domingo, 21 de octubre de 2012

UNA FUGA FRUSTRADA. SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE























Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Una vez sofocada la rebelión de los prisioneros realistas en San Luis, la prensa de Buenos Aires difundió ampliamente los sucesos y las expresiones de beneplácito se sucedieron. Lamentablemente, a la hora de interpretar los hechos, no ocurriría lo mismo con la historiografía.
El chileno Benjamín Vicuña Mackenna, por ejemplo, en su libro La guerra a muerte, llama a Monteagudo "intrigante" y "mulato sádico", y afirma que "el arte de matar había sido una de las ocupaciones predilectas de su vida". Y a Dupuy le enrostra calificativos tales como "venal", "lujurioso", "servil", "incapaz de una sola virtud", "cínico" y "verdugo". Concluye Mackenna en que con Dupuy y Monteagudo en San Luis, "el tigre y la hiena se habían juntado en esa jaula del desierto".
Y otro chileno, Francisco Encina, no se quedaría atrás a la hora de llamar "mulato" a Monteagudo, de tildarlo de "chacal repelente" y "sátiro inmundo" y de emitir temerarios juicios tales como "una de estas jóvenes, Margarita, encendió la concupiscencia de sátiro que había en Monteagudo".
Por su parte, Carlos Galván Moreno, en su Monteagudo: Ministro y consejero de San Martín, lo tacha al tucumano de cobarde, por haber huido despavorido a los primeros tiros de Cancha Rayada (lo cual en efecto, era cierto: Monteagudo escapó a Mendoza; no sé si por cobardía, pero lo cierto es que lo hizo) y de "maestro en el arte de la simulación".
En resumen, para estos (y otros cuantos no citados aquí por razones de espacio) historiadores, los realistas sublevados, a los que muestran llenos de talento y valentía, habrían sido unas pobres e inocentes víctimas sacrificadas a los más bajos instintos de Dupuy y Monteagudo; quienes vendrían a ser así dos abominables monstruos sanguinarios sedientos de venganza y movidos por bajas pasiones. Y encima, se dan el lujo de pintar al Libertador General San Martín -¡a San Martín!- como un hombre abrumado y decaído, cediendo a la influencia nefasta de un hábil e intrigante Monteagudo, al que pretenden erigir como el gran culpable de que los prisioneros hayan ideado una conjura para fugar.
Lo de estos historiadores realmente mueve a la indignación, pero mejor dejemos de lado sus delirios y dediquémonos a examinar los hechos y la abundante documentación existente, a ver qué conclusiones podemos extraer.
Analicemos, ante todo, quién era Vicente Dupuy, teniente gobernador de San Luis por esa época, y qué papel jugó Monteagudo frente a la conspiración realista. 
Nacido en Buenos Aires en 1774, Vicente Dupuy se había distinguido durante las Invasiones Inglesas en el Regimiento de Arribeños. En los días de Mayo de 1810, se pronunció entusiastamente por la deposición del virrey, formando parte de los chisperos, pasando después a la Banda Oriental para el sitio a Montevideo, donde permaneció hasta que la plaza cayó en poder de las fuerzas patriotas. Designado teniente gobernador de San Luis, fue uno de los más destacados colaboradores de San Martín, contribuyendo decisivamente a la formación del Ejército de los Andes. Dupuy gozaba del respeto y la estima generalizados del pueblo puntano y adhería incondicionalmente a San Martín, al cual profesaba una admiración rayana en la devoción. Si San Martín le hubiese ordenado a Dupuy que escalara el Aconcagua y se arrojara desde su cima; éste no habría dudado un instante en hacerlo, tal era su grado de lealtad y afecto al Gran Capitán. Cuando se produjo la llegada de los prisioneros realistas a San Luis, hubo un especial pedido del Libertador en el sentido de que los mismos fueran tratados con toda consideración, e interesándose personalmente en el teniente coronel Lorenzo Morla, que había sido su camarada de armas en España y de cuya familia había recibido muchas atenciones. Dupuy cumplió al pie de la letra el requerimiento de San Martín, brindando su hospitalidad a Morla, dándole su amistad, compartiendo con él su mesa y hasta auxiliándolo con su propio dinero (se conservan las cartas de Morla, y también de Ordóñez, a San Martín en las cuales ambos reconocen y agradecen las inmensas atenciones que les hacía Dupuy). Ese era el hombre al que los miserables historiadores más arriba mencionados califican de "incapaz de una sola virtud", "venal", "verdugo", etc.
Sobre fines del año anterior, esto es, 1818, llegó a San Luis el doctor Bernardo de Monteagudo, deportado allí por orden de San Martín, quien estaba muy disgustado con él por su actuación en el proceso y fusilamiento de los hermanos Juan José y Luis Carrera (ver mi artículo al respecto en este
ENLACE), y por la dudosa muerte del abogado y coronel Manuel Rodríguez. A la vez, Dupuy había recibido una carta del gobernador intendente de Cuyo, Toribio de Luzuriaga, en la cual le recomendaba encarecidamente que tuviera las mayores prevenciones para con Monteagudo, ya que éste iba a la Punta castigado por San Martín, debido a lo cual el confinado fue recibido por Dupuy con extrema frialdad. No obstante ello, Monteagudo alternó con los puntanos del mismo modo en que lo hacían la corta guarnición local y también los prisioneros realistas. Así surgió la leyenda esa por la cual se atribuyen al despecho de Monteagudo, supuestamente surgido de una rivalidad amorosa, los móviles de los conjurados: se dijo que Monteagudo quiso seducir a Margarita, una de las hermanas de Juan Pascual Pringles (en casa de cuya familia se realizaban por los general los bailes y veladas), mujer de extraordinaria belleza, y que ésta prefirió otorgar sus favores a un oficial español que habría sido el teniente Juan Ruiz Ordóñez (eso algunos, y otros; al percatarse de la incongruencia evidente surgida de que Ruiz Ordóñez tenía por entonces 17 años, mientras que la bella Margarita Pringles contaba 30, optaron por cambiar de "favorecido", reemplazando al adolescente por su tío, el general Ordóñez). Según ese difundido mito, Monteagudo, ciego de odio hacia un imaginario rival suyo en materia de amores, consiguió convencer a Dupuy (al que se lo quiere hacer aparecer como un imbécil sugestionable) de dictar el 1 de febrero de 1819 un decreto prohibiendo a los prisioneros salir de noche, y que ese bando gubernamental habría sido la causa única de la tragedia que se desató.
Está fuera de toda duda que Monteagudo quiso "ganarse" a Margarita Pringles -lo confirma su hermana Melchora (que un año después de la rebelión se había convertido en la esposa de Juan Ruiz Ordóñez, como consigné en el capítulo anterior)- en carta a Angel Justiniano Carranza-; pero pretender acotar un hecho de semejante magnitud cual lo es una sublevación de prisioneros con intento de asesinato de un gobernador y propósitos de fuga, a una mera cuestión de celos masculinos, es perder de vista la perspectiva histórica y mostrar a los protagonistas como si actuaran movidos sólo por impulsos irracionales, bajas pasiones, sadismo y crueldad.
Lo que ocurrió en realidad, fue bien distinto a lo que cuentan esos "genios" escribas de la "historia" (entre ellos, Mitre, que como de costumbre, se equivoca): independientemente de su afición al bello sexo (que era una característica de su índole personal que mantendría durante toda su corta vida, y que además; entra perfectamente en el terreno de lo natural: al hombre le gustaban las mujeres y tenía el arte de la seducción, sí ¿y? ¿dónde está el problema?). Monteagudo poseía una despierta inteligencia y una fina percepción, y no puede habérsele escapado el peligro representado por el daño que la eventual unión de montoneros alveacarreristas y confinados realistas podía ocasionar a la causa de la independencia (y en efecto, así lo dice en una carta a O'Higgins de fecha 5 de noviembre de 1818, escrita a poco de llegar a la Punta); amenaza esta que por otra parte, como cité antes, preocupaba y no poco a San Martín -de lo cual Monteagudo (y también Dupuy) tiene necesariamente que haber estado al tanto-.
Vicente Fidel López en su Historia de la República Argentina, afirma que el coronel Agustín Murguiondo, que formaba parte de las fuerzas españolas rendidas a las tropas patriotas en 1814 en Montevideo, y que se había pasado -como otros muchos de sus connacionales- a estas últimas influído por Alvear; les dijo en Montevideo a él y a Esteban Echeverría que había sido entre 1818 y principios de 1819, el agente y nexo entre Carlos de Alvear y José Miguel Carrera por una parte, y los prisioneros realistas en San Luis por otra. "De él mismo lo tengo", consigna, y agrega López que en el complot -que consistía en derrocar al gobernador de Santa Fe, Mariano Vera; hacer fugar a los confinados en San Luis, voltear a Pueyrredón (quien sería reemplazado por Alvear) y asesinar a San Martín y O'Higgins asumiendo Carrera el control de Chile-, entraron, además de franceses y chilenos; Estanislao López -que suplantaría a Vera en Santa Fe- y Francisco Pancho Ramírez.
Y efectivamente, el plan de Alvear y Carrera era el que menciona Vicente Fidel López, quien de no haber sido por su proverbial apego a la tradición oral en desmedro del estudio de los documentos, podría haber desentrañado toda la trama de la conjura en San Luis, porque él también, a pesar de estar bien rumbeado y en posesión de todos los elementos de juicio; cae en la creencia de los mitos ridículos de la "rivalidad amorosa" de Monteagudo con alguno de los principales oficiales realistas (sostiene que con el general Ordóñez), y de su capacidad de "sugestión" sobre Dupuy, como elementos decisivos en la cuestión. Si López hubiese analizado concienzuda y exhaustivamente el sumario a los sublevados, seguramente se habría percatado -por ejemplo- de que en él consta que éstos, además del baqueano conocido como "Marín", habían apalabrado para el mismo cometido a un indio que servía en la casa del teniente gobernador; lo cual indica que muy probablemente no había en todos los conjurados el propósito de tomar el mismo rumbo, sino que algunos planeaban hacerlo en dirección a la montonera (como por ejemplo, Carretero, quien fue el nervio de la rebelión); y otros -¿como Ordóñez y Morla, quizá?- irían a unirse a los araucanos y pasar luego a Chile para persistir en su empecinada lucha contra el independentismo americano algunos, o volverse a Europa otros; como acertadamente infiere López, pero sin atinar a dar con los elementos que avalen su tesis (y que los tenía, reitero, ante sus ojos).
Dupuy no era el tonto, voluble, infatuado y sugestionable que se nos quiere hacer creer que fue. Por lo contrario; era un patriota firme, corajudo y decidido que supo estar a la altura que la coyuntura le demandaba. Y la frase de su propio informe: "Yo los mandé degollar en el acto" que a menudo se cita para remarcar su supuesta crueldad, no hace más que indicarnos su estado de ánimo, natural en quien comprueba que aquellos mismos a quienes había colmado de atenciones, intentaron asesinarlo. 

