrupto. Ante eso el Gringo, quien se había visto obligado, al subir a la presidencia, a vender una estancia heredada por su esposa para cancelar un crédito que había tomado en 1889 en el Banco Nacional (quebrado durante la crisis de marzo de 1891 que provocó el cierre de operaciones de los bancos oficiales) de modo de no ver afectado su buen nombre, decidió terminar la cuestión, salga pato o gallareta; e  instruyó a un diputado que respondía a su orientación, en el sentido de aludir a las cuentas poco claras ("turbias", fue la palabra empleada) de Alem en los bancos.
Y éste reaccionó hecho una furia y ya perdida toda ponderación. El 1 de setiembre de 1894, publicó en La Prensa una nota en la que con perífrasis ("régimen funesto que ha arruinado y deshonrado a la República",  "conducta vergonzosa", "iniciados en los secretos del Estado", etc.) aludía de manera más que obvia a Pellegrini, acusándolo elípticamente de pasársela en los "hipódromos" (el Gringo, efectivamente, era hombre muy aficionado al turf), en las "carpetas" (timbas, quizá por la fortuna perdida por Pellegrini en su juventud, que después rehizo con la comisión que percibió por el acuerdo con los acreedores europeos en 1885), en los "centros de especulación" (por sus vinculaciones financieras) y de haber mandado a "ese diputado" a decir "una ruindad". Hizo el elogio de su propia honestidad afirmando: "vivo en casa de cristal" (refiriéndose a la transparencia que se auto atribuía); y respecto a su situación frente a los bancos, se victimizó, manifestando que había dado de favor una garantía a "encumbrados personajes de la provincia y oficiales superiores" (?), quienes no habían pagado los créditos; quedando la deuda a cargo suyo, en prueba de lo cual citaba las palabras que según él, le había dicho el "presidente del Banco, doctor Vicente Fidel López" (?).
Ni bien lo leyó, Pellegrini redactó su respuesta, la cual publicó en La Nación el 2 de setiembre en una carta abierta que tituló Ecce Homo ("he aquí al hombre" en latín, por la cita bíblica de Poncio Pilato sometiendo a Cristo al veredicto de la muchedumbre; y no por el libro de Nietzsche publicado en 1888). En ella pulverizó a Alem, demoliendo con cifras, fechas y citas de documentación, todo su endeble andamiaje argumentativo. Demostró que sus deudas con los bancos estaban impagas desde siempre, que lo de las supuestas garantías que había dado de favor a terceros era "pura novela", que vivía en la irrealidad y fuera de tiempo y por eso traía a colación al "doctor Vicente Fidel López que fue presidente del banco hace quince años". Como el otro había afirmado que vivía "en casa de cristal"; el Gringo consignó que él, en cambio, vivía en una "de piedra, y allí he formado un hogar conocido, respetado y honesto; es éste un requisito indispensable para mantener una posición social que corresponda a la posición política" (comparando su propia vida ordenada con la vida disipada de Alem y su afición al alcohol). Y terminaba por llamarlo "incendiario", "mistificador" y "falso apóstol". Encima, la edición de esa semana de la revista El Mosquito (presumiblemente a pedido de Pellegrini) traía una caricatura mostrando a Alem dentro de una limeta de ginebra, con el epígrafe "el doctor Alem en su casa de cristal".
Alem, ofendido, le mandó sus padrinos; y Pellegrini, que no era de los que se arreaban con el poncho, designó a su vez los suyos. Con buen criterio, los de una y otra parte determinaron que no había intención de calumnia ni de injuria y que por lo tanto no existían motivos para un duelo. La aceptación por parte de Pellegrini de los padrinos de Alem y consiguientemente, de la posibilidad de un duelo, demuestra que consideraba a su adversario un igual, un par; de otro modo los hubiese rechazado (porque sólo se batían los caballeros). De paso, y por si hiciera falta; eso da por tierra con la remanida "interpretación" de los "orígenes sociales distintos" entre ambos.
¿Quién ganó la pelea? Ninguno de los dos. Perdió la República; porque no atinaron a comprenderse. En las cartas abiertas que se intercambiaron estaba la patentización de sus egos; pues eran grandes ególatras ambos. Ni La Prensa ni La Nación tuvieron que aumentar sus tiradas el 1 y 2 de setiembre; lo cual viene a demostrar que el impacto que ambos decían querer provocar en la opinión pública, no existió en la realidad efectiva. Ninguno de los dos pudo arrebatarle al otro un solo partidario, y si fracasó Alem en el intento de dejar evidenciado a Pellegrini como el ícono más representativo de un régimen oprobioso; también fracasó el Gringo en su propósito de disminuir la influencia de Alem en las masas, que continuaron idolatrándolo y nada les importaba si era deudor crónico de los bancos, vivía en una nube de ficción, era alcohólico o  llevaba una vida caótica.
Y si ganó un round Pellegrini con su ataque formidable, porque su adversario no pudo levantarse políticamente después del mismo; Alem ganó el siguiente con su propio suicidio, expresión póstuma de su egolatría.
Dos políticos trascendentales que no pudieron comprenderse. Ojalá su ejemplo sirva para mostrarnos que de negación de la otredad está asfaltado el camino del desencuentro.

