jueves, 26 de diciembre de 2013

EL CULO PAGA LOS CHEQUES QUE EMITE LA LENGUA














































Escribe: Juan Carlos Serqueiros


Cuando en 1898 llegó a la presidencia por segunda vez, Julio A. Roca confiaba en que  podía intentar algo que lo alejara de su condición de blanco predilecto de los dardos ponzoñosos del diario La Nación. Ese algo sería su acercamiento a Mitre. Por supuesto, no entraba en sus cálculos pagar un precio oneroso por el galanteo. No iba a casarse con Mitre sino que, conocedor de los puntos que éste calzaba: venal, fatuo, pobre de espíritu y sensible a los elogios; iba a convenir con él en una suerte de entendimiento pour la gallerie y nada más. Al Tísico lo contentaría con las exterioridades: le daría unos cuantos abalorios, mucho bla bla bla "consultándolo sobre asuntos centrales para la República", y listo.
Si bien logró (otra vez y van...) engatusar a Mitre, voluble y farisaico; las cosas no resultarían como Roca las había planeado; porque olvidó lo que él mismo sabía: que el mitrismo era algo que excedía a Mitre; una manera (sectaria, centralista, oligárquica y extranjerizante) de sentir y entender el país.
Roca, por si las moscas, llevó al ministerio de Justicia e Instrucción Pública a Osvaldo Magnasco, quien había tenido una resonante actuación en el congreso (ver en este ENLACE mi artículo Los espadachines de la elocuencia) y que era odiado por Mitre y el mitrismo.
Entrerriano de Gualeguaychú (n. 04.07.1864) e hijo de un inmigrante italiano capitán de marina garibaldino en su tierra y mitrista en la nuestra; Magnasco, personalidad destacada del autonomismo, era por mérito propio a la vez un erudito jurista, un eximio orador, un concienzudo periodista, un sesudo y perspicaz congresista y un temible polemista.
Políglota desde la adolescencia, al doctorarse en Derecho su tesis versó sobre L'Uomo delinquente, del italiano Cesare Lombroso, con el cual llegó a polemizar en los diarios. Mitre quiso captarlo para su partido apadrinando su tesis; pero Magnasco rechazó incorporarse al mitrismo y fue aún más allá: cuando Mitre publicó sus traducciones de La Divina Comedia, de Dante Alighieri y de las Odas, de Horacio; Magnasco, que era experto en latín e italiano, las criticó acerbamente resaltando que estaban plagadas de errores. 
Era un intelectual, pero llegó a ser un inteligente. Su carácter, nada afecto a ser ista de otros, lo hizo dejar de lado los dogmas y lo aprendido, y cavilando sobre la patria y sus problemas; atinó a comprenderla y diseñó desde sus propios cerebro y corazón las soluciones que para él demandaba el drama nacional. No lo encandilaron las "luces del progreso" que Mitre se empeñaba en ver en el capital extranjero que se iba quedando con el país todo, y fue el primero de los argentinos en percibir lo gravoso de las trampas de los ferrocarriles ingleses y denunciarlas. Se dió cuenta también del peligro que representaba el intento de avasallar las provincias -tal como habían hecho a su turno Mitre en su presidencia y Sarmiento en la suya-, en este caso, Santiago del Estero cuyo gobernador (Absalón Ibarra, autonomista) había sido derrocado por una revuelta, y el ministro del Interior del presidente Luis Sáenz Peña (Manuel Quintana, mitrista) quería el gobierno para su partido; y al respecto alzó su voz en el congreso:

Porque lo que se está perfilando, y mucho me temo que suceda, es que los hombres arrastrados por corrientes históricas conocidas -y quiera Dios que me equivoque- levanten de nuevo aquella vieja tendencia de otros tiempos que tantos dolores nos costaron: el gobierno de Buenos Aires sobre las catorce provincias.