¿Qué pretendían que hiciera Dupuy? ¿Que después de haber compartido con los prisioneros todo cuanto tenía, inclusive su propio dinero, al verse pagado de esa manera; les dijese algo así como: "caramba, señores enemigos realistas, os habéis portado mal y me habéis defraudado"? Por favor...
Y Monteagudo, más allá de los deplorables excesos y de las actitudes impolíticas en que haya incurrido junto a Castelli en el Alto Perú (y que tantos males causaron), y de los errores que haya cometido; en oportunidad de la conjura realista en San Luis actuó como correspondía, en defensa de los más caros intereses de la patria. Nada tuvieron que ver en todo esto asuntos de polleras ni celos; Monteagudo hizo lo que hizo porque se dio perfecta cuenta de que si quería seguir desempeñando un rol protagónico y destacado, necesitaba imprescindiblemente volver al favor de San Martín (al de O'Higgins ya había vuelto con su participación en lo de los Carrera y en lo de Manuel Rodríguez), y aventar las sospechas que en el Libertador, en Luzuriaga y en otros, despertaban su pasada actuación junto a Alvear en 1814, cuando éste era Director Supremo.
¿Si Monteagudo, de no mediar esas circunstancias hubiera procedido como procedió? Y... qué sé yo... nadie puede saberlo. Y además ¿qué importa? La historia analiza hechos, y las especulaciones acerca de si esto o lo otro, amén de ociosas e inconducentes; corren por cuenta de quien las haga.

Lo cierto es que aquel 8 de febrero de 1819, Dupuy, Monteagudo, Quiroga, Pringles y sobre todo; el heroico y abnegado pueblo de San Luis, salvaron a la Revolución Americana de un gravísimo peligro que sobre ella se cernía. Lo demás es chicharrón de vizcacha.

