El impresionismo invadió todas las formas de expresión, no hay motivo para que la letra del tango sea una excepción. (Homero Expósito)
Homero Mimo Expósito (1918-1987) no es meramente un autor que alcanzó la excelencia en el empleo de la metáfora, ni un punto muy alto —uno más entre otros similares o iguales, quiero decir— a la hora de evidenciar el poder de síntesis que se tenga. No, es mucho más que eso; es lisa y llanamente la sublimación de la metáfora, es LA metáfora (a modo de ejemplo: Trenzas de color de mate amargo, escribe en “Trenzas” como genial sinestesia). Expósito es, entre nosotros los argentinos, la canonización misma de la poética inscripta en el impresionismo.
Y es también el súmmum en cuanto a capacidad de concentrar algo enunciado previamente, ya sea en un texto universalmente celebérrimo [Y yo pienso en la hormiga y la cigarra: / —meta guitarra / que yo laburo— (“Polos”), en alusión a la fábula atribuida a Esopo y recreada por La Fontaine y Samaniego], o instalado definitivamente en el imaginario colectivo [Como un desnudo de vidriera (“Afiches”), alegórico de lo promiscuo]; acertando a acotarlo a la brevedad de unos pocos vocablos que reunidos, condensen, por ejemplo, la representación fidedigna de un alma devastada por la pérdida o ausencia de la persona amada o por el hartazgo de vivir [Por eso grito mi dolor desesperado / como hincado en las ternuras del pasado (“Óyeme”); Ventanal, y esta pena que envenena, / ya cansado de vivir y de esperar (“Sexto piso”) y Se me gastaron las sonrisas de luchar (“Afiches”)], o la traducción en palabras de la pintura de un paisaje [Un arrabal con casas / que reflejan su dolor de lata (“Farol”)].
Su poesía es intrínsecamente elegíaca en tanto verso libre (es decir, no sujeto a ninguna métrica determinada) que aborda temáticas decididamente tristes y de relato invariablemente pesaroso. Expósito fue tan pero tan grandioso, que los argentinos hubimos de esperar cuatro décadas para que ¡al fin! apareciera en nuestro universo cultural un poeta que pueda equipararlo, o al menos; asemejársele: Carlos Indio Solari.
Dicho sea de paso, hay, entrambos artistas, coincidencias notables, como por ejemplo, en la búsqueda obsesiva de la perfección en sus obras, en una ubicación política de izquierda —a la americana en el caso del Indio, más a la europea en el del Mimo— pero apartidista, y en una misma postura asumida frente a la bohemia. Mire si no:
Nunca milité en ningún partido, pero me considero un auténtico liberal, y por consiguiente tachado, muchas veces, como zurdo. (Expósito)
Mi guía fueron los escritores de la izquierda americana, quienes me acercaron a otros autores… Yo tengo un estilo, pero no es neutral, es de izquierda. Independientemente de que coincida o no en su articulado con la manera de ver la izquierda de los demás, pero el estilo nunca es neutral. (Solari)
Me acostaba diariamente a las 9, 10 de la mañana. Allí andaba yo con el "Indio" Galván, Francini, Stamponi, Contursi... Parábamos en El Ciervo, de Callao y Corrientes, en el bar Suárez, en el Tropezón… La bohemia murió en la década del 50 y debe haber ocurrido en todo el mundo, nunca más la vi. Ni acá ni en los países de Europa que visité. Éramos un enjambre de vagos que nos encontrábamos a las cuatro de la mañana. El tiempo entonces corría muy lento. La nuestra era una ciudad poblada día y noche, de horario eterno. Para mí, la bohemia hoy empieza muy temprano, a las 4 de la mañana cuando me levanto, me siento al piano y toco lo que estaba soñando. (Expósito)
Abandoné la bohemia cuando me dejó de gustar. Había empezado todo un chusmerío que ya no era la bohemia que yo reconocía, donde cantábamos embriagados todos juntos… Me empezó a joder que después de una noche de caravana iba a estar un día tumbado al pedo… Me levanto muy temprano, a las cinco de la mañana, leo alguna cosita que ha quedado por ahí dando vueltas… puedo pintar, grabar, escribir, hacer música, tengo la suerte de poder hacer lo que quiero en cada momento. (Solari)
Perdón por la digresión, mejor retorno al objeto principal de este opúsculo:
MARGO
(Homero Expósito, 1945)
Margo ha vuelto a la ciudad
con el tango más amargo,
su cansancio fue tan largo
que el cansancio pudo más.