-Juan Carlos Serqueiros- 

miércoles, 4 de junio de 2014

ECCE HOMO. SEGUNDA PARTE























Escribe: Juan Carlos Serqueiros
 
Alem no puede ser presidente de la República; porque es capaz de hacerse una revolución a sí mismo. (Miguel Cané)
 
Pellegrini es una fuerza loca y explosiva que se manifiesta por espasmos sin tener en cuenta nada, ni aún los intereses y conveniencias de su ambición. (Julio A. Roca)
 
Para 1890 Alem llevaba ya diez años alejado de los primeros planos de la política. Lo había "rescatado" la juventud que se oponía al gobierno de Juárez Celman, en especial, Francisco Barroetaveña, Lisandro de la Torre y Joaquín Castellanos; quienes veían en él un apóstol que acometería la misión de regenerar a un orden sistémico al que consideraban corrupto y oprobioso.
Había cambiado no poco. Su legendario coraje, probado en mil entreveros, se había vuelto inútil temeridad; su oratoria seguía siendo fogosa, inflamada, pero revestida ahora de giros místicos; una larguísima barba encanecida le confería cierto aire de profeta; el rostro pálido y demacrado le hacía aparentar más edad de la que tenía; y vestido siempre de negro, paseaba su enjuto físico minado -se decía- por una enfermedad incurable, perdiendo sus noches en los bodegones y peringundines de los arrabales de Buenos Aires, entre los vahos del alcohol con el que buscaba mitigar la desazón que se le había ganado en el alma ("Leandro bebe", sería la infidencia de su sobrino Hipólito Yrigoyen). Cerrando su bufete, terminó por recalar en el estudio jurídico de su íntimo amigo, Aristóbulo del Valle.  En el desorden que era su vida, la política, una vez retomada; se constituyó en su única razón existencial. Vamos a asistir al quinquenio que representó la cima de su popularidad... y la sima de su depresión.
El 12 de marzo de 1891 Alem fue electo senador por Buenos Aires, y producida en abril la división de la Unión Cívica entre radicales (alemistas) y nacionales (mitristas); emprendió, en agosto, una gira por el interior del país en apoyo a la fórmula integrada por Bernardo de Irigoyen y Juan Garro, con gran suceso y despertando multitudinarias adhesiones. Había llegado al cenit de su carrera. De allí en más, principiaría su declinación. Acusado de conspiración contra el gobierno, el 3 de abril del año siguiente fue apresado junto a todos los máximos dirigentes radicales y confinado en un buque de guerra (ver en este ENLACE mi artículo Yrigoyen contra Irigoyen). Desde entonces, Alem lanzó a su partido al albur de la revolución armada, sin modificar ese criterio ni siquiera cuando Aristóbulo del Valle fue llamado por el presidente Luis Sáenz Peña a formar gabinete (ver en este ENLACE mi artículo Los espadachines de la elocuencia); llegando incluso a negarle el apoyo y concurso que aquél le había solicitado y a criticar públicamente con dureza a su amigo más leal y consecuente. Fue su decisión de intentar llegar al gobierno por la vía revolucionaria sin calibrar adecuadamente tiempo, circunstancias y oportunidad; un grave, funesto error de conducción política, el cual desde luego; no disminuye la trascendental relevancia de su figura histórica como el gran tribuno y federalista que sin dudas fue.
Pellegrini, por su parte, había llegado a la presidencia en 1890 de resultas de la caída de Juárez Celman, en medio de una generalizada aceptación. Estaba en la cúspide y se proponía mantenerse en ella.
Valiente y enérgico, incluso hasta lo implacable, solía tener reacciones desmedidas, pero sin embargo; su índole afable y su sinceridad llevaban a que pudiera tener adversarios en lugar de  enemigos. Era un político nato, pero a diferencia de Alem; tenía una vida más allá de la política. "Porteño en los gustos y europeo en las preocupaciones, nacionalista de intransigencia indígena", lo definió magistralmente Estanislao Zeballos.
Y es que en efecto, Pellegrini era, además de un estadista de miras elevadas; un entusiasta sportman y clubman, un periodista concienzudo, un viajero infatigable, un apasionado amateur de las artes y un inclaudicable impulsor y defensor de la industria.
Aclamado cuando subió a la primera magistratura de la Nación, y rechiflado cuando descendió de ella, no trepidó en salir de la Casa Rosada para dirigirse a su casa, a pie y sin escolta, resuelto a enfrentar, con la sola "arma" de su bastón, a la multitud que lo abucheaba. Con un bagaje importante de virtudes y otro no menos pesado de defectos, muchas veces coherente y otras tantas contradictorio; acertó a continuar gravitando decisivamente en la política nacional hasta su muerte en 1906.
Y si son muy argentinos el romanticismo incurable, el escaso amor al orden, la bravura ingénita, la rebeldía indómita y la innata tendencia al exceso de Alem; también lo son el coraje atrevido, el refinamiento exquisito, el culto a la amistad, la reacción temperamental y la muñeca hábil de Pellegrini.
En la tercera y última parte de este artículo, asistiremos al clímax del conflicto que se desató entre estos dos hombres y al desenlace del mismo.

