Escribe: Juan Carlos Serqueiros
En política, no me cansaré de repetirlo, hay la necesidad de agotar todos los medios que conduzcan hacia la unidad y solidaridad de todos los argentinos. (Juan Domingo Perón, carta a Jorge Antonio del 01.06.1973)
Tuve la mil veces afortunada y feliz oportunidad de vivenciar los hechos que a continuación voy a narrar, gracias a la generosidad de uno de los protagonistas principalísimos de los mismos: el señor —o mejor expresado; SEÑOR, así, todo en mayúsculas— escribano Ferdinando Pedrini (o “Fernando” —Ferdinando es Fernando en italiano— o “el Flaco”, para los amigos), hombre de toda la confianza del general Perón, y a la sazón presidente del Bloque Justicialista de la Cámara de Diputados de la Nación (y después interventor en la provincia de Salta), quien tuvo la enorme deferencia —la cual nunca dejaré de agradecerle y por eso honro su memoria cada vez que tengo oportunidad de hacerlo— de distinguir y brindar su amistad —él, tan luego, que tenía una dilatada trayectoria al servicio del peronismo y que era, por derecho y merecimientos propios, una de las primeras figuras políticas del país— a un mocoso don nadie que aún no había cumplido 18 años como era yo por entonces (mocoso, muy a mi pesar y con casi 66 por el lomo, obviamente ya no lo soy; don nadie... eso sí lo sigo siendo).
Producidas el 13 de julio las renuncias de Héctor J. Cámpora y Vicente Solano Lima, el partido Justicialista convocó a congreso nacional para definir la fórmula que presentaría en las elecciones a realizarse el 23 de setiembre. El congreso inauguró sus sesiones el 4 de agosto de 1973 en el Cervantes. Y me acuerdo muy bien de todo porque estuve, no adentro del teatro, pues no me dejaron entrar (y era lógico, por más bronca que me dé, ¿cómo me iban a permitir el acceso a un cónclave de semejante relevancia, si yo era un pendejo de 17 años al que no conocía ni el loro?). El Flaco Pedrini procuró que pudiera ingresar con él, pero… fue imposible.
Habíamos ido temprano, pasado el mediodía, así que recuerdo que nos metimos con el Colorado Nicolau (que ni siquiera era peronista —era comunista—; pero que era un tipazo y muy amigo del Flaco Pedrini quien, enterado de que el Colorado andaba en la malaria y con serios problemas de salud, le había dado conchabo como secretario suyo) a morfar algo en un bodegón de por ahí cerca, donde resultó —¡oh, grata sorpresa!— que hacían unos sanguches de pavita y morrones que ni siquiera los de la Richmond se les podían asemejar, “mirá lo que te digo”. Cada tanto, volvíamos al teatro y re intentábamos entrar, pero nos rebotaban otra vez, y así...
Al final, a eso de las 5 de la tarde (ya llegada esa hora, todavía no había empezado el congreso) nos tiramos un último lance a ver si entrábamos, pero… vuelta a rajarnos; así que nos sentamos en un bar cercano a esperarlo al Flaco.
Hacía un frío de puta madre, me acuerdo, y entonces, para combatir el tornillo, empezamos a escabiar copita tras copita de ginebra Bols en el bar, masticando bronca por no poder entrar. Y yo, que era (y soy) muy ansioso, a cada rato iba hasta las puertas del teatro a pispear y a preguntarles a los que entraban y salían qué onda. En eso, un ñato que estaba entre los oficiosos que departían con los pesutis que se hallaban de guardia en la puerta, me dijo: "Pibe, ¿por qué no te dejás de romper las pelotas y lo mirás por televisión?".
Yo no sabía (y el Colorado menos) que lo iban a transmitir por televisión al congreso —de hecho, es el día de hoy que continúo sin saberlo con certeza; más bien me hallo inclinado a inferir que no lo pasaron en vivo y en directo, sino que a lo sumo deben de haber emitido flashes informativos—, así que salimos del bar (que no tenía tele; en esa época era raro que los bares la tuvieran) y entramos a caminar buscando alguna casa de artículos para el hogar, de esas que exhiben en las vidrieras los televisores encendidos. Como a cinco cuadras encontramos una y nos pusimos a mirar, pero no sé si habrá sido que no estaban los televisores sintonizados en un canal que estuviera transmitiendo el acontecimiento, o qué carajo sería (y además; obviamente desde la vereda no podíamos escuchar nada); así que volvimos al bar, que estaba a media cuadra del Cervantes y nos sentamos otra vez a esperarlo al Flaco.
Pasaron... no sé... dos horas más o cosa así, y ya empezaba a oscurecer, cuando de repente... un movimiento de autos oficiales, patrulleros, etc. Ahí nos enteramos que había llegado Isabel al Cervantes. Recién pasada la nochecita terminó la cosa, apareció Ferdinando a buscarnos en el bar, y después fuimos a cenar los tres a El Hueso Perdido, una parrilla que quedaba (o queda, no sé si todavía existe) en Olivos y que al Flaco le gustaba mucho.
