Escribe: Juan Carlos Serqueiros
Desde 1880 van transcurridos veintitrés años de estabilidad política excesiva. Dos influencias han predominado casi absolutamente en la dirección suprema del país: la del general Roca en política; la del señor Tornquist en finanzas. (Estanislao Zeballos, 1903)
Roca no estaba dispuesto a correr el riesgo de una crisis como la que había estallado durante la irresponsable gestión de Juárez Celman, con la secuela de bancos quebrados, iliquidez asfixiante, etc., que tuvieron que afrontar después Pellegrini y Vicente Fidel López (ver en este ENLACE mi artículo Ya se fue, ya se fue / el burrito cordobés. Tercera parte).
Entendía que, si bien en esas condiciones de la economía, después de diez años y con los usos y costumbres hasta allí adquiridos, habíase tornado inviable la conversión a una relación 1:1; era impostergable que el Estado terminara con las fluctuaciones de la moneda fiduciaria fijando un tipo de cambio que simultáneamente trajera estabilidad, favoreciera las exportaciones agrícolas, protegiera e incentivara la industria local y a la vez desalentara la especulación, a la cual atribuía todos los males (y no le faltaba razón).
Por otra parte, con su habitual agudeza Roca percibía que sólo a través de una economía sana y en crecimiento, su partido (fuera el PAN u otro a crearse -como pensó hacer hasta que Pellegrini resignó sus aspiraciones presidenciales en favor de las suyas-) podría pelearle al radicalismo (al cual reputaba de extremista) en el futuro más o menos inmediato la supremacía política. Conocía a sus paisanos y no se llamaba a engaño; sabía que Yrigoyen sería un hueso duro de roer porque no presentaba las flaquezas que sí tenía Alem y que hicieron posible su destrucción como factor político, y no se le escapaba el detalle de que hasta algunos estancieros del PAN habían jugado sus fichas por él. Y tenía también presente al que consideraba el peligro mayor: el anarquismo (de allí lo del proyecto de Código del Trabajo del ministro Joaquín V. González, el encargo del Informe a Bialet Massé, la creación de la Caja de Jubilaciones y Pensiones, etc).
Fue en ese contexto y en ese orden de sus ideas en que Roca se desenvolvió en su segunda presidencia y desde donde debe analizarse la Ley de Conversión propugnada por él luego de su consulta con Ernesto Tornquist como vimos en la primera parte de este artículo.
El doctor José María Rosa (n. San Fernando, Buenos Aires, 09.09.1846 - m. Buenos Aires, 13.09.1929) era un jurista, diplomático, financista y docente destacadísimo. Su estudio profesional (en sociedad con Juan José Romero) era por entonces el más prestigioso y su reputación era intachable. En política provenía del republicanismo sarmientista de Aristóbulo del Valle, de quien había sido entrañable amigo y a quien había acompañado (igual que su socio y también amigo) en la revolución del Parque. Hombre de vinculación estrecha con Tornquist (que estaba entre los clientes más referenciales de su bufete), éste se lo había recomendado a Roca para ministro de Hacienda y el Zorro lo designó en ese cargo.
Entendía que, si bien en esas condiciones de la economía, después de diez años y con los usos y costumbres hasta allí adquiridos, habíase tornado inviable la conversión a una relación 1:1; era impostergable que el Estado terminara con las fluctuaciones de la moneda fiduciaria fijando un tipo de cambio que simultáneamente trajera estabilidad, favoreciera las exportaciones agrícolas, protegiera e incentivara la industria local y a la vez desalentara la especulación, a la cual atribuía todos los males (y no le faltaba razón).
Por otra parte, con su habitual agudeza Roca percibía que sólo a través de una economía sana y en crecimiento, su partido (fuera el PAN u otro a crearse -como pensó hacer hasta que Pellegrini resignó sus aspiraciones presidenciales en favor de las suyas-) podría pelearle al radicalismo (al cual reputaba de extremista) en el futuro más o menos inmediato la supremacía política. Conocía a sus paisanos y no se llamaba a engaño; sabía que Yrigoyen sería un hueso duro de roer porque no presentaba las flaquezas que sí tenía Alem y que hicieron posible su destrucción como factor político, y no se le escapaba el detalle de que hasta algunos estancieros del PAN habían jugado sus fichas por él. Y tenía también presente al que consideraba el peligro mayor: el anarquismo (de allí lo del proyecto de Código del Trabajo del ministro Joaquín V. González, el encargo del Informe a Bialet Massé, la creación de la Caja de Jubilaciones y Pensiones, etc).