Continuará

sábado, 31 de mayo de 2014

ECCE HOMO. PRIMERA PARTE
























Escribe: Juan Carlos Serqueiros
 
En política no se hace lo que se puede; se hace lo que se debe. (Leandro Alem)
 
¿Así que no serías capaz de comerte un sapo? Pues entonces, no debes dedicarte a la política. (Carlos Pellegrini)
 
Muchos han repetido hasta el hartazgo que estos dos hombres, referentes ineludibles de nuestra política del pasado, esto es, de nuestra historia: Leandro Alem y Carlos Pellegrini, habían sido amigos. No hubo tal amistad; lo que hubo (hasta que se distanciaron definitivamente) fue una relación cordial y respetuosa, sólo eso. Por lo demás, estaban situados en las antípodas el uno del otro.
Se suele hacer hincapié, para "explicar" las disidencias que tuvieron, en su distinto origen social. Esa es otra chingada. Cierto es que mientras Pellegrini era hijo de un prestigioso ingeniero y artista francés; Alem  era hijo de un pulpero rosista fusilado por mazorquero. Pero eso en modo alguno incidía en el prestigio social del último, que tenía uno de los más afamados bufetes de Buenos Aires, estaba relacionado con lo más granado de la sociedad porteña, era Gran Maestre de la masonería y un socio conspicuo del Club del Progreso. Es decir que lo del origen social no incidía en nadie... siempre y cuando ese nadie no fuese el propio Alem (quien había modificado su apellido original: Alén, y eso, algo debiera significarnos, me parece).
Habían sido condiscípulos en la facultad de Derecho, habían marchado a la guerra del Paraguay y habían actuado en el autonomismo alsinista; pero esas circunstancias no bastaron para implicar una amistad la cual, reitero, nunca existió. Las diferencias entre ambos surgieron inexorablemente más temprano que tarde, y la razón de la cosa hay que buscarla en la raíz; no en la eclosión del conflicto.
Por 1880 estaba sobre el tapete la cuestión de la capital del país. El presidente en ejercicio, Nicolás Avellaneda, luego de concluída la guerra civil, aspiraba a entregar tranquilamente el poder a su sucesor con esa situación ya resuelta; su ministro de Guerra, Carlos Pellegrini, impulsaba el proyecto de federalizar una porción de Buenos Aires: las manzanas de la Plaza de la Victoria (la actual Plaza de Mayo) y aledañas, sobre la que tendría jurisdicción exclusiva el gobierno nacional, dejando el resto a la provincia; mientras que el presidente electo, Julio A. Roca, quería declarar a Rosario capital de la República. La cuestión se zanjó en el Congreso, después de los usuales y consabidos cabildeos y componendas, como solemos hacerlo los argentinos: a las apuradas y por las conveniencias políticas sectoriales del momento.
Pellegrini se salió con la suya (con plena consciencia de estar procediendo de acuerdo a sus propios intereses coyunturales y soslayando los de la Nación en su conjunto, porque siendo -en tanto ministro- el encargado de informar por el Ejecutivo en la Cámara de Senadores; una vez pronunciado su discurso, lo retiró de la oficina de los taquígrafos de modo tal que no le quedara a la posteridad constancia del mismo); Roca, con tal de asumir en paz, transó; y Avellaneda tuvo su anhelada ley de capital. Quien se opuso a ello, con certera visión de futuro y clara percepción del centralismo que ya no podríamos en adelante sacudirnos de encima, fue Leandro Alem; y su ocasional contendiente en aquel debate fue quien, sin embargo, es reputado en la actualidad como el summum del federalismo: José Hernández.
En 1880 perdimos los argentinos la última posibilidad de tener un país verdaderamente federal; pues no le prestamos oídos a las calamidades que por entonces anunció Alem que sobrevendrían. Todo estaba dado ese año para concluir con el centralismo: el presidente de la Nación era provinciano, el electo que lo sucedería en el cargo; también provinciano, y además; resuelto a establecer la capital en Rosario, la expresión per se del localismo excluyente y sectario, esto es, el mitrismo, en su vertiente tejedorista; había sido derrotado políticamente en el voto y militarmente en la guerra civil, y la liga de gobernadores que sostenía al novedoso andamiaje roquista estaba exenta de taboadismos. Y desperdiciamos la oportunidad. Tengo para mí que el federalismo que tanto se ha cacareado y cacarea es sólo un anhelo pour la gallerie, algo a lo que decimos adherir; mientras que un inefable mandato histórico que no conseguimos desentrañar aún, nos mueve a rechazarlo en la realidad efectiva.
Y veintiséis años después de todo aquello, en efecto así lo reconocería implícitamente... ¿quién? Pues el padre de la criatura, el propio Pellegrini, cuando pocos días antes de morir dijo en el Congreso, en otro de sus sincericidios: "El artículo 10 de la Constitución dice que adoptamos para el país la forma de gobierno representativa, republicana y federal; y la verdad real y positiva es que nuestro régimen, en el hecho, no es representativo, ni es republicano, ni es federal". Mea culpa.
El 6 de diciembre de 1880 Roca promulgó la ley 1029 que establecía la federalización de Buenos Aires. Cinco días después, Alem renunciaba su banca. Lo esperaban diez años de ostracismo de los primeros planos de la política.
Por su parte, Pellegrini empleó idéntico lapso en llegar a ejercer la primera magistratura del país.
En 1890 volverían a encontrarse. Y a desencontrarse.