-Juan Carlos Serqueiros-

jueves, 18 de octubre de 2012

UNA FUGA FRUSTRADA. PRIMERA PARTE


Escribe: Juan Carlos Serqueiros

La mayor parte de los oficiales realistas y una porción de las tropas a su mando, prisioneros emergentes de los triunfos patriotas en las batallas de Chacabuco y Maipú, fueron confinados en San Luis, donde gozaron de cierta libertad de movimientos y hasta llegaron a alternar normalmente con la sociedad puntana, e incluso con las autoridades.
Hasta que el diablo metió la cola: una serie de factores confluyeron y... se desató el drama, principiado en una revuelta.
El 8 de febrero de 1819, lunes, cerca de las 8 de la mañana, el teniente gobernador de San Luis, teniente coronel Vicente Dupuy, fue avisado por su ordenanza que un grupo de entre los prisioneros realistas pedía entrevistarlo, a lo cual aquél accedió de inmediato, recibiéndolos en su despacho (cabe aclarar que Dupuy vivía en una casa que había sido del vecino de San Luis, don Tomás Osorio, sita en el terreno donde actualmente se alza la catedral). El gobernador estaba acompañado por su asistente, el capitán de las milicias puntanas José Manuel Riveros; y por un médico español, el doctor José María Gómez (que también se encontraba confinado allí). Los prisioneros que entraron al despacho de Dupuy fueron: el coronel Antonio Morgado, el teniente coronel Lorenzo Morla y el capitán Gregorio Carretero.
La conversación se desarrollaba informal, amable y distendida cuando, de pronto, Carretero extrajo un cuchillo de entre sus ropas y se abalanzó sobre Dupuy, gritándole: "¡So pícaro, estos son los momentos en que toca a usted expirar! Toda la América está perdida y de esta no se escapa usted". El gobernador -que no era precisamente de los que se arrean con el poncho-, reaccionó instintivamente y acertó a darle un manotazo a Carretero que le hizo caer a éste el cuchillo. Al ataque contra Dupuy de Morgado y Morla, se sumaron el general José Ordóñez, el coronel Joaquín Primo de Rivera y el teniente Juan Burguillo, que venían de reducir al soldado Domingo Ledesma (el ordenanza que había avisado a Dupuy de las visitas), que estaba de centinela en la puerta, y de darle una puñalada al secretario de Dupuy, Riveros, que se dirigía a la calle pidiendo auxilio ante la agresión de que era víctima el gobernador.
Paralelamente a esto, otro grupo de oficiales realistas se había dirigido a la casa en que se alojaba el doctor Bernardo de Monteagudo, con el propósito de reducirlo o asesinarlo, mientras que simultáneamente, otros conjurados intentaban copar el cuartel y cárcel (que distaba exactamente una cuadra de la casa del gobernador), en cuyas dependencias se encontraba una cincuentena de "montoneros" que había enviado presos a San Luis el gobernador de Córdoba. Los montoneros no sólo no quisieron saber nada con los realistas que les proponían plegarse a ellos, sino que además; encabezados por el entonces capitán de milicias de los Llanos, Juan Facundo Quiroga, quien estaba "armado" solamente con un asta que le servía de chifle;  los corrieron.
Al sentir los gritos de pedido de auxilio provenientes de la casa del gobernador que profería el doctor Gómez, la gente salió a las calles en tropel, dirigiéndose a ese punto; mientras que en fulminante reacción, las milicias puntanas -destacándose entre ellas el por entonces alférez Juan Pascual Pringles-, sofocaron la sublevación realista, dando muerte a cuanto prisionero encontraban al paso y matando asimismo a los que momentáneamente habían logrado tomar el depósito de armas del cuartel.
A todo esto, los conjurados que se hallaban en el interior de la casa del gobernador, aterrados, imploraban a éste que contuviera a la gente agolpada frente a ella que intentaba derribar la puerta, y le pedían que les garantizase la vida, a lo cual parece que accedió Dupuy, quien se dirigió, armado con un sable que los realistas le permitieron tomar, a quitar los cerrojos de la puerta. En cuanto lo hizo, una multitud se precipitó dentro de la casa, y el gobernador les gritó: "¡A matar godos!", dando el ejemplo él mismo, decapitando con su sable a Morgado. En cuestión de instantes, la gente del pueblo que había irrumpido en la casa, acabó con Ordóñez, Carretero, Morla y Burguillo; mientras que Primo de Rivera lograba escapar por los corredores e introducirse en la habitación de Dupuy, en la cual halló una carabina con la que se suicidó disparándose en la cabeza.
Alrededor de las 9 de la mañana, todo había terminado. La revuelta había sido sofocada, ahogada en sangre, y en la habitualmente apacible San Luis, conmocionada por el suceso; su teniente gobernador disponía se sustancie un proceso tendiente a esclarecer los hechos, determinar los culpables y estipular su castigo, para lo cual comisionó como juez a Bernardo de Monteagudo, quien se encontraba allí confinado por decisión del general San Martín.
El 13 de febrero, Monteagudo elevó a Dupuy el resultado de la instrucción de la causa. Al día siguiente, éste solicitó a aquél su dictamen definitivo; contestándolo Monteagudo el mismo día, declarando inocentes a los realistas mariscal Francisco Marcó del Pont, coronel Ramón González de Bernedo y soldado Antonio Olmos; también inocentes a los confinados -presos por razones de seguridad, pues se los tenía por enemigos de la causa (es decir, por españoles de ideas y convicciones opuestas a la independencia)- Nicolás Ames (un comerciante vizcaíno radicado en San Luis) y Pedro Bouzas (un campesino natural de Galicia, también habitante de la Punta); y culpables al resto, sentenciando a muerte a todos los que habían quedado con vida luego de la represión, a los que se les había comprobado su participación en la conjura o que habían confesado; con la sola excepción de un paisano conocido en San Luis como José Marín, que en realidad se llamaba José María Guarda, al que habían apalabrado para que les hiciera de baqueano, y para el cual estableció la pena de reclusión perpetua.
El gobernador ratificó el dictamen de Monteagudo y fueron todos fusilados, menos el teniente Juan Ruiz Ordóñez, un adolescente de 17 años, sobrino del general Ordóñez; que pidió clemencia a Dupuy y éste le conmutó la pena, al parecer, accediendo a súplicas en ese sentido de la familia Pringles.
El 3 de marzo, Dupuy ordenó despachar copias del expediente ya finalizado y cerrado al Director Pueyrredón y al gobernador intendente de Cuyo, coronel Toribio de Luzuriaga, y el original al general  San Martín.
Éste, que al recibir el 17 de febrero la primera noticia de la conspiración se encontraba en Curimón, en viaje desde Chile a Buenos Aires, temía una eventual alianza de los prisioneros realistas con la montonera que sabía alentaban desde Montevideo José Miguel Carrera y Carlos de Alvear, y albergó en principio serias sospechas de que Monteagudo pudiera haberse involucrado en algo que el Libertador reputaba como muy peligroso para la causa independentista, y receloso, apresuró su marcha. Al llegar a Mendoza, Luzuriaga lo tranquilizó al informarle que la revuelta había sido reprimida, y al arribar finalmente a San Luis, se interiorizó debidamente de todos los sucesos y aprobó sin reservas lo actuado por Dupuy y Monteagudo, dando por terminado el confinamiento de este último y nombrándolo auditor del ejército en Mendoza.
El 9 de marzo, San Martín remitió el original del proceso al Auditor General Matías de Irigoyen
Asimismo, el general San Martín pidió llevasen a su presencia a Juan Facundo Quiroga, y después de encomiar su actitud durante la revuelta y felicitarlo, dispuso fuera puesto en libertad. También solicitó ver al adolescente Juan Ruiz Ordóñez, y luego de hablar con él, ordenó le fueran quitados los grillos, se le proveyera ropa nueva y se atemperasen las condiciones de su prisión, dejándolo en una virtual libertad. Al año siguiente, Ruiz Ordóñez se casó en San Luis con Melchora Pringles, hermana del por entonces alférez de milicias puntanas Juan Pascual, que se había distinguido durante la represión de la conjura.
Hasta aquí la relación de los hechos, tal cual surgen de la clara y abundantísima documentación al respecto; en la próxima entrega, daré mi interpretación de los mismos.