Fue en ese contexto y en ese orden de sus ideas en que Roca se desenvolvió en su segunda presidencia y desde donde debe analizarse la Ley de Conversión propugnada por él luego de su consulta con Ernesto Tornquist como vimos en la primera parte de este artículo.
El doctor José María Rosa (n. San Fernando, Buenos Aires, 09.09.1846 - m. Buenos Aires, 13.09.1929) era un jurista, diplomático, financista y docente destacadísimo. Su estudio profesional (en sociedad con Juan José Romero) era por entonces el más prestigioso y su reputación era intachable. En política provenía del republicanismo sarmientista de Aristóbulo del Valle, de quien había sido entrañable amigo y a quien había acompañado (igual que su socio y también amigo) en la revolución del Parque. Hombre de vinculación estrecha con Tornquist (que estaba entre los clientes más referenciales de su bufete), éste se lo había recomendado a Roca para ministro de Hacienda y el Zorro lo designó en ese cargo.
Pero ¿por qué Rosa y no Romero? Al fin y al cabo, el segundo había sido tres veces ministro (excelente ministro, dicho sea de paso) y de esas tres veces, en una lo había sido del propio Roca y en las otras dos, sugerido por él; estaba tan cercano a Tornquist como lo estaba Rosa; era considerado por todos -salvo Pellegrini con sus berrinches, claro- el mejor financista de nuestro país; y el período de bonanza relativa se debía en buena medida al concordato que había celebrado con los acreedores externos siendo ministro de Luis Sáenz Peña. Decir Romero era decir Rosa y viceversa, pero habían dos circunstancias que hacían que, en esos momentos, para Roca fuera preferible el segundo al primero.
Una era la de que Rosa tenía añeja amistad con Pellegrini, quien como consigné en la primera parte, había criticado acerbamente el Acuerdo Romero; y entonces, designando ministro a aquél, el Zorro se aseguraba de que el Gringo no lo haría blanco de sus tiros, sobre todo; después de haber manifestado desde Europa su apoyo tanto al proyecto económico como al funcionario nombrado. Por noviembre de 1898 Pellegrini le escribía desde París a Rosa: "Me felicité de veras al saber que eras tú el candidato para ministro de Hacienda. Tienes todas las cualidades y todas las aptitudes para el puesto, y tus condiciones morales y excelente carácter te granjearán el aprecio y apoyo de los que no te conocen bien". Y no era ese en modo alguno un apoyo menor; por entonces Pellegrini estaba en el pináculo de su prestigio, tal como ilustraba socarronamente Caras y Caretas en la tapa de su edición del 7 de enero de 1899.
Y la segunda, que Rosa era por entonces presidente del Banco Nación, lo cual adquiría especial relevancia a la hora de amalgamar y sincronizar todos los aspectos del plan económico, ya que el mismo no se circunscribía a la conversión solamente; sino que significaba la puesta en planta de una estricta política monetaria a la cual el gobierno de Roca quería ceñirse. El Nación absorbía el 30% de los depósitos, y el encaje que la institución fijara, era el que se trasladaría al resto de los bancos.
Esos fueron los dos motivos determinantes para que fuera Rosa el designado. Y éste aceptó el cargo, pero puso una condición: que después de conseguida la ley, renunciaría al ministerio para que se lo nombrara al frente de la Caja de Conversión, de manera de monitorear y controlar desde allí la implementación y evolución de las medidas adoptadas, y de paso; poder volver a su estudio y a su cátedra en la universidad (que era su gran vocación), actividades estas cuyo desarrollo obviamente se le hacía imposible en razón del tiempo que le demandaba la cartera de Hacienda.
Asumió pues, Roca la presidencia el 12 de octubre de 1898 y con él, su flamante ministro de Hacienda, doctor José María Rosa (abuelo del insigne historiador homónimo). La tarea que le esperaba no era por cierto sencilla.
En la tercera y última parte de este artículo veremos cómo terminó la cuestión.
Continuará
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