Varias noches el ayer
se hizo grillo hasta la aurora,
pero nunca como ahora
tanto y tanto hasta volver.
¿Qué pretende? ¿A dónde va
con el tango más amargo?
¡Si ha llorado tanto Margo
que dan ganas de llorar!
Ayer pensó que hoy... y hoy no es posible...
La vida puede más que la esperanza...
París
era oscura y cantaba su tango feliz,
sin saber, pobrecita
que el viejo París
se alimenta con el breve
fin brutal de la magnolia
entre la nieve...
Después
otra vez Buenos Aires
y Margo otra vez
sin canción y sin fe...
Hoy me hablaron de rodar
y yo dije a las alturas:
Margo siempre fue más pura
que la luna sobre el mar.
Ella tuvo que llorar
sin un llanto lo que llora,
pero nunca como ahora
sin un llanto hasta sangrar.
Los amigos que no están
son el son del tango amargo...
¡Si ha llorado tanto Margo
que dan ganas de llorar!
Nadie pintó tan magistralmente como lo hace Expósito en esta, su monumental “Margo”, la desilusión y la desesperanza que sobrevienen a la afanosa, desesperada y finalmente infructuosa, búsqueda del amor que se ha soñado e idealizado; y al desarraigo en que se incurrió al encarar la aventura (desventura) de dirigirse a tierras extrañas en pos de él. Y máxime, si quien sufre por ello es mujer (Y a más, mujer…, nos dice Luis Landriscina en su sentido poema “Maestra de campo”), y Mañana partirá mi tren / a la estación del olvido. / Un largo trajinar / por vías de dolor, / ansiando mi pronto arribo, nos sacude Andrés Clifford en su bellísimamente triste balada rock “Estación del olvido”).
En 1943, esto es, dos años antes de concebir y escribir “Margo”, Expósito ya había encarado el tema en otra sublime viñeta: “Percal”, narrando poéticamente el periplo de aquella piba quinceañera: la de tenías 15 abriles / anhelos de sufrir y amar, / de ir al centro, triunfar / y olvidar el percal, que en procura de conquistar el centro, pira de su casa y de su barrio para después, ya perdida la juventud; terminar llorando porque el único anhelo que se le ha cumplido es el de sufrir. Todo lo cual se agrava al verter sobre la herida un chorro de vinagre en forma de brutal certeza: la de saber que al final / no olvidaste el percal. Pero desde luego, eso en modo alguno implica que “Margo” sea una especie de remake ni de segunda parte de “Percal”.
La cosa no arranca por el principio, sino por el final. Desde el vamos, el autor nos pone frente al aquí y ahora de Margo, para recién después, en las estrofas siguientes, pasar a contarnos sus cuitas.
Margo es en sí misma una apuesta al amor, ese amor que no pudo encontrar en el país, y debido a ello, decide emigrar para buscarlo en tierras lejanas: una cantante de tango recientemente retornada desde París a la ciudad (Buenos Aires). Vuelve decepcionada, angustiada, agobiada, frustrada, hastiada y desesperanzada. Y en su agonía de esperar por el amor, su canción se ha tornado acerba, más agria que antes, cuando se marchó (“Margo ha vuelto a la ciudad / con el tango más amargo, / su cansancio fue tan largo / que el cansancio pudo más”).
Y trascartón, Mimo nos obsequia con una metáfora exquisita. Muchas veces Margo fue presa del insomnio que la tuvo hasta el alba sin poder conciliar el sueño, pero no a causa de un ruido o sonido como, por ejemplo, el estridular de un grillo; sino por la nostalgia y el desasosiego que la acuciaban en su extrañamiento (“Varias noches el ayer / se hizo grillo hasta la aurora, / pero nunca como ahora / tanto y tanto hasta volver”).