(Continuará)

sábado, 29 de septiembre de 2012

LA HONESTIDAD INTELECTUAL EN LA HISTORIA




Escribe: Gabriela Borraccetti

La historia es la reconstrucción del pasado a partir de sus huellas, y si bien nadie puede ser plenamente imparcial y objetivo; una sola cosa puede darse por cierta: si lo que motiva al historiador  proviene del placer y de la vocación, el resultado obtenido luego de sus investigaciones será infinitamente más honesto, certero y fidedigno que si su impulso se genera en la ambición de poner de su lado al prócer que más simpatías pueda captarle y más votos pueda proporcionarle. 
 
Lic. Gabriela Borraccetti
Psicóloga Clínica

viernes, 28 de septiembre de 2012

CARTA DE BELGRANO A CANDIOTI DEL 19 DE JULIO DE 1814



































Mi am.o: no había podido escribir a V., hasta ahora, por mis continuos viages, y pr. q.e estando distante de la ciudad ignoraba la salida de los correos, y otras me inhibieron mi proposición de enbiar mis cartas.
Ahora, habrán calmado los temores de marasmos y también calmará la ingratitud de los de Entre Ríos con la unión de Artigas, según me aseguran: poco a poco ha de ir tranquilizándose todo, y la causa ha de prosperar.
Recibí la q.e V. me dirigió con lo que había tratado con aquel: todo lo vence el tiempo y la constancia unida á la energía, y ya ha visto V. q.e q.do menos pensabamos Dios pone fin a esas discordias rindiendo a los caribes que había en Mont.o.
Estoi viviendo en este punto, merced al Supremo Directorio á q.n debo los mayores favores, q.do los q.e se decían mis amigos me han perseguido con encarnizamiento: esto dá el Mundo; p.o hay un Dios q.e protege s.pre al hombre de bien, y descubre las maldades del pícaro tarde ó temprano.
A millones memorias á la S.a y mi querida, y á q.tos quisiesen recibirlas de su afmo.

Manuel Belgrano

Costa de S.n Isidro 19 de julio de 1814.


Si V. me escribe sea bajo cubierta de mi herm.o Francisco

S. D. Fran.co Ant.o Candioti Sta. Fé

(sic)

jueves, 27 de septiembre de 2012

A VECES, Y POR SUERTE, LA TRAICIÓN NO PAGA






























Escribe: Juan Carlos Serqueiros
 
Y ya que todos te han calao de que sos un güey corneta, / y aunque ahura te arrepientas de haber hecho la traición; / pensá, Pardo, que es cierto lo que dijo aquel poeta: / que es al ñudo que lo fajen al que nace barrigón. (Carlos de la Púa, El batidor)
 
Venancio Benavides había sido -y en 1812 no hacía mucho de eso, apenas un añito nomás-; un héroe. Había sido.
Se ignoran tanto el lugar como la fecha, mes y año de su nacimiento, el que probablemente acaeciera circa 1781 en Santo Domingo de Soriano; pero lo concreto es que allí, siendo cabo de las milicias realengas lo tenemos en los primeros meses de 1811, anoticiándose de que el 15 de febrero, Artigas había dejado la capitanía de blandengues y pasado a Buenos Aires para ofrecer sus servicios a la Junta. Inmediatamente, Benavides, junto a Francisco de Haedo y Pedro Viera (ver mi nota en este ENLACE), convocaron a los paisanos de la campaña de Mercedes y Soriano a reunirse en el campo de Asencio Grande, junto al arroyo de ese nombre el 28 de febrero, para transmitirles la novedad; en lo que se conoce como el Grito de Asencio, y que Artigas llamó la admirable alarma.
Los triunfos patriotas se sucedieron en los encuentros trabados contra los regentistas de Elío: a las ocupaciones de Mercedes y Soriano, les siguieron las victorias de El Colla, el 20 de abril; San José, el 25; y Colonia del Sacramento, sitiada el 26 de mayo y que caería una semana después; todas acciones estas en las que Benavides fue el artífice, el protagonista más destacado. Un aura de legendario coraje acompañaba por entonces a su imponente presencia física (el hombre era de elevadísima estatura y dotado de una fuerza hercúlea), y de consiguiente, un orgulloso de sí mismo Venancio Benavides, recién ascendido a capitán y enancado a su creciente prestigio, solicitó incorporarse (junto a sus hermanos Manuel y Juan) al Ejército del Perú, lo cual le fue concedido, dándoselo de alta en dicha fuerza con el grado de teniente coronel y asignándosele el mando de una compañía integrada por tropas que habían participado del sitio de Montevideo.
El 26 de marzo de 1812, en Yatasto, Pueyrredón entregó a Belgrano el mando del ejército, o mejor dicho; de lo que quedaba del mismo después de los dislates cometidos por Castelli y Monteagudo y de las sucesivas derrotas de Huaqui, Sipe-Sipe y Nazareno. La moral de las tropas estaba muy relajada y el ánimo, por el suelo; y para peor, la opinión de las gentes era sumamente adversa a los patriotas. Y allí salió a relucir el genio inconmensurable de Belgrano, que todo lo suplió y remedió merced a su infinita paciencia, a su laboriosidad infatigable, a su puntillosa honestidad, a su abnegación que no conocía límites y al ejercicio de una finísima diplomacia; todo ello eficaz y convenientemente acompañado de la imposición a rajatabla de una férrea disciplina.
Pero esta última, no sería aceptada por todos los oficiales, entre ellos, Venancio Benavides que, digustado, desertaría en Humahuaca, en junio, y que no pararía en eso; sino que además se pasaría al ejército realista, informando detalladamente a Goyeneche sobre la situación de extrema debilidad de las fuerzas patriotas e instándolo a invadir Jujuy. Y días antes de la acción de Las Piedras, lo siguió su hermano Manuel. Al respecto, dice José M. Paz en sus Memorias póstumas:
 