Eran las suyas alusiones indisimuladas y directas al mitrismo que, obviamente, lo odiaba como también lo odiaba el Tísico por haberlo desairado y criticado.
Ni bien recibido de su cargo de ministro, Magnasco impulsó reformas en el Poder Judicial de manera de modernizarlo simplificando fueros y agilizando trámites en lo penal; y también organizó la justicia militar con los Consejos de Guerra y el Tribunal Supremo.  
Pero su gran desvelo era la educación, acerca de cuya realidad había meditado mucho. A poco de instalado en el ministerio nombró Director Técnico del Departamento Industrial (que funcionaba por entonces en un anexo de la Escuela Nacional de Comercio) al ingeniero Otto Krause, y al año siguiente lo designó director de la primera Escuela Industrial de la Nación, cuya creación había dispuesto.
Magnasco creía que así como a Roca le había correspondido ser el fundador del estado moderno; le tocaba ahora en su segunda presidencia coronar su obra sentando las bases para la enseñanza moderna que acabaría con la situación de atraso de las provincias dotando a sus industrias de los técnicos que requería el desarrollo de las mismas. El Zorro, que solía jactarse de su federalismo ("usted sabe que tengo mis ribetes de federal", había escrito en 1876 a Juárez Celman), encomió sus ideas y lo alentó a ponerlas en planta; y el 31 de mayo de 1899 el ministro envió al congreso su Proyecto de Ley de Enseñanza General y Universitaria que combinaba elementos del positivismo en boga con otros del utilitarismo, con el objeto de "imprimir a la enseñanza las direcciones prácticas que el problema de la educación y la índole de nuestro país exigen", poniendo a los argentinos "en aptitud de enfrentar la realidad con sentido práctico" y estipulando "desechar del plan todo conocimiento abstracto cuyas virtudes de aplicación no sean una necesidad bien comprobada".
De inmediato, los mitristas (y algunos roquistas también, dicho sea de paso) hicieron sonar el clarín de guerra contra el proyecto. Transcurrido un año de debates, el mismo seguía "en estudio" y Magnasco creyó conveniente apurar las cosas. Así, remitió al congreso, encareciendo su urgente tratamiento, otro de reforma de la enseñanza secundaria para "subsanar las graves deficiencias que hoy presenta bajo el punto de vista de su utilidad individual y colectiva inmediata", como especificó en su mensaje.
La educación impartida en los colegios nacionales de Mitre, creados "para formar una minoría enérgica e ilustrada" y "para que la barbarie no nos venza"; y en las escuelas normales de Sarmiento, ideadas "para que las montoneras no se levanten", estaba demostrando con creces ser inadecuada. La enseñanza enciclopédica y universalista distaba mucho de producir una clase dirigente con virtud política, sentido nacional y percepción cabal de las problemáticas regionales. Podía generar doctorcitos capaces de perorar brillantemente hasta en latín, pero que divorciados de su historia y su tiempo no atinaban a gobernar con eficacia ni a legislar con sabiduría inmersos como estaban en un universalismo abstracto y ajenos a la realidad que los circundaba; eran -como diría el Capitán Nemo de Julio Verne- "sabios que en realidad no saben nada".
Magnasco proyectaba reemplazar ese sistema por uno que llamó de institutos prácticos, esto es, establecimientos descentralizados en los cuales se impartiría en todo el país enseñanza con programas ajustados a las características geoeconómicas de cada provin­cia, reduciendo los aspectos humanísticos de la educación a aquellos que resultasen imprescindibles. Planeaba financiar su proyecto mediante la supresión de los colegios nacionales (preveía dejar sólo seis ubicados en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Mendoza, Tucumán y Concepción del Uruguay), destinando los recursos con que hasta allí se venía sosteniendo a los que desaparecerían; a los nuevos  "institutos prácticos de artes y oficios, agricultura, minas, industria, comercio, etc., según las peculiaridades de cada localidad y previo informe del correspondiente gobierno de provincia".