Continuará

jueves, 22 de mayo de 2014

EL DOLOROSO PROCESO DE SER

























Escribe: Juan Carlos Serqueiros


Las variadas corrientes de opinión en torno a nuestra historia surgen a partir de las distintas visiones que se tengan del acontecimiento que señala el inicio de nuestra etapa independentista, esto es, la Revolución de Mayo.
Eso no hubiera significado mayores problemas si no fuese por una circunstancia: la imposición de una historiografía oficial caracterizada por un matiz antipopular, antiamericano y extranjerizante, que es en la actualidad la que se sigue impartiendo en los niveles de educación primario, secundario y terciario; con lo cual las sucesivas generaciones de argentinos continúan sin conocer su pasado.
A esta historiografía oficial se le opuso una corriente revisionista (como si la historia no fuese revisionista per se), pero antipopular también, como lógica emergencia de su "pecado original", es decir, la adhesión de sus más conspicuos referentes a una de las concepciones en pugna en el mundo de por entonces (década del 30): una evidente impronta jerarquizante, aristocratizante y en muchos casos  hasta fascistoide, totalitaria, de la cosa. En síntesis, un revisionismo de derechas, digamos.
Posteriormente, se agregaría a la disputa otra corriente, también revisionista, materialista, marxistoide, de izquierdas; aunque muchos de ellos -la mayoría- no hayan visto un solo trabajador en su vida, y si alguna vez vieron uno; después tuvieron que psicoanalizarse un par de décadas por el trauma que les produjo.
Y así hasta nuestros días, en que a partir de la decisión del actual gobierno nacional de crear una institución revisionista nueva, en lugar de -si fuese cierta (que no lo es; sino que lo que se busca es algo muy distinto) la declamada intención de revisar la historia- impartir instrucciones en tal sentido a los profesionales que tiene en el Conicet; entró a tallar en el problema otro grupejo del que no se sabe muy bien en qué consisten sus fundamentos -en el caso (improbable) de que los tengan-, tal vez porque malinterpretaron algo, y entonces en lugar de ni yanquis ni marxistas; peronistas, son ni yanquis ni marxistas; oportunistas. En fin...
Y el problema sigue sin resolverse; porque los argentinos que asisten impávidos e indiferentes a los "sesudos debates" entre unos y otros, aún no saben (y los contendientes, menos que nadie) qué cuernos fue en realidad eso de la Revolución de Mayo.
Y es archiconocido, ¿no? Si uno no sabe quién es ni de dónde viene; difícilmente pueda discernir para qué está.
Así, la gente contempla atónita cómo los de la historiografía oficial les tiran a los otros con el misil de un "Moreno numen de la Revolución de Mayo"; y a ésos les contestan desde el otro lado con un "Saavedra primer peronista de la historia". Después, viene algún otro chantapufi que con engreída sapiencia (supuesta, desde ya, y sobre todo; supuesta por él mismo) afirma que "lo cierto es que la Revolución de Mayo fue hija y complementaria de la Revolución Española, hija y complementaria a su vez, de la Revolución Francesa". Y atrás viene otro que no sabe ni de Moreno, ni de Saavedra, ni de revoluciones ni de nada; pero que como tiene muchas ganas de hacerse de unos pesos con algún oscuro librejo escrito por él a partir de la chapa que le da una caprichosa institución oficial, le chupa las medias al gobierno -a éste o a alguno anterior, no importa; porque seguramente mañana será chupamedias del que venga-, se proclama "revisionista popular" e intenta convencer a todos de que la Revolución de Mayo la hizo algún antepasado de los Kirchner.
Y a todo esto, la gente sigue sin conocimiento de su ayer.
La Revolución de Mayo conjugó: las aspiraciones de un pueblo a su libertad y a su defensa, habida cuenta de que quien debía asegurarle eso (la corona española), se había demostrado en 1806 y 1807 incapaz de hacerlo; los estallidos revolucionarios previos (Chuquisaca, La Paz, Quito, etc.); el rencor de los hijos de estas tierras al verse desplazados de todas partes por los advenedizos foráneos; el sentimiento de pertenencia a una patria que aún no sabían muy bien explicarse en qué consistía, pero que se iba instalando firmemente en el inconsciente colectivo; y el anhelo de unos cuantos abogados y comerciantes de tener esa tan mentada libertad de comercio que convenía a sus intereses y les aseguraría el predominio de su clase social.
Todo eso se juntó, confluyó y eclosionó en la Semana de Mayo, y así se configuró la heterogénea Junta de Buenos Aires, expresión de todo ello; para que después el privilegio de intereses mezquinos y sectoriales en desmedro del interés común, los prejuicios de clase y el rechazo a la búsqueda, consecución y afirmación de la propia identidad; reemplazando a ésta con una careta prestada, terminaran por imponerse, rompiendo aquella transitoria y frágil unidad primigenia.
Y así andamos los argentinos, todavía en el difícil y doloroso proceso de ser.

-Juan Carlos Serqueiros-

lunes, 19 de mayo de 2014

AMOK! AMOK!



















































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

En recuerdo y homenaje a un hermano del camino que hace muy poco partió hecho cenizas hacia otra dimensión.

No puedo verte, pero como nos merecemos bellos milagros y ocurrirán; el corazón me dice que al leer esto te estarás riendo conmigo de las ocurrencias de tanto pseudo redondo que pulula por este mundo que alguna vez fue de ricota, estuvo regido por un monarca llamado Patricio y contado y cantado en una enorme historia de amor.
Auf Wiedersehen! 