Ese mismo día se pasó a los enemigos D. Manuel Benavides, habiendo hecho lo mismo en Humahuaca su hermano D. Venancio que murió meses después en la acción de Salta, orientales ambos que habían venido de su país a servir en el ejército que abandonaron por resentimientos personales con el jefe de su cuerpo. (sic)
 
En el transcurso de la batalla de Salta, Benavides, viéndose perdido, se hizo matar, situándose en el medio de un tiroteo intenso. Y así lo narra Paz:
 
No quiero dejar pasar esta ocasión de decir el trágico fin que tuvo ese día el célebre caudillo Oriental D. Venancio Benavides, bien conocido por la toma del pueblo de Mercedes y otros hechos de valor en la que es hoy República Uruguayana. Era capitán con grado de teniente coronel y mandaba una compañía, también de orientales, siendo teniente y alférez sus hermanos D. Manuel y D. Juan Benavides. Este habia quedado enfermo en Tucumán, a su paso con la compañía que mandaba, de modo que sólo fueron conocidos los dos hermanos mayores. Por resentimientos personales con el jefe de su cuerpo, se pasó Venancio al enemigo y muy luego le siguió Manuel. Viéndose ese día el primero encerrado en la plaza, exitaba a los demás a una defensa desesperada, y como nadie o muy pocos siguiesen su ejemplo, se colocó de propósito en medio de una calle donde el fuego era muy vivo, hasta que una bala le atravesó la cabeza dejándole sin vida y tendida en tierra su gigantesca figura. Su hermano Manuel, no quiso seguir su ejemplo y nos esperó muy resignadamente. El General Belgrano, que pienso conocía a los Benavides y sabía sus primeras patrióticas hazañas, lo trató muy bien, lo dejó en plena libertad y le dió recursos para que se trasladase a su país. (sic)
 
Sin embargo, y si bien las circunstancias en que se produjo su muerte están claramente explicitadas; ¿ocurre lo mismo con el motivo que lo llevó a desertar y traicionar? Tengo para mí, que no, que hay algo que no termina de encajar... Veamos: José María Rosa afirma que Benavides se disgustó con Belgrano y en junio se pasó a los españoles; pero Paz (que fue testigo presencial de los hechos) dice que fue por resentimientos personales con el jefe de su cuerpo, y hay una sustancial diferencia; porque si la disconformidad de Benavides hubiera sido dirigida hacia Belgrano, Paz lo habría escrito así taxativamente y no hubiera puesto "con el jefe de su cuerpo". El General Belgrano no era "el jefe del cuerpo" que integraba Benavides; sino el general en jefe de todo el ejército y no sólo de una parte del mismo. El jefe directo de Benavides tiene que haber estado entre alguno de estos: el mayor general, coronel Eustoquio Díaz Vélez; el coronel Juan Ramón Balcarce, jefe de la caballería (unificación de Húsares y Dragones); o el teniente coronel José Superí, jefe de Pardos y Morenos. No puede haberlo sido el después teniente coronel Carlos Forest; ya que éste fue ascendido con posteridad a la batalla de Salta.
Por otra parte, estaba acertado Paz en la suposición que expresó en sus Memorias, de que Belgrano "conocía a los Benavides y sabía de sus primeras patrióticas hazañas". A tal punto los conocía, que indudablemente fue él quien indicó a Mariano Moreno el nombre de Benavides, cuando entre ambos redactaron el Plano de Operaciones que rigió el accionar de la Junta de Buenos Aires. Asimismo, Belgrano había comandado por un breve tiempo el ejército auxiliar que se envió a la Banda Oriental en 1811, y obviamente, le constaba la bravura evidenciada por Benavides en el Grito de Asencio y los combates que le siguieron. Más aún: es altamente probable que Belgrano, que iba mucho a la Banda Oriental, conociera a Benavides incluso desde antes de la Revolución. 
Así que no fue con Belgrano el disgusto de Benavides. Personalmente, estoy inclinado a suponer que su conflicto debe de haberse producido con Díaz Vélez. Y de paso, el convencimiento de que sus agravios no estaban originados en acciones del General Belgrano, permite discernir por qué éste le dió a Manuel Benavides, como cuenta Paz, "recursos para que se trasladase a su país".
Y alguna otra causa, que desconocemos y desconoceremos para siempre, seguramente, tiene que haber habido para que Benavides llevara las cosas al extremo de pasarse al enemigo luego de desertar, después de haber dado tanto de sí por la causa patriota. Sea como fuere, el hecho indubitable es que hizo lo que hizo. Y así le fue.
En fin, así terminó sus días Venancio Benavides; buscando adrede la muerte, haciéndose matar y muriendo tan valientemente como había vivido: en combate encarnizado. Pero eso sí: para baldón sobre su memoria; en el bando equivocado y protagonizando una traición.
Lástima...

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 22 de septiembre de 2012

PEER GYNT






































Escribe: Juan Carlos Serqueiros


“Comunicarás a Peer Gynt que habiendo faltado a su destino debe, como producto averiado, ser fundido de nuevo.”