Y allí nos contó con lujo de detalles cómo había sido el congreso: que lo debía presidir Chojulio (Julio Romero, gobernador de Corrientes), pero que éste había delegado la presidencia en José Humberto Martiarena, que la fórmula no se había votado nominalmente sino por aclamación, que la habían propuesto Norma Kennedy y Torcuato Fino (a la sazón, apoderado legal del Partido Justicialista), que luego se había designado una comitiva (en la que estuvieron el Flaco, Martiarena y Alberto Luis Rocamora) para que fuera a Gaspar Campos a buscar la respuesta del General, y que después de todo eso fue que había ido Isabelita al Cervantes (como vimos desde el bar el Colorado y yo) para manifestar la aceptación de su candidatura a vicepresidente. Trascartón, nos relató lo ocurrido cuando él llegó, pasadas las seis de la tarde, a Gaspar Campos 1065 en Vicente López y le comunicó al General que el congreso había resuelto por aclamación la fórmula Perón-Perón, a lo cual éste respondió: “¡Están locos!” (sic). Seguidamente, el General entró en consideraciones acerca de su estado de salud, y terminó por decirles que se tomaría un tiempo prudencial para meditar el asunto y que “oportunamente daría su respuesta” (sic).
Ya deglutidas las achuras y la carne (convenientemente trasegadas con viejo y noble tinto), Ferdinando ordenó café y whisky y siguió la conversación, pero a mí me dio la impresión de que más que dialogar con nosotros y enterarnos de cosas; él estaba en esos momentos y ya a esa altura de la noche, como ordenando sus pensamientos, digamos, así como quien procura encadenarlos, hablando en voz alta para sí mismo en medio de la nube de humo de los incontables Benson & Hedges que fumaba (y que compraba no por atados, sino por cartones)…
Y esa fue la parte más sustanciosa, porque nos contó que a fines del 72, el plan de Perón consistía en profundizar un acuerdo con Balbín —que gestionado a través de Jorge Daniel Paladino y desarrollado epistolarmente entre Buenos Aires y Madrid, ya existía desde 1970—, de modo de robustecer y fortalecer el gobierno de Cámpora (obviamente, el General descontaba un triunfo del FreJuLi en las elecciones del 11 de marzo, como efectivamente ocurrió); reservándose para sí el rol de una especie de canciller con la tarea de echar definitivamente las bases para la unidad iberoamericana a partir del eje Perón-Torrijos-Castro (remember aquella frase “el 2000 nos encontrará unidos o dominados” pronunciada en 1953).
Fue aquel relato de Ferdinando lo que me permitió develar algo que me planteaba a mí mismo como un interrogante que hasta allí no podía despejar: ¿por qué no se materializó el acuerdo en una fórmula Perón-Balbín ya para los comicios del 11 de marzo; en lugar de esperar hasta agosto para reflotarlo como posibilidad? Y comprendí que ordenando los hechos, con el nivel de detalle que el Flaco me había brindado, y descartando todo lo que fuera accesorio o emanase de mis propios preconceptos, tendría la respuesta a mi pregunta: pasó porque como contrapropuesta al GAN (Gran Acuerdo Nacional) que propugnaba Lanusse de modo de imponer como salida política (sic) una democracia formal pero acotada y condicionada en los hechos a la “fiscalización” del poder militar colocado en el rol de gendarme al servicio de los poderes fácticos del gorilismo; Perón tuvo que proceder en 1972 como el magistral ajedrecista político que era: unificó férreamente al sindicalismo tras la figura de José Ignacio Rucci instalada al frente de la CGT desde 1970, e hizo suyo el programa de concertación socioeconómica impulsado por la CGE de José Ber Gelbard, y con sus dos alfiles en fianchetto dio jaque mate al GAN.
Pero Lanusse se demostró como un mal perdedor y vengó su estrepitosa derrota agregando, a la medida previamente impuesta en el sentido de que los candidatos debían obligatoriamente residir en el país desde antes del 25 de agosto y no podían ausentarse del mismo por más de 15 días, y aún eso, con aprobación previa del ministerio del Interior (que, “pequeño” detalle, ocupaba el radical balbinista Arturo Mor Roig, y ya que estamos; recordemos aquí aquella desgraciada y fantochesca frase de Lanusse “a Perón no le da el cuero para venir”); la estipulación de que las elecciones se celebrarían con el sistema de doble vuelta si ninguna fórmula lograra superar el 50% más uno de los votos.
Y eso… sí que era un torpedo lanzado directamente a la línea de flotación, porque si bien la cláusula que virtualmente proscribía su candidatura no hizo mella en Perón —que como consigné antes, no tenía interés en ser nuevamente presidente, sino que aspiraba a un premio mucho mayor—; la posibilidad de un eventual balotaje, en la práctica imposibilitaba un acuerdo electoral con Balbín, ya que éste quedaba en una posición inmejorable para acceder a la presidencia si la fórmula del FreJuLi no conseguía el 50% más uno de los sufragios.