Amok! Amok!
(Solari)

Llegó el "Telejuego con Chamanes"
que puede curar todos tus males.
Pata de palo, parche en el ojo, que nos ve.
Si vas apaleado o muy asexuado, sanarás.

Al fin! serán bienvenidos todos
al show de la linda fe sonriente!
Nos merecemos bellos milagros y ocurrirán.
(Y los sermones más felices que hay!)

Amok! amok! vas a gritar
A vos vengarte te hace bien!
Amok! Amok! Matar! Matar!
Tu perdón llega a sintonizar 

Los gusanos siguen siendo fieles
a toda la carne que se muere
Vos te reíste de tu pantalla personal
(un puritano, virtuoso y carnal).

Amok! Amok! vas a gritar 
A vos vengarte te hace bien!
Amok! Amok! Matar! Matar!
Tu perdón llega a sintonizar

Hace un tiempo resolví no seguir interpretando la poesía del Indio, de modo que no es eso lo que haré a continuación; sino que simplemente me referiré a los elementos que sirvieron para inspirar esta en particular y sobre los cuales trata (por otra parte, la letra es tan explícita, que una vez sabido el leitmotiv; sería ocioso abundar en detalles).
Cuando se lanzó Pajaritos, bravos muchachitos, algunos de esos que cantan sobre las selvas de Internet y por primera vez en sus vidas habían escuchado y leído el término amok, se apresuraron a "informarse"; y así "descubrieron" (ya sea en Wikipedia u otra cadorcha de similar laya) que era el "título de un libro" escrito en 1922 por Stefan Zweig. Y como no tenían ni la más p... álida idea de quién cuernos fue Stefan Zweig, ni por qué se le ocurrió apelar a ese vocablo malayo ni mucho menos de dónde lo sacó; tomaron como bueno y válido que la canción de Solari "habla de ese libro" y se empeñaron en ver reflejada en su poesía, la trama del mismo.
Lo cierto es que la palabra amok (que al mundo occidental trajo Rudyard Kipling) le llegó a Zweig través de Sigmund Freud, de quien era amigo y admirador; que a partir de ella y del concepto que encerraba, construyó un cuento, publicado primero en entregas en los diarios, y luego, junto a otros relatos basados en la misma temática, editado en libro; y que lo que ilustra el Indio en su canción... no tiene nada que ver con todo eso.
No tiene Amok! Amok! la pretensión de referirse a ese libro ni a su autor; aunque de hecho, los argentinos conocemos, por las traducciones de su amigo Alfredo Cahn, la obra de Zweig, en especial sus biografías de personajes históricos (Erasmo de Rotterdam, María Estuardo, María Antonieta, etc.), su monumental Momentos estelares de la humanidad, y sobre todo, La pasión creadora; y seguramente el Indio, de vasta cultura, debe de haberlo leído.
Pero Solari no es solamente un hombre ilustrado (Gloria Guerrero dixit, en uno de esos "libros que no hay que leer"); sino además, un tipo muy informado: Amok es un videojuego ("telejuego", lo llama en la letra) lanzado al mercado en la segunda mitad de los 90, basado en la guerra que en un planeta que lleva ese mismo nombre venían haciéndose dos corporaciones gigantescas, que se encuentran ahora en un período de paz frágil e inestable, el cual es saboteado por una tercera compañía pirata (papel que asume el jugador y que es referenciado por el Indio en la letra con lo de "pata de palo, parche en el ojo, que nos ve") empeñada en la reanudación del conflicto para obtener ventajosos contratos de ambas partes. Paralelamente, el síndrome amok es en psiquiatría un ataque de furia homicida ("Amok! Amok! Matar! Matar!", dice la letra) precedido de un período de depresión y melancolía. Luego del brote psicótico, sobreviene una etapa de agotamiento y/o amnesia, hasta llegar por último a un comportamiento auto destructivo a través del cual el individuo busca expiar su culpa ("tu perdón llega a sintonizar", escribe y canta Solari).
Ambos elementos, el videojuego y el conjunto de señales que caracteriza a esa enfermedad; son los que conjuga el Indio en Amok! Amok!

-Juan Carlos Serqueiros-  

viernes, 16 de mayo de 2014

COMPRENSIÓN Y DOLOR






















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Solazarnos con las partes de nuestra historia que nos gustan, y denostar, ocultar, tergiversar o negar las que no nos agradan, no conduce a entender nuestro pasado, ergo; no sirve para entendernos a nosotros mismos. 
Si estudiar y examinar concienzuda y exhaustivamente nuestro pretérito de modo de poder asirlo, de lograr aprehenderlo en lugar de "aprenderlo", no nos mueve al llanto; entonces ciertamente haríamos muy bien en cambiar el historiador que estemos leyendo por otro, o replantear el análisis propio que hayamos hecho nosotros mismos; porque la comprensión de nuestra historia sólo puede provenir del dolor.