Peer Gynt es un drama desarrollado en verso, escrito por el noruego Henrik Ibsen en la segunda mitad del siglo XIX. Su autor, en principio, no lo concibió destinado a obra teatral, y sin embargo; en ese carácter se estrenó (luego de ser editado en libro con extraordinario y resonante suceso), con la música -grandiosa- que le compuso Edvar Grieg a pedido del propio Ibsen.
Convertido en un ícono del nacionalismo y el folclore noruegos -paradojalmente, ya que Ibsen lo escribió en Roma, donde se había afincado (definitivamente, creía él por entonces) luego de expresar su voluntad de no retornar nunca más a Noruega-; su temática -que incorpora elementos de la mitología escandinava- gira en torno a la existencia aventurera del protagonista, Peer Gynt, que es un joven campesino nórdico irresponsable, alocado, sin ideales y sobre todo; carente de voluntad, de un propósito definido en la vida, que le discurre mientras él vaga, buscando sin cesar en ese frecuentemente delirante peregrinar, su yo. Peer Gynt es en cierta forma, el álter ego, el lado oscuro de Brand, el personaje de la obra epónima de Ibsen que precedió a esta. Si la tesis es el heroico Brand, sus virtudes y su devoción a un ideal en aras del cual sacrifica hasta su propia familia; la antítesis es Peer Gynt, sus miserias, sus pillerías, sus escapadas al reino de la fantasía y su torpe egoísmo; y la síntesis de ambos, es Noruega. ¿O no es, por acaso, Noruega, la que en la forma de la hermosa Solveig aguarda el retorno del oportunista Peer Gynt para redimirlo con su amor? 
Y que no precisó (Noruega, digo), como nuestra Argentina, de dos escritores de tan enorme talla como Hernández y Sarmiento para dejar expuesta su dicotomía: a los nórdicos les bastó con Ibsen; porque nadie entendió e interpretó como él el alma de su pueblo. Afirmó perspicazmente José María Rosa que el Facundo "es un libro profundamente americanista" aún a despecho de su autor. Y tiene razón don Pepe: Sarmiento siente a Facundo, pero lo rechaza, lo execra, odia todo lo que él representa, en tanto eso se le antoja lo que se empeña en reputar como barbarie; siendo como fue, el mismo Sarmiento un bárbaro. Ibsen, en cambio, ama a Peer Gynt a pesar de sus excesos, de su patetismo y de sus falencias; o quizá, precisamente a causa de todo ello. Por eso, entre otras cosas, los noruegos son una nacionalidad, proyectada al universalismo; mientras que nosotros los iberoamericanos estamos todavía inmersos en la trabajosa búsqueda de despejar de la ecuación la incógnita de la nacionalidad.
Peer Gynt es por mérito propio un clásico universal, tal como lo es el Fausto de Goethe, pero sin embargo, no había alcanzado en la cultura rioplatense la popularidad de este último. Si en el resto del mundo inspiró películas como la protagonizada por Charlton Heston, expresiones altísimas del rock metálico épico, sesudos análisis psicológicos, etc.; por estas regiones su conocimiento quedó circunscripto a un segmento estrecho de la sociedad, tal vez porque a Ibsen y Grieg no les había aparecido por estos lares un Estanislao del Campo como les surgió a Goethe y Gounod.
Pero como todo llega, el profeta de Peer Gynt aparecería en la margen oriental del río Uruguay, en el paisito, allá en Treinta y Tres, donde vivió y desarrolló su prolífica obra con la humildad que sólo tienen los grandes de verdad, un maestro de escuela y a la vez, poeta y compositor: Ruben Lena. Él fue el creador de una canción directamente sublime, que tituló Por Peer Gynt, en la cual, con extraordinario poder de síntesis, acertó a reflejar con cabal comprensión (y comprender es amar) lo que quiso transmitir Ibsen en su drama.


Por Peer Gynt
(Ruben Lena)

Camino del regreso de todos los caminos,
Peer Gynt , cabeza blanca,
que fuera de oro fino,
vacío de los sueños
vuelve sobre sí mismo.
Camino de su aldea,
las hojas del otoño
desde el suelo hablan,
murientes, con encono.
Tu debiste decir
tus palabras que somos,
y el título vagar,
tu tímido abandono
nos condena a morir
disueltas en el polvo.
Camino de su aldea
dice la voz del viento:
Soy la canción debida
que no entonaste nunca,
por más que yo despierta
en el fondo de tu alma,
esperaba tu seña,
dice la voz del viento.
Camino de su aldea
el rocío le dice:
Soy las lágrimas tuyas
que llorar tu debiste…
¡Necio eres si por eso
felicidad tuviste:
No existe en esa forma
no es por eso que existe!
Camino de su aldea
pisa la hierba fresca:
Yo soy los pensamientos
que debieron morar en tu cabeza;
las obras que debieron
tomar fuerza en tu brazo
la esperanza con bríos
en tu corazón sano.
Y cuando llegar piensa
al fin de su jornada,
el fundidor supremo,
le detiene a pedirle los frutos de su alma,
y aquellos que no rinden
se funden en la hornaza,
inmensa de la nada.

Lo que en vano pretendieron hacer concienzudos, petulantes críticos de arte; y enjundiosos, presumidos psicoanalistas; lo logró Ruben Lena sencillamente y sin estridencias, a través de una "simple" canción. Y José Luis Pepe Guerra y Braulio López, Los Olimareños, pusieron, allá por 1987, digna corona a la lírica de Ruben Lena, incluyendo la canción en uno de sus mejores discos (si no el mejor): "Veinticinco años".
Por Rubito Lena y Los Olimareños, miles y miles de rioplatenses conocieron, entendieron y disfrutaron a Peer Gynt. Y eso no es poco, ¿no?
Creo, bah...