Y a continuación, el yo poético narrador, se pregunta: ¿Qué pretende? ¿A dónde va / con el tango más amargo?, para enseguida concluir: ¡Si ha llorado tanto Margo / que dan ganas de llorar! Interrogantes sin respuesta posible y que además, en realidad no están puestos para exigirla; sino que son simplemente el pie para exteriorizar el sentimiento compasivo enunciado inmediatamente después. Equivale a un “Adónde irá con su tango más triste que nunca la pobre Margo…”. ¿Se acuerda de esa verdadera joya que es “Domingo de agua”, de Osiris Rodríguez Castillos, en que se menciona a un peón de campo que en un domingo lluvioso no tiene novia que visitar ni —aunque la tuviera— tampoco caballo en el que ir a verla?: “Total… si vaya a’nde vaya / el triste nunca halla paz… / Conque más vale que llueva / me gusta oír garugar”? Bueno, es eso mismo.
Seguidamente, Expósito deja una sentencia que parece provenir de la expertise, y trae para Margo una suerte de obligada resignación, un cuasi fatalismo, al estilo del popular “qué le vas a hacer… es así”: (“Ayer pensó que hoy… / y hoy no es posible… / la vida puede más que la esperanza…”). Es tal cual, la esperanza no sirve para nada que no sea detenernos estérilmente; lo que motoriza es el deseo. Y esa es la gran tragedia de Margo: esperar; en vez de DESEAR.
Llegados a este punto, mi querido lector (y disculpe el atrevimiento, pero convendrá conmigo en que la circunstancia no sólo lo justifica, sino que incluso lo amerita), me animo a pedirle que preste especial atención a esto, porque lo de Mimo aquí es directamente de antología: conocedor profundo de París (tanto así, que la curtió por años: “Después me fui a París y aquello lo sentí como algo mío, al punto que ya me conocía todos los boliches”, manifestó en un reportaje), sabía perfectamente que la llamada ciudad luz no siempre es tan luminosa como generalmente se le atribuye ser (por constituir, en aquellas épocas, el faro cultural de occidente), y que mirada en detalle; también puede advertirse lo tenebroso de sus sombras (la visión romanticona sobre la tan mentada bohemia parisina es sesgada, y el relato que pinta ya edulcorada y despojada de miserias, la relación entre artista y vida bohemia, es puro mito). Asimismo, había visto (y admirado, claro) la magnificencia de sus magnolios en floración. Y hombre de vasta erudición al fin, sabía que la flor del magnolio no tiene pétalos protegidos por sépalos como sí los tienen otras flores; la magnolia está conformada por indefensos tépalos que al menor roce o contacto, ennegrecen, ajándose su belleza y muriendo. En fin… digamos que París, minga de ciudad luz, puede ser oscura y amenazar con devorarse a la pobre y vulnerable Margo, tal como a una magnolia (“París / era oscura y cantaba su tango feliz, / sin saber, pobrecita / que el viejo París / se alimenta con el breve / fin brutal de la magnolia / entre la nieve...”).
Así las cosas, arrasada por una pena existencial, Margo resuelve abandonar París y volver a Buenos Aires (“Después / otra vez Buenos Aires”). Esta Margo del regreso, tan distinta de aquella otra que recientemente llegada a París cantaba su tango feliz, sólo puede interpretar ahora tangos con letras hondamente tristes (después de todo, mi querido amigo, no debemos perder de vista que el tango no suele ser precisamente para la celebración jubilosa, sino para llorar lo perdido); por eso Margo está sin canción. Y descreída ya del amor al que había apostado todo lo mejor de sí, se ha convertido, en su honda decepción, en una Margo “sin fe” (“sin canción y sin fe…”).