Se topó con un cerrado rechazo. Fogoneados desde el diario La Nación, los mitristas con Emilio Gouchón ("cívico" devenido después en radical) a la cabeza, diputado por Entre Ríos; y los autonomistas Juan Balestra, diputado por Corrientes y el normalista Alejandro Carbó, diputado por Entre Ríos y miembro informante de la comisión; fueron los más enconados opositores al proyecto. Caras y Caretas se sumó a los detractores: en la tapa de su edición del 16 de marzo de 1901, caricaturizaba a Magnasco y lo acusaba de haber plagiado las ideas del pedagogo francés Edmond Demolins. 
En el Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados puede seguirse la discusión: Carbó y Gouchón, con su impronta anticlerical, sostuvieron un verdadero disparate alegando el primero que "lo que se quería era enjesuitar (sic) la enseñanza", y el segundo que si la nación dejaba la educación en manos de las provincias, éstas, "de exiguos recursos, la entregarían a las congregaciones religiosas" (?). La imagen que ilustra este artículo corresponde a la tapa de la revista Caras y Caretas en su edición del 29 de setiembre de 1900, y en ella podemos apreciar cómo, con fino y perspicaz humor, se describía la situación: bajo el título "PRO-ENSEÑANZA" aparecen caricaturizados Magnasco, Carbó y Balestra tirando todos a la vez de un educando; más atrás un clérigo sonriente, sin intervenir en la disputa y esperando quedarse con el "botín"; y al pie estos versos: "En la reñida querella / sobre quién ha de formar / el elemento escolar / el que no figura en ella / es quien se va a aprovechar". 
Carbó llegó incluso a tachar de "antidemocrático" al proyecto argumentando que el cierre de los colegios nacionales ¡privaría a las provincias de la formación de élites!, de "ciudadanos capaces de dirigir las masas y enseñarles su deber" (sic).
Así las cosas y en un clima enrarecido, las presiones sobre Magnasco eran tremendas, y éste, que no era de los que se amilanan, declaró que "ninguna extorsión lo haría renunciar". La Nación, cual libelo infame, ultrapasó todo límite y cayó en el agravio personal y la difamación iniciando una campaña de desprestigio en contra del ministro, llegando a instigar manifestaciones públicas destinadas incluso a agredirlo físicamente y publicando una denuncia de Gouchón (¿cochon?) acusando a Magnasco de hacerse fabricar por los presos de la cárcel algunos muebles para su uso personal. Hasta Caras y Caretas se hizo eco de esa acusación infundada en su edición del 29 de junio de 1901, caricaturizando a Magnasco cayéndose de una silla a la que se le rompe la pata y diciendo: "-¡Pucha, qué muebles frágiles! ¡Y yo que creí haber hecho una pichincha!...!".
Al ministro le fue sencillo demostrar que se trataba de una patraña urdida en su contra por Mitre y Gouchón con la complicidad del director de la cárcel; un sujeto de baja estofa a quien había hecho sumariar por corrupto e inepto antes de exonerarlo de su cargo (a quienes les interese ahondar en el tema, me permito recomendarles la lectura del libro de Horacio Domingorena Osvaldo Magnasco, el mejor parlamentario argentino).
A todo esto, el 26 de junio de 1901 Mitre cumplía 80 años y se le habían preparado fastuosos homenajes en el congreso para su jubileo. Magnasco, que tenía de él una pobre opinión y que era, como dije, un temible polemista capaz de utilizar sus dotes oratorias como estiletazos de letal ironía, hizo una alusión al Divus Bartolus. Y no tuvo empacho alguno en repetírsela en la cara a Mitre. Dirigiéndose a él, le dijo en el congreso, donde se realizaba el homenaje a quien la tilinguería había convertido en prócer en vida:

Quizás haya llegado a oídos del señor general mi desafecto por la ceremonia de su deificación. Quizás, señor, yo profeso principios republicanos, por lo menos trato de ajustar a ellos mi conducta. Puede que haya también llegado a sus oídos mi frase acaso festiva -que me debía disculpar y que puedo repetir porque no ha­blo en nombre del poder Ejecutivo: Después de la ceremonia ten­dremos que llamarlo como a los emperadores romanos Divus Aurelius, Divi Fratres Antonii, Divus Bartolus.

En buen criollo, le estaba diciendo: "No comparto la iniciativa de los imbéciles obsecuentes que lo endiosan, porque a diferencia suya; yo sí soy republicano de verdad. La frase que pronuncié sobre usted fue humorística y así debió tomarla; pero estoy aquí a título personal y no como ministro, y como hombre no tengo ningún problema en repetirla y sostenerla: Divus Bartolus".
El diario La Prensa publicó que Mitre, demudado, dijo a sus secuaces al retirarse del acto: "Ese Magnasco es hombre muerto".
¡Escándalo! ¿Pero quién se creía que era ese tanito, ese provincianito, para inferir semejante ofensa al ilustre patricio de la calle San Martín, a la primera figura de la República, al ídolo de la juventud porteña? ¡Inaudito! ¡Habráse visto tamaño descaro!
Roca, en el marco de su acercamiento a Mitre, no sólo no sostuvo ni apoyó a su ministro; sino que además le "aceptó la renuncia" el 1 de julio. Era echarlo a las fieras, porque ni siquiera tuvo el Zorro con Magnasco la precaución de tenderle un manto que lo protegiera del escarnio mitrista como sí lo había hecho con Eduardo Wilde (que también era objeto del odio de Mitre y otra de las víctimas que Roca sacrificó en su altar) cuando lo mandó al extranjero nombrándolo ministro plenipotenciario luego de sacarlo de la dirección del Departamento Nacional de Higiene, sustrayéndolo así a los ataques y las venganzas del Tísico (ver en este ENLACE mi artículo ¿Política, sexo y cuernos o amor al poder?).
Decepcionado, Magnasco renunció también a su cátedra en la universidad y se retiró de la política para siempre. No quiso volver a ella ni cuando años después le ofrecieron una candidatura a diputado y ni siquiera cuando el presidente Roque Sáenz Peña (que siempre lo valoró en alto grado) quiso que fuera ministro suyo. Se dedicó -latinista extraordinario como era- a traducir a los clásicos y publicar textos jurídicos de su autoría. Falleció en Temperley, provincia de Buenos Aires, el 4 de mayo de 1920 con apenas 56 años, sumido en el más ingrato e injusto de los olvidos. Tengo por seguro que murió de pena.
¿Por la suerte corrida por el proyecto me pregunta, estimado lector? Fue rechazado por 53 votos por la negativa, contra 30 por la afirmativa.
¿Y La Nación? Le cuento: a la muerte de Magnasco, ese diarucho, que nunca olvida supuestos agravios, publicó un obituario "recordándolo" con alusiones a su "inmesura", su "soberbia" y su "embriaguez mental", y aseverando que "las victorias duraderas sólo son de los metódicos y de los modestos" (o sea, Mitre). No ha cambiado nada; sigue, so pretexto de "tribuna de doctrina" como la calificó su fundador, siendo el mismo pasquín oligarca de siempre. 
Con justeza Homero Manzi le enrostró a Ignacio Anzoátegui: "Usted se ha metido con todos los próceres; menos con el que se dejó un diario de guardaespaldas". Y claro, es que por desgracia no hemos tenido muchos magnascos dispuestos a pagar con el culo los cheques que emite la lengua. Y sin embargo, a esos nos damos el lujo los argentinos de despreciarlos y olvidarlos.
Es como dice don José Larralde: "Qué le va a hacer amigo... / Usté está solo, / pero no olvide que Dios es argentino; / aguántese muy macho su destino / o hágase trolo".

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 14 de diciembre de 2013

LOS ESPADACHINES DE LA ELOCUENCIA






















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Como Ovidio puedo decir sin ninguna emulación al verlo pasear al señor diputado por el hermoso camino de la elocuencia: ya mis sienes comienzan a cubrirse con el color de las plumas del cisne y la alba vejez tiñe mis cabellos. (Lucio Vicente López, ministro del Interior, al diputado Osvaldo Magnasco, Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados del Congreso de la Nación, 14 de julio de 1893)