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 15 de septiembre de 2012

YRIGOYEN CONTRA IRIGOYEN























Escribe: Juan Carlos Serqueiros


En 1892 terminaba el período de gobierno que se había iniciado con Juárez Celman en la presidencia y que culminaría con Pellegrini a cargo de la misma, a raíz de la renuncia del primero como consecuencia de la revolución de 1890 o del Parque, en lo que fue el nacimiento de la Unión Cívica.
La convención nacional de este nuevo partido, proclamó en Rosario, a principios de 1891, su fórmula para las elecciones presidenciales de 1892 integrada por Bartolomé Mitre y Bernardo de Irigoyen.
Diríase que se barruntaba la salida definitiva de la escena política del zorro Roca. Pero la astucia de éste (a quien Pellegrini había designado ministro del interior) era tan grande, como grande era también la fatuidad de Mitre. Hábilmente, el primero convenció al segundo de que apoyaría su candidatura presidencial -lo cual hablando en criollo, significaba que Mitre obtendría unanimidad en los colegios electorales-; a la par que le sugirió el cambio de Irigoyen por el de José Evaristo Uriburu para completar la fórmula.
Fue una maniobra genial de Roca, que sabía perfectamente que Mitre era el más conservador y que el real "peligro" lo constituía Irigoyen. Era esa la segunda vez que Roca impedía una candidatura de don Bernardo: siendo él presidente e Irigoyen su ministro hasta poco antes, lo "vetó" con una frase elíptica dirigida a un gobernador (y por ende, a todos los demás). Ya se le ocurriría luego alguna otra zorrería para sacudirse a Mitre de encima; por ahora, le alcanzaba con introducir una cuña en la Unión Cívica de modo de aventar la "amenaza" y luego, bueno, ya vería...
Increíblemente -"increíblemente" para quienes habían "pensado" de buena fe (y con mucho de estupidez) que Mitre quería cambiar algo-, éste aceptó la propuesta de Roca. La Unión Cívica se fracturó en cívicos nacionales (que respondían a Mitre y que proclamaron la fórmula Mitre-Uriburu); y cívicos radicales (que seguían a Irigoyen y Alem y querían un cambio de raíz en el sistema, de allí lo de radicales), cuya convención consagró a Irigoyen-Garro).
Por supuesto, en el enjuague entre Roca y Mitre no estaba ausente quien presidía la Nación en reemplazo del renunciante Juárez Celman: el Gringo Pellegrini. De hecho -con diferencia de matices y procedimientos-, los tres eran, sin duda, los pilares del régimen. Mitre, extranjerizante y opuesto a todo cambio; Roca, el más hábil y ducho en manejos tendientes a impedir cualquier mutación que de un modo u otro amenazase su primacía en el orden sistémico imperante; y Pellegrini que, poseedor de una nada despreciable fortaleza de carácter, exhibía llamativas contradicciones, porque si bien era partidario de introducir algunas modificaciones; pretendía que las mismas fuesen muy graduales. En síntesis, los tres: Mitre, Roca y Pellegrini; constituían para los radicales los íconos más representativos de todo aquello a lo que se oponían.
Así las cosas, las numerosas adhesiones que éstos incesantemente cosechaban; contrastaban con el repudio generalizado que recibían los cívicos mitristas. Ante esa situación, Mitre declinó su candidatura. Por su parte, Roca renunció al ministerio del interior y anunció que se retiraba de la política. A todo el mundo le pareció que ya nada podía detener la carrera hacia la presidencia de don Bernardo de Irigoyen. A todo el mundo... menos a Pellegrini; que sacó otro conejo de la galera: la candidatura de Roque Sáenz Peña, que hizo proclamar (o por lo menos, le dio su beneplácito para hacerlo) al gobernador de Buenos Aires, Julio Costa.
Pero ocurrió que a Pellegrini -paradojalmente, ya que era muy aficionado al turf-, "se le sentó el caballo en la largada": desde sus propias filas del PAN, se opusieron tenazmente a la política del presidente, a la cual reputaban de timorata. El Gringo se creyó obligado por la fuerza de las circunstancias a retomar las viejas mañas y componendas a espaldas del pueblo, en la forma de las "reuniones de notables". Así se engendró la postulación presidencial de Luis Sáenz Peña, padre de Roque. Y en la coyuntura, guiado por lo que consideró un deber filial; éste último obviamente declinó la suya.
Ante la reiteración de prácticas que se creía habrían de ser desterradas por los buenos propósitos expresados antes de todo esto por Pellegrini, el país entero entró en franca ebullición. Recrudecieron las policías bravas y el ejército empleados en contra de los radicales, y éstos reaccionaron preparando otra revolución para el 3 de abril de 1892. Pero Pellegrini, el día anterior, decretó el estado de sitio y dispuso el allanamiento de los domicilios y la detención de Irigoyen, Alem y todos los más notorios dirigentes radicales. Y además, resuelto a sacar el máximo provecho de la cosa, el Gringo produjo lo que hoy llamaríamos un show mediático: exhibió ante los periodistas, en el despacho de la presidencia, las bombas caseras que supuestamente iban a usar los radicales para asesinarlo a él, a Roca y a Mitre. 
¿Qué había pasado, cómo se enteró Pellegrini de la revolución que inminentemente iba a estallar? Simple: se enteró por la delación de uno de los máximos referentes del radicalismo: Hipólito Yrigoyen. A esta altura, ya resulta indisputable que fue él; porque: 1) Yrigoyen fue a verlo a Pellegrini (que estaba de week-end en Cañuelas) en la mañana de 2 de abril, so pretexto de pedirle favores para una "amiga" suya directora de escuela (Hipólito, por entonces docente; era todo un padrillo, gran amador el hombre). Inmediatamente luego de reunirse con él, Pellegrini regresó de improviso a la capital, y sin hesitar tomó las medidas que tomó; 2) el único de los dirigentes radicales de la primera línea de conducción del partido en no ser apresado por orden de Pellegrini, fue precisamente Hipólito; y 3) la imputación que a Yrigoyen le hizo Lisandro de la Torre en su carta abierta de 1919, publicada en los diarios, y que el denunciado en ella como culpable de la traición nunca negó ni desmintió. O sea; tiene pico de pato, camina como pato, tiene plumas y hace cua cua, ergo; es un pato, ¿o no?
¿Y por qué delató Yrigoyen a sus correligionarios (entre los cuales se encontraba su propio tío, Alem)? Muy sencillo: por una suerte de mesianismo, por un personalismo llevado al extremo. Yrigoyen se consideraba a sí mismo llamado a una misión trascendental: la de regenerar las prácticas electorales. No era que no tenía ambición; sí la tenía y en grado sumo, además; pero era la suya una ambición que iba más allá del ejercicio del gobierno; él se creía el único capaz de conducir una revolución que llevase a los fines que reputaba como supremos. Lo de ir a contarle a Pellegrini lo de la conjura radical no fue inconsciente; fue adrede, pero eso no necesariamente significa que Hipólito actuara así inducido por un afán de traición a sus compañeros de causa, no; lo hizo porque sabía perfectamente que don Bernardo haría una excelente presidencia. Y eso, no, no podía permitirlo; porque así se eliminarían las causas de la alta misión a la que se creía él y solamente él, convocado.
No soy afecto a las ucronías, a la historia contrafactual; es esa una cancha en la que invariablemente me tocó jugar de visitante y que siempre me resultó por demás hostil. Pero sí estoy persuadido de que aquel 2 de abril, Hipólito Yrigoyen atrasó la historia catorce años (así como a su turno, otro radical, Arturo Illia, al impedir el retorno del general Perón en 1964, la atrasaría otros 9 años).
Habría que esperar a que José Figueroa Alcorta y Roque Sáenz Peña removiesen los factores que obstaban a que se pudiera ejercer en nuestro país el sufragio libre. Y si uno fuera malo y quisiera formularse el interrogante del cui bono, la respuesta sería, precisamente; Hipólito.
Lo real y concreto, es que ya no podría Irigoyen ser presidente; y eso porque el que se lo impidió, fue... Yrigoyen.

-Juan Carlos Serqueiros-

jueves, 30 de agosto de 2012

¡ENVIDO! ¡FALTA ENVIDO!