-Juan Carlos Serqueiros-

YA SE FUE, YA SE FUE / EL BURRITO CORDOBÉS. TERCERA PARTE (FINAL)























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí. (Julio A. Roca, discurso de transmisión de la presidencia de la Nación a Miguel Juárez Celman, 12 de octubre de 1886)

Para 1886, la creación y consolidación del Estado nacional se habían llevado a cabo sobre la base del crédito proveniente del exterior, con el cual se financiaron tanto las obras de infraestructura y comunicaciones, como la burocracia administrativa, redundando en una crecida deuda externa que pendía sobre la nación como la consabida espada de Damocles; en un marcado déficit fiscal y en una balanza comercial que arrojaba un saldo negativo de 30 millones oro. En esas condiciones el país se hallaba, pues, en virtual estado de quiebra financiera. Y sin embargo, el crecimiento económico parecía no tener fin.
Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para su manejo y paulatina corrección. Pero Juárez Celman no era Roca.
Cuando el 12 de octubre de 1886 este último traspasó los atributos del poder a su concuñado, el peso estaba con respecto al oro en una relación de 110 centavos papel por 1 peso oro, es decir, prácticamente a la par. Tres meses después, se devaluaba hasta llegar a 144. Era un síntoma, al cual no se le prestó mayor atención.
En Europa la economía estaba en expansión y los activos financieros excedentes se volcaron a la Argentina. Había tal liberalidad para otorgar créditos por parte de los bancos, que la cultura de la especulación reemplazó a la del trabajo y el país se transformó en una timba. Todo el mundo jugaba a la Bolsa y compraba y vendía tierras. Todo el mundo se hacía construir residencias a cual más fastuosa. Todo el mundo ostentaba carruajes que envidiarían un lord inglés, un conde francés o un barón prusiano. ¡Rich as an argentine! ¡Riche comme un argentin! ¡Reich wie ein argentinischer! Todo el mundo se vestía con ropas cortadas por los más afamados sastres y las más cotizadas modistas, confeccionadas con los mejores casimires ingleses y las más finas sedas italianas. Aunque claro, todo el mundo... menos la masa esforzada del trabajo en las ciudades y los campos, criolla y gringa, con salarios misérrimos y condenada a malvivir hacinada en conventillos, que no olía a cologne inglesa o parfum francés, sino a sudor rancio de jornadas extenuantes y miedo al hambre que estaba siempre al acecho, siempre ahí.
La meritocracia característica del roquismo cedió paso a la obsecuencia y al amiguismo distintivos de los juaristas. La concentración del poder y el manejo discrecional del mismo por parte del presidente y su círculo de favoritos, las fortunas fáciles, la molicie y la ostentación, habían hecho mella en el alma argentina. La ciudadanía y los principales referentes de las distintas corrientes de opinión habían perdido el interés por la política. La abulia, la desgana y la desazón se generalizaron. Por esa época, Joaquín Castellanos escribía estos versos:

Ciudad de Mayo, que en un tiempo has sido, / La joya de la América latina, / Pueblo de Juan Chassaing y Adolfo Alsina, / No, tú no eres el que viendo estoy! / Tu brío se apagó; tus ciudadanos / Tienen menos valor que tus mujeres, / Y una turba ruin de mercaderes / Depositaria de tu suerte es hoy!