Alguien —probablemente un metiche santurrón de esos que la van de moralistas y pontifican sobre la vida de los demás— arriesga un comentario… desafortunado y estúpido, digamos, atribuyendo el penar de Margo a la circunstancia de haber ella “rodado” (“Hoy me hablaron de rodar”). Cuántas veces habremos escuchado tangos en cuyas letras se menciona eso de rodar ¿no? Pero nadie conoce tanto a Margo como quien la creó; por eso el hablante lírico de la poesía le zampa al chismoso que emitió ese juicio a la ligera —y de paso, como alter ego de Expósito, también a cualquier otro… poco avisado, que malinterprete su poética coincidiendo con el pavote— su respuesta: “Y yo dije a las alturas: / Margo siempre fue más pura / que la luna sobre el mar”. Y seguidamente describe el horror del atroz sufrimiento por el que ella atraviesa y que soporta estoicamente sin que pueda tan siquiera dejarlo fluir en lágrimas (“Ella tuvo que llorar / sin un llanto lo que llora, / pero nunca como ahora / sin un llanto hasta sangrar”).
Y un cierre de aquellos, en el que vemos a Expósito florearse con su magistral dominio del lenguaje y con su inmensa capacidad para el manejo de los recursos de la lírica. Primero, urdiendo una metáfora que resulta estéticamente la más adecuada para pintar, poéticamente, la soledad de esa Margo del aquí y ahora, ya sin los amigos que antes, en otros tiempos, supo tener: “los amigos que no están”; y segundo, apelando a la polisemia al utilizar vocablos homógrafos, es decir, palabras que se escriben igual pero que no significan lo mismo: “son el son del tango amargo...” donde emplea son, del verbo “ser”; y son como indicador de sonoridad. ¡Humille, Mimo! Dígame usted, querido lector, si no es directamente para imprimirlo, enmarcarlo y colgarlo en el living. Pero ojo al piojo: no es que Expósito esté alardeando, eh; ocurre que esos en apariencia lujos literarios, no son tal cosa sino sencillamente la única manera de resolver bella y perfectamente esos versos. Si en el universo del tango Gardel es la perfección del canto y Troilo la perfección de la melodía (que lo son, sin dudas), Expósito es la perfección de la poesía.
Y para coronar esa obra maravillosa que es “Margo”, Mimo recurre a los mismos versos finales de la primera estrofa: “¡Si ha llorado tanto Margo / que dan ganas de llorar!”. Y es que esa metáfora es única e irremplazable, en tanto encierra toda la conmiseración, toda la compasión y toda la empatía.
El poema “Margo” fue musicalizado por Armando Pontier (1917-1983, Armando Punturero en el documento de identidad), compositor extraordinario y gran bandoneonista quien, zarateño como Expósito e integrante, junto a él; a Enrique Mario Francini y a Héctor Stamponi, de aquella runfla noctámbula, creativa e innovadora que provenía de esa ciudad y aledaños, acertó a ponerle la melodía justa a los versos de Mimo (aún cuando estos, al ser leídos, resuenan en los sentidos con una musicalidad que les es propia). Después de todo, no hay decreto alguno que nos sujete a la obligatoriedad de circunscribir nuestro goce al disfrute de la lectura de la poesía en estado puro, quiero decir, despojada de acompañamiento melódico-armónico-vocal; privándonos del placer de escucharla cantada, enriquecida y realzada con los elementos que le agrega la música.
Muchos cantantes han interpretado “Margo” y hay versiones de altísimo mérito y calidad superlativa, como por ejemplo y entre otras, la del Tano Alberto Marino con Aníbal Troilo y la del querido y siempre recordado Negro Rubén Juárez con Raúl Garello; pero la que más extasía mis sentidos es la de Julio Sosa con Amando Pontier, grabada en 1959. Es gloria de titanes, palabra.
Lo invito a que la escuchemos juntos, con una copa de noble y viejo tinto al alcance de la mano (y mejor todavía si es cabernet sauvignon):
Deleitémonos, pues. ¡Salud y hasta la próxima!
-Juan Carlos Serqueiros-
Lo escrito tiene sabor y melodía de tango...
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