Escribe: Juan Carlos Serqueiros


El instituto de "revisionismo histórico" Dorrego (a través de uno de sus miembros, un tal Osvaldo Vergara Bertiche), "denunció", en uno de los varios perfiles que esta gente tiene en Facebook (yo ya le conozco tres:
e ignoro si estos muchachos pararon ahí, o si tienen más; y tampoco sé para qué cuernos quieren tantos perfiles de Facebook, si con uno basta ¿no?, pero bueno, ellos son así, viste) un plagio de Jorge Lanata -en su libro Argentinos- a Manuel Gálvez en su biografía sobre Hipólito Yrigoyen:
Por cuanto no soy abogado, ignoro si jurídicamente lo que hizo Lanata puede encuadrarse en la figura de plagio o no; pero de lo que sí estoy seguro, es de que Lanata (que de historia sabe lo mismo que yo de física cuántica) en su tan cacareado Argentinos hizo una especie de Resumen Lerú de la historia argentina que historiadores en serio, escribieron. De modo que más allá de tecnicismos legales; lo real y concreto es que el Argentinos de Lanata es, si no un plagio; por lo menos sí una chantada. Basta con tener una nutrida biblioteca de historia para “pescar” en la "obra de” Lanata no sólo descaradas copias de material perteneciente a Manuel Gálvez; sino a muchos analistas del pasado más. Todo Argentinos está extractado de distintos autores. En materia de historia y hablando en el lenguaje rotundo e inequívoco de la cotidianeidad, del rioba, de la yeca; Lanata es, lisa y llanamente un “chorro”. Eso por un lado.
Pero por el otro, cabe preguntarse por el que “denuncia”. Y ahí salta a las claras que el instituto Dorrego no es precisamente el más indicado para tirar la primera piedra (en realidad, no es el más indicado para tirar ninguna piedra). El tal Osvaldo Vergara Bertiche, según su propio perfil de Facebook:
fue un estudiante de arquitectura que no completó sus estudios, y se define a sí mismo como “escritor y docente”. ¡Ah!, y por supuesto, es miembro del instituto Dorrego. Que manda al frente a Lanata quien, en definitiva, no hace otra cosa que lo mismo que el presidente de ellos, O’Donnell: Resumen Lerú de la historiografía que escribieron otros, que sí eran realmente historiadores.
Seguramente te estarás preguntando qué motivaciones guían a los del instituto Dorrego para llevarlos a ocuparse de algo tan nimio y tan trivial como buchonear a un gordito que en materia de historia, representa lo mismo que ellos: nada. Y la respuesta está tan clara como el agua clara: lo hacen (al margen de que son per se alcahuetes y obsecuentes) por politiquería barata (bueh, "barata"... digo barata en cuanto a lo bajo de la estofa; porque en términos de guita nos cuestan más caros que una trola francesa experta en todas las acrobacias de alcoba).
¿Podés imaginarte a un organismo oficial supuestamente dedicado a la historia, consagrándose a pegarle a un ñato que en la materia de que se trata es un cero a la izquierda, y que por otra parte, hace exactamente lo mismo que el instituto: chorear? Ni ahí lo podés suponer ¿no es cierto? Sin embargo, es así como proceden. Y lo hacen no porque los espante que un cuatro de copas en historia como Lanata copie; lo hacen por la otra faceta del quía: la de periodista "opositor" (¿mercenario?).
¿Sabés qué? Te mienten. Con pavoroso cinismo. Unos y otros. Los lanatas y los dorregos, es decir, los megamedios de (in) comunicación y sus personeros como Lanata; y el gobierno y sus esbirros, como O'Donnell & cía. Ellos manejan (o intentan hacerlo) a gusto y piaccere tu pasado y tu presente. Los megamedios te engañan con respecto al pasado, con chantapufis copiones metidos a "historiadores" como Lanata, o historiadores venales pretendidamente “serios”, estilo Romero y demás de similar laya; y el presente, inventándote la “realidad” que te muestran Clarín, La Nación, TN, PPT (otra vez Lanata), y etcéteras parecidas. Y el gobierno, también te miente el pasado, con el instituto de “revisionismo histórico” Dorrego y su sarta de impresentables, y te amaña la “realidad” con 678, y una larga, larguísima, lista de obedientes y genuflexos secuaces.
Y una cosita de George Orwell (que de seguro sabés, pero que viene bien recordar un toque por si las moscas van): quien consigue instalarte en la marota cómo fue tu pasado, es quien digita cómo es tu presente. Y quien maneja tu presente, decreta inapelablemente cómo será tu futuro. Futuro ese que, si permitís que esto suceda; será inexorablemente un futuro que llegó, hace rato (Solari dixit).
Ni Orwell y ni siquiera Bradbury, serían capaces de imaginar lo que sucedería si tolerás que alguien, además de mentirte el pasado; te nuble el presente.
Sos vida joven, cuidate la psique, que no te la enfermen. Y como siempre, vos decidís.

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 25 de agosto de 2012

EL CASO DE LAS TROMPETAS CELESTIALES







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Michael Burt nos entrega la -en mi modesta opinión- mejor novela de la trilogía de su personaje Roger Poynings: "El caso de las trompetas celestiales". 
Ambientada en Sussex, en la Inglaterra de 1939, en ella se amalgama lo policial con el espionaje, el esoterismo, el gnosticismo, la angelología y los aquelarres. 
La tranquilidad de esa región inglesa se ve alterada por el robo de las trompetas de los ángeles de la iglesia local, la hija del vicario del lugar asegura haber visto brujas volando en escobas y... ¡el hallazgo del cadáver de una mujer, junto a una escoba!; tal como si se tratara de una bruja que se hubiese precipitado a tierra encontrando la muerte en esa caída.


El protagonista principal, Roger Poynings, su esposa Barbary, sus tíos, el amable y erudito arzobispo Odo Poynings y el xenófobo y gruñón mariscal sir Piers Poynings; junto al concienzudo y sagaz inspector Thrupp, se verán envueltos en una historia en la cual el más fino humor inglés se complementa con el suspenso, todo narrado con esa maestría con la que es capaz de maravillarnos Michael Burt para demostrarnos que el género policial también puede alcanzar, a través de su pluma brillante, un elevadísimo nivel literario. Y no faltan en esta novela, inquietantes personajes, como la promiscua y... ¿bruja? Andrea y su gato Grimalkin.


El caso de las trompetas celestiales forma parte de la selección que Borges y Bioy Casares hicieran para El Séptimo Círculo, y el extraordinario éxito que representó, explica y justifica sus constantes re ediciones.


Muy, pero muy recomendable para pasar un rato ameno, gozando de la excelente y cautivante literatura de un maestro como Michael Burt.
Y por si fuera poco, a un precio más que accesible. Y además, para algunos grilos exhaustos -como por ejemplo, los del que suscribe-, también está la posibilidad de leerlo como e-book en formato pdf (que estoy en condiciones de compartir con quien lo desee, para lo cual no tiene más que solicitármelo por correo electrónico, y con gusto se lo envío atachado a un e-mail).
Lean, che, que los libros no muerden. Y lo van a disfrutar, palabra.

-Juan Carlos Serqueiros-