Tremenda viñeta ácida, desgarradora, del escritor y político salteño. Pero real, muy real. Espantosamente real. Con una porción de dirigentes irresponsables y envilecidos, y un pueblo claudicante en sus valores, la problemática del país, que era propia de su adolescencia; se volvía un drama existencial. El proverbial coraje argentino se replegaba ("tu brío se apagó; tus ciudadanos tienen menos valor que tus mujeres") ante la presencia decadente de los politicastros mercachifles ("una turba ruin de mercaderes") que lo manejaban a su antojo ("depositaria de tu suerte es hoy"), guiados sólo por su voluntad. Que encima, era impostada; porque lo suyo no era voluntad sino simple capricho de un badulaque sensible al halago y la adulación de un séquito que alimentaba su infatuado ego.
La imprudencia y el descontrol en todo lo atinente a obras públicas y la enajenación insensata de ferrocarriles y empresas estatales en aras de un dogmatismo excesivo hasta el absurdo, trajeron aparejada una inevitable secuela de corrupción; y la coima y el peculado se tornaron las reglas corrientes. La ley de bancos garantidos, sin los resguardos imprescindibles para que el destino de los fondos fuera la producción y no la especulación; sólo sirvió para triplicar el circulante de una moneda cada vez más depreciada. 
A mediados de 1889, cortado el flujo de capitales desde Inglaterra, la burbuja estalló: el oro subió, primero a 153, y después de alzas sucesivas, osciló entre 220 y 240 hasta fines de ese año. El incremento del costo de vida provocó huelgas y descontento, y las empresas debieron aumentar los salarios nominales. La oposición política pareció resurgir: después de un meeting realizado el 1 de setiembre, Leandro Alem, Bernardo de Irigoyen, Aristóbulo del Valle, Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López, Benjamín Gorostiaga, Pedro Goyena y otros, constituyeron la Unión Cívica, con la intención de presentarse a las próximas elecciones de diputados nacionales a realizarse el 2 de febrero de 1890.
Sorprendentemente (sorprendentemente para la oposición, quiero decir), ganó el oficialismo, en buena ley y sin fraude; porque la Unión Cívica, falta de adherentes, se vio obligada a la abstención. ¿Cómo fue posible que ello ocurriera? Séame permitido parafrasear al general Juan Domingo Perón, y comprobarán cuán sencilla es la respuesta: "La víscera que más nos duele a los argentinos es el bolsillo". Exactísimo.
El juarismo creía haber controlado la situación económica; pero era sólo una fantasía. En marzo, el oro alcanzó los 260; y en julio, los 310. La cosa no daba para más, el país era un polvorín y empezaron las conspiraciones para derrocar al gobierno. Inútil fue que en mayo, al inaugurar el período de sesiones del Congreso, el presidente Juárez Celman expresara su beneplácito por el nacimiento de la Unión Cívica, proclamara con bombos y platillos que se proponía impulsar una ley que otorgara representación a las minorías y anunciara el saldo favorable de la balanza comercial. Era tarde ya, muy tarde para todo.
Julio A. Roca, en un implícito reconocimiento de su "culpa" al haber impuesto a su concuñado; ideó, con fría precisión de consumado ajedrecista, el jaque mate al Burrito Cordobés. Es que entendía que si suya había sido la responsabilidad de llevarlo a la presidencia; suya debía ser también la de arrojarlo de ella. Pero debía hacerlo de modo de impedir, paralelamente, el encumbramiento de Alem, al cual tenía por un extremista. La operación (y nunca mejor aplicado el término) se desarrollaría tal cual la había planeado.
El 26 de julio ocurrió el suceso que pasaría a la historia como Revolución del 90 o Revolución del Parque, que fue rápidamente sofocada y vencida por las fuerzas legalistas. Pero pocos días después, el 6 de agosto, se produjo la renuncia de Juárez Celman. No debe verse en aquel hecho el factor determinante de su caída; porque su suerte ya estaba echada desde el momento en que el Zorro acordó con Pellegrini; sólo que el Burrito Cordobés y su corte de adulones no lo percibieron.
Juárez Celman abandonó para siempre la política (o ésta lo abandonó a él; como usted lo prefiera, estimado lector) y se recluyó en su estancia La Elisa, rumiando su amargo despecho y un sordo rencor irreductible hacia Roca, a quien reputaba como culpable de su descenso, el cual era incapaz de explicarse a sí mismo. Murió a los 64 años, el 14 de abril de 1909. 
En la dimensión a la que fuere que se haya dirigido al partir para siempre de esta vida, lo habrán estado esperando los manes de sus coetáneos para recibirlo al ritmo del pan francés con un: ¡Ya se fue, ya se fue / el burrito cordobés! 

Fin

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 10 de mayo de 2014

YA SE FUE, YA SE FUE / EL BURRITO CORDOBÉS. SEGUNDA PARTE




































Escribe: Juan Carlos Serqueiros


En política, como en todas las cosas, no hay falta que tarde o temprano no se pague. (Julio A. Roca en carta a Agustín de Vedia, 1887)

A fuerza de machacar con el apodo que le puso Don Quijote y la abundante iconografía del burrito cordobés, la imagen que ha llegado a nuestros días de Juárez Celman es la de un sujeto de escaso o nulo intelecto y carente de patriotismo. Pero hay un problema: no es la que se corresponde con la realidad.
Perteneciente a una linajuda familia cordobesa, había abrevado en las fuentes del positivismo liberal y abrazado esas ideas con ardor. No le faltaban ambición, empuje y habilidad, y había hecho en Córdoba una más que buena gobernación tras la cual fue designado senador por su provincia. Su aspiración -a todos inocultada, por otra parte- era presidir la Nación, para lo cual se valdría del por entonces primer mandatario: su concuñado Julio A. Roca (ambos estaban casados con mujeres de la familia de los Funes: con Elisa, Juárez Celman; y con Clara, el Zorro).
En su Soy Roca, Félix Luna hace aparecer a éste como no teniendo nada que ver, como resignándose a la candidatura de su hermano político porque no le quedaba otro remedio. Se trata de una mentirita piadosa, una gentileza del bueno de don Luna, tan acostumbrado él a no andar parándose en pelillos de exactitud histórica a la hora de las amabilidades o los denuestos (como cuando escribió, refiriéndose a la gira europea de Eva Perón, "se nota que ha peculiado mucho", ¿se acuerda, Félix?; yo no me olvido). En fin, son esas cositas de la "novela histórica"... y de las miserias humanas.
La verdad es que el "gran culpable" de que Juárez Celman haya llegado a la presidencia de la República no fue otro que Roca, quien ya por el 13 de junio de 1882 le escribía a su concuñado tranquilizándolo y dándole las más absolutas seguridades de que lo llevaría a la más alta magistratura del país:

... Cualquier cosa que suceda y cualquiera sea mi conducta, debe usted estar persuadido de que soy siempre su mejor amigo y que nunca he de hacer nada que pueda verdaderamente dañarlo en lo más mínimo...