Así las cosas, no cabía pedirle al Chino que inmolara su candidatura en aras de un acuerdo, porque si ya de por sí le hubiese costado lo indecible hacerles tragar a los radicales el sapo del segundo lugar en una fórmula encabezada por Perón; de hecho le resultaría de todo punto de vista imposible conseguirlo si esa fórmula fuese Cámpora-Balbín. Ah, casi me olvido: de paso, queda despejada la incógnita (si alguno la tuviera) de las motivaciones que llevaron al Chino a saltar, el 19 de noviembre de 1972, el tapial de los fondos de Gaspar Campos 1065 para entrevistarse con el General: lo hizo porque, desconfiado, abrigaba la prevención de que Perón, al designar candidato a Cámpora, estuviese jugando a que Lanusse proscribiera también al Tío y le diera motivos para proclamar la abstención peronista y llamar al voto en blanco. Perón le aventó sus temores y le dio su palabra de que el peronismo concurriría a las elecciones.
Pero ahora (debiéndose entender por ahora, mediados de 1973, quiero significar) las cosas habían cambiado y no poco.
La izquierda peronista (que en la práctica, en la realidad efectiva, era peronista sólo en el discurso, porque tanto la conducción de Montoneros como así también la corriente clasista o de base referenciada en Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, propugnaban que el peronismo era sólo un estadio previo, un mero precedente del “socialismo nacional” que lo trascendería, superando a un Perón que —sostenían— “no era revolucionario”.
Y si al General le venía dando disgusto tras disgusto la izquierda peronista, especialmente, la inaudita soberbia de la conducción de Montoneros, que auto erigida en vanguardia, proclamaba en público su voluntad de “no confrontación con el líder”, a la vez que puertas adentro lo mencionaba como “el viejo” (cuando no como “el viejo hijo de puta”) y no se privaba de boquear sin ambages acerca del “socialismo nacional” que una vez muerto Perón proyectaba instaurar mediante la convergencia cívico-militar, es decir, la “milicia popular” aunada con el ejército regular cuya comandancia en jefe era ejercida por el general “peruanista” Jorge Raúl Carcagno (aquel cantito de “No respetamos las botas / ni las vamo’ a respetar / hasta que no se las ponga / la milicia popular”, entonado al ritmo de la marcha “Avenida de las Camelias”, era más que elocuente al respecto); algo parecido —aunque por cierto que en menor medida, sin exteriorizaciones tan perceptibles y no traducido en violencia demencial— le ocurría a Balbín, que también venía jaqueado por la izquierda radical de la renovación alfonsinista.
Por otra parte, oportuno es recordar que el 24 de junio, esto es, apenas cuatro días después de los desgraciados sucesos de Ezeiza, el General visitó al Chino en el despacho de éste en el Congreso de la Nación. ¿Qué, tengo que creer que a un Perón profundamente conmovido, disgustado al extremo y que acababa de retornar definitivamente al país, se le ocurrió súbitamente visitar con premura a Balbín sólo para devolverle gentilezas y como si no tuviera otras muy graves motivaciones para proceder con semejante urgencia? No jodamos…
La posibilidad concreta de una fórmula Perón-Balbín, aún sin que ninguno de los dos lo admitiera clara y derechamente; estaba ahí, implícita y latente.
Pero… el diablo metió la cola: el 26, el General sufrió una crisis cardíaca que para peor, se agravó dos días después. Quedó así imposibilitado (y además; con prohibición expresa y terminante de sus médicos, doctores Cossio y Taiana) para operar políticamente en un delicado asunto que sólo él podía llevar adelante. Y para cuando estuvo más o menos restablecido, ya no quedaba tiempo ni para acordar en lo externo con Balbín la sintonía fina de la cosa, ni tampoco para trasladar hacia adentro del movimiento la cuestión.
Así, en vísperas del congreso, las cartas ya estaban echadas. Había dos posturas: una, de la rama política, mayoritariamente proclive a la fórmula Perón-Balbín; y otra, de la rama sindical, inclinada por Perón-Isabel. Y desde luego, era impensable que los referentes principales de la rama política (Rocamora, Martiarena, Pedrini, Robledo, Luder, Romero, etc.), desataran un conflicto en torno a la cuestión, máxime; cuando no habían tenido oportunidad de abordar in extenso el tema con el General, en razón del estado de salud de éste, de modo que se limitaron, como vimos precedentemente, a ir hasta Gaspar Campos a informarle a Perón la proclamación de la fórmula hacia la cual se había inclinado el congreso.
De todas maneras (y esto es sólo inferencia mía, porque nadie, repito: NADIE, conoció ni conoce las razones que tuvo Perón para ello pues nunca las explicitó) sí debe de haber accedido a que fuera Isabelita al teatro y declarara por las suyas la decisión de aceptar su candidatura a vice. ¿O puede alguien imaginar seriamente que “se cortó sola” o que actuó “influenciada por el Brujo” (López Rega) o que “amenazó a Perón con abandonarlo y volverse a España” como citan irresponsablemente algunos? Por favor…
Un par de semanas después, esto es, el 18 de agosto, Perón concurrió al congreso (que había pasado a cuarto intermedio) y aceptó su candidatura.
El 23 de setiembre de 1973, la fórmula Perón-Perón triunfó en los comicios obteniendo casi el 62% de los votos.
-Juan Carlos Serqueiros-
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