Para 1893 el gobierno del presidente Luis Sáenz Peña tenía serios problemas. Decididamente, algo en él no andaba.
El fermento revolucionario radical no había cesado -por lo contrario- con el fracaso de la revolución proyectada para el 3 de abril del año anterior (ver en este ENLACE mi artículo Yrigoyen contra Irigoyen). El país entero era un polvorín y Luis Sáenz Peña quería renunciar. Pero los autores del acuerdo entre cívicos y autonomistas (Pellegrini, Roca y Mitre) pensaban que no era el caso. Reunidos los tres con el presidente, el primero de ellos le sugirió llamar a Aristóbulo del Valle a formar un gabinete que sacara al gobierno adelante, consejo este que fue admitido por Luis Sáenz Peña. Era un modo (erróneo como quedaría a poco demostrado; porque equivalía a juntar el aceite con el agua) de conciliar el criterio esencialmente conservador del presidente, nada proclive a las mudanzas y sacudones, con la demanda popular de elecciones libres que expresaba el radicalismo. Previsiblemente, la cosa no podía funcionar y en efecto, no funcionó. Veamos:
Del Valle instaló a su amigo Lucio Vicente López (hijo de Vicente Fidel López y nieto de Vicente López y Planes, autor de nuestro himno nacional) en el ministerio del Interior, y se puso él mismo en el ministerio de Guerra. Proyectaba así hacer una revolución... pero sin revolución (por eso se la llamó la revolución desde arriba, o sea, desde el poder mismo). Pensaba que volteando los gobiernos provinciales que eran el origen y sostén de autonomistas y cívicos, es decir, roquistas-pellegrinistas y mitristas, y llamando a elecciones limpias; la agitación política se calmaría, el gobierno saldría adelante, el respeto a la constitución y las formas se guardaría, los radicales abandonarían la vía revolucionaria y todo el mundo contento...
Se tenía fe y confiaba en sus extraordinarias oratoria y elocuencia (que eran sin duda magistrales) para persuadir a quienes en el congreso se mostraran reacios. Por supuesto, no creía posible convencer a Roca y los gobernadores afectos a éste, pero pensaba que desarmando a las provincias, las situaciones -como se las llamaba- cederían a los movimientos populares, y al Zorro, privado así de apoyo; no le quedaría más remedio que resignarse.
Por eso, a instancias suyas, el ejecutivo nacional en acuerdo de ministros elaboró un decreto que disponía el desarme de los cuerpos militares de la provincia de Buenos Aires (obviamente, con el indisimulable propósito de dejar inerme al gobernador Julio Costa frente a la revolución radical que sin dudas estallaría).
El asunto empezó para el gobierno nacional bajo los mejores auspicios: al revés de lo que se presumía, el congreso aprobó el decreto el 10 de julio, tanto en diputados como en senadores. Y cuatro días más tarde el ministro del interior Lucio Vicente López, interpelado por el diputado roquista Osvaldo Magnasco (y presten atención a éste, ya verán por qué), concluyó abrazándose, luego de intercambiarse floridas frases, con el legislador de la oposición ante la cerrada ovación del público que asistía al debate. El 23 de julio hubo elecciones en Buenos Aires para senador nacional, y garantizada la limpieza de las mismas por el gobierno, que no permitió el fraude ni la violencia; triunfó Leandro Alem (que el 16 había criticado injusta y acerbamente a Del Valle, dicho sea de paso) contra el candidato del mitrismo por amplio margen. Diríase que estábamos en el país de las maravillas y el hasta allí denostado gobierno nacional pasó de objeto predilecto para el escarnio y la diatriba, a ser vivado por multitudinarias manifestaciones populares.