Clarísimo, ¿no? E ilevantable. Después de derribar, por medios más o menos sutiles, las candidaturas de Benjamín Victorica y Bernardo de Irigoyen; Roca dejó en pie la de Juárez. Los de la liga de gobernadores, con alguna que otra excepción, se apresuraron a ponerse al lado del caballo del comisario
Decía antes que Juárez Celman no era bruto ni carente de patriotismo; fallaba el político porque fallaba el hombre. Tan simple (e irremediable) como eso. Pero no fallaba por cuestiones relativas a su intelecto ni por no experimentar el sentimiento de nacencia y pertenencia en y a, este suelo argentino, no; la falla era -si cabe- mucho más grave, porque estaba en su índole: Juárez Celman era soberbio, envidioso e iracundo. Una cosita de nada: fácil presa de tres pecados capitales.
Se miraba en el espejo de su concuñado viendo sólo su exterior,  y en su debilidad intrínseca creía que bastaba con emularlo; porque después de todo, si el Zorro podía, ¿por qué no habría de poder él, que se sabía mucho mejor que su pariente? Creyó que Roca había llegado a la presidencia sólo por obra y gracia de la liga de gobernadores (en la cual él había tenido una capital importancia); sin percatarse de que ese factor era una simple herramienta que en caso de no servirle, el otro habría reemplazado por una distinta y a otra cosa. Se creyó un sol, cuando no era más que un satélite, o a lo sumo, un onambólico asteroide (Indio Solari dixit).
Evidenció su torpe soberbia creyendo que iba a comerse cruda a Buenos Aires, con el previsible resultado de que ésta se abroqueló en el rechazo al provincianito que venía con la pretensión de pisotearla y al cual en adelante llamaría burrito cordobés. Es sugerente (y sólo explicable por su altanería, que lo llevaba a tener cegada la aguda percepción que lo había caracterizado antes) que no haya reparado en que si Buenos Aires había terminado por aceptar a Roca (que asumió la presidencia luego de una guerra civil desatada precisamente por el localismo porteño y que a pesar de eso siempre se preocupó de no ofenderlo), ello se debía al hecho de que el Zorro se mantuvo -al menos, públicamente y en sus actos de gobierno- prescindente de esa división; si triunfó sobre el mitrismo y el tejedorismo, eso le era bastante a sus fines políticos ("sellaremos con sangre y fundiremos con el sable esta nacionalidad argentina", había escrito por entonces), lo demás no le interesaba y atinó a no caer en la  venganza siempre estéril, adoptando como norma inflexible el no participar -directamente- en la política de Buenos Aires. Juárez Celman, en cambio, se complacía en su soberbia, la cual para peor, era fogoneada más y más por un grupejo de obsecuentes. Y si al tener que vivir en Buenos Aires, Roca adquirió una casa a la cual amplió y modificó sin caer nunca en la ostentación ofensiva; su concuñado se hizo levantar para sí una babilónica residencia: un palazzo ubicado en el Paseo de Julio (la actual avenida Alem) N° 551, cuyo diseño encargó al arquitecto italiano Francisco Tamburini; porque si bien Juárez Celman rechazaba y despreciaba la "barbarie" del caudillismo, debe de haberse sentido en su altivez como Estanislao López y Pancho Ramírez cuando ataron sus caballos en la pirámide de la plaza de la Victoria.


Juárez era envidioso. El éxito y el prestigio que siempre alcanzaba el Zorro en todas y cada una de las cosas que encaraba, logrando salir invariablemente airoso; su psique los sentía como carencias suyas. Roca era plenamente consciente de sus atributos, pero también lo era de sus limitaciones. Por ejemplo, en ese tiempo de brillantes oradores y sabiendo que él mismo no poseía tal habilidad, sus discursos no perseguían el floreo personal, sino que estaban cuidadosamente preparados con frases bien cortadas, pero dirigidos exclusivamente al objeto del mismo, con sencillez y practicidad. En cambio, Juárez Celman, incapaz de admirar en otros las cualidades que a él le faltaban (no había sido tampoco, por cierto, favorecido con el don de la elocuencia precisamente) sufría eso, y a la vez, como defensa al estar privado de algo  que consideraba fundamental (como si la palabra gobierno fuese distinta según se pronunciara "en porteño" o "en cordobés"); se empeñaba en sentirse superior al mismísimo Demóstenes, achacándole la "culpa" de su propia carencia a su tonada cordobesa, la cual por más que lo intentara, no lograba esconder. ¡Pobre burrito cordobés, qué pequeño debe de haberse sentido en la cámara de senadores con semejante complejo de inferioridad! Y pobre el país, que debió soportar su gobierno.
Y era, además, un iracundo. Roca había edificado su poder sin humillar a las provincias exigiéndoles a los gobiernos de éstas una absoluto acatamiento a la voluntad presidencial, por lo contrario; sin necesidad de resignar fortaleza ni andar imponiendo procónsules, se abstuvo de caer en semejante aberración, y hasta en ocasiones, apoyó a decididos adversarios suyos, como hizo, por ejemplo, con Máximo Paz. En cambio, Juárez desató su ira presidencial sobre Tucumán haciendo derrocar en 1887 al gobernador Juan Posse por el "imperdonable delito" de que los electores de esa provincia habían votado en contra de su candidatura (cuando por entonces -1886-, Posse ni siquiera era gobernador todavía); descargó asimismo su cólera irreflexiva sobre el gobernador de Córdoba, Ambrosio Olmos, al cual hizo voltear a través de un proceso infame, para poner en lugar de él ¡a su propio hermano, Marcos Juárez!; y también terminó por hacer destituir al gobernador de Mendoza, Tiburcio Benegas.
Decididamente, la presidencia estaba así en manos de un botarate irresponsable, fatuo, resentido y colérico.
En la próxima (y última) parte de este artículo, veremos el proceso de su caída.


Continuará