En las primeras horas del sábado 29 de julio estallaron revoluciones radicales en San Luis (gobernada por Jacinto Videla, cabeza de la alianza puntana entre autonomistas y mitristas) y Santa Fe (gobernada por el autonomista Juan Manuel Cafferata); y una revuelta mitrista y otra radical -si bien simultáneas; separadas e independientes entre sí-  en Buenos Aires (gobernada, como cité antes, por Julio Costa, del modernismo de Roque Sáenz Peña). La de San Luis triunfó y derrocó a Videla -que antes de ser depuesto consiguió requerir al gobierno nacional la intervención a la provincia- erigiéndose una junta revolucionaria que proclamó gobernador a Teófilo Saa. La de Santa Fe se impondría dos días después del estallido (Cafferata también alcanzó a pedir la intervención), luego de una enconada lucha en Rosario que arrojó un trágico saldo de 108 muertos, tras lo cual una junta revolucionaria designó gobernador a Mariano Candioti. Aristóbulo del Valle, en nombre del ejecutivo nacional, reconocería (¡y cómo no habría de hacerlo!, si al fin y al cabo, eran hechura -si bien más o menos indirecta- suya) ambos gobiernos revolucionarios. 
Ante esos acontecimientos, en la tarde del domingo 30 sesionó la cámara de diputados del congreso nacional. Osvaldo Magnasco llevó la voz cantante y solicitó la presencia del ministro del interior, López, para que informara sobre la situación, y éste concurrió al recinto. Su exposición fue breve: se limitó a decir que tanto Videla como Cafferata habían pedido la intervención, que Julio Costa no, y que el ejecutivo había elevado para su tratamiento en senadores un proyecto de intervención a las tres provincias. Tras esto, se levantó de su asiento y se fue. ¿Barruntaría López algo raro? Apenas dieciséis días antes se había abrazado con Magnasco; pero ahora se mostraba parco y aún distante. Lo que ocurría era que el ministro del Interior no compartía el criterio de su amigo y colega Del Valle (que era quien lo había llevado al gabinete, como consigné más arriba) de fomentar y apañar revoluciones; pero no quería que ese desacuerdo suyo se trasluciera (que no se trasluciera... raro en alguien que se llamaba precisamente Lucio, es decir, luminoso; pero a la vez, explicable: la revolución desde arriba tenía una grave fisura en su línea de flotación). Ni bien se retiró López; Magnasco mocionó en el sentido de la intervención a San Luis y Santa Fe, pero no para reconocer a los gobiernos revolucionarios sino para restablecer a Videla en la primera y sostener a Cafferata (que aún no había caído) en la segunda, moción esta que muy bien fundamentada con frases de corte exquisito por el autor de la misma (que era un eximio orador, por otra parte), fue votada y aprobada.
Era todo lo contrario a lo que quería Del Valle, quien desde la casa de gobierno seguía atentamente lo que pasaba en diputados. Inmediatamente de conocer el resultado de la votación, dispuso pedir al senado el tratamiento urgente del proyecto de intervención a las tres provincias que había enviado, y el cuerpo se reunió esa misma noche. Una numerosa barra asistió al debate y al recinto concurrió todo el gabinete. La noche del 30 de julio de 1893 marcó uno de los grandes momentos en la vida de ese ilustre tribuno que fue el doctor Aristóbulo del Valle: con soberbia elocuencia y argumentación impecable dignas de Cicerón, demostró la necesidad insoslayable de las intervenciones que pedía y propugnaba, y demolió las objeciones de sus adversarios políticos:

¿Hay motivos para la revolución? Eso no se pregunta cuando los hechos hablan con elocuencia... Buenos Aires está gobernada en condiciones irregulares, es una situación enferma... ¿Qué frutos se habrían recogido de los esfuerzos del pueblo, del gobierno, de los sacrificios consumados y de los que en este momento se hacen, si limitáramos nuestra acción a restablecer o mantener la autoridad del gobierno de la provincia de Buenos Aires derrocado o amenazado? El poder ejecutivo de la República iría a arrancarle a su gobierno hasta el último fusil que tuviera en sus manos dejándolo inerme ante las fuerzas revolucionarias... Diez o doce años gobernada por el mismo partido... eso basta para explicar la descomposición política de la provincia de Santa Fe... ¡Hay más que un derecho político; hay un derecho civil lastimado! He aceptado con los señores ministros un puesto de lucha en una situación azarosa y difícil para la República, porque he creído que enceguecidos marchamos a un abismo. Porque la crisis del presidente habría sido la crisis del vicepresidente, y sobre estas crisis sucesivas no habría sino sangre, fuego, humo y ruinas.

La retórica de Del Valle logró lo que parecía a priori un imposible. Sus palabras calaron tan hondo, que seis de los senadores autonomistas modificaron el criterio -opuesto, claro- que originalmente sustentaban y terminaron por votar favorablemente el proyecto que resultó aprobado en la madrugada del lunes 31 por nueve contra ocho. Pero restaba aún que lo tratasen en diputados, y allí... estaba Magnasco.
Si la oratoria de Del Valle era magistral; la de Magnasco no era menos brillante: sus frases, siempre rotundas y acompañadas de estudiados y escogidos efectos teatrales y de un nutrido bagaje gestual, resonaban en quienes le oían como latigazos sentenciosos.
El martes 1 de agosto la cámara de diputados abordó la cuestión, también con la presencia de Del Valle y el resto del gabinete. Magnasco acertó con el lenguaje justo para utilizar con esos legisladores que distaban muy poco de asumirse a sí mismos como réprobos:

Ya sé que los señores ministros traen en sus labios la palabra que halaga el sentimiento de las muchedumbres, ya sé que vienen con el programa pomposo de la regeneración política que en su lenguaje no significa reforma racional y paulatina sino expulsión en masa y derrocamiento a sangre y fuego, ya sé que vienen cobijados con el lábaro siempre simpático de la regeneración. Me llevan todas las ventajas... ellos son los nuevos Cristos de la redención argentina y yo la cabeza de turco de todos los odios, todos los rencores y todas las iras... Me sería tan fácil hacerme popular y simpático si tuviera ¡caramba! el coraje y la fuerza de quebrantar mis convicciones y torcer lo que tengo aquí dentro: el coraje y la fuerza.

Lapidario. Eran las palabras apropiadas para esas personas y esas circunstancias, el contraste entre una postura quizá cínica pero realista y una más grata al corazón, sin duda más ética pero tal vez romántica. Y es sabido: política electoral y romanticismo se excluyen mutuamente. Sometido el asunto a votación, el proyecto fue rechazado por 39 a 22. Fue el principio del fin de la revolución desde arriba.
No obstante la derrota, Del Valle tendría revancha; porque a todo esto, una crecida multitud se había congregado en la plaza de Mayo y lo acompañó en el corto trayecto hasta la casa de gobierno (recordemos que era 1893 y que el congreso no estaba donde está hoy sino que se situaba en la esquina de las calles Balcarce y de la Victoria -la actual Hipólito Yrigoyen-, con entrada por Balcarce 139). Llegado a la Rosada, salió a un balcón y dijo:

Si el congreso nacional ha resuelto que no haya intervenciones, ¡no ha podido ni podrá resolver que no haya libertades! La resolución del congreso se cumplirá, pero el poder ejecutivo tiene también facultades constitucionales y ha de usar de ellas para arrancar hasta el último fusil que quede en las manos de los gobiernos que quieran oprimir a los pueblos.

Fue ovacionado hasta el delirio. A los pocos días, el 12 de agosto, renunció al ministerio junto con el resto del gabinete. Tres años después, murió.
Lucio Vicente López fue designado por el presidente Luis Sáenz Peña interventor de la provincia de Buenos Aires. Moriría el 29 de diciembre de 1894 de resultas de un balazo en el abdomen  que recibió en un duelo con el coronel Carlos Sarmiento. 
Osvaldo Magnasco sería nombrado en 1898 ministro de Justicia e Instrucción Pública por el presidente Julio A. Roca. Desde ese cargo propugnó un proyecto de reforma de la enseñanza secundaria que sería rechazado (eso será materia de un próximo artículo mío). En una acción miserable, el diario de Mitre, La Nación, lo hizo objeto de un ataque feroz y despiadado, no sólo pidiendo su renuncia sino además ofendiendo su honor y llegando incluso a la aberración de instigar manifestaciones públicas en su contra. Magnasco, que no era de los que se arrean con el poncho, se burló de Mitre llamándolo "Divus Bartolus", y Roca (que había hecho una alianza con el mitrismo) le pidió la renuncia en junio de 1901. Retirado de la política, se dedicó a la docencia universitaria. Murió en Temperley, provincia de Buenos Aires, el 4 de mayo de 1920.
En fin, otros hombres y otros tiempos; tiempos en los que el arte de la elocuencia era la moneda corriente y la facundia el denominador común. 

-Juan Carlos Serqueiros-